La Sostenibilidad Corporativa. Administración Ambiental
Vino y literatura_antologia_reducida_unex_2parte
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UNIVERSIDAD DE LA EXPERIENCIA
2018
EL VINO COMO MOTIVO LITERARIO
Miguel Ángel Muro
(Universidad de La Rioja)
(miguel-angel.muro@unirioja.es)
El vino de la modernidad
Charles Baudelaire (1821-1867) recurre al vino con frecuencia en su poesía; de
hecho, su serie “Los vinos” de Las flores del mal es un hito en este motivo temático en
la lírica de todos los tiempos.
“Cantaba un día el alma del vino en las botellas:
‘¡Hombre, hacia ti yo envío, oh tú, desheredado,
bajo mi verde cárcel y mi cera encarnada,
una canción de luz y de fraternidad!
Yo sé cuánta fatiga sobre el otero en llamas,
cuánto sudor y sol ardiente se precisa,
para engendrar mi vida y para darme el alma;
mas no he de ser ingrato ni tampoco maligno,
porque siento una dicha inmensa cuando caigo
en el gaznate de alguien a quien gasta el trabajo,
y su cálido pecho es una dulce tumba
donde yo me complazco más que en mis frías cavas.
¿Escuchas cómo suenan las copas del domingo,
la esperanza que trina en mi vívido seno?
Los codos en la mesa y bien arremangado,
me has de glorificar, y estarás satisfecho;
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yo encenderé los ojos de tu esposa extasiada;
su fuerza y sus colores devolveré a tu hijo
y le seré a este endeble atleta de la vida
el óleo que a los músculos del luchador da fuerzas.”
¡Yo iré a caer en ti, vegetal ambrosía,
grano por el eterno Sembrador arrojado,
para que la poesía nazca de nuestro amor
y germine hacia Dios como una flor extraña!”
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El jerez, las bodegas y la revolución
Blasco Ibáñez escribe en La bodega una novela sobre la lamentable situación de
los jornaleros jerezanos, el desarrollo de las ideas revolucionarias y los sucesos
violentos de 1892, con trasuntos históricos como la familia de propietarios, aquí
llamados Dupont, o el predicador de la revolución Fermín Salvochea, en la novela
Fernando Salvatierra. Junto a la historia social, Blasco mueve la historia individual de
personajes de ambos estamentos sociales que, al cruzarse, llevarán –como en las obras
teatrales de honor del Barroco– a dramas de honra, venganza y muerte. Con tal
ambientación, el relato rezuma vino, de cabo a rabo: el vino impregna sus páginas,
omnipresente y en varias facetas.
La presentación de Fermín Montenegro (que, a la postre, será uno de los
protagonistas del drama de honor y sangre), nada más abrirse la novela, da pie al
narrador para que sitúe la trama en la casa Dupont, “La primera bodega de Jerez
conocida en toda España”, “dueños del famoso vino de Marchamalo y fabricantes de
cognac”, bebida que –según reza su propia publicidad– “abrió un nuevo horizonte al
negocio de las bodegas”. Y su recorrido por las dependencias de la bodega, posibilita
una descripción detallada y extensa, atenta tanto a la materialidad de los lugares, como a
las prácticas de elaboración y venta, no todo lo honestas que debieran:
“Montenegro siguió adelante. Las bodegas de Dupont formaban un
escalonamiento de edificios. De unos a otros tendíanse las explanadas, y en
ellas iban alineando los arrumbadores las filas de toneles para que los
caldease el sol. Era el vino barato. El Jerez ordinario, que para envejecerse
rápidamente era puesto al calor solar. Fermín recordaba la suma de tiempo y
trabajo necesarios para producir un buen Jerez. Diez años eran precisos para
criar el famoso vino; diez fermentaciones fuertes se necesitaban para que se
formase, con el perfume selvático y el ligero sabor de avellana que ningún otro
vino podía copiar. Pero las necesidades de la concurrencia mercantil, el deseo
de producir barato, aunque fuese malo, obligaba a la casa a apresurar el
envejecimiento del vino, exponiéndolo al sol para acelerar su evaporación.”
(Blasco Ibánez, 1998a: 211)
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El vino tamizado por la sensibilidad de la artista
La capacidad para mostrar una sensibilidad temporalizada, que caracteriza la obra
de Virginia Woolf (1882-1941), alcanza en dos momentos singulares al vino, en el
despliegue verbal de dos conciencias. En Mrs. Dalloway (novela que maravilló a
Gabriel García Márquez por su estructura, de apariencia inconsútil), son las pequeñas
cosas de una mujer sin importancia las que van poblando unas horas de su existencia,
hasta llegar al instante de revelación en que siente cómo “el paso del tiempo la había
rozado” y cómo percibe: “en medio de mi fiesta he ahí a la muerte” (algo que enlaza,
por cierto, con el relato “Los muertos”, de Joyce); una de las preocupaciones de esa
fiesta es el vino, el tokay que su marido había pedido “de las bodegas del Emperador, el
Imperial Tokay.” (Woolf, 1998: 178)
En Las olas, son dos de los seis monólogos interiores que conforman la novela y
las vidas de sus personajes, los que, cargados de exquisita sensibilidad y melancolía
triste, hablan sobre el vino, con matiz:
“Ahora cojo esta copa de delgado tallo y sorbo. El vino tiene gusto
astringente y drástico. No puedo evitar un perplejo retroceso, al beber. Los
aromas y las flores, el esplendor y la calidez, se destilan aquí convirtiéndose en
un ardiente líquido amarillo. Exactamente a la altura de mis paletillas, una cosa
seca, muy abiertos los ojos, se cierra suavemente, dentro, y poco a poco se
duerme. Es el éxtasis. Es alivio. […]
Instintivamente [después de comer], mi paladar pide y prevé dulzura y
ligereza, algo azucarado y evanescente. Y vino fresco, que sentará como un
guante a estos finos nervios que parecen estremecerse en el paladar, y el
paladar se ensanchará (al beber), convirtiéndose en una caverna abovedada,
cubierta de verdes hojas de parra, con aroma a nuez moscada y el púrpura de
las uvas.” (Woolf, 1980: 93 y 123-124)
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El vino visto desde la extrañeza poética
En el ámbito de la poesía, un intento renovador de singular atractivo es el de
Francis Ponge (1899-1988). El existencialismo se resuelve en su poética en una
acuciante necesidad de lo objetivo. Cuando la mirada poética de Ponge se posa con
obstinación sobre el vino, obtiene algunos matices de verdadera originalidad, como en
este pasaje de La quisquilla en todos sus estados:
“EL VINO
Entre un vaso de agua y un vaso de vino existe la misma relación que
entre un delantal de tela y uno de cuero.
Sin duda se debe al tanino el que el vino y el cuero estén estrechamente
unidos.
Pero entre ellos existen parecidos de otra clase, lo mismo de profundos:
la cuadra y la curtiduría no distan mucho de la bodega.
El vino no se saca únicamente de bajo tierra, sino también del su-suelo:
de bodegas, a modo de grutas.
Es un producto de la paciencia humana, paciencia sin excesiva actividad,
aplicada a una pulpa dulzona, turbia, de un color indefinido y muy poco
tonificante.
Tras ser enterrado y macerado en la oscuridad húmeda de las bodegas o
grietas del subsuelo, se obtiene un líquido que posee todas las cualidades
contrarias: un auténtico rubí que apuramos hasta la última gota.[...]
El alcohol y el acero se templan de distinto modo; y por otra parte, son
incoloros. [...]
El brazo vierte un frío charco en el fondo del estómago, de donde pronto
se eleva algo parecido a un sirviente cuyo papel consistiría en cerrar las
ventanas, en sumir toda la casa en la oscuridad de la noche; y luego, en
encender las luces.
En encerrar al amo dentro de su imaginación.
La última puerta que batió resuena indefinidamente y, desde entonces, el
aficionado al vino tinto va por el mundo como por una casa donde todo
resuena, donde las paredes responden armoniosamente a su paso.
Donde los hierros se retuercen como tallos de enredadera bajo el aliento
que de allí emana, donde todo lanza ovaciones, todo resuena con vivas y
vítores a su paso, a sus gestos y a cada exhalación suya.
El consentimiento de las cosas que allí se abrazan, sobrecarga sus
miembros. Como el pámpano se abraza al bastón, un borracho lo hace al farol,
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y recíprocamente. A decir verdad, el crecimiento de las plantas trepadoras
alcanza una ebriedad semejante.
El vino no tiene nada de extraordinario. Su llama, sin embargo, baila por
toda la ciudad dentro de muchos cuerpos.
Más que lucir, baila. Más que quemarse o consumirse, hace bailar.
Transforma los cuerpos articulados en algo así como guiñoles, muñecos o
marionetas.
Irriga calurosamente los miembros, animando de modo especial a la
lengua.
Como todas las cosas, el vino tiene su secreto particular; pero es un
secreto que no guarda. Se le puede hacer revelar: basta con quererlo, beberlo,
colocarlo en el interior de uno mismo. Entonces, habla.
Habla con plena confianza.” (Ponge, 1985: 68-70)
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Platero y el vino de Moguer
Juan Ramón atendió con mimo al vino en dos pasajes de Platero y yo (1914), su
conocidísima y admirada obra de prosa poética, concebida por el poeta como una suerte
de autobiografía lírica y un sentido y, también, comprometido canto al Moguer de su
infancia. Uno de los capitulillos del diálogo del poeta con el borrico “pequeño, peludo y
suave”, confidente de sus emociones, es una mirada poética a Moguer a través de su
vino, una estampa recorrida por la emoción:
“EL VINO
PLATERO, te he dicho que el alma de Moguer es el pan. No. Moguer es
como una caña de cristal grueso y claro, que espera todo el año, bajo el
redondo cielo azul, su vino de oro. Llegado setiembre, si el diablo no agua la
fiesta, se colma esta copa, hasta el borde, de vino y se derrama casi siempre
como un corazón generoso.
Todo el pueblo huele entonces a vino, más o menos generoso, y suena a
cristal. Es como si el sol se donara en líquida hermosura y por cuatro cuartos,
por el gusto de encerrarse en el recinto trasparente del pueblo blanco, y de
alegrar su sangre buena. Cada casa es, en cada calle, como una botella en la
estantería de Juanito Miguel o del Realista, cuando el poniente las toca de sol.
Recuerdo “La fuente de la indolencia”, de Turner, que parece pintada
toda, en su amarillo limón, con vino nuevo. Así Moguer, fuente de vino que,
como la sangre, acude a cada herida suya sin término; manantial de triste
alegría que, igual al sol de abril, sube a la primavera cada año, pero cayendo
cada día.” (Jiménez, 1989: 228)
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El vino deslumbrante de Álvaro Cunqueiro
Álvaro Cunqueiro (1911-1981) es un escritor singular en el panorama literario
español por su cultivo de una narrativa fantástica, hecha en numerosas ocasiones a partir
de revisitaciones a distintas mitologías (la griega, la artúrica) desde una clave de
inserción de sus héroes en una cotidianidad doméstica. Con Ulises, en Las mocedades
de Ulises, Cunqueiro perpetró una atractiva parodia, detrás de cuyos personajes y de
sus apreciaciones se encuentra el excelente gastrónomo que fue el autor. Cuando relata
el almuerzo de Ulises con el mendigo Zenón, matiza con gracia y atractivo sus
apreciaciones respecto a las viandas y al vino: la frase final es una sentencia
hermosísima sobre el vino:
“–Primeramente [dice Zenón] come dos aceitunas. Después frota tu tasajo
con esta rodaja de limón. El adobo obliga a las sustancias a declararse. Y no
pases directamente del tasajo al vino. Haces una escala en esta blanca miga,
la masticas bien, la ensalivas, la aprietas con la lengua contra el paladar, y la
pasas. Entonces puedes beber. Este vino ligero hay que beberlo a buches
espaciados, para que vaya conociendo la boca y asentándose en ella.
¡Ofrécele un amplio y mullido lecho entre los labios y las amígdalas! La primera
botella la bebemos con la temperatura con que salió de la bodega, pero la
segunda y la tercera estarán al sol, como tú y como yo, en dulce ocio. Los
vinos son la raza humana mejorada.”
Pero Zenón terminará atrayendo sobre sí la ira de Ulises, quien lo echa de palacio,
“sin vino y sin conversación”; la réplica de Zenón deja un relato hermoso sobre el vino:
“–¡Gran duque, misericordia! A los exiliados en todas partes se les
permite beber lo que quieran en la noche de la expulsión. ¡Regálame dos
jarros, amo mío! Cuando expulsaron de Samos a Tadeo, un médico que quería
resucitar las antiguas demagogias griegas, lo emborracharon sus secuaces, y
cayó en la arena y durmió, y todo el tiempo que estuvo dormido regaron su
cuerpo con finos vinos. Cuando partió dijo que nunca se quitaría aquellas
vestiduras. Paros lo recibió, que venía a curarle las verrugas a la amiga de un
gobernador, que se le ponían como setas en las mejillas porque desde
Constantinopla, con dos espejos, aojaba la esposa, que estaba en lágrimas,
abandonada, y el gran Tadeo olía todavía a vino, y los catadores se acercaban
a él, aspiraban en su túnica y en su manto, y reconocían los vinos de precio
que los habían empapado, diciendo en voz alta los hermosos nombres. Un
cabo de mar retirado olió, y pidió a Tadeo que le permitiese chupar la parte del
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manto que había olido, que era un trocito teñido del color de la violeta por un
vino que llaman de la reina mora, y el cabo lo bebía en Samos cuando andaba
enamorando. Tadeo, considerado, permitió que chupase por tres veces.
–¡Vete, Zenón! ¡Vete sin vino, y si pasa Tadeo en la noche, chupa su
manto!”
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El vino telúrico y humano de Pablo Neruda
“En todos los países me preocuparon los derroteros del vino, desde que
nacía de los pies del pueblo hasta que se engarrafaba en vidrio verde o cristal
facético.[...] Mis tatarabuelos tuvieron viñas. Parral el pueblo donde nací, es
cuna de ásperos mostos.” (Neruda, Confieso que he vivido)
En una poesía, humana y manchada por la carne y por la sangre, como la del
chileno Pablo Neruda (1904-1973), cuya imaginería poderosa y desbordante se gesta
mirando al hombre y desde el hombre, a la naturaleza y desde la naturaleza, el vino
encuentra cabida como líquido primordial, como argumento de verdad de la vida y la
existencia. El poeta presenta su nacimiento en Parral (en el poema Donde nace la lluvia,
de Memorial de Isla Negra), donde lo esencial no lo da la historia, sino la tierra,
arrasada por el terremoto, la tierra donde reposan los restos de su madre, desde la que se
alzan las cepas:
“Nació un hombre
entre muchos
que nacieron,
vivió entre muchos hombres
que vivieron,
y esto no tiene historia
sino tierra,
tierra central de Chile, donde
las viñas encresparon sus cabelleras verdes,
la uva se alimenta de la luz,
el vino nace de los pies del pueblo.
Parral se llama el sitio
del que nació
en invierno.
Ya no existen
la casa ni la calle:
soltó la cordillera
sus caballos,
se acumuló
el profundo poderío,
brincaron las montañas
y cayó el pueblo
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envuelto
en terremoto.
Y así muros de adobe,
retratos en los muros,
muros desvencijados
en las salas oscuras,
silencio entrecortado por las moscas,
todo volvió
a ser polvo:
sólo algunos guardamos
forma y sangre,
sólo algunos, y el vino.
Siguió el vino viviendo,
subiendo hasta las uvas
desgranadas
por el otoño
errante,
bajó a lagares sordos,
a barricas
que se tiñeron con su suave sangre,
y allí bajo el espanto
de la tierra terrible
siguió desnudo y vivo.
Yo no tengo memoria
del paisaje ni tiempo,
ni rostros, ni figuras,
sólo polvo impalpable,
la cola del verano
y el cementerio en donde
me llevaron
a ver entre las tumbas
el sueño de mi madre.
Y como nunca vi
su cara
la llamé entre los muertos, para verla,
pero como los otros enterrados,
no sabe, no oye, no contestó nada,
y allí se quedó sola, sin su hijo,
huraña y evasiva
entre las sombras.
Y de allí soy, de aquel
Parral de tierra temblorosa,
tierra cargada de uvas
que nacieron
desde mi madre muerta.”
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El bailarín, el vaso de vino y la muerte
Refiere Bernardo Atxaga un texto de Teófilo Gautier en el que la estampa
folklórica es trascendida por una reflexión existencial:
Cuando llegué allí el pueblo estaba en fiestas, y toda la gente se hallaba
reunida en la plaza. Yo también me uní a aquellos hombres del campo, y fíjate
lo que vieron mis ojos: un fino vaso de cristal colocado en el suelo, y un bailarín
de ágiles y poderosas piernas girando y dando vueltas a su alrededor. […]
De repente, la plaza entera quedó en completo silencio, también los
cascabeles, y el bailarín esquivó el vaso llegando casi a rozarlo.
Comprendiendo que aquel salto sería el último, cerré los ojos, igual que los
cerraría para no ver el hachazo mortal de un verdugo. Entonces oí una
explosión de aplausos. Abrí de nuevo los ojos y… allí seguía el vaso intacto, y
el bailarín, feliz, lo alzaba del suelo y bebía el vino blanco que contenía.
Aquel baile me emocionó profundamente. Pensé que las mujeres como tú
y los hombres como yo somos como aquel vaso de cristal, y que a menudo
hemos sentido que hay un bailarín invisible que gira y da vueltas a nuestro
alrededor; ese bailarín que da, dirige y arrebata la vida; ese bailarín que, al ser
más torpe que el de la plaza, caerá un día sobre nosotros y nos hará añicos.”
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Los excesos de la parafernalia en el mundo del vino
Los excesos, la afectación, la exageración en los gestos son uno de los rasgos más
notables del mundo del vino en estos últimos tiempos, fruto, sin duda, de la moda
favorable al vino. Son muchas las páginas de relatos que muestran personajes y
situaciones afectados hasta la ridiculez cuando hablan del vino, lo ofrecen, lo sirven o lo
catan. Veamos este texto de la escritora Muriel Barbery en su novela Rapsodia gourmet:
A menudo, en materia de vinos, los franceses son de un formalismo
rayano en el ridículo. Unos meses antes, mi padre me había llevado a visitar
las bodegas del Castillo de Mersault: ¡cuán fastuoso! Los arcos, las bóvedas, la
pompa de las etiquetas, el brillo cobrizo y espejeante de los estantes, el cristal
fino de los vasos, todo aquello daba fe de la calidad del vino, pero suponía un
obstáculo para mi placer de probarlo. Trabado por esas intrusiones lujosas del
decorado y el decoro, no alcanzaba a distinguir qué era lo que me excitaba la
lengua con su aguijón dispendioso, si el líquido o cuanto lo rodeaba.