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La carta




     En el barrio de San Cayetano, en una ancha calle de tierra cubierta de

sombras de lapachos, vivía Marcial, próspero comerciante de aquel rincón de la

provincia de Tucumán. La hija de Marcial se llamaba Sandra y era bastante

atractiva, al punto que la puerta de la tienda de Marcial, cuando Sandra entró

en la adolescencia, se convirtió en el sitio preferido de reunión de los jóvenes

del barrio. Sandra atendía a los clientes por las tardes, despachando bebidas y

cigarrillos detrás del viejo mostrador de madera; pero ese no era el destino que

Marcial tenía previsto para ella.

     Al finalizar el colegio, Sandra se marchó a Buenos Aires a estudiar en la

universidad. Su estancia allí fue un completo misterio y a los dos años, sin

haber completado su objetivo, regresó a su ciudad y a su barrio con la firme

intención de casarse. Lo hizo, finalmente, con un joven taciturno que

acostumbraba a coleccionar cosas y que salía poco de su habitación; el joven, al

igual que la familia de don Marcial, era de origen sirio o libanés y se apellidaba

Budeguer. Sandra y su marido vivieron felices en la parte alta de la tienda de

don Marcial, y al poco tiempo esa felicidad se vio incrementada con el

nacimiento de una hija.

     Después de cuatro años de matrimonio Sandra enfermó. El médico que la

visitaba a menudo tenía largas reuniones con el padre de la enferma y la casa


                                        1
comenzó a ser motivo de interminables murmuraciones. La tienda se cerró y

poco después la enferma murió.

     La noche siguiente al entierro de Sandra, don Marcial y el joven viudo

tomaban compungidos el té en el salón, acompañados de algunas señoras de la

familia, cuando la niña bajó y dijo, ante la perplejidad de todos, lo siguiente:

     —Mamá ha vuelto y está en la habitación de arriba.

     La niña estaba vestida con su pijama rosa y sostenía un sapo verde de

peluche en las manos. Todos los reunidos, encabezados por una tía de la

muerta, la hermana de don Marcial, subieron nerviosos a ver lo que ocurría. En

la habitación de arriba, que era la que ocupaba la niña y que había sido su

antigua habitación de soltera, estaba Sandra, observando abstraída una vieja

cajonera. La cabeza y los hombros de la muerta se veían con total nitidez, pero

de ahí para abajo, el cuerpo comenzaba a esfumarse como si se tratase de un

sueño o del vapor de una tetera. Ninguno supo decir si se encontraba sentada o

arrodillada frente a aquel viejo mueble de cajones.

     Al día siguiente, los vecinos conocimos la explicación que del hecho daba

la hermana de don Marcial, una mujer devota que llevaba siempre amplios

vestidos de flores minúsculas: las mujeres jóvenes viven apegadas a los

recuerdos de su infancia y, si mueren prematuramente, deben ser enterradas

junto a las cosas más íntimas que hayan conservado de aquella etapa anterior a

la vida de casada. Pero esto ya no podía hacerse, y noche tras noche la presencia

inquietante de Sandra se repetía, convirtiendo aquello en una casa de fantasmas
                                         2
insomnes. La presencia de la muerta no suponía peligro alguno. Sandra no

respondía a las preguntas y parecía estar en su propio mundo, del que

participaba tan sólo la cajonera que contenía sus recuerdos de la adolescencia y

de la niñez.

     Una tarde, la hermana de don Marcial encabezó una comitiva destinada a

acabar con todo aquello: se dirigieron a la habitación en cuestión y vaciaron

completamente, cajón por cajón, aquel viejo mueble. El contenido requisado fue

también motivo de dudas y de apagadas discusiones en aquella familia.

Finalmente decidieron meter todo aquello en una pequeña caja de madera y

depositarlo en el panteón donde reposaban los restos físicos de la joven.

     Ese día la expectativa era lógica y todos se reunieron en el salón en una

intrigante espera. Por la noche Sandra volvió a aparecer. Cuando la comitiva

subió a la habitación la hallaron en la misma actitud, frente a la cajonera, como

si ignorase que las cosas ya no estaban allí.

     Al día siguiente, la familia tomó una decisión drástica. Por la tarde se

presentó el cura del barrio, un hombre bajito y regordete, con una gran

experiencia en las cosas de la vida. El cura, que solía portar siempre una media

sonrisa, esta vez penetró serio en las penumbras del salón donde estaban

reunidos los parientes de la impertinente aparecida. Poco después subió las

escaleras, arrastrando la negra sotana, y se introdujo solo en la habitación del

portento. Una vez allí, sentado sobre la cama inútil de la muerta, se dedicó a

observar la figura de Sandra, que apenas si daba señales de haber notado la

presencia de aquel hombre. El cura dijo:

                                         3
—¿Es ahí, en la cajonera?

     La muchacha movió casi imperceptiblemente la cabeza, en un gesto

afirmativo. Entonces el cura abrió el mueble, cajón por cajón. En el primero no

había nada. En el segundo, tampoco. En el tercero tampoco vio nada. El cura

abrió finalmente el último cajón, y lo halló vacío completamente. Entonces dijo:

     —Estás segura? ¿Es aquí, en la cajonera?

     La cabeza de Sandra volvió a moverse con delicadeza. Una vez más, el

cura revisó los cajones, pero esta vez decidió arrancar el papel floreado que

hacía de forro. No necesitó repetir la operación, ya que al retirar el forro del

primer cajón, descubrió un sobre.

     —¿Es esto? —preguntó el cura, con el sobre entre los dedos.

     La figura de Sandra repitió el movimiento afirmativo, acompañado de una

sutilísima expresión de satisfacción.

     El cura volvió a acomodar todo como lo encontró al principio,

guardándose el sobre en el bolsillo de la sotana, y abandonó la habitación.

Abajo lo recibieron los familiares con gran inquietud.

     —Ya se ha ido —dijo el religioso—. Ahora está en paz con Dios, y no

volverá.

     Después de los agradecimientos y de las despedidas, todos los miembros

de la familia subieron a la habitación y comprobaron que allí no había rastro

alguno de Sandra. Los días siguientes tampoco apareció, y todo volvió a la

normalidad desde entonces.

                                        4
Aquella noche, al llegar a la parroquia en la que vivía, el cura dejó

descuidadamente el sobre encima de la mesa, a través del cual se translucía una

carta manuscrita cuidadosamente doblada. El hombre se sirvió una copita de

Jerez y encendió la cocina para calentarse una sopa, mientras organizaba en su

cabeza la jornada del día siguiente. Antes de colocar la olla arrojó la carta al

fuego.




                                       5

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La carta olvidada

  • 1. La carta En el barrio de San Cayetano, en una ancha calle de tierra cubierta de sombras de lapachos, vivía Marcial, próspero comerciante de aquel rincón de la provincia de Tucumán. La hija de Marcial se llamaba Sandra y era bastante atractiva, al punto que la puerta de la tienda de Marcial, cuando Sandra entró en la adolescencia, se convirtió en el sitio preferido de reunión de los jóvenes del barrio. Sandra atendía a los clientes por las tardes, despachando bebidas y cigarrillos detrás del viejo mostrador de madera; pero ese no era el destino que Marcial tenía previsto para ella. Al finalizar el colegio, Sandra se marchó a Buenos Aires a estudiar en la universidad. Su estancia allí fue un completo misterio y a los dos años, sin haber completado su objetivo, regresó a su ciudad y a su barrio con la firme intención de casarse. Lo hizo, finalmente, con un joven taciturno que acostumbraba a coleccionar cosas y que salía poco de su habitación; el joven, al igual que la familia de don Marcial, era de origen sirio o libanés y se apellidaba Budeguer. Sandra y su marido vivieron felices en la parte alta de la tienda de don Marcial, y al poco tiempo esa felicidad se vio incrementada con el nacimiento de una hija. Después de cuatro años de matrimonio Sandra enfermó. El médico que la visitaba a menudo tenía largas reuniones con el padre de la enferma y la casa 1
  • 2. comenzó a ser motivo de interminables murmuraciones. La tienda se cerró y poco después la enferma murió. La noche siguiente al entierro de Sandra, don Marcial y el joven viudo tomaban compungidos el té en el salón, acompañados de algunas señoras de la familia, cuando la niña bajó y dijo, ante la perplejidad de todos, lo siguiente: —Mamá ha vuelto y está en la habitación de arriba. La niña estaba vestida con su pijama rosa y sostenía un sapo verde de peluche en las manos. Todos los reunidos, encabezados por una tía de la muerta, la hermana de don Marcial, subieron nerviosos a ver lo que ocurría. En la habitación de arriba, que era la que ocupaba la niña y que había sido su antigua habitación de soltera, estaba Sandra, observando abstraída una vieja cajonera. La cabeza y los hombros de la muerta se veían con total nitidez, pero de ahí para abajo, el cuerpo comenzaba a esfumarse como si se tratase de un sueño o del vapor de una tetera. Ninguno supo decir si se encontraba sentada o arrodillada frente a aquel viejo mueble de cajones. Al día siguiente, los vecinos conocimos la explicación que del hecho daba la hermana de don Marcial, una mujer devota que llevaba siempre amplios vestidos de flores minúsculas: las mujeres jóvenes viven apegadas a los recuerdos de su infancia y, si mueren prematuramente, deben ser enterradas junto a las cosas más íntimas que hayan conservado de aquella etapa anterior a la vida de casada. Pero esto ya no podía hacerse, y noche tras noche la presencia inquietante de Sandra se repetía, convirtiendo aquello en una casa de fantasmas 2
  • 3. insomnes. La presencia de la muerta no suponía peligro alguno. Sandra no respondía a las preguntas y parecía estar en su propio mundo, del que participaba tan sólo la cajonera que contenía sus recuerdos de la adolescencia y de la niñez. Una tarde, la hermana de don Marcial encabezó una comitiva destinada a acabar con todo aquello: se dirigieron a la habitación en cuestión y vaciaron completamente, cajón por cajón, aquel viejo mueble. El contenido requisado fue también motivo de dudas y de apagadas discusiones en aquella familia. Finalmente decidieron meter todo aquello en una pequeña caja de madera y depositarlo en el panteón donde reposaban los restos físicos de la joven. Ese día la expectativa era lógica y todos se reunieron en el salón en una intrigante espera. Por la noche Sandra volvió a aparecer. Cuando la comitiva subió a la habitación la hallaron en la misma actitud, frente a la cajonera, como si ignorase que las cosas ya no estaban allí. Al día siguiente, la familia tomó una decisión drástica. Por la tarde se presentó el cura del barrio, un hombre bajito y regordete, con una gran experiencia en las cosas de la vida. El cura, que solía portar siempre una media sonrisa, esta vez penetró serio en las penumbras del salón donde estaban reunidos los parientes de la impertinente aparecida. Poco después subió las escaleras, arrastrando la negra sotana, y se introdujo solo en la habitación del portento. Una vez allí, sentado sobre la cama inútil de la muerta, se dedicó a observar la figura de Sandra, que apenas si daba señales de haber notado la presencia de aquel hombre. El cura dijo: 3
  • 4. —¿Es ahí, en la cajonera? La muchacha movió casi imperceptiblemente la cabeza, en un gesto afirmativo. Entonces el cura abrió el mueble, cajón por cajón. En el primero no había nada. En el segundo, tampoco. En el tercero tampoco vio nada. El cura abrió finalmente el último cajón, y lo halló vacío completamente. Entonces dijo: —Estás segura? ¿Es aquí, en la cajonera? La cabeza de Sandra volvió a moverse con delicadeza. Una vez más, el cura revisó los cajones, pero esta vez decidió arrancar el papel floreado que hacía de forro. No necesitó repetir la operación, ya que al retirar el forro del primer cajón, descubrió un sobre. —¿Es esto? —preguntó el cura, con el sobre entre los dedos. La figura de Sandra repitió el movimiento afirmativo, acompañado de una sutilísima expresión de satisfacción. El cura volvió a acomodar todo como lo encontró al principio, guardándose el sobre en el bolsillo de la sotana, y abandonó la habitación. Abajo lo recibieron los familiares con gran inquietud. —Ya se ha ido —dijo el religioso—. Ahora está en paz con Dios, y no volverá. Después de los agradecimientos y de las despedidas, todos los miembros de la familia subieron a la habitación y comprobaron que allí no había rastro alguno de Sandra. Los días siguientes tampoco apareció, y todo volvió a la normalidad desde entonces. 4
  • 5. Aquella noche, al llegar a la parroquia en la que vivía, el cura dejó descuidadamente el sobre encima de la mesa, a través del cual se translucía una carta manuscrita cuidadosamente doblada. El hombre se sirvió una copita de Jerez y encendió la cocina para calentarse una sopa, mientras organizaba en su cabeza la jornada del día siguiente. Antes de colocar la olla arrojó la carta al fuego. 5