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“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de
recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo” (Marquez,
http://www.pulzo.com/nacion/94841-10-fragmentos-memorables-de-cien-anos-de-soledad-para-
recordar-gabo, 2012)
“Durante el día, derrumbándose de sueño, gozaba en secreto con los recuerdos de la noche anterior. Pero
cuando ella (Pilar Ternera) entraba en la casa, alegre, indiferente, dicharachera, él (José Arcadio) no
tenía que disimular su tensión, porque aquella mujer cuya risa explosiva espantaba a las palomas, no
tenía nada que ver con el poder invisible que lo enseñaba a respirar hacia dentro y a controlar los golpes
del corazón, y le había permitido entender por qué los hombres le tienen miedo a la muerte”. (Marquez,
100 años de soledad, 1998)
“Por eso, cada vez que Úrsula se salía de casillas con las locuras de su marido, saltaba por encima de
trescientos años de casualidades y maldecía la hora en que Francis Drake asaltó a Riohacha. Era un
simple recurso de desahogo, porque en verdad estaban ligados hasta la muerte por un vínculo más sólido
que el amor: un común remordimiento de conciencia. Eran primos entre sí”. (Gabo, 100 años de soledad,
2003)
“La casa se llenó de amor. Aureliano lo expresó en versos que no tenían principio ni fin. Los escribía en
los ásperos pergaminos que le regalaba Melquíades, en las paredes del baño, en la piel de sus brazos, y
en todos aparecía Remedios transfigurada: Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde,
Remedios en la callada respiración de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas,
Remedios en el vapor del pan al amanecer, Remedios en todas partes y Remedios para siempre. Rebeca
esperaba el amor a las cuatro de la tarde bordando junto a la ventana. Sabía que la mula del correo no
llegaba sino cada quince días, pero ella la esperaba siempre, convencida de que iba a llegar un día
cualquiera por equivocación”. (Gabo, 100 años de soledad, 2002)
“Llegó a la conclusión que aquel hijo (el coronel Aureliano Buendía) por quien ella (Úrsula Iguarán)
habría dado la vida, era simplemente un hombre incapacitado para el amor. Una noche, cuando lo tenía
en el vientre, lo oyó llorar. Fue un lamento tan definido, que José Arcadio Buendía despertó a su lado y
se alegró con la idea de que el niño iba a ser ventrílocuo. Otras personas pronosticaron que sería adivino.
Ella, en cambio, se estremeció con la certidumbre de que aquel bramido profundo era un primer indicio
de la temible cola de cerdo. Pero la lucidez de la decrepitud le permitió ver, y así lo repitió muchas
veces, que el llanto de los niños en el vientre de la madre no es anuncio de ventriloquia ni facultad
adivinatoria, sino una señal inequívoca de incapacidad para el amor”. (cohelio, 2015)
“Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces a cuestas, madurándose
en sus sueños sin pesadillas, en sus baños interminables, en sus comidas sin horarios, en sus hondos y
prolongados silencios sin recuerdos, hasta una tarde de marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín
sus sábanas de bramante, y pidió ayuda a las mujeres de la casa. Apenas habían empezado, cuando
Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba transparentada por una palidez intensa.
— ¿Te sientes mal? —le preguntó.
Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima.
—Al contrario —dijo—, nunca me he sentido mejor.
Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las
manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus
pollerinas y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella,
empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo la serenidad para identificar la
naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la
bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella,
que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y que pasaban con ella a través del aire
donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no
podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria”. (noriega, 2006; cohelio, 2015)

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Muchos años después

  • 1. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo” (Marquez, http://www.pulzo.com/nacion/94841-10-fragmentos-memorables-de-cien-anos-de-soledad-para- recordar-gabo, 2012) “Durante el día, derrumbándose de sueño, gozaba en secreto con los recuerdos de la noche anterior. Pero cuando ella (Pilar Ternera) entraba en la casa, alegre, indiferente, dicharachera, él (José Arcadio) no tenía que disimular su tensión, porque aquella mujer cuya risa explosiva espantaba a las palomas, no tenía nada que ver con el poder invisible que lo enseñaba a respirar hacia dentro y a controlar los golpes del corazón, y le había permitido entender por qué los hombres le tienen miedo a la muerte”. (Marquez, 100 años de soledad, 1998) “Por eso, cada vez que Úrsula se salía de casillas con las locuras de su marido, saltaba por encima de trescientos años de casualidades y maldecía la hora en que Francis Drake asaltó a Riohacha. Era un simple recurso de desahogo, porque en verdad estaban ligados hasta la muerte por un vínculo más sólido que el amor: un común remordimiento de conciencia. Eran primos entre sí”. (Gabo, 100 años de soledad, 2003) “La casa se llenó de amor. Aureliano lo expresó en versos que no tenían principio ni fin. Los escribía en los ásperos pergaminos que le regalaba Melquíades, en las paredes del baño, en la piel de sus brazos, y en todos aparecía Remedios transfigurada: Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde, Remedios en la callada respiración de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el vapor del pan al amanecer, Remedios en todas partes y Remedios para siempre. Rebeca esperaba el amor a las cuatro de la tarde bordando junto a la ventana. Sabía que la mula del correo no llegaba sino cada quince días, pero ella la esperaba siempre, convencida de que iba a llegar un día cualquiera por equivocación”. (Gabo, 100 años de soledad, 2002) “Llegó a la conclusión que aquel hijo (el coronel Aureliano Buendía) por quien ella (Úrsula Iguarán) habría dado la vida, era simplemente un hombre incapacitado para el amor. Una noche, cuando lo tenía en el vientre, lo oyó llorar. Fue un lamento tan definido, que José Arcadio Buendía despertó a su lado y se alegró con la idea de que el niño iba a ser ventrílocuo. Otras personas pronosticaron que sería adivino. Ella, en cambio, se estremeció con la certidumbre de que aquel bramido profundo era un primer indicio de la temible cola de cerdo. Pero la lucidez de la decrepitud le permitió ver, y así lo repitió muchas veces, que el llanto de los niños en el vientre de la madre no es anuncio de ventriloquia ni facultad adivinatoria, sino una señal inequívoca de incapacidad para el amor”. (cohelio, 2015) “Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces a cuestas, madurándose en sus sueños sin pesadillas, en sus baños interminables, en sus comidas sin horarios, en sus hondos y prolongados silencios sin recuerdos, hasta una tarde de marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas de bramante, y pidió ayuda a las mujeres de la casa. Apenas habían empezado, cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba transparentada por una palidez intensa.
  • 2. — ¿Te sientes mal? —le preguntó. Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima. —Al contrario —dijo—, nunca me he sentido mejor. Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerinas y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo la serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y que pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria”. (noriega, 2006; cohelio, 2015)