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DONDE SE QUIEBRA LA LUZDONDE SE QUIEBRA LA LUZDONDE SE QUIEBRA LA LUZDONDE SE QUIEBRA LA LUZ
ISABEL BERNARDOISABEL BERNARDOISABEL BERNARDOISABEL BERNARDO
POETA ANTE LA CRUZPOETA ANTE LA CRUZPOETA ANTE LA CRUZPOETA ANTE LA CRUZ 2017201720172017
Real Cofradía Penitencial de Cristo Yacente de la Misericordia
y de la Agonía Redentora
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Heme aquí con la palabra desnuda
y de rodillas
para ponerle letra, Cristo,
a tu silencio.
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AMÓS 8, 9
Y en aquel día acaecerá –oráculo de Adonay Yahveh–,
que haré ponerse el sol al mediodía y entenebreceré en pleno día la tierra.
Fue en esas horas de la tarde
cuando los cielos vaciaron luces y linfas
en la piel del río
y las espigas maduras del ocaso
naufragaron en sus aguas.
Fue en esas horas de todos los silencios
cuando callaron las flautas de los pastores
y los caballos
hubieron de pacer el aire
que exhalaba el relincho turbado de sus belfos.
Fue en esas horas de los cárabos
cuando las encinas desfloraban en los campos
sus azafranes más amargos
y la noche esperaba en la rezaga
con un silencio inquieto
que espantaba las palabras.
Acaso así viniste, Señor, tú, a buscarme.
Sin voz y en ininteligible refulgencia. Desde más allá
del tacto de la tierra y los sentidos. Desde
más lejos
de aquellos majadales ardidos de penumbra
donde yo, tantas veces,
hundía el vientre en las cenizas
mientras escribía —ciertamente no sé cómo—
con agujas los gritos de los rincones
y las memorias
agarrotadas de las sombras.
¡Ah, Señor! ¡Cómo se inflama
la soledad en el hombre cuando llega la noche!
¡Cómo duelen lo silencios, las distancias,
la crucifixión
(inexorable)
del sol!
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JOEL 1, 20
Incluso las bestias del campo braman hacia ti, porque se han secado los
raudales de agua y el fuego ha devorado los pastizales del desierto.
Acaso no sea solo el viento
o esa soledad del aire
que en palidez se levanta
sobre los huesos más fríos del invierno.
Acaso no sea solo el silencio
o ese canto que en oreo viene
en penitente aleteo con los pájaros.
Acaso no sea solo el misterio, el más allá
de la colina o la corriente
que aprisa se lleva el agua
del manantial al río, y del río
a la sal.
Acaso el sudor de los caballos, acaso
el temblor de los aleros, acaso
el espinazo encorvado de los perros.
Aquí donde se quiebra la luz
la muerte deslinda sus sombras
y en el hastial de la niebla
deja su voz
y el desafío inquietante
de sus fronteras.
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LUCAS 24, 7
…diciendo que el Hijo del hombre tenía que ser entregado a manos de
pecadores y ser crucificado, y resucitar al tercer día.
No he venido aquí para buscarte muerto.
Sola llego a la soledad y a la agonía
de esta casa.
Mi voz tras la sin voz
del aire
mientras van cayendo lentas las sombras, lentas,
sobre este silencio de velas
que arde
bajo tus pies desnudos.
Traigo agua, pan y aire de los campos que habito;
una flor y una paloma;
enseñas blancas para pisar sin miedo
la pena
sagrada del destierro.
Atrás quedó el sol muriendo en el oeste del río,
atrás el viento en su nervio de castigo,
atrás las lunas negras
de los montes, el hambre del lobo
y la temblequera del rebaño;
atrás la nada y las ruinas
encendiendo lámparas en sus ojos
ciegos
y vigilantes.
Dime, mi Señor, si ya sientes mi sombra.
Dime si me ves las manos,
si es cierto que mi voz te llama
por tu nombre
sin temer escucharse a sí misma o quedarse sola
ante el jardín en sangre
de tus espinas.
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ZACARÍAS 10, 1
Pedid a Yahveh la lluvia en la estación primaveral; Yahveh, que forma nubes
de tormenta, y lluvia copiosa les dará, y a cada uno yerba en el campo.
Sé que aun se enjambra el invierno en el paisaje
porque nimbos de nieve sangran los cielos
de silencio y de frío.
En la ladera verdinegra los robles
apuntalan la osamenta desnuda de la muerte
y el viento apenas
puede deshojar los carámbanos en flor
que hermosean
y acuchillan sus ramas.
No más de una volada de nubes muerde
los horizontes del hielo
y en el aire
quietas quedan
la oración de la piedra y las piadas
tempranas de los nidos; liras y fragancias
que se levantan de sus orígenes
despreocupadamente
sin preguntarse el principio de su linaje
o el porqué de su destino.
Cuánta naturaleza, Padre, sin dolor
para salir a buscarte.
Cuánta hermosura de luz, cuánta tierra
de rodillas
ante la soledad sagrada de tu paso.
Solo el hombre entra en sus orfandades de puntillas
para no despertar los gritos
de sus inmensos vacíos.
Solo el hombre solo.
Todo lo demás en gratitud ofrenda
a Dios y al aire
su divina estirpe y su belleza.
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JUAN 16, 33
Os he dicho esto para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis
tribulación, pero, ¡ánimo!, yo he vencido al mundo
La agonía es
el último instante en libertad de la vida.
Una voz callada que va tras las moradas
donde se acendra
ígneo
el misterioso azarcón de las estrellas.
La agonía es aire.
Una lágrima de frío suspendida en la vigilia del adiós
mientras huye el tiempo despacio
a los juncales de alabastro que desbordan
las infinitas riberas.
Libres cual gacelas anhelan ir mis palabras
tras esta muerte
que vive y muere de frente, y callando.
Libres
tras este tiempo en fuga hacia la luz
perpetua.
No siento las espadas que señalan mi espalda,
la barbarie de las botas
que embrutecen el suelo.
No siento el desprecio ni acaso la indiferencia.
Más allá de este sin aliento del aire
hoy solo quiero respirar su voz
y ver cómo sus manos retiran la piedra
de esa noche incierta
donde confunden su alma los hombres
y el vuelo yerran
los pájaros.
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JUAN 19, 28
Después de esto, sabiendo Jesús que ya se había cumplido todo,
para que se cumpliera la Escritura, dijo: Tengo sed.
Era viernes cuando le condenaron
a la esclavitud de la sed.
Las aguas del Cedrón arrastraban los cielos enlutecidos
y en sus velas náufragas
una sombra de silencio alabeaba
la verdura de los juncos
y el amargor de los olivos.
Nada transparentaba el aire sino el pedrisco del calvario
y la túnica inocente
empuñada por la ciudad envilecida.
–Tengo sed –dijo, y la voz
apenas pudo beber la escara
en el humor sanguinolento de sus labios.
Desde entonces las víboras silban
peligrosamente
en los riscales.
Desde entonces las noches reptan
la claridad
de las ventanas.
Desde entonces los espinos acuchillan los umbrales
y el mundo
se hace un parto de soledad en el agua
porque todos saben que era viernes
y a aquel hombre
le condenaron
a la esclavitud de la sed.
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DEUTERONOMIO 32, 7
Recuerda los días de antaño, considera los años generación por generación;
interroga a tu padre, y te indicará; a tus ancianos, y ellos te dirán.
Mi abuelo quiso hablarme de ti, Cristo,
mientras esperaba en agonía
su propia muerte entre las sábanas.
Todo su alrededor estaba pálido
como si todo su alrededor también
fuese a morir.
Los sueros y las paredes desnudas,
las acacias y el marzo blanco
de los cristales;
los besos silenciosos, cuántos besos
en el silencio redondo del aire.
Todo su alrededor pálido y en agonía
hablándome de ti, Crucificado,
con los pulmones encharcados
y los huesos rotos.
Sus pupilas vacilantes
(de la cruz a la ventana, de la ventana a la cruz)
con la urgencia en la mirada
(de la cruz a la ventana, de la ventana a la cruz)
y la voluntad abandonada al delirio
de una luz
que solo él vio llegar para llevárselo.
Tierra desnuda pidió para sepultar su podredumbre.
Para el alma salve,
perdón y alas que en salmo le arrastraran
a la inmensidad gloriosa
de los valles infinitos.
Antes de que se encendieran los cirios
un silencio de rosas enmudeció el tañido
triste de las campanas.
Mi abuelo había muerto encogido de fe y de flores
sin maldecir la tierra
y con los párpados cerrándole el paso
al vértigo
en llamarada de los fuegos.
Cuánta paz en aquellos ojos desvenados
que solo a ti, Cristo, te miraban.
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Desde entonces todas las noches viene a guardar
la cruz de mi cama
y mi sueño.
Bálsamos de ámbar y blancas pajarillas traen sus manos.
Yo sé que está ahí aunque no le veo.
Su voz en mis sentidos, muy cerca,
muy cerca.
Todo él en el aire.
Para que no me acobarde la noche,
para que no me estremezcan los silencios,
para que no me intimide llamarte por tu nombre, Cristo,
a pesar de esa agonía que desde la cruz me habla
con la quemazón del látigo
en los labios.
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SALMO 10, 1
¿Por qué, Yahveh, te quedas a lo lejos, te escondes
en los tiempos de la angustia?
Yo soy uno de esos de tantos
que perseguimos los pinos altivos
para coronar de verde las colinas.
Un poeta de tantos que vienen y van
en oficio por los caminos
enseñoreando la majestad de las tardes
y la magnitud de las tormentas.
La yerba fresca en la boca y en los ojos lirios
para desmentir el escozor y la sed
del sin aliento
y de las lágrimas.
Toda mi codicia en arrogantes palabras
para callar mis derrotas. Voces
que se levantan sobre sus relumbrones y postizos afeites;
torreones del verbo
edificados (engañosamente) para alcanzar la solemnidad suprema
del cielo y sus silencios.
Qué queda de aquellos árboles, Cristo Redentor, cuando regreso
de tan falsa lozanía. Qué de los senderos
encantados, de las tardes incandescentes,
del sollozo inerme y de la fronda,
del bizarro añil de la galerna…;
qué de esos alcázares que terminan desplomando el humo
de sus letras
sobre el poeta en sombra,
mientras el mundo sigue ahí, junto a mi puerta,
acodando su aterida orfandad en el nidal
de sus más oscuras soledades, doblando el hambre
bajo el vientre, arrodillando el llanto,
suplicando, Cristo,
en desnudo verso
tu misericordia.
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MATEO 8, 17
…para que se cumpliera lo que anunció el profeta Isaías cuando dice:
Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades
Porque creí que nadie me miraba
acerqué mi oído a tu pecho para saber
si eras pulmón de madera
u hombre.
Luego cerré los ojos y me abracé a tu cuerpo
roto y enflaquecido.
Olvidé las horas, la razón, mi ciudad
y también mi casa.
Y tras tu silencio me puse en paso
hacia esa noche alzada del calvario
donde los cielos arrojaron las tinieblas
y los hombres
la tórrida memoria de las túrdigas.
Porque creí que nadie me miraba yo lavé
tu rostro con mis propias manos
y a las garras de un halcón
(con cáñamos del Tormes)
amarré el madero.
Juntos emprendimos vuelo
hacia donde los amaneceres serpentean la pubertad
lampiña de las cosechas;
a la misma hora del alba
en la que la noche indulta a sus hombres
y deja a los esclavos
ante la mies y la fuente, libres
e iguales.
Cuántas cosas somos capaces de soñar
cuando creemos que nadie nos mira.
Todo lo demás se somete al mundo y al hambre salvaje
de sus ambiciones.
De ahí que tantos hombres lloren ocultos
en la negra alameda de la noche.
De ahí que los árboles griten en fuego
desde sus ramas; de ahí que la sed
humedezca los labios en los aguazales del cólera
y que tú,
mi Señor,
hayas de seguir agonizando, un siglo y otro siglo,
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un día y otro día
sin poder descender de esa cruz que nos señala
pobres de Dios y de sueño…, y de castigo
llenas las manos.
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MARCOS 14, 62
Jesús dijo: “Yo soy”. Y podréis ver al Hijo del hombre sentado a la derecha
del Poder, y que llega entre las nubes del cielo.
Recuerdas cuando aquel día vine a preguntarte
si eras tú aquel Dios que de chica yo veía pasar
por aquellas nubes que sesteaban las tardes
desmañadas en su hermosura,
lejanas y misteriosas, apacibles
y brillantes.
Cuánta sorpresa en los ojos de los niños.
Yo te hablé de Él y de su bien parecido,
de sus ojos grandes y curiosos,
de su capa blanca y de su torso transparente;
de su boca rosada,
de sus manos de gigante…
Cuánta majestad allá arriba.
Y te hablé también de aquel niño
—Jesusito de mi vida…—
aquel de la piernecilla que pataleaba el aire
y el puñado de paja
—tú eres niño como yo…—,
aquel de las manos que buscaban mi abrazo,
la piel
velada en sus sonrojos;
aquel de las pupilas redondas que acunaban
los azules y los plumajes
de pequeños pajarillos descendidos al adviento
en luz de las estrellas
—por eso te quiero tanto
y te doy mi corazón—.
Ah, Cristo, con qué sencillez y resplandor;
con qué franqueza germinan los sueños
y la vida
en la inocencia primera.
Era entonces cuando el horizonte claro se levantaba
al cantar el gallo, una, dos, ya van
cinco veces.
Y el día iba entrando limpio por la ventana
y, muy despacio,
ahuecaba la almohada mientras los gorriones, afuera,
despegaban los retoños perezosos de la morera
ante aquel Dios bondadoso que nuevamente se asomaría en la tarde
bien parecido y con los ojos grandes, blanca la capa,
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rosados los labios, y el torso
transparente.
Luego regresaba, Cristo, de mis pensamientos de niña
y me avergonzaba al confesar mis simplezas
ante tanta agonía.
Miraba a mi alrededor y al tuyo; hundía mis manos
en el desmayo de tus pies desnudos,
en el pálpito
en herrumbre de los clavos;
respiraba los restos de incienso de los sillares, el sahumerio
oxidado de los frisos…
Todo mi alrededor tan cerca de los contrafuertes y de los siglos;
la soledad y la muerte
enfardadas en la piedra; como con la misma muerte dentro.
¡Maldita la hora en que los hijos de la tierra
dejan de ser niños! ¡Maldita la hora
en que se olvidan de arañar la luz, de acercarse
a la zumbona dulzura de los panales!
Mírame, Cristo, y dime
que sigues siendo mi pequeño niño del heno
y del abrazo.
Ven cada tarde a la lumbre de las nubes. Abre tus ojos
y dime que no lloras.
Acaríciame, ven a mi mano,
alcanza mi sombra.
Mientras el tiempo me sostenga entre sus brazos
no dejes que mis entrañas
se cansen de buscarte.
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ISAÍAS 1, 19
Si accedéis y escucháis, lo mejor del país comeréis.
Venid, gentes, venid a escucharle.
Venid a esta agonía que en leve pulso habla
en cruz desde los palos.
Hay tanto misterio en sus labios, tanto temblor y sed
en su aliento,
que ni siquiera la muerte se atreve a hundir la lengua
en el brocal abierto de sus llagas.
No, yo sé que esta agonía (tan postrada)
no quiere morir.
Sé que este silencio es aire y súplica. La voz de aquellos
que hoy con sus gargantas
vienen rompiendo en grito los berilos de la mar;
la voz homérica de las resacas errantes
que traen a los hombres y a los destierros
a una extraña patria
desde mucho más allá, que a lo lejos.
No me preguntéis mi linaje,
que el linaje de las hojas soy.*
No. Yo sé que esta agonía no puede morir.
Hay mucho mundo errando el océano y mirad cómo vienen
con las velas rotas los barcos.
Comida y mantas en las majadas de Eumeo.
Una broza de sol
y aire.
Poco más piden los mendigos del mar que llegan
a las indiferentes costas del progreso.
Tierra adentro la esperanza se entibia en un jergón
mientras el hambre
limosnea el zaguán de las iglesias y las esquinas.
Tierra adentro, tú, Cristo,
que con la muerte dentro en silencio les llamas
mientras mueres sin morir; agonizando
con los derrotados.
Por cuánto tiempo, Dios mío.
Por cuánto tiempo.
*
La Iliada, canto VI
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MATEO 16, 13-17
Cuando llegó Jesús al distrito de Cesarea de Filipo preguntó a sus
discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?”
Ellos dijeron: “Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; otros, Jeremías
o uno de los profetas”. Les dice: “Y vosotros, ¿quién decís que soy
yo?”. Simón Pedro respondió así: “Tú eres el Mesías, el Hijo del
Dios vivo”. Jesús le respondió así: “¡Feliz de ti, Simón Barjoná!,
porque no te [lo] reveló [la] carne y sangre, sino mi Padre [que está]
en los cielos.
(Al Cristo de la Agonía Redentora)
«Y tú, ¿quién dices que soy yo?» –me preguntaste.
Hacía frío aquella tarde
y en el soto, muros afuera,
los cipreses descolgaban la cellisca
en pequeñas y frágiles madrigueras de cristal,
braserillos de nácar y otros espejuelos
que avispaban con sus destellos la pesadumbre
cabizbaja de la niebla.
Tú y yo nos habíamos ido conociendo
desde hacía tiempo.
Tú eras Cristo y yo
una de tantos poetas que buscan
la música callada de la ciudad y sus cornisas;
una de tantos que escucha
la desnudez de la lluvia ante los fresnos.
Una de tantos.
Aquella tarde yo estaba sola. Tú también
estabas solo.
Dos soledades frente a frente vaciándose por dentro
y sangrando sus heridas
sobre la piel de este catafalco en sombra
(catedral en piedra)
donde los pensamientos hondos, tantas veces,
se rompen en el aire
y entreabren sus lenguas
en la inmensidad fértil del silencio.
A los pies de la Cruz los huesos de Adán
(como zancarrones rearmando el esqueleto
del primer pecado)
contrajeron su rezura ante el restallo de tu voz desnuda:
«Y tú, ¿quién dices que soy yo?»
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Hacía frío aquella tarde y tú y yo estábamos solos.
Con la cautela del que teme deshonrar
con su lengua el dolor sagrado
hundí mi silencio en el vivar anémico de tus labios
«Y tú, ¿quién dices que soy yo?»
mientras mis ojos iban destrabando las trampas
de las sombras
y tu cuerpo en luz se aparecía entre los claustros
de la más hermosa primavera.
No, Cristo, yo no vine para anunciarte muerto.
Ni siquiera a decirle al otro
que el mundo que vive muere, y alimenta con sus cenizas
la apocalíptica memoria de una tierra
empeñada en contemplarse vencida, sin Dios,
y siempre mirando atrás.
No, Cristo, yo no dejaré tu nombre en la Agonía,
abrasándose tu sed en la sed
de los inmensos pozos del sin aire
y sin aliento.
Hunde, Cristo, el puñal de tu voz en mi boca
hasta que mis palabras sangren solo la luz,
las horas sin horas
del más allá de las urces
que ocultan las nubes y las constelaciones.
Porque yo diré de ti que eres el Redentor, el Cristo
que espera
al otro lado de la noche.
Allí donde las cumbres apuntalan, sin clavo o sacrificio,
los tiempos infinitos;
allí donde el silencio no muerde con ira el silencio
ni la tierra
alambra sus lindes con espinas;
allí donde la mar
no hace de sus aguas el sudario de los niños, un bajel
a la deriva
para hombres y mujeres sin regreso.
No, no me digas Cristo, que estoy soñando
como sueñan los poetas. No me digas
que quiero escapar de tu agonía porque tengo miedo.
No me digas que me ves llorar.
No me digas que volveré a casa y que el mundo
(nuevamente)
pondrá en mis manos la metralla y la quijada de los asnos;
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no que la sangre y la muerte
reanudarán en salvaje silencio su camino.
«Y tú, ¿quién dices que soy yo?» –me preguntaste
tú, Cruz en Agonía, Redentor Cristo
que espera
al otro lado de la noche.
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CANTARES 7, 12
Ven, amado mío; salgamos al campo, pernoctemos en las aldeas.
Plegaria final
Llegó la hora, Cristo, de regresar sobre mis pasos al pulso
perseverante de los días; a la sediciosa soledad
que traen las guerras
y las ausencias.
Una vez más me perderé por los jarales
con el alma descalza y las abejas
zumbando en las horas amarillas de la tarde.
En lo alto el sol rodará
en sus arbotantes de iris tras el chaparrón de la lluvia
mientras los pájaros cantores descienden
a las fuentes claras
a refrescar sus gargantas.
Y así habré yo de escribir esta tierra. Toda ella
enraizada
de música y palabra.
Toda ella en sus turgencias de sol y sangre.
La vida y la vena, en sus frágiles paredes, refrenando
siempre el grito de sus heridas.
Y así hasta que la muerte me llame, Cristo,
a ese callado silencio que sueño
vivir en la redención de tus brazos.
Ah, pájaros del aire y los confines, venid a mi cada mañana
a buscar mi credo, la palabra
que sobrevive a la úlcera y al desaliento
de las noches cerradas.
Nada estará perdido
si aun soy capaz de abrir un solo surco con su nombre
en este hermoso valle de luz y lágrimas
que se aparece hoy como fatal quebrada
en la adversidad del caos.