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PREGÓN DE LAS FIESTAS DE MAYO DE 2018
Buenas tardes.
Muchas gracias, Señora Alcaldesa de Córdoba, Isabel Ambrosio.
Comparezco ante ustedes, miembros de la Corporación
Municipal; diputados, senadores, parlamentarios
autonómicos; representantes del Gobierno de la Junta de
Andalucía y del Estado; representantes de la Diputación
Provincial y de la Universidad. Gracias por su presencia.
Gracias también a las personas presentes en este acto,
especialmente aquellas que representan a las entidades e
instituciones que confirman el tejido cultural, social,
económico y de Córdoba, y que son una muestra representativa
del pulmón humano de mi ciudad. Gracias a mis amigos y
amigas, a mi familia, a todos los que hoy han hecho un hueco en
sus agendas para acompañarme. Y gracias al equipo humano
del Ayuntamiento de Córdoba que ha hecho posible este acto.
Comparezco ante ustedes, como diría Rosendo, agradecido.
Gracias a las personas que me han elegido para hablar de la
Fiesta de Mayo, este mes que cada año nos reúne y nos pone
frente al espejo para mostrarnos al mundo. Gracias por pensar
en mí para hablar de nosotros, porque hablar de mayo sobre
todo es hablar de nosotros. Les confieso que es un reto difícil y
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hermoso que he afrontado con el entusiasmo del debutante a
pesar de haber cruzado largamente la frontera de los 45.
Desconozco la razón de haber sido yo la persona elegida para
este acto. Supongo que la respuesta es que esperan de mí un
nuevo decir, otro punto de vista. No sé si mejor ni peor, eso lo
juzgarán ustedes, pero este pregón debe ser otra cosa. El
escritor debe huir de la retórica gastada, de lo que otros ya
escribieron mejor, de metáforas que han perdido su capacidad
de evocar.
Dicen que el primero que dijo las perlas de tus labios en vez de
dientes maravilló a la concurrencia. Y quienes nombraron por
primera vez el embrujo de la luna o el rumor del agua en la
fuente invitaban a un caudal de infinito de sensaciones. Pero
ahora no. Ahora todo eso nos suena a música de fondo.
Y así, las palabras jazmín, calleja y nenúfar parecen haberse
gastado con el uso, y a fuerza de repetirse van perdiendo poco
a poco su color y su perfume. Por respeto a la botánica,
procuraré que eso no ocurra. Porque este canto a Córdoba,
porque cantar a Mayo es cantar a Córdoba, debe ser honesto,
impuro y hasta un tanto heterodoxo.
Por eso hablaré de las romerías, de quienes se ponen en camino
cada año hacia la sierra buscando quién sabe si nuestro origen
nómada y peregrino, esa vita beata que escribiera Lucio Anneo
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Seneca. Hablaré del vino, de esos taninos cercanos al opiáceo,
que elevan nuestro PH a regiones de la emoción y el
conocimiento. Hablaré de las flores, de la pacífica batalla que
cada año convierte las avenidas en inmensas alfombras de
pétalos. Hablaré de las cruces, de ese mapa expandido por la
ciudad, a la vez religioso, festivo y autogestionario. Hablaré de
los patios, de esa cada vez más extraña fiesta que cada año pone
el foco en nuestras calles, y nos hace preguntarnos dónde acaba
una casa, dónde empieza una ciudad. Y hablaré de la feria, esta
fiesta plural y postmoderna, que es un poco la suma
heterogénea de estas ganas de vivir a la que mayo nos convoca.
No esperen del que habla un discurso chovinista, no creo que
haya nada que nos haga diferentes a todos los seres humanos
de la tierra. No tenemos un distinto ADN. Somos, como diría el
gran actor José Luis Gómez, un pueblo amestizado. No hay un
cordobés prototipo. Cada uno es cordobés un poco a su manera,
ya sea por haber nacido o por elegir vivir aquí. Porque ser
cordobés, es mucho más que un apunte en el DNI. Ser cordobés,
como diría Valdano, es un estado de ánimo.
Tampoco somos un pueblo elegido, bastante tenemos con
levantarnos cada día para ser lo que somos. Y sí, es verdad, a
todos los aquí presentes nos reconforta la belleza singular de
esta ciudad. No hay más que pasear distendidamente y sin
prisa por las plazas y por las calles al atardecer. Pero somos una
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ciudad antigua, y sabemos que más allá de las colinas
onduladas de la sierra habitan seres y ciudades
extraordinarias.
Somos Córdoba, pero también Andalucía, porque algo de
Málaga, de Sevilla o de Cádiz, también somos, también nos
pertenece. Somos Córdoba, pero compartimos la patria común
de la lengua con millones de españoles y americanos, con todas
esas Córdobas que se extienden desde los hielos de Alaska
hasta la llanura argentina. Somos Córdoba, pero también
somos Nüremberg, Dublín, Santa Coloma de Gramanet, y todas
las ciudades donde los nuestros, los que se fueron, llevaron
nuestro nombre. Somos Córdoba, pero también somos Grecia,
somos Roma, somos Siria. Somos todo ese Arco Mediterráneo
que fue el germen de la cultura y del conocimiento.
Por eso no hablaré de banderas, porque es tiempo de
descolgarlas de las rejas y de los balcones. Y dejarlos
entreabiertos para que entre el aire.
Ni retórica gastada, ni palabras mayúsculas. Ni proclamas
infladas de frentismo. En nada de eso creo, sólo en el deseo y
en la memoria. En la emoción personal e intransferible. En los
recuerdos propios que hoy mezclaré con mis deseos, con
aquello que escuché de los otros, verdad o mentira, o en aquello
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que simplemente inventé. Una mezcla de verdad y de ficción,
así escribimos los poetas.
Mayo empieza antes de Mayo, con Los de Sierra Morena, en
1988, en el interior de un landrover que tira de una carreta
decorada de flores y guirnaldas de papel. La cinta a todo
volumen y nosotros dentro, en el coche del padre de José, mi
vecino. Qué habrá sido de esa cinta, qué habrá sido de José, mi
vecino, y de su padre José Antonio. Abría las ventanillas para
que lo escuchara todo el barrio, y todo el barrio subía a Santo
Domingo. A pie, en vespino, en bicicleta, como en esta película
del oeste. Pero en lugar de caballos purasangre, landrovers,
ladanivas, y los más pudientes, nissanpatrols; y era John Wayne
José Antonio, el padre de José, que trabajaba en la Westin. Y
también subía mi tío Luis y los primos, y Eva María Martínez y
Eva María Sánchez, todas las chicas se llamaban Eva María en
1988, todas menos Monse. A todos nos gustaba Monse, que
estaba en la 2B4 y venía en el autocar de La Laboral. Llevaba
una carpeta de los Fine Young Cannibals y le decía al chófer de
Autocares Priego, “¡Jefe, ponga los cuarenta!”. Marta tiene un
marcapasos, Bryan Adams y el calvito de los Communards
marcaban los dos primeros trimestres, pero después de
Semana Santa Monse le daba al chófer la cinta de sevillanas. Y
tocaba las palmas con Eva María Martínez y Eva María Sánchez,
con todas las evamarías del mundo. Sevillanas de Siempre, los
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Cantores de Híspalis, los Amigos de Gines, los Romeros de la
Puebla, los del Guadalquivir. Pero nosotros no, los tipos duros
no bailan. Nosotros éramos de Metallica, de Iron Maiden o de
los Cure, y nos pasábamos la romería dando tumbos por el
campo, tirando piedras. Yo no bailaba sevillanas, ni sabía
cantar soy cordobés, de la tierra de Julio Romero, pero en 1988
hubiera vendido mi alma jevimétal por saberme la letra y
cantar con Monse, Caminito de Santo Domingo. Para qué sirven
los Metallica, los Cure y los Iron Maiden si se trata de amor.
Tardaríamos décadas en aprenderlo. Luego empezó a llover,
como sólo llueve en Córdoba. Y las carretas se mojaron y
huyeron los landrovers, los ladanivas y los nissanpatrols ya sin
flores, sin adornos y sin música. La carroza del cuento se volvió
calabaza. Y corrimos campo a través con la JotaJaibers
empapadas por la lluvia, resbalando por las rocas, y se nos hizo
de noche a la altura de la Palomera. Ese paraje mítico que
describió la británica Elma Griel, lugar de encuentro furtivo
donde al raso de las noches de julio y agosto nuestros abuelos
y abuelas plantaban la semilla de nosotros mismos. La que
ahora germina en este pueblo que hoy celebra su fiesta, ese
lugar mágico donde Góngora, el maestro de todos los poetas,
escribió Las Soledades.
La lluvia en primavera. En las postales siempre hace sol y los
colores son brillantes, saturados. Pero la lluvia no existe en
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FITUR ni la quieren los guías turísticos. El aguacero limpia y
hace brillar los adoquines, fabrica el murmullo con los
mármoles del Museo, hace revivir las estatuas. Y nos hace
correr sorteando los charcos, y nos pone perdidos, aunque es
sólo agua, necesaria, que invita a pasear la ciudad sin turistas.
Porque la lluvia los cobija en las tabernas.
Yo no he crecido en las tabernas, al olor de los odres. Yo,
perdóname Maestro, perdóname Maestra, yo era más de Radio
Futura en el Código de Barras. Confieso que he bebido cerveza
en el Swing, en el Barros y en el Quadrophenia, y también algún
gintónic mucho antes de que nos pusiéramos estupendos
poniéndoles cardamomo. Pero no, el vino no. Porque el vino era
algo que sólo bebían los viejos, que ocurría en lugares oscuros
como el Cabezas, que tenía sillas en el techo y colgaban
muñecas, y salían sombras oscuras de las habitaciones. Nada
que ver con esta explosión controlada de sabores y colores que
es la Cata. Y que ya ha conseguido desterrar esa imagen agria y
vetusta de los caldos de Montilla. Entonces el vino era algo
antiguo que sólo cantaban los poetas. “Vino nuevo en odres
viejos, nos decían”, que era tanto como una invitación a no
moverse, a no hacer nada. A dejar simplemente que pasara la
vida por nosotros. Hasta que una mañana todo cambió. Hasta
que un día el maestro nos enseñó la dimensión verdadera del
vino. Y ese maestro se llamaba Vicente Núñez. Nos llevaron a
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verlo a Aguilar una mañana muy fría de diciembre. Y allí
estábamos, cuarenta adolescentes en el Tuta esperando la
palabra del Maestro. Nos hablaba el profesor de los Himnos a
los Árboles, de Ocaso en Poley, relataba libro a libro sus
hallazgos, aquello que debíamos apreciar en sus poemas.
Vicente lo miraba atento esperando pacientemente su turno,
pero no. El viejo no tenía el día para versos. No leyó ningún
poema, “Llena las copas a estos niños”, dijo al tabernero. Eran
las diez de la mañana. Y bebimos, vaya si bebimos, eran los años
80. “Y ponle unas sevillanas. Y que se pongan a bailar”. Bailar.
Beber y bailar, como esa canción de Ciudad Jardín. El vino es
vida: bailad, bebed y bailad. No lo digo yo, lo manda el maestro.
También el poeta dice flor. “Collige Virgo Rosas”, así reza el
aforismo latino: aprovecha las rosas. Dice el poeta “rosas”, y
dice lo fugaz, la juventud, el instante, el tiempo que como arena
se escapa entre los dedos. Luis Alberto de Cuenca, poeta feroz,
cultísimo, conservador y, sobre todo, posmoderno, traduce ese
aforismo por su lado más salvaje. “Córtalas a destajo,
desaforadamente, púlete todas las rosas”. Porque la flor es el
deseo de una noche, es un hombre que mira a una mujer y lanza
una flor. Y esa mujer lanza otra flor hacia otro hombre, y ese
hombre hacia otro hombre, y esa mujer a otra mujer. Y así,
después de la batalla, las risas, las copas, el baile, el brillo de las
calles en la noche. Caminar las dos abrazadas con los tacones
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en la mano, besándose en cada portal, en cada esquina. Córtalas
a destajo, desaforadamente. Muerde esa rosa fresca que
mañana será mustia, cuando ambas abandonen el hotel,
agotadas y felices de deseo. Y vuelvan cada una a sus
quehaceres cotidianos, caminando por las calles aún vacías de
Saravia, recién regada, Plaza Pineda, Barroso. Caminando hacia
su puesto de auxiliar administrativo. Y a vestir a sus hijos para
ir al colegio, feliz por estar conforme con su vida y su deseo. Sin
culpa. Porque el cuerpo tiene razones que a la razón
enflaquece. Porque mayo no admite arrepentimiento, lánzalas,
arráncalas, rosas, púlete todas las flores.
Flores que cubrirán las cruces de San Agustín, la Calle del
Queso, pero Cruces también de extramuros. Porque una Cruz
crece en cualquier sitio, como la yerbabuena. No necesita
contexto ni pretexto, sólo el deseo y las ganas de fiesta. Crece
en San Lorenzo y la Lagunilla. Crece en el Bailío, postal para
guías turísticas. Pero también en Miralbaida, en una explanada
de Fátima, en solares vacíos de Poniente. En el colegio de la
Letro donde hasta el viernes jugaban los niños al fútbol. Cruces,
juego de palabras, también en Santacrucita. Una Cruz no se la
busca, aparece al encuentro de nosotros, y la gente bebe
cerveza y vino, y bocadillos de lomo con pimientos, y la música
está alta. Un pequeño tablao, y al fondo, como escondida, en
silencio, la Cruz mirándolo todo. Religiosa y pagana, como un
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poema de Pablo García Baena. Signo inequívoco de un credo,
levantada con el tesón de hermandades de larguísimo apellido
y nombres comunes, nombres como tú, como yo, popular, las
hermandades. Pero también la Cruz es fiesta, es flor, es una
invitación a dejarnos llevar por el deseo. A dejarnos llevar por
los sentidos, al menos hasta junio, hasta que el sol achicharre
los pétalos de los geranios. Pero ahora no. Es tiempo de
posponer las citas con los urólogos, los psicólogos y los
traumatólogos. Porque hay que subirse a todas las escalas y
escanciar hasta la última gota de agua de las regaderas, hasta
la última gota de vino en las gargantas. Ya habrá verano para
estar sentado en casa viendo la tele, bajo el sopor de los
programas concurso, ya habrá tiempo para las piscinas
comunitarias. Porque ahora es el tiempo de abrir las puertas de
la casa.
“Heute besuchen wir in unserem Programm einen Cordovan
Patio”. Micrófono en mano, la periodista Ulrike Jurado habla
para los espectadores alemanes de la ZDF. Melena rubia y ojos
negros trata de narrar el origen de la fiesta de los patios.
Después de visitar los mercados de Oaxaca, de recorrer las
extrañas ciudades vietnamitas o la pulcra senectud de los
fiordos noruegos, ahora está aquí, justo aquí, en este lugar que
pudo ser su casa, que un poco todavía lo es, la casa que un día
fue de su padre, Manuel Jurado. Cómo explicar algo que es
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producto borroso de la memoria, de formas y colores saturados
en el proyector de súper 8 de su padre. Vestidos de tirantes,
camiseta ferrys, bollito de Pan Recor, chocolate. Recuerda
haber corrido por aquí, manguera en mano, detrás de niños
morenos, los niños del barrio, que ahora se han casado y tienen
hijos, y viven uno en Barcelona, el Felipe, y otro, Manuel Ángel,
Manolillo, en una parcela en el Veredón de los Frailes. Ulrike, la
Ulri, como la llamaban de chica, se acerca a la tía Emi y le
pregunta en español, con acento alemán, “¿por qué abrís cada
año las puertas de los patios de las casas?”. La mujer le hace una
mueca y encoje el rostro, en el montaje, ella misma narrará la
pregunta en su perfecto alemán de Baviera. “¡Qué cosas
preguntas, niña!” Hay preguntas que no tienen respuesta. La
han buscado los sociólogos, como Ángel Ramírez, arquitectos
como Rafael Obrero, paisajistas como Rosa Colmenarejo. Y
empresarios y economistas, y operadores turísticos. Y hasta un
voluminoso informe para la UNESCO, de impecable retórica,
que Ulrike ha devorado buscando una respuesta. Que tratan de
explicar lo inexplicable. No existe una respuesta. No hay otra
respuesta que el silencio, que los planos sobre la fuente
burbujeante, la explosión de color y el detalle minúsculo de un
insecto que se ha posado en el geranio. La mujer mira en
silencio, sonríe, se levanta y toma otra vez su regadera. No hay
una respuesta. Tampoco la obtuvo Ulrike de su padre, Manuel
Jurado, que un año y otro siembra y resiembra gitanillas en su
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frío jardín de Schwaig bei Nürnberg. E invita a los vecinos a
entrar en casa, a visitar su jardín y a sentarse a charlar delante
de una cerveza. Qué cosas preguntas, niña. Quizá porque el
patio es algo más que una puerta que se abre a los que pasan.
Es convertir también tu casa en la ciudad. Esa ciudad que es tu
casa, que es mi casa, que es nuestra casa. Quizá porque la flor
es el deseo, y el deseo, como decía Cernuda, es una pregunta
cuya respuesta no existe. Qué cosas preguntas, niña.
Sea pues el deseo el único credo de la fiesta turdetana. La que a
los pies del Gran Río construyó el emblema del vive y deja vivir.
Y esa culminación del deseo plural es la Feria, que quizá no sea
la más bella, ni se inunden de postales con su imagen las guías
de los viajeros. Pero es la mía, la nuestra, la que hemos
decidido.
Su belleza está en ese paseo de caballo y de charré, en toda la
policromía de lunares y volantes que contrasta con la
sobriedad cordobesa de la falda negra, el fajín y la camisa
blanca. Belleza en el esfuerzo de casetas que prolongan la
calleja cordobesa y el patio encalado con macetas hasta el
albero terrizo del Arenal. Pero también encuentro una belleza
distinta en que todo ese mundo conviva simultáneo y pacífico
con las rastas de los jipis en el Juan XXIII, con Maluma en Aje
Córdoba o los Ban-Ban en Rincón Cubano.
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Yo he conocido la Feria así, plural y diversa. Casi sin raíces, a
pesar de ser la más antigua de Andalucía. No hay más que
preguntar a Carlos García Merino y Ana Verdú, lo confirman las
imágenes de los años ochenta que atesora nuestro archivo
municipal. Videos de la antigua TVM donde parecen sonar
todavía Rumba Tres y María del Monte, pero también Loquillo
y Los Toreros Muertos, en aquel mítico Garaje Victoria cuando
la feria en Vallellano se volvía un lugar oscuro y propicio. Y
había chicas vestidas de gitana agitando sus aros de plástico y
sus peinetas al ritmo de tecnopop. Y nos creíamos tan
modernos como Ángel Vázquez. Modernos, punkis, flamencos
de todo pelaje, niñas bien de polo Fred Perry. Veías a los
siniestros subidos a la noria. A rockers de bota de puntera y a
chicas teddy disparando al palillo de dientes y ganando
muñecas chochonas que arrastraban hasta la madrugada. Yo
creo que los he visto a todos ustedes alguna vez, mucho más
jóvenes, a las cuatro de la mañana. Yo no voy a hablar de ello si
ustedes no cuentan nada. Están en esta sala mi mujer, mis
padres y mi hijo. Pero no lo nieguen, ustedes estaban allí, en la
feria estábamos todos. Porque la feria es ese lugar para todas
las canciones. Y así espero que lo siga siendo.
Parejas de abuelos bailando pasodobles en la caseta de la
Federación de Peñas. Padres jóvenes con su niña de seis meses,
con camisa de lunares y los ojos muy abiertos. Hamburguesas
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Uranga, que ya no son hamburguesas Uranga, pero para mí la
feria siempre serán Hamburguesas Uranga. Y los baturros y su
vino malo y su barquillo. Y la pesca del patito y los goles del
Córdoba, como un clamor, en el Estadio. O la Copa de Europa
del Madrid en una pantalla gigante, por qué no, todo es posible.
Para todo hay sitio en la feria, incluso los que no. También los
del no tienen un sitio en esta feria, acodados en las terrazas del
Gran Río. Vive y deja vivir, cada uno como quiere.
Pero no para las mujeres anuncio, porque el cuerpo no es un
objeto de negocio. Y tampoco para las banderas y las consignas,
ni para los cobardes que se hacen fuertes entre la masa.
Construyamos para ellos una estrecha puerta de salida, y
cerrémosla con llave para siempre. Y quedémonos nosotros. Ni
en la feria ni en la vida los queremos.
Y así el día 31 nos subiremos a las azoteas, agotados y felices.
Escucharemos el bramar de los cohetes y brillará el reflejo de
todo lo que se fue, en esas luces que suben, y luego bajan y
desaparecen. Fugaz es del deseo, dice el poeta.
Por delante nos quedará el trabajo de empaquetar los tablaos
de las cruces, de desmontar los patios y balcones, de enrollar
una a una las lonas de todas las casetas, de decirles adiós con el
pañuelo a todos los que este mayo nos visiten.
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Pero eso vendrá después. Porque ahora debo brindar, aunque
me van a permitir hacerlo primero por los que no están con
nosotros.
Por Pablo García Baena, porque nadie como él supo él unir lo
sagrado y lo profano, la Virgen de los Dolores y las fiestas de
Torremolinos; por Eduardo García, por lo mal que bailábamos
salsa en el Rincón Cubano, tomando un daiquiri detrás de otro;
por Nacho Montoto, por cosas que no contaré y que no caben
en este pregón de Mayo, porque pocos como él celebraron la
vida.
Por tantos y tantos que se fueron a buscar fortuna lejos de
Córdoba y que alzarán su cerveza y su copa de vino en las frías
costas de Noruega, en Alemania o en Barcelona; brindo por
aquellos que aguardan en las salas de espera de los hospitales,
y por las abuelas que se maquillan en las residencias, y marcan
con su anillo el compás en la silla de ruedas; por las auxiliares
de geriatría que decoran el comedor de farolillos bajo la mirada
severa de la supervisora.
Brindo por ellos. Pero brindo también por los que estamos.
Brindo por la voz tibia y profunda de Ángeles Toledano, que no
necesita el grito para despertar nuestros corazones; que con un
simple giro de garganta nos saca del pozo del lamento y nos
pone los tacones para bailar.
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Por Paco Serrano, porque podría ser el guardián de todas las
esencias de nuestro arte, pero enseña a sus alumnos que el
flamenco es un país que no tiene fronteras.
Gracias a los dos por acompañarnos en esta noche mágica.
Quiero brindar por todos los que hoy estáis ahí sentados. Pero
quiero brindar por todos los que van a ser protagonistas de
este mayo festivo que hoy tengo el privilegio de dar su
apertura.
Brindo por aquellos que han recortado cada una de las flores
de papel que cada año engalanan las carrozas de Santo
Domingo y Virgen de Linares para ser apenas flor de un día.
Por los que a esta hora calculan la cantidad aproximada de
filetes para los bocadillos de lomo con pimientos, y mañana
irán con el coche a Makro con el carnet de un amigo a por
paquetes de sobres de mayonesa.
Por las floristerías que mantienen a rebosar los invernaderos
de colores saturados, amarillo, blanco, rojo, porque gracias a
ellas esta ciudad parece una boda perpetua.
Brindo por las academias que a estas horas ensayan cada uno
de los pasos de baile con la exactitud y la simetría propias de
nuestra añorada Concha Calero.
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Por las peluqueras y su ritual de tirabuzón y caracolillo, por
todas las esteticienes que perfilarán las cejas y los labios, por
todos los gimnasios donde el sudor correrá sumidero abajo
para poder caber en el traje del año pasado.
Por la abuela que nunca se ha detenido a contar todas las
macetas de su patio, pero sabe la exacta cantidad de agua para
que no se sequen ni enguachinen.
Por el turista japonés que se extravía del grupo, que camina sin
rumbo bajo el sol de mayo y se pierde en las Siete Revueltas, y
no le importa.
Por los que tienen que pasear este mayo a su jefe de Madrid, y
lo lleva a ver los patios, y van pensando, “a ver si lo metemos
en el AVE y me voy de fiesta con mis colegas”.
Por los que no tienen jefe, por los que no tienen trabajo, por los
que no están para fiestas pero aún así sacan una sonrisa y una
palabra amble.
Por los policías que ordenarán este fluido de emociones. Por
los voluntarios de Protección Civil y de la Cruz Roja, consuelo
para el niño que llora amargamente porque se ha perdido de la
mano de su madre.
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Por los taxistas y los chóferes de Aucorsa que aliviarán los pies
cansados y llenos de albero, recogerán de madrugada nuestros
pedazos y los pondrán en la puerta de casa.
Por todos aquellos que cada mañana sacan brillo a la ciudad,
colocan las cosas en su sitio y nos la entregan como si la noche
anterior no hubiera existido.
Brindo por Orquesta Sensación por sus versiones de George
Damm, de Bambino, por sus eternos pasodobles de órgano
Hammond, por sus vocalistas que ponen todo el fuego
cantando “defainalcandaun” o “…marinero de luces, cargado de
estrellas, cruzó la bahía”.
Por todos los padres que aún pasan miedo en el Castillo del
Terror, que tienen pánico a subir a la noria, brindo por los que
bajan del Ratón Bacilón con la cara desencajada de pánico.
Por el adolescente que espera ansioso la doble marca azul de
su wasap y la respuesta de los amigos con el lugar, el día y la
hora decidida por el grupo. Porque espera encontrarse con
Monse y que la noche los confunda.
Por las amigas que este año sí han decidido vestirse y pintarse
y ponerse muy guapas, porque el tiempo ha pasado, sí, pero no
por nosotras. Que estamos estupendas.
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Por todos los que vendrán, a los que no preguntaremos de
dónde ni por qué, a los que vamos a abrir de par en par la
puerta de nuestra casa.
Esta casa que se llama Córdoba.
Pablo García Casado. Abril de 2018