1. El hijo del farero
Y
OTROS CUENTOS DE MAR
JAVIER PÉREZ GOSÁLVEZ
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2. El mar, infinito, el mar.
El mar, el océano, el mar.
El mar azul o negro, el mar.
El mar llamado mar.
El mar con su pequeño burbujeo,
el mar.
Ana Castro, 10 años.
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3. EL HIJO DEL FARERO.
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PRÓLOGO solo para jóvenes…
¿Recordáis los ocho años o los diez? ¿Quién no
creía a fe ciega lo que te contaban los mayores?
¿Quién no lloró más de una vez? ¿Quién no tuvo
miedo?
Tengo cuarenta y tantos años y sigo creyendo
en algunas ideas universales de liberación, justi-
cia, cooperación… Lloro de vez en cuando, sobre
todo en los aeropuertos, cuando veo decenas de
abrazos y besos a los seres amados que llegan.
Tengo miedo, tengo miedos (en plural) de las
malas maneras de los desalmados, de mi im-
paciencia, de un accidente, de perder a alguien
cercano, de no haber hecho lo suficiente… Por
tanto, creo que no he cambiado mucho desde
aquella temprana edad. Sigo creyendo, llorando
y teniendo miedo.
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4. 8 .
Javier Pérez Gosálvez
Así se forjó esta historia, siendo niño. Sentado
sobre la alfombra de mi cuarto, en las eternas
tardes de invierno, junto a un libro gordo de
cuentos, un muñeco articulado, una pelota de
tenis (nunca jugué al tenis, pero amaba el tacto
fibroso de aquella bola), unos cuadernos, lápices
que afilaba hasta pincharme, una lamparilla que
daba escasa luz, suficiente en las noches, zapa-
tillas de andar por casa, un sombrero verde con
pluma de algún disfraz olvidado, el banderín de
mi colegio, una medalla por participar en algo…
y la imaginación. Suficiente.
Atrapado en ese cuarto durante las tardes de
tantos años, me liberé. Escapé sin moverme de
allí, siguiendo los viajes de mi padre, anotan-
do sus rutas en el atlas, boquiabierto, ante los
documentales de la tele en blanco y negro, con
el libro de animales salvajes que una vez al mes
llegaba a casa (era una suerte: nos había tocado
otra vez o ¿alguien los mandaba…?), me perdía
en los cromos de la colección «Vida y Color» de
mi hermano mayor, en el intercambio de tebeos
con mi primo Miguel, en descubrir las entrañas
de una radio-transistor de mamá, en la merienda
repetida día tras día de pan, aceite y sal… El
mundo se abría ante mis ojos cada tarde. Lo des-
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5. EL HIJO DEL FARERO.
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cubría en cada mapa, en cada ilustración de un
cuento viejo, en las canciones que me regalaba la
radio, en la expedición de mi muñeco articulado
a lo alto del armario…
Sin embargo, los sábados por la mañana, en el
comedor del colegio, proyectaban películas de
Abbot y Costello, Charlot, la Familia Monster, Ma-
ciste… para las risas y escándalo de los chiquillos.
Era maravilloso, era cine.
No importa dónde estés, amigo lector, ni dónde
hayas estado. Estás empezando un libro. Enho-
rabuena, eres especial, valiente, seguro que tam-
bién crees, lloras y tienes miedos… Quizá por
eso estás en este renglón, comenzando otra pelí-
cula ahí dentro, en tu mente inquieta.
Recuerda que lo importante reside en la creati-
vidad. No, lo importante es la imaginación. No,
no, lo importante es buscar, saber. Lo importan-
te, a veces, no es importante.
Eso sí, aprendiste a leer. Ahora, lee para aprender.
El encabezamiento de cada capítulo pertenece
a la novela del mismo nombre. Seis obras mara-
villosas que retorcieron mis sueños, cada una en
un momento distinto, como si estuvieran espe-
rando a ser leídas, mejor dicho, descubiertas por
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6. 10 .
Javier Pérez Gosálvez
un buscador de tesoros. Lo son, sin duda. No
dejes de buscarlas, no te van a defraudar.
De cada una extraje un párrafo. Léelo con aten-
ción. Es el pretexto, tal vez la razón de lo na-
rrado. Es posible que no encuentres ninguna
coincidencia, quizá sí. Solo los que imaginan lo
inimaginable, como vicio, lo percibirán…
Ven conmigo a esa edad temprana, a una isla con
una sola casa y un faro. No hay nada más, pero
está repleta de…
Bueno, averígualo.
Sigue leyendo…
el autor
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7. EL HIJO DEL FARERO
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11. EL HIJO DEL FARERO.
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I
la isla del tesoro
Entró en la taberna casi a media
noche. Llovía con intensidad. Estaba
empapado pero no le importaba.
Sus ojos eran blancos. Un bastón
le ayudaba en su ceguera y una
cicatriz le recorría el cuello de oreja
a oreja. Era evidente que había sido
ahorcado, pero algo o alguien lo
liberó del sacrificio. Su voz rota rugió
como un trueno. Pidió de comer y
una botella de ron… Yo sabía quién
era aquel pirata ciego…
–Hijo, es la hora… –dijo en voz alta mi padre des-
de el comedor.
–Voy, padre… –respondí rápido.
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12. 16 .
Javier Pérez Gosálvez
Padre me llamaba todas las tardes a la hora de en-
cender el faro. Él conocía mi pasión por esa má-
quina, una linterna gigante que producía un rayo
de luz que se perdía en la inmensidad de la noche.
Solo la podía manipular en su presencia. El resto
del tiempo tenía prohibido subir.
–Esto puede salvar vidas, hijo, pero también las
puede quitar si alguien inexperto toca lo que no
debe… Somos la salvación del perdido, no pode-
mos fallar nunca… –me hablaba mientras mani-
pulaba las palancas más pesadas, el resto del rito
de encendido, lo dejaba en mis manos.
Deslizándome por la baranda como un pirata al
abordaje, bajaba del piso superior de la casa. Co-
rría hacia la puerta del faro. Sí, amigos, de la única
casa que existía en esta isla, nuestra casa, construi-
da junto a un faro, el faro de la Isla del Monje.
Entraba en la torre y subía por la escalera de ca-
racol saltando los escalones de dos en dos. El pe-
queño motor de gasoil era arrancado con la fuerza
de padre. Mi cometido era limpiar los vidrios de la
linterna, ajustarlos y engrasar con la aceitera todo
el mecanismo. Lenta, la gran bombilla comenzaba
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13. a encenderse con la electricidad que generaba el
motor. En su interior, un filamento grueso como
un cordón se prendía despacio al rojo vivo. La ma-
gia de la luz aparecía ante mí. Era un momento
especial. No decíamos nada. La claridad crecía,
inundaba la sala encristalada. El resplandor pron-
to cegaba. Los destellos comenzaban a dibujarse
a través de los vidrios cóncavos. El rayo de luz se
marchaba por el mar…
Padre, mi padre, era el farero, la persona encarga-
da de encender, cuidar y apagar el faro en la parte
norte de esta isla, islote, diría ahora. En aquellos
años, para mí era sobradamente grande, repleta de
rincones por explorar, cuevas descubiertas al bajar
la marea y un único montículo, hueco por dentro,
¿volcán apagado o guarida de algún secreto…? La
Isla del Monje, así se llamaba. Su nombre vino por
las antiguas colonias de foca monje que parían a
sus crías en estas aguas. Nunca vi alguna. Padre
nos contaba que años atrás «los bancos de sardina
y jurel pasaban por aquí llevados por las corrientes
frías del norte. La foca monje los devoraba con
locura, dando brincos fuera del agua con la boca
llena de pescado... Luego, los años de pesca des-
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14. 18 .
Javier Pérez Gosálvez
controlada acabaron con la sardina y, por lo tanto,
con el regreso de la monje…, así que no se la vol-
vió a ver más, pues buscaron otro lugar de cría».
Solo hay una casa, mi casa, unida a la torre del faro.
Una pequeña playa con un pequeño muelle, donde
amarra un barco chico,no más...Todo era diminuto
en este pedacito de tierra, tierra rodeada de oleaje.
Aquel puertito era el único acceso al islote. El resto
de su costa era rocosa e impracticable para cual-
quier embarcación.
Cada quince días llegaba una flotilla del puerto de
Atlantia, capital del archipiélago de Llanaria. No
era más que un antiguo pesquero reconvertido en
barco de la autoridad del puerto.
Nos traía provisiones: alimentos, jabón, agua, ga-
soil, utensilios, herramientas, pintura, aceite…,
además de periódicos, todos los que podía conse-
guir Pepe Sánchez, el agente portuario amigo de
padre. Era un hombre enorme, fuerte, con un ba-
rrigón redondo que daba saltitos cuando reía.Pepe
Sánchez era muy divertido, contaba chistes… Les
contaré uno de aquellos…
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15. –¿Sabes cuál es el animal que tiene las patas en la
cabeza…? –preguntaba muy serio dando tiempo
a pensar– El piojo, hombre, el piojo… es el único
animal que tiene las patas en «tu cabeza…», ¡ja, ja,
ja! –reía a carcajadas, contagiaba esa risa a cual-
quiera, su barriga daba saltitos…
Y algo más, Pepe Sánchez, además de alegría, traía
libros, decenas de títulos que le pedía padre.
Vivir aislados, sin más personas que tu familia,
implicaba no pisar una escuela, entre otras cosas.
Eso no significaba que no aprendiéramos nada, no.
Padre nos enseñaba cálculo matemático, trazo de
rumbo, manejo de la brújula, localización de una
posición guiado por estrellas, manejo del sextante,
grados, minutos y segundos, escritura de un cua-
derno de bitácora, geografía mundial de océanos,
mares y costas, puertos, ciudades importantes, ciu-
dades peligrosas, las mágicas, las olvidadas.
Nos enseñaba historia, pero la historia de los
hombres y mujeres que dedicaron su vida a un
sueño, como Ulises el viajero; Ícaro y sus alas de
cera; Marco Polo en su larguísimo viaje a China;
Cristóbal Colón en las islas de los indios Cari-
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16. 20 .
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be; Juan Gutenberg y su máquina de copiar libros;
Ibn Battuta el gran viajero y geógrafo musulmán;
Galileo Galilei y su telescopio; Copérnico y su
teoría de que la Tierra giraba alrededor del Sol y
no al revés como le obligaron a reescribir; Scott y
Amundsen, los primeros en llegar al Polo Sur ca-
minando por el frío insoportable de la Antártida;
Mallory e Irvine, otros esforzados que alcanzaron
la cima del Everest, pero no volvieron para con-
tarlo…; mujeres como Mary Henrietta Kinsley, la
primera mujer que se adentró en África para ex-
plorarla, Marie Curie, científica y Premio Nobel
por sus descubrimientos sobre la radioactividad;
Mary Wollstonecraft y su libro, Reivindicación de
los derechos de la mujer, donde habló por primera
vez de la igualdad entre hombres y mujeres en mil
setecientos y pico…
Pero lo que más le apasionaba a padre era leer.Leer
libros de viajes, viajes arriesgados a lugares lejanos,
conocer a personajes valientes, a malvados, a tipos
astutos, a cobardes detestables, a supervivientes, a
náufragos, a hombres de honor, a mujeres lucha-
doras, a muchachos osados… Además, devoraba
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17. libros de mecánica, diccionarios, atlas, libros de
plantas, de medicina, libros de los últimos inven-
tos, estudios arqueológicos de lugares escondidos,
libros de culturas y tradiciones allende los mares,
recorridos históricos, libros de las absurdas gue-
rras, arte fotografiado, libros de belleza en poesía,
todo ello acompañado por algo de música, en for-
ma de disco de pizarra para el gramófono… Esa
pasión por la lectura me la impuso a la fuerza, sí,
algún que otro golpe me llevé por descuidar mis
tareas lectoras. Después, se convirtió en una ne-
cesidad… Algo indispensable cada día, como el
comer o moverse.
Vivíamos aislados, pero conocí a tanta gente, es-
tuve en tantos lugares… Soñaba rodeado de per-
sonas, fantasías, visiones, ensueños con personajes
de ficción…
Sabía que muchos de ellos no existían, pero los
traía ante mí, aparecían al leer. Cerraba el libro y
desaparecían. Magia. No importaba. Los observaba
de cerca. Tuve el honor de conocer bien a Crusoe,
Hood, Fogg, Jeckyll, Holmes, Simbad, Manuel el
pescador,a Nemo,al doctor Livingstone,a Baghee-
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18. 22 .
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ra y Mowgli, a Don Quijote y Panza, al Amadís de
Gaula… ¡Había viajado tanto sin salir de mi isla!
Hice un recorrido de cinco semanas en globo por
África,casi caigo herido en los territorios salvajes de
las Minas del Rey Salomón, el miedo me helaba la
sangre al caminar por las oscuras calles de Londres
detrás de Míster Hyde; sorteé terribles tormentas
en medio del océano, fui náufrago durante varios
años en una isla desierta, creí ver más de una vez un
par de liliputienses corriendo entre las estanterías
de la buhardilla…
Los libros que me daba padre me permitieron
transitar por esos lugares, sin salir de la Isla del
Monje. No me importaba, conocía tantos sitios
que podía describirlos a ojos cerrados.
Sin embargo, mi hermano mayor, Roberto Luis,
dibujaba. Lo hacía tan bien que madre tenía las
paredes de la casa repletas de sus dibujos. Leía los
mismos libros que yo, padre lo obligaba también,
pero se escabullía al menor descuido, con los car-
boncillos y un enorme cuaderno de dibujo. Se es-
condía en el Risco Asiento, una roca que el mar
había labrado dejando la forma de un mullido si-
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19. llón. Allí pasaba horas, hasta que la voz poderosa
de padre lo arrancaba como una centella de su es-
condrijo.
Roberto Luis hablaba poco conmigo, bueno, no
hablaba con nadie. Era introvertido. Tenía cerrada
su voz. No se quejaba nunca de nada. Hacía caso
siempre a lo que padre y madre le pedían. Creo que
sus dibujos hablaban más que él.Si estaba triste,di-
bujaba algo triste, si estaba aburrido, dibujaba algo
fácil, si tenía miedo, dibujaba imágenes oscuras de
calles lluviosas con puertas entreabiertas. También
dibujaba a menudo la figura de una chica de cabe-
llos largos, siempre de espaldas, no mostraba nunca
su rostro… Ya les contaré…
Era el dibujo que más veces repetía. Nunca col-
gó ninguno de ellos en las paredes, ni en nuestro
cuarto, los guardaba en una carpeta. Le pregunta-
ba a menudo por qué hacía eso. Él no respondía.
Me miraba y alzaba un lado de su boca, como una
sonrisa sin risa… Seguía sin entenderle.
Yo admiraba a mi hermano. Intenté imitar alguno
de sus dibujos, pero era imposible… Ni se pare-
cían. Así que desistí en mi empeño.
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20. 24 .
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Roberto Luis ayudaba a padre en todas las tareas
del faro, lo hacía perfectamente. Tenía la fuerza
suficiente para arrancar el motor de gasoil. Raspa-
ba y pintaba las fachadas que el salitre iba comién-
dose y lijaba los óxidos exteriores de la linterna
colgado de una cuerda. El óxido se pega en todo lo
que sea metálico, hay que raspar a mano, lijar, pin-
tar… y volver a comenzar por el otro lado, raspar,
lijar y pintar… raspar, lijar y pintar...
A mí nunca me dejaron utilizar la brocha ni col-
garme de la cuerda para raspar, lijar y pintar… No
sé por qué. Así que me dedicaba más a ayudar a
madre en las labores de la casa: barrer el salón y la
cocina, colocar y recoger la mesa, limpiar los cris-
tales de las ventanas que el maldito salitre volvía
turbios. No se llegaba a ver nada si no se limpia-
ban en tres días.
A veces pensaba que era el viento, que se enfada-
ba con nosotros soplando con vigor durante largas
jornadas.No se oía otra cosa.Nos envolvía.Arran-
caba gotas al mar y las estrellaba en todas partes,
incluso en mi cara. En días así me imaginaba na-
vegando en un galeón que crujía al azote de las
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21. olas, zarandeándose lento, perezoso, a merced de
las montañas de agua que a veces volcaban sobre la
cubierta dejando toda la nave bajo el agua durante
unos segundos eternos, emergiendo al poco como
un gigante que quiere respirar…
Los navegantes, los piratas, los hombres de la mar,
todos miran a proa siempre, siguiendo el rumbo
previsto. No quieren sorpresas, como colisionar
con otro barco, con un arrecife, con un iceberg o
encallar en la arena de un islote que no apareciera
en las cartas de navegación.
El mar es infinito, pensaba. Nunca acaba ni em-
pieza, estuvieras donde estuvieras, siempre estabas
en medio si no veías tierra. Imaginaba estar toda la
vida navegando, dando vueltas al globo terráqueo.
Aunque, perderse era fácil, más de lo que uno cree.
Las brújulas a veces se vuelven locas, decía padre,
el sextante no sirve cuando las nubes tapan el sol
y las estrellas. Solo ves agua a tu alrededor. Todo
es igual y llega la noche, la noche cerrada, no se
ve más allá de un metro, navegas a tientas, con el
corazón palpitando como un tambor, las horas se
detienen…
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22. 26 .
Javier Pérez Gosálvez
Cuando caía la tarde, volvía a la casa. Cenaba y
retomaba el libro que estuviera leyendo. Recuerdo
La isla del tesoro. Aquella novela me atrapó entre
sus páginas como el cepo a un zorro inglés. Creí
que estaba en el mejor lugar del mundo para leer
la mejor historia de piratería que jamás se escribió.
¡Por todos los rayos y diablos de la mar!, era tan
real que por aquel entonces dormí una temporada
con un ojo abierto por si aquel pirata cojo aparecía
por la puerta de mi alcoba…
Roberto Luis llegaba también del Risco Asiento
con su cuaderno de dibujos. Lo miraba pregun-
tándole qué había dibujado esta vez sin decir pa-
labra, pero él me contestaba con su mueca…
Al rato,llegaba la noche,la noche mojada de sal.El
faro ya estaba alumbrando.Padre también entraba.
Cenaban él y madre. Ella solía servir sopa caliente,
queso y pan para los dos. Recogía al acabar, lavaba
la loza y se sentaba junto a él a bordar. A la luz de
la bandeja de velas gastadas y nuevas, padre abría
su libro. No había silencio. Viento quería entrar
igualmente, como uno más de la familia. Llamaba
a la puerta, golpeaba las ventanas, silbaba por las
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23. esquinas, pero solo conseguía colar un hilo de su
cabello invisible por la rendija de la ventana.
Los dos hermanos ya estábamos arriba, en la bu-
hardilla, con nuestros libros, alumbrados por el fa-
rol de petróleo,tranquilos,cada cual en lo suyo.So-
plaba, susurraba, ráfagas como enfados, iba y venía,
brisa y poniente, noches al abrigo de la lectura…
En vigilias como esa, me sentía flotando. Se escu-
chaba el estallido de las olas contra el muelle de la
playa, así sonarían contra el casco del galeón. Na-
die hablaba. Ya estaba en cubierta, quiero decir, en
mi cuarto. Allí seguiría sobre las olas, navegando.
Bueno, leyendo.
Después, soñando… las aguas de gracia y vida
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25. II
robinson crusoe
Caminé por la playa absorto,
contemplando mi salvación, mientras
pensaba en todos mis compañeros
que se ahogaron, no se salvó ni un
alma, excepto yo, ya que no volví
a verlos ni encontré rastro de ellos,
salvo tres sombreros y dos zapatos
de distinto par.
Padre nos decía qué libros debíamos leer.Él se hacía
cargo de nuestra formación. Cada noche comen-
tábamos lo que habíamos leído. Roberto Luis lo
dibujaba. Nos preguntaba sobre los lugares visita-
dos. Si no los conocíamos abría un viejo atlas y nos
mostraba el mapa de aquel lugar lejano. Cómo lle-
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26. 30 .
Javier Pérez Gosálvez
gar hasta allí, qué ruta elegir, los vientos favorables,
las estrellas que deberíamos ver, su posición en el
firmamento. Nos hacía calcular los grados, minutos
y segundos de las coordenadas. Prever adversidades
y peligros.Calcular provisiones de agua y alimentos
para la tripulación. Costes en distintas monedas.
Arreglos de averías en plena navegación…
Padre había sido pescador de altura durante años.
Conocía todos los secretos de ese trabajo tan duro.
Desde muy joven se embarcó como aprendiz. Du-
rante meses navegaban buscando los mejores ban-
cos de peces en la pesca del bacalao, la merluza
negra, el abadejo, el cangrejo rey… De este modo,
visitó todos los continentes,incluso la Antártida,en
la triste pesca de la ballena. Lo contaba realmente
con pena: «Esos enormes animales no se defendían,
no podían hacerlo. Mirar su ojo, del tamaño de un
balón y verte reflejado, te provocaba una tremen-
da tristeza. Te miraba preguntándote ¿por qué, por
qué me matas,yo no te he hecho nada,no molesto a
nadie? Creí ver lágrimas, pero eran las mías», decía
con sentimiento…. Abandonó esa pesca en el pri-
mer regreso a puerto y volvió a la pesca tradicional.
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27. Años después, consiguió el empleo de farero por-
que un atún de doscientos kilos le sajó los tendo-
nes del antebrazo izquierdo en plena lucha. «Ese
sí que es un valiente, pelea hasta la muerte, pierde
su sangre en cubierta, coleteando hasta la extenua-
ción. Me acerqué demasiado y ya veis cómo que-
dó este brazo… Ya no podía ser pescador. Con un
único brazo útil, no sirves para el oficio…», decía
con enfado.
Pero él amaba el mar. Este trabajo le permitía estar
cerca de su olor azul…
Sus manos eran fuertes,poderosas,llenas de cicatri-
ces, al igual que su sabiduría. Tantos años de viaje,
le concedieron mucha experiencia en buenos, ma-
los,peligrosos y placenteros momentos.Padre sabía,
sabía de todo. Era el hombre más instruido que he
conocido en mi vida.Había leído cientos,quizá mi-
les de libros, incluso en inglés, francés o portugués.
Tanto tiempo en un barco, te presta horas infinitas
para leer, leer todo, hasta el más extraño libro. Solía
decirnos…: «El tiempo que pasas navegando, digo,
leyendo, no se descuenta de tu vida…». Para él, na-
vegar y leer eran una misma cosa.
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28. Cuando desembarcaba en algún puerto extranjero,
buscaba una librería o visitaba la biblioteca de la
ciudad. Pedía prestados libros que devolvía al año
siguiente cuando retornaba en la nueva temporada
de pesca. Compraba otros, usados, viejos, decenas
de ellos. Los cargaba en su saco junto a tabaco de
pipa y alguna botella de licor más de la zona. Le
gustaba probar todo. Comió, nos contaba en las
largas noches de invierno, alrededor de la bandeja
de velas gastadas y nuevas, saltamontes y hormigas
fritas,ratas y murciélagos a la brasa,la deliciosa car-
ne de serpiente, incluso, cerebro de mono crudo…
¡Qué asco,solo imaginarlo…! Él reía a carcajadas al
ver nuestras caras de aprensión.
Lucía una cabellera larga, que los años había teñido
de color blanco y plata viejos. Encendía su quemada
pipa de espuma de mar. Se la compró a un pescador
turco a orillas del Mar Negro. La espuma de mar es
un mineral blanco que solo se encuentra en aquella
zona del este de Europa. Como una roca de mármol
sin brillo, los artesanos la tallan con hermosos ador-
nos geométricos o con la cara de una sirena o la de
un viejo pescador…«Fue en la pesca del esturión,ese
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29. enorme pez del que se extrae la hueva que llaman
caviar, el oro negro del mar, porque es negro aun-
que también lo hay rojo.Esa exquisitez se vende más
cara que el propio oro amarillo en cualquier parte del
mundo. Se pagan verdaderas fortunas…», decía.
Nos instruía con todo su saber. También nos dio
algunos buenos bofetones cuando no cumplíamos
con nuestras tareas. Después, se encerraba en su
cuarto. Un día lo oí llorar, no soportaba pegarnos…
Creo que le dolía más a él que a nosotros. Pero lo
peor estaba por venir…
Madre nos volvía a dar con el cucharón de made-
ra por hacer sufrir a padre. Cuando hacíamos algo
mal, cobrábamos doble ración… Era una justicia
difícil de entender para un niño.
Ser padre es difícil. Nadie nace con el oficio apren-
dido. Ahora, a mis cuarenta y tantos, mientras es-
cribo estas páginas, miro a mi hija.Tiene dos años,
juega en la alfombra con un peluche y una caja de
cartón.Me pregunto si seré capaz de enseñarle todo
lo que padre, mi padre, me enseñó.
* * *
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30. 34 .
Javier Pérez Gosálvez
No me he presentado todavía.Soy el hijo del farero,
Julio. Ese es mi nombre.Y esta que lees es la novela
de mis primeros años en aquella pequeña isla, la
Isla del Monje. Cuando crecí, supe por qué padre
puso de nombre Roberto Luis y Julio a sus dos hi-
jos, pero eso te lo contaré otro día…
No cambiaría ni un solo minuto de los vividos en
aquel islote por otros en cualquier lugar. Como Ro-
binson Crusoe, allí aprendí muchísimas cosas de la
vida, sobre todo, a no sentirme aislado. Fabricaba
todo lo necesario para vivir, mis juegos, mis herra-
mientas, mis mapas, mi catalejo de cartón, mi espa-
da pirata, mi sombrero de tres picos, el tesoro (una
lata de galletas) escondido, marcado con una equis
en uno de mis mapas. En él, conchas, un collar de
madre roto,vidrios gastados,una pipa de padre,una
lupa y lo mejor,una brújula dorada.Le sacaba brillo
siempre que destapaba el cofre,bueno,la lata oxida-
da. Era la mejor pieza…Todavía la tengo.
Mis sueños hechos realidad. Mejor dicho, realidad
hecha de sueños… ¿Qué debe hacer un niño si no?
Ser niño…
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