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Homenaje a Cervantes
Homenaje a Cervantes
Primavera 2016 - nº 3
Destacamos en este
número:
Homenaje a Cervantes
*Carlos de la Sierra
*Eloy Luna
*Esther Pardiñas
Carpeta de I. Montoya
Transcurrido un año desde el lanzamiento del nº 0, si algo nos ha quedado claro a sus
responsables es que con el nº 3 de Culdbura, fechado en primavera, hemos completado el ciclo de las
cuatro estaciones.
Hasta ahora, todas las portadas de la revista han llevado algún motivo alusivo a la temporada
correspondiente: un color, la radiografía de una hoja muerta, la madera con que alimentar el hogar…
Llegados a este punto, no podíamos dejar de cumplir con la tradición marcada. Ahora bien, al
ponernos manos a la obra nos hemos topado con el gran inconveniente de nuestros propios escrúpulos:
la mayoría de motivos primaverales que nos venían a la mente se nos antojaban demasiado vistos,
trillados en exceso: florecillas, pajaritos, hojas nuevas… Y no, ¡eso no! ¡De ninguna manera!
Razonando, razonando, hemos venido en concluir que en primavera no solo brotan y se abren los
capullos, alean y vuelan insectos y pajaritos, y hace su aparición toda la verdura del campo; en
primavera asoma, crece y brota de todo, peces y enfermedades infecciosas incluidos.
Como nos ha dado pereza identificar todo lo que había en ese “de todo”, hemos decidido optar
entre los dos motivos enumerados como inclusivos, al parecernos que ambos estaban dotados de la
pátina de originalidad necesaria. Y entre uno y otro, huelga explicar por qué nos hemos decantado
unánimemente por los peces.
¿Qué sabe el pez del agua donde vive toda su vida?
A. Einstein
Agradecemos a Santiago Alonso Sagredo que nos haya proporcionado las imágenes de sus
fotomontajes, merced a las cuales hemos podido ilustrar el presente número.
Enlace de la reseña aparecida en el periódico referenciado con motivo de su última exposición en
Burgos:
http://www.elcorreodeburgos.com/noticias/cultura/castilla-deconstruida_119830
Enlace de Libros Blurb: http://www.blurb.es/user/SAGREDO57
Cul ura es un empeño de: Fernando Ortega, Fernando Arnaiz, José Mª Izarra, Alfonso Hernando, Jesús
Borro, Jesús Pérez, Luis Carlos Blanco y Félix J. Alonso, entre otros.
©de los textos (faltas de ortografía incluidas), ilustraciones y fotos, los respectivos autores.
©del logo, grafismo y maquetación: el maquetista.
Contacto: culdbura@gmail.com
Página3
Sumario
Conversación de don M. de Cervantes con un cachidiablo, Carlos de la Sierra .......... Pág. 5
El viaje de don Quijote a Burgos, Eloy Luna ............................................................. 15
¿Y si Cervantes hubiese sido burgalés?, Esther Pardiñas ............................................ 31
Vieja sabia, Sergio Ribote García............................................................................ 34
Solicitud de suicidio y otro (microrrelatos), Enrique Angulo Moya................................ 37
La gárgola, Mercedes García Rega .......................................................................... 39
La vida que te espera, Jorge Saiz Mingo.................................................................. 45
El sueño de Pascal, Alfonso Hernando ..................................................................... 51
Hoy, Manuel Arandilla........................................................................................... 57
El huracán, Eliseo González ................................................................................... 59
Mario Benedetti, Jesús Barriuso ............................................................................. 61
El tigre, Miguel Ángel Barbero................................................................................ 63
El hombre que amaba a los perros, Lino Varela Cerviño............................................. 65
Bandas sonoras, Rodrigo Vázquez Minguito.............................................................. 67
Carpeta de Isaac Montoya, Estela Rojo ................................................................... 69
Soneto para peces, José María Izarra...................................................................... 75
Página4
Página5
CONVERSACIÓN DE DON MIGUEL DE CERVANTES CON UN
CACHIDIABLO ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA
(ENTREVISTA APÓCRIFA)
Poemas de la argamasilla
Del cachidiablo, académico
de la argamasilla, en la sepultura
de don quijote
Epitafio
Aquí yace el caballero
bien molido y mal andante
a quién llevó Rocinante
por uno y otro sendero.
Sancho Panza el majadero
yace también junto a él,
escudero el más fiel
que vio el trato de escudero.
Digo, don Miguel, que por vuestra pluma existo. A vuestra gracia debo vida,
nombre, honra y honores, ninguno merecido por mí ni mis actos, sino que, valiéndome de
la fama de vuestra gran obra, hice de la nada un nombre y de vuestra gracia un
compañero de eternidad.
Página6
Nací en las letras finales de Don Quijote, y tan alto nombramiento me encumbra
hasta el frontispicio de la gloria bendita. Siendo cachidiablo, tan humilde, pláceme
saberme compañero de Jasón de Creta, de Amadís de Gaula, de Galaor, su hermano, y así
caminar junto a ellos desde la Mancha hasta Catay, a la sombra feliz de Rocinante y sobre
sus lomos, parejo a Sancho Panza, mientras nuestro buen señor Alonso Quijano sorbe su
seso, orate de amor andante, buscando tras cada sol el rostro de su amada Dulcinea de
Toboso.
Pero... Necesito saber tantas cosas sobre vuestra vida, ahora que agonizáis...
-¡Ea, ea, don Miguel! Despertad.
-¿Hermano Lope? Bórrame el soneto de versos de Ariosto y Garcilaso... Y en cuatro
lenguas no me escribas cosas, que supuesto que escribes boberías, lo vendrán a entender
cuatro naciones...
-No, señor, no soy don Lope. Que vos me hicisteis ser cachidiablo, y mucho de
alcahueto para preguntar en favor de vuestra posteridad.
-Pues mejor si fueras Lope. ¿Sabes qué decía de él Góngora?:Si lo dices por mí,
Lopito mío, eres un idiota sin arte y sin cerebro. Yo le dije a Lope: ...logré un amigo
menos y una molestia más.
-De buen humor estáis, don Miguel. Complaced, pues, mi curiosidad.
Hoy es 20 de abril de 1616. Estamos solos en la habitación de su casa de la calle
del León, en Madrid. Mi señor prepara su alma a mayor satisfacción de su fe, y yo soy
testigo de esos momentos radiantes, lúcidos, hermosos, que los hombres disfrutan en el
umbral de su tránsito.
-Decidme algunos recuerdos de niñez.
-Nací en Alcalá de Henares, y aún no sé a ciencia cierta la fecha. Si fue un jueves,
29 de septiembre, día de San Miguel, o un domingo, día 9 de octubre de 1547 sólo Dios o
mis padres pueden decirlo. Don Rodrigo de Cervantes, mi padre, era “zirujano” que así les
decían a los que hacían de su profesión artes entre médico y curandero...
-Poca hacienda me parece para tantas bocas a comer.
-Doña Leonor de Cortinas, mi madre, fue una mujer flexible e ingeniosa; infatigable
y con una gran inventiva sacó a flote la familia y apoyó a mi padre en sus muchas
penurias. Tuvo siete hijos; primero nació Andrés, que se lo llevó el cielo siendo infante;
después Andrés, como el hermano muerto; Luisa, Miguel y Rodrigo... Fuimos a Valladolid
en 1551, y mi padre, a la cárcel. Nacieron Andrea y Magdalena. Yo era un niño de seis
años y algo tartamudo. En 1564 mi padre viajó a Sevilla, y madre y nosotros con ellos...
-Tenemos tiempo, señor, para relatar vuestra vida tan pródiga en hechos y no
deseo atropellar las preguntas. Don Miguel, ¿recordáis vuestro aspecto físico?
-Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y
desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas
de plata, que no ha veinte años que fueron de oro; los bigotes grandes, la boca pequeña,
los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y
peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre
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dos extremos, ni grande ni pequeño; la color viva, antes blanca que morena; algo cargado
de espaldas, y no mucho ligero de pies...
-Perdonad mi sonrisa, señor, pues os describís con harta gracia. Claro, que
entonces teníais no menos de sesenta años y muchos avatares padecidos.
-Dejadme acabar lo que antes quería decir, cachidiablo. En 1564, en Sevilla, asistí a
una representación realizada por un grupo de actores itinerantes del famoso dramaturgo y
director de escena Lope de Rueda. Fue una revelación ¡voto a...! Desde ese momento mi
ambición ya fue convertirme en dramaturgo de éxito.
-¡Ea, ea, señor! Tranquilo. Habladme de vuestra llegada a esta Corte de Madrid,
ciudad que en 1551 Su Católica Majestad Felipe II nombró capital de España.
-Las deudas le hicieron comprender a mi padre que, después de todo, Sevilla no
era un lugar apropiado para que pudiera abrirse camino un cirujano-barbero. En 1566, mi
familia estaba en Madrid, y yo asistiendo al Estudio de la Villa regentado por el catedrático
de gramática Juan López de Hoyos...
-Gran maestro, señor. Y valedor de vuestros primeros escritos, según creo saber.
-Más sabes tú, pícaro, que lo que te han enseñado. Pero tienes razón. Don Juan
López publicó un libro sobre la enfermedad, muerte y exequias de nuestra reina doña
Isabel de Valois, tercera esposa de nuestro señor don Felipe II, que había fallecido el 3 de
octubre de 1568.
-¡Recordáis las coplillas populares que cantaba el pueblo a la llegada de la
princesa?: “De Francia viene la niña,/De Francia la bien guarnida”.
-Fueron malos tiempos, cachidiablo. No debes olvidar lo que pasó. El 24 de julio de
1568 fallecía el príncipe don Carlos, tras un penoso lance contra su padre el rey don Felipe
II. Dicen que la reina Isabel se sintió muy afectada por la pérdida de su hijastro, y así
perdió ella también su vida, tras dar a luz a una niña de cinco meses, que murió al poco
de ser bautizada, seguida poco después a la Eternidad por la reina de 23 años “como si se
quedara dormida de algún suave sueño”. En su libro don Juan López incluye tres poesías
de circunstancias escritas por “Miguel de Cervantes, nuestro caro y amado discípulo”.
Aunque yo digo que era un soneto poco inspirado y algo torpe.
-Sin embargo, no erais torpe con la espada. Os recuerdo que en 1569 la Justicia
decía: “Para que un alguacil vaya a a prender a Miguel de Çeruantes (sic)-Sin derechos de
officio-Secretario Padrera. Crimen”. La sentencia era terrible: la amputación de la mano
derecha en público y diez años de exilio de la capital.
-En mal aprieto me encuentro si debo responder a las acciones que nunca cometí.
Se me acusó, es cierto, de haber herido de estocada en duelo a un cierto Antonio Segura,
en Madrid. No me defenderé ahora de ello, pero sí que os pido una reflexión: en
noviembre de 1568 publiqué mis versos dedicados a doña Isabel, y el 15 de septiembre
de 1569 se dicta ese insidioso documento de acusación... Además, qué te da a ti,
diablucho, saber que un hombre de honor usa la punta de su espada para limpiar la
reputación de los suyos; la de mi hermana Andrea estaba en boca de muchos
escarramanes de taberna.
-He leído, señor, un verso vuestro en el que confesáis “una imprudencia juvenil”.
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-Sea, cachidiablo entrometido, como dices, y no hables más de ello. Sólo Dios
juzgue mis errores, que muchos dellos cometí. Me vence el sueño, gañán, déjame
descansar.
-¡Señor, señor don Miguel! ¿Pues no se ha dormido?
***
La habitación queda ahora en silencio. Don Miguel respira con dificultad, suda su
fiebre, se agita, y, a ratos, queda inmerso en el sueño cansado de la duermevela.
Dejemos, pues, que descanse de sus muchas fatigas. Recordar, agota.
-¡Duende, diablejo, cachidiablo, lo que seas!, ¿dónde estás?. ¿Por qué hay estas
tinieblas a mi alrededor?
-Anochece, señor. No osaba alterar vuestro sueño. Ya enciendo las candelas, no
temáis.
-¡No temo, majadero! He sido soldado del Tercio español en Nápoles.
-Conozco detalles de vuestro paso por Roma en calidad de camarero al servicio de
Giulio Acquaviva, nombrado cardenal en 1570.
-Toda Italia es hermosa. Pero Roma me impresionó hondamente, ya que “como
por las uñas del león se puede juzgar su tamaño y su ferocidad, así Roma se muestra
totalmente en sus mármoles rotos, en sus estatuas mutiladas, en los arcos vacilantes, en
las termas destruidas, en sus magníficos anfiteatros y en las infinitas reliquias de los
cuerpos de los mártires que en esta ciudad han recibido sepultura”.
-Aunque pronto dejáis su servicio para sentar plaza en la compañía del capitán
Diego de Urbina, del tercio de Miguel de Montcada.
-Deja que hable, deslenguado, que yo lo contaré más vivo: “...y dijo que era
capitán de infantería por su Majestad y que su alférez estaba haciendo la compañía en
tierra de Salamanca. Alabó la vida soldadesca; pintóle muy al vivo la belleza de la Ciudad
de Nápoles, las holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de Lombardía,
las espléndidas comidas de las hosterías: dibujóle dulce y puntualmente el aconcha
patrón; pasa acá, manigoldo; venga la macarela, li polastri, e li macarroni. Puso las
alabanzas en el cielo de la vida libre del soldado, y de la libertad de Italia; pero no le dijo
nada del frío de las centinelas, del peligro de los asaltos, del espanto de las batallas, de la
hambre de los cercos, de la ruina de las minas, con otras cosas desta jaez...”.
-Entonces, señor, llegó la batalla de Lepanto. La más memorable y alta ocasión que
vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros, militando debajo de
las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlos V, de feliz memoria.
-El 20 de mayo de 1571 se formó la Santa Alianza entre Venecia y Roma para llevar
a cabo una ofensiva, que duraría tres años, contra el Islam. ¡Cómo olvidar aquellos días
de preparativos! Don Juan de Austria, hermanastro del rey, de veinticuatro años de edad,
fue nombrado comandante el jefe de las fuerzas aliadas, formadas por más de doscientas
galeras y veintiocho mil hombres. La flota turca permanecía anclada en el golfo de
Lepanto, cerca de Corinto. Don Juan decidió que era un lugar ideal para el ataque.
-¿Y vos, don Miguel, estabais a bordo de La Marquesa?
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-El 7 de octubre de 1571, al rayar el alba, las dos armadas se enfrentaron, aunque
el combate empezó al mediodía. Hacia las cuatro de la tarde, cuando el crucifijo y la
cabeza de Alí Pasha, el comandante turco, aparecieron en el mástil de la nave capitana, el
mar aparecía ensangrentado. Murieron y fueron heridos treinta mil soldados turcos y tres
mil más fueron nuestros prisioneros. Nosotros sufrimos nueve mil bajas mortales y
veintiún mil heridos...
-Y enfermo de fiebres, señor, que bien lo sé: “...cuando se reconosció el armada
del Turco, en la dicha batalla naval, el dicho Miguel de Cervantes estaba malo y con
calentura, y el dicho capitán... y otros muchos amigos suyos le dijeron que, pues estaba
enfermo y con calentura, que se estuviese quedo abajo en la cámara de la galera; y el
dicho Miguel de Cervantes respondió que qué dirían dél, y que no hacía lo que debía, y
que más quería morir peleando por Dios y por su Rey, que no meterse so cubierta, y que
su salud...”.
-Ata esa lengua, cachidiablo. Me corresponde a mí hablar y no callas. “...Y peleó
como valiente soldado con los dichos turcos en la dicha batalla en el lugar del esquife,
como su capitán lo mandó y le dio orden, con otros soldados... De la dicha batalla naval
salió herido de dos arcabuzazos en el pecho y en una mano, de que quedó estropeado de
la dicha mano. Y sabiendo por el dicho señor don Juan (de Austria) cuán bien lo había
hecho, le acrescentó cuatro o seis escudos de ventaja de más sobre su paga”.
-Pobre paga me parece, para tan grave ocasión.
-Veo que no tienes par en zalamerías, pero razón no te falta. “...Y si este parece
pequeño peligro, veamos si le iguala o hace ventaja el de embestir dos galeras por las
proas en mitad del mar espacioso, las cuales enclavijadas y trabadas, no le queda al
soldado más espacio del que concede dos pies de tabla del espolón; y con todo esto,
viendo que tiene delante de sí tantos ministros de la muerte que le amenazan cuantos
cañones de artillería se asestan de la parte contraria, que no distan de su cuerpo una
lanza...”.
-Decís, señor, en uno de vuestros versos: “El pecho mío, de profunda herida/sentía
llagado, y la siniestra mano/estaba por mil partes ya rompida”.
-Recuerda estas palabras, cachidiablo amigo: En fin, has respondido a ser
soldado/antiguo y valeroso, cual lo muestra/ la mano de que estás estropeado./ Bien sé
que en la naval, dura palestra,/ perdiste el movimiento de la mano/ izquierda para gloria
de la diestra.
Mientras habla mi señor don Miguel, yo enciendo nuevos hachones, dispuestos aquí
y allá en los oscuros rincones de la habitación. Después alivio su calentura pasando
lienzos mojados sobre su rostro. Le incorporo, arreglo sus ropas, acaricio su cabeza...
-En buena hora alumbras mis temores, que debo decirte cosas terribles de mis días
en los baños turcos.
-Soy vuestro más fiel oyente, señor.
-Pues escucha ya que no puedes hacer otra cosa. ¡Y no me interrumpas con tus
suspìros! Regresaba de Nápoles a España en la galera Sol, con cartas de recomendación
de don Juan de Austria y del duque de Sessa, cuando, el 26 de septiembre de 1575, a la
altura de Cadaqués, o de Rosas o de Palamós, nos salió al encuentro una flotilla turca.
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Tras un muy cruento combate, fuimos apresados, entre otros, mi hermano Rodrigo y yo
mismo. Nos trasladaron a Argel, y yo pasé a ser esclavo del renegado griego Dali Mamí.
-¡...!
-¿Voto a...! ¿Te has dormido, majadero?
-No, señor, que hice votos de escuchar y callar.
-Siempre supe que las cartas que me salvaron la vida, fueron causa de mi perdición
y cautiverio. ¡Cinco años estuve entre aquellos infieles! Yo proclamaba mi pobreza, pero el
malvado Dali Mamí estaba convencido de mi alta cuna, y, aherrojado fui introducido en la
cárcel a la espera del rescate. Ese día, no lo niego cachidiablo, las lágrimas se deslizaban
por mis mejillas... Mi fortuna me abandonó, pues mientras otros esclavos disfrutaban de
algunas ventajas, yo fui encadenado y obligado a buscarme el sustento mientras
permanecía cinco meses en la prisión de los terribles baños turcos. Allí estábamos, en
esos años, más de veinte mil cristianos, firmemente atados los unos a los otros con
sólidas cadenas, amontonados en estancias fétidas y sombrías, vigilados de cerca por
carceleros armados e impacientes por usarlos. Y nosotros, doy fe de ello, “haciendo
pruebas de saltar con las cadenas”.
-Bien se que las cadenas no se hicieron para vos, don Miguel. ¿pues no es cierto
que hasta cuatro veces pusisteis vuestra vida en peligro para alcanzar la libertad?
-Mi libertad, y la de mis compañeros de desdicha. La primera vez fue en 1576. Un
moro debía guiarnos hasta Orán, bajo dominio español, pero nos abandonó durante la
primera jornada, y nos vimos obligados a regresar a Argel. Padre, madre y mis hermanas
Andrea y Magdalena, supe después, se afanaban en España por reunir el dinero para
rescatarnos a Rodrigo y a mí, con gran esfuerzo, vendiendo todos sus bienes y forzando a
mi madre al límite de declararse viuda para recibir con mayor premura los sesenta
ducados que el Consejo de las Cruzadas concedía en esa circunstancia y necesidad.
Cuando los frailes mercedarios llegaron en nuestro socorro, resultó que la suma
recaudada no era suficiente para liberarnos a los dos, y yo preferí que fuera puesto en
libertad Rodrigo, mi hermano amado. Digo ahora, con orgullo, que el 24 de agosto de
1577 Rodrigo, con más de cien prisioneros, alcanzaban la costa española.
-La emoción me embarga, señor, al escuchar de vuestra boca tan graves gestas.
-Pues escucha ésta, botarate, de otra fuga que hice junto a catorce o quince
cautivos más. Durante varias semanas permanecimos escondidos en una cueva a la
espera de una galera española, y tras dos intentos de acercarse el bajel a la playa fue
apresado y nosotros descubiertos, debido a la traición de un cómplice renegado, llamado
“el Dorador”, que denunció todo el plan. Yo afirmé que era el único organizador de la fuga
y que mis compañeros habían sido inducidos por mí. El bey de Argel, Azán Bajá, me
encerró en su presidio, cargado de cadenas. Tras cinco meses de humillaciones, intenté
otra fuga pues bien creía poder llegar a Orán, pero el mensajero moro que yo envié a
Martín de Córdoba, general de aquella plaza, con cartas fue preso y empalado y las cartas
leídas. En ellas se demostraba que yo era el único causante de la fuga, y fui condenado a
recibir dos mil palos, sentencia que no se cumplió porque muchos fueron los que
intercedieron por mí.
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-Esperad un momento, don Miguel. La estancia se está enfriando y debo avivar los
fuegos y las luces de las velas... y tomar un trago de vino, si no se secó la cántara, que
tengo el gañote abierto en carnes y los vellos del cuerpo erizados de emoción. ¡Ea, ea,
señor!, no os entreguéis a los brazos del sueño sin decirme cómo terminó la aventura de
vuestra última fuga. Quiera el cielo conceder a este humilde cachidiablo la ciencia del
entendimiento para comprender vuestras palabras... Vale, don Miguel. Dejo este leño en
la trébede y regreso a vuestro lado.
-Todavía intenté otra fuga. Un mercader veneciano me entregó una suma de dinero
suficiente para comprar una fragata y llevar en ella a sesenta cautivos cristianos. Con todo
a punto, la traición de uno de los que debían ser liberados, el ex dominico doctor Juan
Blanco de Paz, nos entregó de nuevo a manos de Azán Bajá. Su traición se pagó con un
escudo y una jarra de manteca. Yo fui encarcelado y ya me veía camino de
Constantinopla, sin salvación posible. En mayo de 1580, el padre Trinitario fray Juan Gil
trató de mi rescate. Cómo sólo disponía de trescientos escudos y por mi libertad Azán
Bajá pedía quinientos, se dedicó el fraile a recolectar entre los mercaderes cristianos la
cantidad que faltaba. Así quiso Dios que fuera libre el 19 de septiembre de 1580, aunque
no llegué a España hasta el 24 de octubre. Dijeron ese día en el puerto de Denia que
había llegado un hombre “de mediana estatura, barba cerrada y con la mano y el brazo
izquierdo mutilado”. Y yo dije: “...no hay en la tierra (...) contento que se iguale a
alcanzar la libertad perdida”.
-Sí, si es el contento del amor. ¿No es el amor una forma de libertad, señor?
-¿Qué sabes tu de amores, cachidiablo?. Además, todavía anduve un largo camino
antes de conocer los placeres de la carne. En mayo de 1581 estuve en Portugal, en la
corte de don Felipe II, y de allí navegué hasta Orán en misión secreta. Necesitaba
acreditar nombre y fortuna, pero ambas cosas se me negaban, aunque las musas,
apiadadas de mi desdicha me soplaron algunas páginas de La Galatea, mi novela pastoril.
Y regresé a Madrid...
-Soy todo oídos, don Miguel. Decidme si no es vuestra esta cuarteta: “Siempre
escogen las mujeres/aquello que vale menos,/ porque exceden de mal gusto/a cualquier
merecimiento”.
-La escribí yo, no lo niego. Pero quiero hablar ahora de la mujer con la que tuve
una hija. Era el año 1582, en Madrid, y mantuve relaciones con una mujer joven casada,
Ana de Villafranca o Ana de Rojas -de los dos nombres se la conocía-, con la que tuve una
hija, Isabel de Saavedra, criada con su madre y su padre putativo, un tabernero llamado
Alonso Rodríguez.
-Pero después, el 12 de diciembre de 1584, estando en Esquivias...
-¡Ya, ya!, majadero. Deja que llegue a ello, no te anticipes. Yo tenía treinta y siete
años, y ella dieciocho. Se llamaba Catalina de Salazar y Palacios y nos casamos en su
Esquivias natal, villa floreciente, al sur de Madrid. Yo quería a Catalina. ¡Cómo no
quererla! Una mujer joven, hermosa, es el bálsamo perfecto para un hombre
desencantado, desilusionado, lleno de penalidades y con un futuro que se resistía a
entregarme el fruto de mis muchos esfuerzos. Y reconozco que alguna luz ya se abría en
mi horizonte...
-¿Vuestra novela...?
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- Bien lo sabes, gañan. Llevaba varios años trabajando en La Galatea, entre 1581 y
1583. La novela pasó la censura el 1 de febrero de 1584, cuatro meses después de que
mi editor, Blas de Robles me pagara 1336 reales por los derechos de autor del
manuscrito. La publiqué en Alcalá de Henares en 1585. Mi editor creía que se vendería, ya
que entonces gustaba el género pastoril, y así fue, aunque modestamente. Yo, por mi
parte, reconozco que falte a mi palabra. La Galatea apareció dividida en seis libros y en
calidad de “primera parte”. Toda mi vida pasé prometiendo su continuación.
-Y entonces, vuelta Sevilla. Comisario real de cereales y aceite. No suena mal el
título si sólo fuera trabajo, pero, señor, creo que a vos tampoco os trajo beneficio.
-Sí, entre 1587 y 1600 me fui a vivir Sevilla. A vivir y a sufrir por esas tierras de
Andalucía: Écija, Espejo, Castro del Río, Córdoba, Cabra, La Rambla... No sé, me cansa
recordar. Yo creía en nuestro rey, en el valor de nuestros hombres y el poder de la
Armada Invencible. Mejor te relato mi entremés El juez de los divorcios: “...con una vara
en las manos, y sobre una mula de alquiler pequeña, seca y maliciosa, sin mozo de mulas
que le acompañe (...); sus alforjitas a las ancas, en la una un cuello y una camisa, y en la
otra su medio queso, y su pan y su bota...”.
-Y, entonces, el desastre...
-Tú lo dices. En agosto de 1588 nuestra Armada Invencible fue deshecha. Y mi vida
entró en otro periodo de desgracia. En 1590 solicité un empleo en las Indias. “Busque por
acá en qué se le haga merced”, me contestaron. En 1592 un corregidor de Écija, so
pretexto de que había vendido trescientas fanegas de trigo sin permiso, me encarceló en
Castro del Río. Apelé y fui liberado. Después fue peor. Fui excomulgado por la Iglesia a
acusa de unos embargos eclesiásticos, y luego me estafó un banquero de Sevilla. Estuve
en la cárcel Real de esa capital tres meses del año 1597. Seguramente entonces empecé
engendrar el Quijote. Te puedo resumir estos años en una frase: “Muchos años ha que es
grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos”.
-¡Ea, ea!, don Miguel, que no diga la posteridad que el mejor escritor que nunca
viera España se dejó vencer por la adversidad, de la que tantas veces fue compañero.
-Si la adversidad me acompañó, no es menos cierto que el destino me premió con
algunas lisonjas literarias, aunque debo decir que “todos aquellos libros son cosas soñadas
y bien escritas para entretenimiento de los ociosos, y no de verdad alguna...”
-¿Es cierto que en 1584 en Madrid, Lope de Vega y vos, señor, estáis en relación
con la compañía de un tal Jerónimo Velázquez?
-Cierto, cachidiablo metomentodo. Lope, por cierto, tenía quince años menos que
yo, y los dos cortejábamos a bellas damas: Lope a Elena de Osorio y yo estaba prendado
de Ana de Rojas. Yo apreciaba a Lope, y nunca traté de entablar lances literarios con él, y
menos con su espada; él, no sé por qué no me soportaba. El poema con el que comienzas
estas palabras mías, tuvo por su parte esta contestación: “Yo no sé, ni sé si eres
Cervantes -me escribió- sólo digo que es Lope Apolo, y tú, brisón de su carroza y puerco
en pie”
Don Miguel de Cervantes Saavedra queda en silencio, postrado no sé si de dolor o
de esfuerzo. Abro un ventanuco de la habitación y veo que el día florece en un hermoso
amanecer, todavía rojizo de la luz del alba. Descorro una pesada cortina de paño azul y
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dejé que la luz natural inunde de vida las ropas del oscuro lecho que ocupa don Miguel.
Todavía estamos solos, pero soy consciente de la premura del tiempo. Debo darme prisa y
terminar esta conversación con mi señor pues necesita preparar ya su alma ante la
llegada de la Parca inevitable a esta casa de la calle del León de Madrid.
-Abrevia, criatura de mi mente. No me atormentes con más preguntas, que si callas
yo sabré decirte aquello que necesitas saber.
-Señor...
-No, no hables, digo. El mundo cambia y los hombres pasan. En septiembre de
1598 muere don Felipe II, y yo escribo en su honra el soneto “Al túmulo del rey Felipe II
en Sevilla”. Entre ese año y 1603 resido en Sevilla, Madrid, Esquivias y Toledo. El mismo
año traslado mi hogar a Valladolid, donde Felipe III había establecido la corte. Me
acompaña mi hija Isabel de Saavedra, huérfana de su madre Ana Franca. Y, en
septiembre de 1604, me conceden el privilegio real para publicar el Quijote. Entonces
¡otra vez la desgracia! es mi horizonte. La noche del 27 de junio de 1605 es herido
mortalmente por un desconocido, ante la puerta de mi casa de Valladolid, en extrañas
circunstancias, el caballero de la Orden de Santiago Gaspar de Ezpeleta. Acudí en su
auxilio, Dios no me perdone si así no lo hiciera, pero a los dos días me detienen junto a mi
familia, es decir, mi mujer, mis hermanas Andrea y Magdalena, Constanza, hija natural de
Andrea, e Isabel, mi hija natural. Todas la mujeres de mi vida, excepto mi madre y Ana,
que ya estaban en la Gloria y se libraron de la afrenta de la gente vulgar que las llamaba,
despectivamente, “las Cervantas”. Estuve sólo un día en la cárcel, pero no me negaron
esa vejación.
-Lloro por vuestra tristeza, señor. Pero la mañana huele a libertad y ya puedo
escuchar los cascos de Rocinante y la parla de don Quijote con Sancho... ¿No es cierto que
pasan ahora por nuestra calle, don Miguel?
-Siempre los oigo, hermano cachidiablo. En efecto, en los primeros días de 1605
acabó de componer se esta novela, en una de las cuatro imprentas que había por
entonces en Madrid, la situada en la calle de Atocha: Con privilegio,/ en Madrid, Por Iuan
de la Cuesta. Mi novela era, básicamente, una invectiva contra los delirantes libros de
caballería. El personaje, don Alonso Quijano, es el fiel reflejo del hidalgo pueblerino de la
época. Con un mediano pasar y un mortal aburrimiento que combate leyendo día y noche
libros de caballería. Y Sancho Panza, te preguntarás; pues Sancho es fiel y contradictorio.
No entiende de idealismo ni de aventuras osadas; él ve la realidad: molinos de viento,
rebaños de ovejas, galeotes, leones en la jaula... y necesita aliviar el hambre de su tripa,
vivir en paz junto a Juana Panza, y, a lo sumo, suspira por una atractiva ínsula de
Barataria.
-Es privilegio de este cachidiablo adelantar el futuro, y os digo, señor, que un gran
poeta inglés, Lord Byron, dirá de vuestra obra: “Es la más triste de todas las historias, y
es más triste porque nos causa risa; justo es su héroe, y todavía va en busca de la justicia
(...) son sus virtudes las que le vuelven loco”.
-Loco no sé, pero viejo... Aunque estos años postreros son los más fructíferos.
Desde 1585 cuando publiqué La Galatea no había publicado otro libro hasta veinte años
después, con esta Primera parte del Quijote. Entonces conocí un cierto éxito al ganarme la
confianza de los editores. En 1613 aparecieron las Novelas ejemplares; en 1614 el Viaje
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del Parnaso; en 1615, tras la publicación del falso Quijote de Avellaneda, la Segunda parte
del Quijote y las Comedias y entremeses; y, en 1617, póstumamente, el Persiles y
Sigismunda. Pero dejemos para otros sabios, bien a mi pesar, lo opinión que les merezca
mis obras, y tu, cachidiablo, con el permiso del Creador me traerás noticias de todo ello.
***
Murió mi señor don Miguel de Cervantes Saavedra el 22 de abril de 1616 en su casa
de la calle del León de Madrid, dos días después de mi conversación con él junto a su
lecho de muerte. Ahora debo recordar, y aclarar, que yo no existo, ni nunca tuve
envoltura carnal ni ánima de espíritu ni otra cosa en mis carnes que no fuera materia de
los sueños de don Miguel; y que con tinta negra estamparon los moldes de la imprenta mi
nombre sobre la página blanca del más grande de sus libros.
Tres días antes de morir, en vísperas de nuestra conversación, le vi escribir unas
emotivas palabras:
“Aquellas coplas antiguas, que fueron en su tiempo celebradas, que comienzan.
Puesto ya el pie en el estribo,
quisiera yo no vivieran tan a pelo en esta mi epístola, porque casi con las mismas palabras
las puedo comenzar, diciendo:
Puesto ya el pie en el estribo,
con las ansias de la muerte,
gran señor, ésta te escribo.
Ayer me dieron la extremaunción, y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias
crecen, las esperanzas menguan, y, con todo eso, llevo la vida sobre el deseo que tengo
de vivir, y quisiera yo ponerle coto (...) Pero si está decretado que la haya de perder,
cúmplase la voluntad de los cielos...”.
Don Miguel de Cervantes Saavedra fue enterrado en el convento de las Trinitarias
Descalzas de la calle de Cantarranas. Puedo atestiguar y así lo afirmo, que ese día todos
los personajes nacidos de su portentosa imaginación rezamos una oración por su descanso
eterno.
Post tenebras, spero lucem
En Burgos, sin fecha cierta
Carlos de la Sierra
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Eloy Luna
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¿Y SI CERVANTES HUBIESE SIDO BURGALÉS?
Supongamos por un momento que la partida de bautismo de Miguel de Cervantes,
en lugar de estar fechada en 9 de octubre de 1547 en la parroquia de Santa María la
Mayor de Alcalá de Henares, partida que hoy día se considera la verdadera, hubiera
estado inscrita en alguna de las parroquias de nuestra ciudad, cualquiera de las que tanto
abundaron en nuestro Burgos en el S. XVI. Si así hubiera sido es seguro que D. Quijote
hubiera hollado terreno burgalés y recorrido caminos cubiertos de encinas, quejigos,
aulagas y brezales pero ausentes de jaras, alcornoques, olivos y laureles. La geografía
manda.
Pero como Cervantes no nació en Burgos, los burgaleses nos hemos tenido que
conformar con homenajear su memoria, con estudiar y analizar su obra, y algunas
personas harto creativas y lúcidas han sido capaces de trascender la considerada su
mayor creación, El Quijote, y hasta añadirle partes, capítulos y versiones, como el Quijote
de Rives, imaginado por Atapuerca, o los guiones teatralizados para la radio de María
Teresa León.
Pese a la gran fama y trascendencia del escritor cervantino hay muy pocos datos en
Burgos sobre su influencia en siglos anteriores al XIX. Hace poco una investigación ha
descubierto que hasta Shakespeare (cuya vida curiosamente tuvo muchas analogías con la
de Cervantes) conocía y había leído el Quijote, y que algunas de las obras de este poeta y
dramaturgo inglés recibieron beneficiosas influencias del estilo y composición de esta
obra. No tenemos en Burgos noticias de tanto alcance ni de la posible influencia en otros
autores, ni conocemos si en alguna de sus imprentas se compuso la obra cervantina. Lo
que sí sabemos es que en algunas de las bibliotecas burgalesas de otros siglos se contaba
con su obra, como en la del canónigo Juan Cantón Salazar, pero poco más podemos decir.
Para ver claramente el ascendiente Cervantino hay que llegar al s. XIX y gran parte de
lapasión que se despertó entonces tuvo mucho que ver con la tercera parte que escribió el
bachiller Avellanado, como se hizo llamar Rives, escritor completamente fascinado por El
Quijote, al que ya nos hemos referido.
En 1878, algunos actos religiosos y veladas literarias conmemoraban a Cervantes y
su obra, pero no fue hasta 1905, con motivo del tercer centenario de la publicación del
Quijote, cuando se desata en Burgos la pasión por el escritor y se suceden los actos
culturales en su nombre. Tanta actividad alcanzó a la denominada Sociedad Cervantes
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(fundada en 1903) y sus actuaciones teatrales, como queda reflejado en el periódico local
de la época El Papamoscas.
En este año, rico en eventos (porque también fue el año del eclipse solar) la
colocación de un busto del escritor en el Paseo de la Isla fue uno de los actos
principalescelebrados para esta ocasión. Este busto, copia de uno hecho por el catalán
Rosend Nobas el año 1871 y presentado en la Expo Universal de Viena en 1873, se hizo
así a instancias de Isidro Gil, fue fundido en la casa Masriera de Barcelona, y se cuidó
minuciosamente hasta del monolito donde iba a ir colocada la cabeza de Cervantes porque
fue un diseño de Saturnino Martínez.
Al día siguiente de la inauguración del busto tuvo lugar en el Teatro Principal un
homenaje al escritor, y también en esta ocasión fue Isidro Gil quién proyectó los
decorados del escenario, y el escultor Fernando Hernando, formado en la Academia de
Dibujo del Consulado, fue el encargado de la realización de unos bustos de arcilla de
Cervantes, D. Quijote y Sancho, que acompañaron el teatro. Guillermo Roca, profesor del
Instituto, realizó el diseño de un estandarte que se exhibió en todos estos actos. Todas
estas obras fueron muy alabadas, según los diarios de la época como El Papamoscas que
ya hemos mencionado, y por estas fechas fueron pródigos en publicaciones en honor del
escritor complutense.
El nueve de mayo de este mismo año se celebraron unas solemnes exequias en la
catedral por el alma de Miguel de Cervantes, como se recoge en el libro de los Maestros
de Ceremonias, y se contó con la asistencia de todas las autoridades eclesiásticas, civiles
y militares del momento. Hubo oración fúnebre y un elogio del autor del Quijote
pronunciado por el canónigo magistral Ángel Marquina Corrales.
El centenario de 1905 potenció además la edición de obras del Quijote, de las que
se repartieron 1.000 ejemplares entre los escolares. La editorial Hijos de Santiago
Rodríguez, alentada además por la Órdenes del Ministerio de Instrucción Pública que
invitaba a leer el Quijote en las escuelas, publicó diversas obras para acercar a Cervantes
al público infantil y juvenil. Esta editorial aprovechó el buen hacer de especialistas
burgaleses y foráneos que redactaron y adaptaron los textos y los ilustraron. Uno de los
libros más conocidos publicado en el primer tercio del s. XX fue el de Martín Domínguez
Berrueta con dibujos de Evaristo Barrio. “Las Historias de Don Quijote”.
También Fortunato Julián dedicó muchos dibujos a las páginas de distintas
ediciones de la obra y otros numerosos artistas hicieron lo propio.
Las conmemoraciones Cervantinas se sucedieron en Burgos en el primer cuarto de
siglo y ya en el año de 1916, con motivo del III centenario de la muerte del escritor,
Federico Cepeda, pintor sordomudo que tuvo cierta proyección en Madrid, realizó una
escenografía cervantina que fue muy celebrada.
Los temas del mundo quijotesco tuvieron también amplia difusión en las
Exposiciones Nacionales, en una de ellas participó Marceliano Santamaría con su obra “El
entierro del pastor Crisóstomo” y fue testigo de la seducción que generaba esta temática
en los autores y creadores del momento
Podríamos seguir enumerando en el S. XX y en el XXI a todos aquellos que
quedaron prendados de la obra de Cervantes y se acercaron y siguen aproximándose con
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diferentes visiones e interpretaciones a su mundo novelado, y como el escritor sigue
presente centenario tras centenario en todos los actos y homenajes que se prodigan.
Todavía Cervantes y su obra son objeto de continuo estudio e inspiración, su genio sigue
vivo y no está dicha aún la última palabra.
Esther Pardiñas
Bibliografía:
Libro de los Maestros de Ceremonias ACB
Diarios El Papamoscas (1905), Diario de Burgos (1905)
Don Quijote en la catedral. Catálogo de la Exposición 28 de octubre a 4 de diciembre de 2005. (René Jesús Payo, Juan Carlos Estébanez,
Eduardo Munguía)
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Vieja sabia
La casa rural resultaba agradable;
los muros anchos aseguraban paz y
tranquilidad, el escudo de armas, el
musgo en las piedras, la puerta doble...
Casi podía ver al señor de la casa a
caballo y espada en mano dirigiéndose a
una cruzada.
Yo estaba de paso, sólo había
parado a comer y esa tarde llegaría a mi
casa después de unos días de trabajo
agotador. Era un poco temprano, así que
decidí tomarme un verdejo en la sala de
lectura mientras se hacía la hora de
comer. La sala era sobria y fría pero muy
luminosa, con unos estantes combados
por el peso de los libros.
Al fondo de la estancia brillaba el
fuego de una chimenea. Me acerqué
hasta allí para descubrir que no estaba
sólo. Una anciana descansaba en un
butacón con la mirada perdida en las
llamas. Me senté en el otro butacón,
frente a ella, y con el verdejo en las
manos le dí las buenas tardes. Alzó la
cara. Unos ojos azules, que conocían el
peso del mundo, me miraron, me
desnudaron, diseccionaron mi alma y
volvieron a juntar los cachitos de mi vida.
Titubeé. Mis labios temblaron y la copa de
verdejo casi se me cae al suelo. Ante mis
gestos la anciana sonrió y el fuego se
avivó por un segundo, la sala tomó
calidez y los libros recobraron parte del
brillo perdido. No recuerdo lo que me
dijo, pero su voz, profunda y femenina
aún, llenó la estancia como si fuesen las
propias piedras y las maderas del suelo
las que hablasen.
La historia de su vida era la
historia del mundo, la eterna lucha
contada a través de unos labios
ligeramente carnosos y una lengua vivaz
que articulaba los ecos de una savia vieja
paseando por los recuerdos de aquella
vieja sabia. Sus ojos no soltaban los
míos, salvo algún momento en los que
me permitían observar detalles como las
ondas de una melena blanca y fuerte,
una falda de paño marrón que cubría
unas piernas cansadas de haber recorrido
medio mundo acompañada del amor de
su vida, el jersey de lana crudo o el chal
en tonos ocres.
Me habló del árbol al que se subía
de niña cuando se enfadaba con su
hermana, de los abrazos de su madre
cuando por las noches tenía aquellas
pesadillas en las que se perdía en el
hayedo que había detrás de la casa, de
cómo le gustaba pasear del brazo de su
marido y que todos les viesen y también
de los hijos que nunca llegaron. Mientras
me susurraba los secretos de su reciente
soledad yo la comparaba con la mía, las
historias de sus viajes eran el reflejo de
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mis proyectos y en el recuerdo del amor
a su marido descubrí mis propios sueños.
En un momento dado sus manos
cubrieron las mías. Eran unas manos
firmes, sin los tembleques propios de su
edad. Se acercó a mí para darme un
abrazo y un aroma a canela y vainilla
absorbió mi propio olor. No sé quién
abrazó a quién, ni de quién partió el
consuelo, ni a quién le llegó. Cuando
abandonó la habitación me escocían los
ojos, la copa de verdejo estaba vacía y
yo, de alguna forma, lleno.
Durante el viaje de vuelta el móvil
no dejó de sonar, mi vida me reclamaba
de nuevo. Sin darme cuenta me habían
dado las once de la noche y no había
podido ni quitarme los zapatos. Me
desnudé, me metí en la cama y así, a
solas, con la luz apagada, cuando el
mundo parecía que iba a volver a
engullirme con su ritmo frenético, un olor
a canela y vainilla pareció emanar de mis
propias sábanas acunándome. Una
sonrisa cruzó mi rostro y una sensación
de paz me envolvió.
No había vuelto a tener esa
sensación desde que abandoné el
orfanato.
Sergio Ribote García, el Contador de
Historias
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Solicitud de suicidio
Entró en la página web del Ministerio de Muertes Voluntarias, y se fue al apartado
de solicitud de suicidio. Rellenó todos los datos que le pedían las diferentes casillas.
Cuando acabó pulsó enviar. A las dos semanas, recibió la respuesta por correo
electrónico: habían aprobado su solicitud. Aquella misma tarde se ahorcó en la soledad de
su apartamento. Al día siguiente, funcionarios del gobierno pasaron a recoger el cadáver.
El primer día de las rebajas
Era el primer día de las rebajas, y en la calle se apelotonaba la gente a la espera de
que abriesen las puertas de aquellos grandes almacenes. Cuando lo hicieron, decenas de
personas entraron en tromba en busca de alguna prenda económica, de cualquier ganga
que pudieran encontrar. Lo que ninguno se esperaba era que varios individuos vestidos de
indios los recibiesen a flechazos, con lo cual, bastantes cayeron muertos o heridos y
cundió el pánico. Todos huyeron despavoridos, pero entonces, otros tantos individuos
vestidos de vikingos, aparecieron de detrás de los mostradores armados con hachas y
escudos, salieron en su persecución y mataron a hachazos a todos cuantos dieron alcance.
A todo esto, un tipo de aspecto estrafalario y de lacia melena —la cual asomaba bajo su
visera—, con un megáfono en la mano, gritaba a un par de cámaras que estaban sentados
en unas sillas altísimas ubicadas en sendos rincones: “Rodadlo todo, que no se os escape
ni un detalle, este spot va a ser un bombazo y más lo va a ser nuestro eslogan:
“Almacenes Tiffany’s, morirás por comprar en ellos”.
Enrique Angulo Moya
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La gárgola
La señora Emma Laurie vivía en el
número ocho de Park Lane, una calleja
tortuosa y, a menudo, embarrada, que,
desde el otoño a la primavera, había que
atravesar apoyándose con firmeza en
unas cuantas baldosas que el señor
Laurie había dejado caer años antes, aquí
y allá, bajo la sombría protección del
alero de la casa, hasta poder cruzar a la
calle principal asfaltada por el
ayuntamiento. La anciana señora bajaba
por la callejita cada día para hacer la
compra tambaleándose bajo el peso de
una gárgola, que aleteaba, exactamente
del mismo modo que los buitres, para
mantener el equilibrio sobre su hombro
huesudo. Aunque arrastraba un
deshilachado bolsón de cuadros
escoceses en la otra mano para
compensar el trabajo del brazo izquierdo,
de hecho, se la veía tan claramente
arqueada y torcida desde la cadera a la
cabecita gris, caminando a pasos tan
lentos y forzados con sus diminutos pies
enfundados en las mullidas zapatillas
negras, que resultaba imposible no
imaginarla como una interrogación
ambulante.
El señor Laurie acostumbraba a
realizar frecuentes viajes, que lo alejaban
de la casa por un día o dos. Regresaba
cargado de yogures. Siempre vestía
chaleco y una chaqueta de pana de estilo
cazador. Le agradaba particularmente el
color rojo, sobre todo desde que vio unos
rasguños algo profundos que la gárgola le
había provocado a Emma en la clavícula
al aferrarse para no resbalar, en aquellos
tiempos en que todavía vacilaba,
inestable, sobre su espalda. Pintó la
puerta de la casa del mismo tono; luego
le colgó un llamador en forma de garra
de águila que sostenía una pelota.
La gárgola solía imponer su opinión
sobre cualquier asunto que considerara
que afectaba a los defectos y las
obligaciones de Emma. Le chiflaba
expresarse como una antigua institutriz
decimonónica, con una dulzura maternal
machacona y terca; sin embargo, la
señora Laurie la obedecía con tal
humildad que se transparentaba su
terror. Nadie en el pueblo daba crédito a
su paciencia, o su resignación, con el
vejestorio emplumado, impertinente y
grosero, hasta que unas amigas fueron
testigos de las razones de su sumisión
durante una merienda. Deseaban
celebrar esplendorosamente el
cumpleaños de la más joven en una
adorable –y carísima– casa de té a las
afueras del pueblo, entre jardines de
rosales amarillos y hortensias
reventonas. Se sentaron, muy
ceremoniosas, charlando como palomas
que zurean en el mes de mayo, en una
mesa cubierta por manteles de bordado
Richelieu y tazas de porcelana miniadas
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de oro. Las camareras sirvieron pastelitos
de crema coronados por petunias de
mazapán: los pastelitos que se le
aparecían a la señora Laurie en sus
ensoñaciones sobre el paraíso. Como
eslógico, alargó unos dedos ávidos hacia
la bandeja.
—No deberías hacer eso, querida
—chistó, rápida y autoritaria, la gárgola.
—¿Tú crees? Tienen una pinta
estupenda... sólo comeré uno. Uno
pequeño –ofreció esperanzadamente la
señora Laurie.
—Sinceramente, las dos sabemos
que tú sabes que no te conviene y que te
subirá el azúcar —siseó un final
escandalosamente amenazador.
—Si son casi nada... —susurró la
anciana—. ¿Y qué va a decir Marie, que
me ha invitado? Si no como ni uno, se va
a creer que se ha gastado el dinero en
balde.
—Sabes que no debes hacerlo; no
podrás detenerte después del primero,
eres débil y te pondrás como una cerda
delante de todas tus amigas... Emma,
que nos conocemos... —ahora el tono
malévolo le babeó por el pico, torcido con
una sonrisa maloliente.
—Pues me apetece —se opuso,
chulesca, la señora Laurie, y con una
hábil maniobra se zampó el pastelito.
—¡Estúpida! ¡Glotona! ¡Todos te
miran pasmados de que puedas estar tan
gorda, y aún comes más! ¡No eres capaz
de seguir ni una sola de tus propias
reglas! —explotó la gárgola; de pura
rabia comenzó a arrancar mechones
enteros de la cabellera rizada de la
señora Laurie y siguió gritándole y
humillándola en público, mientras le
arreaba picotazo tras picotazo, hasta que
la pobre mujer, envuelta en llantos e
hipidos, corrió al baño a vomitar los
tristes restos del pastel y después
escapó, casi asfixiada de vergüenza, del
local, dejando a sus amigas perplejas.
Nadie, ni de sus próximos ni de
sus conocidos, volvió a mencionar el
incidente. La venganza de la gárgola
furiosa se perpetuaba días y días en la
soledad de la cocina. “Limpia eso, sucia”.
“Sí”, obedecía la señora Laurie con un
hilillo de voz. “Nadie te soporta, puerca,
zampona, torpe; menudo espectáculo
diste; no volverán a llamarte”. “No”,
respondía entre lágrimas la señora
Laurie, suplicando para sus adentros que
la terrible perseguidora se calmara y
descansase. Durante las reprimendas
infinitas, sentía que iba a estallar de
pánico, cuando el agrio sonsonete
indesmayable se explayaba hora tras
hora en sus insultos, sus órdenes y sus
premoniciones de desastres. La oronda
gárgola conocía y llevaba el recuento de
cada uno de sus errores pasados; nada la
complacía tanto como “desenrollar el
rollo” y cantarle las letanías.
Pero otras veces, curiosamente,
podía transformarse en una amable
compañera, que piaba blandísimos
consuelos en su oído, halagándola con su
sabiduría y su incomparable memoria —
ambas, muy útiles para la señora Laurie,
quien, desde su infancia, se había
portado como una chiquilla olvidadiza y
poco observadora. Además, la había
salvado de algunos peligros... sí, estaba
muy segura de que, sin su avispada
gárgola, no habría podido adivinar las
intenciones ocultas y resbaladizas de
mucha gente que la había odiado o
engañado. Incluso, la embargaba un
orgullo goloso al verla esponjar las
longuilíneas plumas irisadas de turquesa
y gris, estirar el pescuezo y gorjear con el
pico entreabierto como un pollito, cuando
paseaban juntas al atardecer y se
arrullaban con novedades la una a la
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otra. ¡Ah...! ¡Qué felicidad compartir esos
cotilleos, para anticiparse a los envidiosos
y a los tontos! La señora Laurie casi
nunca se daba cuenta de los
pensamientos ajenos, pero la gárgola...
¡la gárgola era muy lista! A pesar de que
Emma estaba acostumbrada a que ni una
de las circunstancias de su existencia
quedara a salvo de la inquina y la
agudeza del pájaro, había un detalle en el
que aún le molestaba que hurgase con
sus discursos: el señor Miller. El señor
Miller ocupaba una pequeña parte entre
sus posesiones: concretamente, el
interior de una caja rectangular decorada
con espejuelos y bordaduras indias; pero
en sus pensamientos llenaba varios
armarios roperos y se extendía a lo largo
de infinitos tapices que destilaban figuras
enigmáticas en sus sueños. El señor
Miller y la señora Laurie se habían
conocido cuando la gárgola, más
jovencita y menos tripuda, le permitía a
Emma caminar erguida, inclinando sólo el
cuello y balanceando ligeramente una
cadera para compensar: estas cualidades,
junto a su corto cabello rubio, le daban,
en aquel tiempo, un porte encantador y
especial. Emma enloqueció de amor por
el señor Miller, pero nunca se lo confesó,
excepto con miradas ardientes. Él era
también demasiado tímido, aunque
detallista y amable; no se decidía a robar
el beso que ella ansiaba fuera robado.
¿Por qué Emma no se percató de eso?
¿Por qué nunca tomó la iniciativa, en uno
de aquellos días azules entre los
manzanos? ¿Por qué, a pesar de que se
estuvieron viendo con cierta regularidad
durante diez años, y carteándose treinta
y dos, no se atrevió a sincerarse alguna
vez acerca de sus intensos y jamás
olvidados sentimientos? Como
sentenciaba de tanto en tanto la gárgola,
despiojándose su plumaje de pavo real
displicentemente (y en esto Emma
coincidía con fervor), el señor Miller debía
hacerlo primero y debía haberlo hecho en
su momento. ¿Acaso no parecía que él le
daba indicios, y acaso ella no le respondió
con señales clarísimas? Si no las había
tomado en cuenta, debía de ser porque
Emma estaba amargamente equivocada
en sus intuiciones, o bien —este
pensamiento la obsesionaba y le
escocía— porque no merecía retribución
similar; por tanto, la gárgola y ella
concluyeron que convenía más, para la
seguridad de su corazón, permanecer a la
espera, en un penumbroso silencio
infestado de palabras podridas. Ni el beso
ni la declaración de amor se produjeron
jamás. Por otra parte, después ya no
hubiera sido decoroso, a causa del señor
Laurie, que precisamente entraba por la
puerta en ese instante, cargado de
berenjenas. El señor Laurie había sido un
novio fiable y un buen esposo. Incluso,
un esposo ejemplar. No discutían,
prácticamente. Pasaba las mañanas en su
despacho, sin molestar, y comía sin
escupir fragmentos alimenticios. En
conjunto, Emma experimentaba gratitud
por su vida en común: una vida tranquila,
con pocas expectativas, pero muy
manejable. Si de tarde en tarde dejaba
que sensuales monstruos con el rostro
del señor Miller asaltaran sus pesadillas,
la cruel gárgola los reprimía con prolijos
sermones y picotazos que le quitaban las
ganas de repetir.
El señor Laurie murió un invierno
lluvioso, en que la calle, delante de la
puerta pintada de rojo, se había
convertido en un cenagal. Hubo que
llevarlo chapoteando a enterrar en el
estrecho cementerio, que, por suerte, se
encontraba a distancia de un relajado
paseo de Park Lane; su esposa se
encargó de saturar la losa con ramos de
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flores rojas —pero de plástico, porque se
habían inundado las carreteras con el
chaparrón y la florista sólo consiguió
aparcar su furgoneta tres días más tarde.
Por entonces, la gárgola le dio a Emma
un respirete: se apoderó de ella un alivio
brutal. Vació la nevera. Descubrió un nido
de ratones en el semisótano y los
exterminó. El enlucido de las paredes del
exterior había ido descascarillándose de
modo casi imperceptible durante una
década, hasta que se asomaron jirones
de la madera original; contrató un
operario barato que, raspando, raspando,
las desnudó de porquería. Ahora pensaba
a menudo en su marido: si sería feliz o si
sufriría con el viento frío de marzo,
tumbado en su caja. Soñó que él y el
señor Miller habían ido de pesca y traían
enganchadas en las cañas las piernas
ortopédicas de ella: el sobresalto la
despertó mientras se palpaba las canillas,
por si acaso.
Estaba limpiando el polvo del
taquillón cuando la ahogaron
pensamientos confusos sobre el más allá.
La gárgola estaba dormida, apoyada en
una pata, y roncaba por los orificios
nasales del pico como un gigantesco
periquito deforme. Notó que ya le iban
doliendo a punzadas los riñones y los
codos; incluso, le hormigueaba el callo
que se le había formado en el hueso que
servía a la gárgola de percha. Se sentía
vieja, pero sin desarrollar, como una
bellota verde vacía que se arruga y
golpea el suelo del bosque... Al concluir
su tarea, todavía sin soltar el trapo, se
dejó caer lentamente en una silla.
—Estoy cansada —declaró al
silencio.
En el pueblo, los meses de verano
sucedieron a los anteriores del modo
correcto, en un orden natural no
aleatorio. Emma agonizaba a solas,
arropada en su cama, en tanto la gárgola
se estaba columpiando, incómoda, en las
volutas metálicas del cabecero.
—Me muero, cariño —murmuró la
señora Laurie, aferrando el embozo de la
sábana; sus manos y sus pies se habían
convertido en sarmientos—. Esto es el
final de todo, me doy cuenta... —rompió
a sollozar desesperadamente, buscando
en el pájaro una pizca de consuelo—.
Dios mío... ¿hay algo más después?
—Para ti, nada —gruñó la gárgola,
seca, atusándose el plumaje en
persecución de un piojo; sus iris amarillos
contemplaron fijamente los ojos muy
abiertos, espantados, de la anciana, que
expiraba sin ruido, con un leve gesto de
dolor.
Las amigas íntimas se hicieron
cargo del entierro, que no fue muy
concurrido, pero tampoco solitario: una
despedida razonable de aquellas que la
amaban. La gárgola siguió costeando
cada mes la tasa del agua y las basuras;
abandonó el pago de la electricidad,
porque se le cansaba mucho la vista,
después de tanto trabajo duro de
madrugada aleccionando a la tozuda de
Emma, y ya sólo soportaba acomodarla a
la suave luz diurna del sol tras las
cortinas; por otro lado, no tenía intención
ninguna de gastar en calefacción: su
plumaje la calentaba de maravilla y, si la
noche quería presentarse muy áspera,
sobraban en la casa suficientes mantas y
edredones entre los que acurrucarse.
Ocasionalmente, escribía postales
anodinas al señor Miller y renovaba las
flores rojas en la tumba de mármol del
señor Laurie. Dado que no necesitaba
usar el camino embarrado para salir a
hacer la compra —con un aleteo
torparrón alcanzaba enseguida la calle
principal—, las baldosas resquebrajadas
sucumbieron lentamente a los barrizales
de primavera, hasta que el número ocho
de Park Lane quedó aislado del mundo
por tierra, convertido en una isla
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misteriosa entre la niebla invernal, en un
extraño y triste Avalon.
Tras el fallecimiento de la señora
Laurie, se pudo comprobar que el
monstruo azulado que había pasado años
oprimiendo y espachurrando aquel
cuerpecillo femenino era el auténtico ser
vivo, pensante, y que la anciana no había
sido más que su poste, su andador, su
taca-taca.
Mercedes García Rega
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La vida que te espera
Si alguien llama a la puerta,
métete debajo de esta trampilla, y las
palabras de tu madre sonaban a
testamento de película, las pestañas
amañadas, el mentón absorbido por la
centrifugadora de los problemas.
Cenabais en silencio. El sonido de
los tenedores se estrellaba contra la
mudez del aire, los espaguetis sosos en
demasía, el tomate triturado por el
pasapurés de los contratiempos. Ni
siquiera encendíais la televisión. Las
noticias, absurdas, coaguladas en una
división geográfica de las antípodas,
brotaban de una radio expuesta al polvo
en un rincón del comedor. La
contundencia de los hábitos permanecía
en su sitio, la masticación pausada, el
agua de los vasos limpia como la
naturaleza de vuestras almas. Oías a la
criada fregar los cacharros, colocarlos en
el escurreplatos, cerrar la bolsa de la
basura y comprobar la espita del gas.
Todo era idéntico, amorfo,
penetrantemente negro alrededor de la
noche. La confianza se enturbiaba a
marchas forzadas. Al cabo, observabas la
valentía del mastín por la ventana. No
ladraba, no se movía, atento a los
deslices peligrosos de los enemigos. Veías
su morro paralizado en la caseta, los
belfos encharcados con la untuosidad de
siempre, las patas delanteras poderosas
como el trueno bajo la anchura del pecho.
El orden natural de las cosas reinaba en
torno al caparazón de la sinrazón que
llegaría, antes o después, en forma de
compromisos ineluctables. Al final subías
a la planta de arriba y una línea de luz se
colaba por debajo de la rendija de la
puerta de tu madre. La imaginabas
sentada en su tocador, ensimismada con
el grosor de las arrugas en su faz de
alabastro, tocando la piel que envejecía a
toda pastilla en la esbeltez de su cuello.
Solo llevaba viuda dos semanas, pero
parecía que las desgracias, empecinadas,
contantes y sonantes, se extendían por el
horizonte con afán de mancha petrolífera.
Papá no viene hoy a comer, y la
sopa de pescado humeaba con olor a
congrio delantero, las espinas separadas
por la valía de su mano, el sabor
inigualable.
En realidad él no iba a casa casi
nunca, el preámbulo de las excusas
explotado hasta la saciedad, las llamadas
de teléfono exiguas. Tus padres se
trataban macerados en una educación
decimonónica, pero las rencillas se
quedaban en el pasillo, inertes,
acentuadas sin ardor, a la espera del
advenimiento de un mesías que
apuntalara los pilotes de la relación. Ni
siquiera los domingos, tras el paripé de la
misa, entrabais en el porche con la cerviz
alta. Siempre había que mirar hacia
atrás, por si las moscas, por si los
hombres de las familias rivales oteaban el
contorno, por si un gato negro decapitado
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llegaba volando hasta estamparse en la
verja del jardín en señal de mal fario. Te
acostumbraste a la ausencia paterna. De
todos modos en la infancia, dentro del
mundo de las hadas y de los monstruos,
dibujaste un refugio donde él resolvía
contigo los jeroglíficos del devenir. Se le
veía pletórico, seguro de sí mismo,
consciente de la importancia de haber
consolidado, con gran esfuerzo, los
cimientos de la familia. Soñabas con él a
menudo. Corríais juntos por las pistas de
atletismo de las afueras de la ciudad, en
dos calles paralelas, con el jadeo de los
galgos en el repiqueteo de las bocas.
Luego el lazo del sudor os unía y la
calidad del vínculo, sagrada, azuzaba el
ronroneo de las risas. Allí también
existían las precauciones, los ojeos
continuos por si acaso, la puerta de
acceso a las instalaciones vigilada por tus
primos segundos. Te despertabas con el
agua hasta el cuello y las sábanas,
empapadas, amarraban la perfidia de las
pesadillas al eslabón de las caricaturas.
Papá no puede venir a la fiesta de
tu cumpleaños, y la interrogación de los
porqués se embarraba con la nata de la
tarta, la desazón engurruñada sobre las
flores malvas de las glicinias, el jaleo de
los compañeros de la clase estentóreo.
La costumbre se hizo ley con el
desfile irremediable de los años. Ya no te
sorprendías con la lista infinita de los
pretextos. Al principio los anotabas en el
cuaderno de tu mente, pero después la
tarea terminó por aburrirte. Tu madre
esbozaba una cara de circunstancias
repetidas y tú ya intuías de sobra lo que
ocurría. Así se pasaron los semestres
ágiles de la puericia y los bienios
descabellados de la adolescencia. Cuando
tu ser, zarandeado por el varapalo de las
hormonas, pero recto como un mástil de
velero, estaba a punto de ingresar en la
universidad, lo mataron. Apareció en una
cuneta, desnudo, con un tiro en el
corazón y cuatro tornillos de rosca
clavados en la frente. En la prensa
amarilla se habló de ritual, de ajuste de
cuentas y de venganza infernal entre
bandas rivales. Un par de periodistas de
trajes mediocres intentaron colarse en el
funeral, pero fueron neutralizados con
rapidez por tus primos segundos. Querían
carnaza fresca para los titulares de los
sucesos, sangre fácil internada entre la
reja de los renglones, lujuria aspaventosa
de una innominada secta demoniaca.
Tres días duraron las noticias ostentosas
acerca del asesinato del gran jefe.
Después los gacetilleros se olvidaron
porque un tren de pasajeros descarriló en
una curva de la provincia, los catorce
muertos elevados a los altares, los cien
heridos entrevistados con micrófonos
minúsculos. A partir de su desaparición,
dejaste de pensar en él, en sus regalos
navideños envueltos con papeles
fosforescentes y en sus cheques enviados
con remites falsos. Se desvaneció,
brumoso, parcamente cariñoso,
empaquetado en una caja sobre la que
cayeron terrones de arcilla mojada por
las lágrimas de tu madre.
La abuela quiere hablar contigo, y
las sílabas impepinables de la orden
estremecían la paz del hogar, la cita
ineludible, la matriarca aposentada en un
trono de reina indiscutible.
Fuiste a verla un viernes por la
mañana, las clases paralizadas por el
sindicato de estudiantes anarquistas, el
ocio inabarcable. Dispersos por la
entrada, suspicaces, iguales que raposos
hambrientos, tus primos segundos
alzaron las cejas en señal de
reconocimiento. Eran cinco. Habían
nacido seguidos, año tras año, como si la
santa de su progenitora hubiera echado
la cuenta de la vieja adrede. Todos eran
hombres de pelo en pecho, la frente
pronunciada, el reverso de las manos
presto para clavarse en la pistolera del
sobaco. Apechugaban en sus espaldas
con docenas de fiambres y el fanal de su
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reputación aviesa resplandecía a lo largo
y ancho del país. Su especialidad
consistía en colgar a los elegidos. Primero
se refocilaban con la tortura y luego, de
propina, concentrados en una costumbre
de herencias remotas, ataban la soga
alrededor del pescuezo de sus víctimas y
los guindaban en cualquier puente de la
ciudad. Nunca dudaban. No les importaba
la edad, el género o la condición social de
quien era señalado. Obedecían sin
preguntas, con fidelidad de lacayos,
dispuestos a todo con tal de preservar
intacto el honor de la familia. Iban a la
cárcel de vez en cuando, por poco
tiempo, hasta que los abogados
conseguían una fianza moderada o un
pacto de caballeros entre las partes.
Acicalados, con la pelambrera siempre
corta, enfundados en trajes hechos a
medida, miraban las cosas con ojos de
jabalí herido. No esnifaban cocaína ni
bebían a discreción. Solo, a veces, si la
celebración lo requería, acababan la
parranda en el burdel más caro de la
comarca y desfogaban su ímpetu con
prudencia de seminaristas. Pagaban a
tocateja y no se obstinaban en humillar la
simpatía de las prostitutas. Se les
apreciaba porque eran buenos chicos,
limpios, afables, justicieros, y sobre todo
leales contra la marejada de las
complicaciones.
Cómo te pareces a tu padre, y en
los surcos de las ojeras se afincaban
decenios de lucha feroz, las manos
sarmentosas, la elegancia innata en
medio de la vorágine de las decisiones
imprescindibles.
No conocías a tu abuela en
profundidad. Se oían tantas cosas de ella
que te costaba trabajo discernir qué era
fidedigno y qué pertenecía al universo de
la faramalla. Vivía en un mundo oclusivo,
en una suerte de burbuja de aire
insuflado en la época de la guerra que
asoló el país en la década de los
cuarenta. El moño de su cabeza reinaba
glorioso y sempiterno en un salón repleto
de recuerdos. Los retratos de su marido,
de su padre, de su abuelo y de su
bisabuelo conferían a la habitación una
solemnidad de eucaristía. Solo faltaba el
de tu padre que seguramente estaría
siendo ultimado por un pintor de
renombre nacional. La blancura de su piel
te hizo pensar en una alevilla, en una de
esas mariposas tan similares a las de los
gusanos de seda. Era difícil imaginar que
existiera una albura equivalente, la
pureza extraordinaria, los poros hialinos.
Pronunciaba las palabras con soltura,
perita en encarrilar personalidades
oblicuas, empeñada en mantener el
cogollo de la familia unido como un ovillo
de lana. Jamás había que interrumpirla.
El respeto, absoluto, lacado por el lustre
de la experiencia, primaba por encima de
la severidad. Antes de expresarse,
carraspeaba y se deleitaba con una
modulación de profesora jubilada. Sin
embargo, contigo fue escueta. Lo tenía
bien pensado, las reflexiones enrocadas
en el luto por su hijo occiso, los puntos
sobre las íes imborrables. Te mandó
sentar a su lado, cerca de la exactitud de
las cutículas de sus uñas, afanada en
atajar los chismes que aireaban la falta
de dirección en la familia tras la
eliminación cruenta de tu padre.
Eres la persona adecuada para
regir el futuro de nuestra estirpe, y la
gravedad del discurso se trenzaba con las
vetas violetas de sus iris, las ventajas
pulidas, los inconvenientes adocenados
en el rincón más telarañoso del desván.
Entonces aguardó tu reacción, las
pupilas imponentes, la barbilla afilada
como la moharra de una alabarda.
Apartaste la mirada y la posaste en las
figuras humanas que aparecían detrás de
los visillos. Allí estaban tus primos
segundos, con la conciencia tranquila en
el fondo de su honra. Uno de ellos, el
más pinturero, hacía malabarismos con
una pelota de trapo del tamaño de una
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manzana. El tiempo libre, eterno,
longitudinal, se recortaba delante de su
animosidad y los demás le jaleaban sin
dejar de vigilar, tercos como mulas, las
inmediaciones del territorio. Imaginaste
tu vida pegada a su presencia, la
cordialidad pegajosa, los pasos celados
con brío de sombras simiescas. Se
transformarían en los guardianes de tu
silueta, siempre contiguos, con la
sospecha encadenada a cada una de tus
apetencias. Aparecerían en la puerta
antes de que el sol brotara en la línea de
los tejados. Las barbas, rasuradas con
esmero, hincarían la sonrisa maquiavélica
en el helor de la madrugada. Esperarían
las órdenes del día, los itinerarios
modificados a última hora, el recelo
mastodóntico. Masticarías los canelones
rellenos de carne picada con una
sensación de microscopio y la mandíbula,
rítmica, se engolosinaría de hartura.
Confundirías sus nombres de pila, los de
sus esposas y los de sus hijos. Las
pesadillas se tornarían alambicadas,
desnortadas, presagios de un porvenir
trufado de responsabilidades orondas.
Sonreirían al abrirte la puerta del coche
blindado, al cederte el paso en los
ascensores del edificio de oficinas del
centro y al traerte un café con leche del
bar de la esquina. Serían los hermanos
que no tuviste, una especie de quintillizos
jamás enlazados en el corro de las
patatas. Sus rasgos faciales se erguirían
multiplicados por los espejos de la vida
mientras las metralletas, cargadas y
engrasadas, añorarían el aprieto de los
gatillos en el maletero de sus dos
camionetas de cristales tintados.
Tengo muchos proyectos para este
año, y en el tono de la abuela se percibía
un dejo de reciedumbre escandalosa, el
broche de la camisa discreto, la angustia
cercenada en su existencia de
nonagenaria.
Cerrarse en banda a asumir la
dirección de los asuntos de la familia,
sería considerado un delito de alta
traición. Ni siquiera habría un juicio justo,
los abogados decapitados, la sentencia
firme. Tu madre, lacerada en lo más
hondo de su ser, te quitaría el saludo,
cambiaría el gesto al encontrarte por la
calle y escupiría sobre los charcos por
tener que cargar con el oprobio de
haberte engendrado. Solo restaría la
posibilidad de irte de matute del país,
huir de los tuyos y correr por el mundo
en vano con el apellido de tu padre
incrustado en las espaldas. Acabarías en
los suburbios de un barrio marginal,
insistiendo en la precariedad pulcra de tu
inocencia. No habría descanso porque la
familia no olvidaría. Te perseguirían para
lavar la afrenta de la defección, la
superficie de las penitencias áspera, el
hocico de los sabuesos obsesionado. Los
pensamientos se agolpaban en tu seso
con rotundidad de avalancha y el tictac
de un reloj de cuco marcaba el desarraigo
de la negación. Los tablones de las dudas
crujían por doquiera en tu fuero interno.
La abuela tocó una campanilla de sonido
arcaico y de inmediato apareció una
doméstica embutida en un uniforme de
épocas pretéritas. La mujer depositó una
bandeja con dos copas enanas llenas de
un licor de cereza sobre una mesa
auxiliar y desapareció rauda como una
anguila. Los semblantes de los
antepasados convirtieron el brindis en
una apología del ultimátum, los
tratamientos endomingados, el
pimpampum de las consecuencias
irreversible.
Por ti, por la vida que te espera, y
los engorros vagabundeaban por encima
de los caireles de la lámpara del techo, el
piano tapado con una funda de
terciopelo, el mazo de las partituras
impertérrito ante el atril de las
obligaciones.
Página49
Después de beber el líquido
afrutado, te mostró una pequeña
fotografía sobada, con grietas en las
esquinas producidas por la escabechina
del tiempo, en la que una niña saltaba a
la comba con alegría de payaso. Trataste
de distinguir las peculiaridades del rostro
infantil, los trazos de la boca singulares,
las coletas simétricas. Estaba borrosa,
pero descubriste que era ella misma, de
cría, cuando ciertamente aún no soñaba
con ser la matriarca de la más importante
de las grandes familias. Izaste los ojos en
busca de una explicación, de un saliente
al que asirte antes de precipitarte por el
barranco de la indefensión, y hallaste una
barbarie inusitada emplazada en la
rigidez de sus retinas. No te entregaba la
fotografía como símbolo del traspaso de
poderes, sino todo lo contrario. Fue capaz
de descifrar el grosor de tus
incertidumbres y, ágil como una pantera
negra, sin remordimientos ni dilaciones,
descartó la posibilidad de la indulgencia.
Te miró como se mira a una vaca a punto
de ser desmembrada por los tajos de un
matarife avezado. Entonces apretó un
botón escondido junto al brazo del sofá
desde donde movía los hilos del mundo y
viste, a través de la ventana, cómo tus
cinco primos segundos abandonaban el
pasatiempo de los malabarismos y se
encaminaban hacia el interior de la
mansión. Luego cerró los párpados con
cachaza, sumergida en la placidez de
quien ha conocido los aconteceres de dos
siglos, sin dirigirte la palabra, porque era
obvio que ya no eras su nieta favorita.
Jorge Saiz Mingo
Página50
Página51
El sueño de Pascal
Nota del editor:
El texto que publicamos a continuación fue escrito por un oscuro personaje, al que se conoce
como El Viejo Moralista, a partir de ahora VM, ya que se ignora incluso el nombre. Solo se sabe por
algunos testimonios indirectos que impartió clases de alguna materia filosófica en Burgos en fechas
imprecisas.
Las notas son de A.H.G, que lleva varias décadas tratando de recuperar textos de VM con
resultados limitados. Por añadir algún dato, se puede recordar que Felipe Vignaroli en una ocasión
apuntó lo siguiente: “Es chocante que un tipo como VM haya recalado en una ciudad tan poco filosófica
como Burgos”.
Pascal, como todos ustedes saben, fue un hombre realmente notable, uno de esos
pocos que se sitúan tan por encima de los demás que su misma sombra intimida.
Nietzsche, que admiró su pensamiento, aseveraba que su espíritu fue finalmente
quebrado y roto por la propia religión cristiana. Se hizo devoto, aunque, incluso dentro de
esa cárcel del pensamiento que es la fe, se las arregló para mostrar sus garras. Decía que
el ser humano era una débil caña, que se dobla y que se rompe. Sí, pero sobre todo era
una caña que piensa. El mar anónimo puede apabullarle, ahogarle; pero el alma piensa y
el mar es simple materia inerte.
Sin duda, a Pascal (1623-1662) le atemorizaba la muerte, como a todos. Puede que
a él más, pues cómo se podía concebir el mundo sin el pensamiento, sin su pensamiento.
Al que le gusta fornicar o comer o, ¿por qué no?, jugar al mus, puede imaginar la
existencia sin nada de ello. Así nos han prometido el paraíso: sin ninguno de esos
placeres, y nadie rechista. ¿Pero no pensar?, eso era inimaginable. En el paraíso se podía
pensar1
y Pascal tuvo que creer en el paraíso.
1
Aristóteles (Metafísica, XII 7) afirmaba que Dios siempre estaba pensando y que encontraba en ello un
placer insuperable. No cabe duda de que Aristóteles disfrutaba mucho con sus pensamientos y quería ver
en ellos el reflejo (el pálido reflejo) de los que ocupaban a la propia divinidad, y que se mostraban a
través de su sabia gobernanza del mundo. No es casual que la frase con la que empieza la misma
Metafísica sea: “Todos los hombres por naturaleza desean saber”. O sea, Aristóteles recalca que todo
Página52
Eso le condujo a su célebre apuesta: creer en Dios no solo es aconsejable, sino
también, si se mira a la luz de la teoría de las probabilidades, la mejor apuesta.
Seguiremos los pasos que le llevaron a esta afirmación. En nuestro mundo de
apariencias y dudas, se puede asociar a cada suceso una probabilidad. Por ejemplo, se
puede asociar una probabilidad al suceso de que exista un Dios amable y bueno que,
después de nuestro tránsito vital, nos permita seguir pensando en nuestra nueva y eterna
morada. Esa probabilidad, llamémosla p, no es conocida, es más, es difícil, si no
imposible, llegar a calcularla. Ahora bien, p es un número estrictamente mayor que cero,
ya que el hecho de que exista ese Dios amable no es imposible en sí mismo, no lleva en
su esencia contradicción alguna; luego, como cualquier suceso posible, tiene una
probabilidad definida y estrictamente mayor que cero (recalquemos eso, para evitar
remilgos de científicos sabiondos).
Pues bien, ahora planteemos la pregunta desde el ámbito de la teoría de juegos o
de la teoría de la probabilidad: ¿Debemos creer en Dios? La respuesta no ofrece dudas:
creer es la mejor opción, ya que si jugamos o apostamos o creemos que Dios no existe
obtenemos una ganancia nula, mientras que si jugamos o apostamos o creemos que Dios
existe recibimos la recompensa infinita del pensamiento eterno.
Así que, por muy pequeña que sea p, al multiplicarla por esa recompensa mayor
que cualquier magnitud imaginable, obtenemos un número tan grande que no cabe en
ningún sitio, y, desde luego, aunque Pascal, para seguir los mandatos de la Iglesia,
tuviera que hacer algunas cosas que le apartaban de sus gozosos pensamientos, el
resultado era inevitablemente el mismo: se debe apostar por la creencia en Dios2
.
Al final, como todos, Pascal también murió.
Y se encontró con Dios que le dijo:
—Tenías razón, amigo Blas, ciertamente tu apuesta era la correcta. Aquí me tienes.
hombre tiene ese íntimo deseo de conocer, de pensar y, así, participar del jolgorio de su Dios siempre
pensante.
2
Hay algunos precedentes de este argumento en los que no vamos a entrar, por el contrario iremos a
una de sus secuelas. A veces se dice que Pascal, con su apuesta, es un remoto ancestro de la actual
teoría de juegos. Uno de los artífices de esta teoría en nuestro querido siglo XX fue John Von Neumann,
mente prodigiosa que hacía que, a su lado, un premio nobel pareciera poco más que un imbécil. Anduvo
enredado con la bomba atómica, los vericuetos matemáticos de la física, la construcción de ordenadores
y con la teoría de juegos. Amante de lo mundano y de las fiestas, tenía una ilimitada confianza en sí
mismo que le hacía pensar que podía conducir a toda velocidad y muy malamente sin que le pasara
nada. En efecto, ¿qué podía acabar con alguien tan brillante y jocundo? Así fue, hasta que contrajo un
terrible cáncer. Entonces se dio cuenta (como antes Pascal) de que era una débil caña, por mucho que
pensara mucho y muy bien. Von Neumann había mostrado siempre una perfecta indiferencia ante la
religión (después de todo, él y, sobre todo, su pensamiento parecían invulnerables), pero la enfermedad
hizo que revisara sus ideas, empezara a frecuentar la compañía de clérigos y, al fin, así lo recogen
algunas fuentes, dio cierto crédito a la misma apuesta de Pascal.
Página53
Pascal estaba exultante.
—Gracias, Dios mío, gracias por existir, gracias, ya sabía yo que tú tenías que estar
detrás de todo, que mis dudas, mi sufrimiento, mi inmenso sufrimiento no podían ser en
vano.
—Un momento, amigo Blas, dices que tu sufrimiento ha sido grande, pero ahora la
recompensa es todavía mayor.
—Así es, así es —decía gozoso.
—De todos modos, quizá, perdóname, te deba hacer sufrir un poco más. No temas,
sólo será un poco, además, lo haré para rendir un homenaje a tu mismo razonamiento.
—Me resulta extraña esa propuesta.
—Siempre te mostraste orgulloso de tu argumento de la apuesta sobre mi
existencia. No solo es así, sino que quiero que sepas que he apreciado mucho tus
esfuerzos.
—Gracias —dijo Pascal un tanto anonadado por ese inesperado giro de la
conversación con su hacedor.
—Vamos a ver, tú basaste tu fe en el cálculo, en un razonamiento matemático, en
un malabarismo de azar y probabilidades. ¿No es así?
—Sí, pero lo hice para convencer a los escépticos, para contrarrestar las fuerzas de
los materialistas que campan a sus anchas por la Tierra. En mi corazón, yo sabía
íntimamente que tú me guiabas, y que guiabas el mundo.
—Puede ser, pero en tu razonamiento hay un átomo de duda, hay la posibilidad de
que yo no exista3, de que…
—En realidad…
—No me interrumpas, Blas, no me interrumpas.
—Sí, señor.
—Como iba diciendo, tu argumento tiene algunos puntos que quiero que me
aclares.
3
La queja de Dios está plenamente justificada. Hasta entonces, todos los filósofos creyentes que habían
abordado el problema de la existencia de Dios habían tratado de demostrarla, mientras que Pascal solo
asegura que es una buena estrategia suponer que existe. Pascal conocía perfectamente los progresos
científicos de la época, y cómo estos mismos progresos estaban poniendo en duda muchas creencias
tradicionales, entre ellas muchas ideas asociadas a la religión. No solo eso, el mundo parecía tener muy
poca relación con la humanidad. Antes se vivía en la ficción de que la Tierra era el centro del mundo, y,
por así decirlo, nosotros sus protagonistas. En cambio, en su época iba ganando terreno la convicción de
que nuestro planeta no era sino un lugar remoto de un universo enorme del que éramos, todo lo más, un
accidente pasajero. Por eso, Pascal pone frases terribles en boca del ateo cuando exclama: “¿Cuántos
reinos nos ignoran?” o, la más desesperanzada: “Me espanta el silencio eterno de los espacios infinitos”
(Le silence eternel des ces espaces infinis m’effraie). Así que Pascal, consciente de que el mundo estaba a
punto de ahogarse en una marea de incertidumbre, sacó del propio azar el instrumento para devolver a
Dios su lugar tradicional: el centro.
Página54
—Sí, señor. Haré lo que sea necesario.
—¿Qué te parece si hacemos otra apuesta? Te voy a tratar de convencer de que
tienes que andar a la pata coja un buen rato.
—Estaré encantado.
—No me has entendido. No quiero que obedezcas por hacerme la pelota, sino
porque efectivamente te convenceré de que no te queda más remedio que hacerlo.
—Tu omnipotencia es infinita, pero incluso así me parece raro.
—Deja de interrumpirme y vamos a ello. Permíteme que parafrasee tu argumento.
Sea p la probabilidad de que exista un genio maligno que ha decidido que los difuntos,
antes de gozar de la vida en el paraíso, deben andar a la pata coja un trecho. En otro
caso, serán fulminados. ¿Me sigues? De acuerdo con tu razonamiento, aunque no
sabemos lo que vale esa dichosa probabilidad, va de suyo que no es cero. Estando así las
cosas, y siguiendo con tu ocurrencia, resulta que la posible ganancia es… infinita. Solo
falta la conclusión que creo que conoces.
Pascal quedó un tanto azorado, eso era como su apuesta y la conclusión tenía que
ser idéntica, de modo que…
Dios se adelantó a sus pensamientos:
—Te veo lento, Blas. Sí, en efecto, siguiendo tus mismos pasos, debes apostar sin
duda por andar a la pata coja durante un buen trecho.
—Así lo haré —dijo Pascal resolutivo—, pues me lo dicta la teoría de la probabilidad
y mi conciencia y vos.
Y se puso a andar a la pata coja, mientras Dios le observaba divertido.
—Me gusta que me trates con el debido respeto, el tuteo me incomodaba.
—Bien mirado —continuó Dios con una media sonrisa—, es posible que yo no sea
Dios sino el maligno diablillo de que hablábamos. Ahora bien, la probabilidad de que sea
así no es nula, sino mayor que cero, y claro la probabilidad de que me esté burlando de ti
tampoco lo es, así que es posible que ir a la pata coja te reporte algún perjuicio que yo te
he ocultado.
El pobre Pascal dejó de ir a la pata coja en el acto.
—Vas comprendiendo, ¿verdad?, amigo Blas, lo vas entendiendo. Así que ahora no
puedes ir a la pata coja. También es posible que Dios lo que quiera es que justamente no
andes a la pata coja, sino de puntillas.
Pascal quedó en mitad de aquel lugar borroso con la duda pintada en su cara.
En un momento se puso de puntillas y al instante siguiente no sabía qué hacer.
¿Quizá no fuera tan mala idea lo ir de puntillas? Pero de puntillas y a la pata coja… eso era
demasiado. Mientras hacía sus cálculos, todo se iba difuminando, menos la sonrisa de su
interlocutor que se hacía más y más sarcástica.
Página55
—Acaso no sabes que soy necesario y que tu azar4
y tus cálculos no me atañen.
Tus ridículas probabilidades5
te están volviendo la espalda. También hay una probabilidad
de que tengas que blasfemar para entrar en el cielo, entonces ¿qué hacer?
—¿Quién diablos eres? —balbuceaba el pobre Pascal.
—No te lo voy a decir. Averígualo. ¿Soy tu Dios o el Diablo o simplemente una
pesadilla?
Fue lo último que pudo oír antes de despertarse empapado en sudor. Como era de
esperar, Pascal nunca reveló este sueño a nadie.
Alfonso Hernando
4
Einstein, otro de los que disfrutaban pensando, se disgustó mucho con la idea de que el
comportamiento del universo tuviera que ver con el azar. No es difícil entender la razón: las leyes físicas
estaban dispuestas de una manera muy bien organizada por su Dios, que se parecía bastante al de
Aristóteles y muy poco al de los cristianos. Por eso decía aquello de que Dios es sutil, pero no malicioso.
Eso se compadecía muy mal con la mezcolanza de probabilidades que inundaba (e inunda) la física. A
pesar de que concentró su pensamiento en ello, no encontró la forma de eliminar las incómodas
probabilidades de la misma entraña de la ciencia. Visto su fracaso, no le quedó más remedio que
refugiarse en su famosa frase: “Yo no creo en un Dios que juega a los dados”, que es todavía más
desesperanzada que la confesión del ateo de Pascal. El mundo no solo era enorme y ajeno a lo humano;
también era poco sensible a sus deseos de que tuviese un comportamiento razonable y ordenado. El
cosmos antiguo se había transformado en un enrevesado galimatías sin pies ni cabeza.
5
En una ocasión, pregunté al prestigioso físico F. Ynduráin acerca de los problemas de la mecánica
cuántica. En seguida me puso en mi sitio, o sea, el de los ignorantes, y, después de una breve e
ininteligible explicación, me dijo algo así como que “además el concepto de probabilidad está mal
definido”. Después de un momento, pensé para mis adentros: si este, que entiende, dice que no
entiende; yo, que no entiendo, ¿qué puedo entender?
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Página57
Hoy,
el desamparo
del hombre,
no tiene nombre,
no tiene hombre
al que agarrarse.
Privado de Humanidad,
vaga
sin saber quién es,
sólo sabe
qué cosa es.
Materializado hasta el extremo,
se sabe cosa,
objeto,
robot,
hombre neuronal,
genético.
Privado de Espíritu,
se hunde
en el consumo
de su propia Vida;
se arruina
hasta desaparecer.
Quizás, de su sombra
surja
el recuerdo de lo que fue.
Mañana,
sólo será
lo que hacen de él,
lo que están haciendo con él.
A no ser,
que Dios lo remedie.
Manuel Arandilla
Página58
Página59
El huracán
No era la primera vez que coincidía con ella
subiendo en ascensor. En un primer momento
no advertí su presencia. Recogí dos o tres cartas
del buzón y, repentinamente, la sentí a mi espalda
al entrar en la cabina. Vestía solamente una camiseta
blanca, ceñida, y unos pantalones cortos. Volvía de jugar
al baloncesto. Yo miraba hacia el suelo, tratando
de escapar de su frescura, de aquellas piernas blancas,
de sus inmensos ojos risueños, de su respiración.
Aún no había cumplido quince años. Su madre
era más joven que yo. ¿Te gusto?, me preguntó
rozándome el brazo. Durante un instante,
justo cuando el ascensor se detuvo en mi piso,
la miré a la cara. No sé si mi mirada fue dulce
o severa. Entré en casa trastornado, sin apenas
saludar a mi mujer, que se hallaba preparando la cena.
Miraba de reojo la platusa, las noticias de la tele,
los muertos que se había cobrado un huracán.
No lograba apartar de mi cabeza aquellos labios
carnosos, el plácido descaro de la naturalidad
con que habían formulado esa pregunta. ¿Te gusto?
No era ella, sino mi propia mente confusa
la que, con una mezcla de deseo, vergüenza
y compasión, rebuscaba en mi memoria el sabor
agridulce de la juventud perdida, aquellos remotos
años de pastosa adolescencia, cargados de locura,
ingenuidad y vértigo. ¿Te gusto? La vida apenas
tiene sentido común. Trescientos. Era el número
de muertos que las autoridades filipinas
calculaban que podría haber dejado el huracán.
Eliseo González
Página60
Página61
Mario Benedetti
Derramaste la vida como un odre
herido por la espada de Quijote,
quisiste ser con muchos el azote
que habría de salvar al ser mas pobre;
serías así, firme, como un roble,
una aguja marcando siempre el norte
llamando por su nombre al monigote:
un hombre que desprecia a otro hombre.
Ahora los poetas discutimos
si eras mejor artista que persona,
aunque esto ya, importe casi nada:
contigo se nos va la madrugada
que anunciaba quiza otro mañana,
sin saber si morimos al vivirnos.
Jesús Barriuso
Página62
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El tigre
En esteparia sabana,
por incontables generaciones ya habitaste
en el doliente corazón del mundo,
tu antigüedad ya arrastraba los solsticios
al sur de su río caudaloso:
criatura fundada en el atardecer
del día quinto...
El eco de tus ojos:
¿qué voz más antigua que el mundo reverbera?
Tu mayestática belleza
¿en qué ríos de fuego, en qué desiertos,
en qué azares milenarios de la especie,
fue de tal modo cincelada?
Miguel Ángel Barbero
Página64
Página65
El hombre que amaba a los perros
“Cuatro años de exilio, cinco de marginación, decenas de muertes y decepciones,
revoluciones traicionadas y represiones feroces, sumó Liev Davídovich y tuvo que admitir
que quedaban pocas razones para la esperanza”
Resulta fascinante comprobar como hay seres humanos capaces de jugarse toda su
vida a una sola carta. Hombres valientes y obstinados, capaces de defender con osadía y
pundonor unos ideales hasta las últimas consecuencias (es decir, hasta la muerte). Es
este el caso de Liev Davídovich (León Trotski para amigos… y enemigos), camarada de
Lenin durante la Revolución bolchevique y creador del Ejército Rojo. Trotski, orgulloso de
su pasado y temeroso de su futuro, atravesó fulgurante el firmamento de la historia
durante principios del siglo XX, hasta chocar frontalmente contra los designios del peor
enemigo que un soviético podía tener en aquellos momentos, véase Joseph Stalin.
No menos apasionante es la biografía de Ramón Mercader, comunista español
miembro del NKVD (antecesora del KGB), que un día de agosto de 1940 acabó en Méjico
con la vida de León Trostski. Tan impactante fue la noticia del magnicidio como la forma
de perpetrarlo. Mercader cumplió obediente el mandato de Stalin destrozando el cráneo de
Trotsky… ¡con un piolet! Si, digo bien, un piolet. Mira que no hay formas de cometer un
crimen de esta envergadura… para eso está el veneno, las bombas o las pistolas, pero un
piolet… casi siempre la realidad supera a la ficción. Si un guionista escribe que Ramón
Mercader acaba con la vida de Trotski arreándole golpes en la cabeza con un piolet, el
productor le corre a boinazos pensando que está loco. Pero así fue, así lo cuenta la
historia y un libro que me ha enganchado de pleno: “El hombre que amaba a los perros”
del escritor cubano Leonardo Padura.
Padura profundiza hábilmente en la trayectoria de estos dos hombres. Lo cuenta en
tres líneas argumentales, dos de ellas ya conocidas que acabarán confluyendo en Méjico, y
otra más novelada pero también atractiva que narra los encuentros en La Habana en 1977
(al principio casuales) entre un joven cubano y un enigmático personaje (siempre
acompañado de sus inseparables perros) que da pie a toda la trama.
Me gusta el libro, me atraen estas novelas donde uno se sumerge en la historia y
se convierte en testigo de hechos reales. Padura cuenta muchos detalles sobre la
Revolución rusa y la Guerra civil española que yo no sabía. Es una novela densa, de casi
800 páginas, cuya lectura completo mirando datos y fotos de los personajes (reales) en
Internet.
La portada tiene una fotografía que me resulta familiar. Creo haberla visto en más
de una ocasión. Yo le doy mucha importancia a las portadas de los libros. Las miro con
frecuencia mientras leo. Converso (en silencio) con ellas. También valoro en gran medida
Página66
las fotos que salen en los libros de los autores.
Cuando leo un pasaje del libro y me gusta,
mira la foto del autor. Y le agradezco con una
sonrisa por ello. En mi época de lector (casi)
obsesivo de Milan Kundera, recuerdo su foto en
la solapa (casi siempre la misma). Kundera me
regaló intensos momentos de placer literario
que agradecí con afecto, venerando con
devoción el icono fotográfico de la solapa,
como si de un santo se tratase (yo por
entonces, ya no creía en Dios, creía en
Kundera, Saramago, Paul Auster y pocos más).
Pero volvamos a la foto de la portada del libro…
Es una imagen que me desconcierta y
que crea en mi una sensación ambivalente. Por
un lado la expresión (relativamente) afable y
amistosa de León Trotsky me transmite buenas
vibraciones pero el resto de la composición me
perturba, e incluso llega a darme algo de miedo
sin que pueda decir muy bien por qué. Quizás
sea por la forma en que León Trotski sostiene firme en su mano derecha un palo largo y
grueso. Más bien parece parte del juego con los perros, que una actitud amenazante.
Parece feliz. Contento. Algo difícil en este hombre permanentemente exiliado que perdió
por el camino a casi todos sus amigos y sus hijos, que recorrió el mundo escapando de la
sombra de Stalin, sin saber (o quizás sabiendo) que esa sombra era la suya propia.
Puede que esta media sonrisa también se deba a algún encuentro reciente y
clandestino con Frida Khalo, con quien mantuvo efímeras relaciones amorosas, abusando
de la actitud generosa y hospitalaria de su gran amigo y esposo de Frida Khalo, el genial
Diego Rivera.
Trotski mira a la cámara, está posando. No es un gesto natural, no es una mirada
furtiva. Los perros esperan ansiosos una respuesta, sin saber que este hombre es de los
que nunca bajan los brazos. Su atuendo con una camisola blanca, le hace parecer más un
profesor, un investigador, un doctor en medicina…
La foto está hecha muy probablemente en Coyoacán, donde el sexagenario León
Trotski pasó los últimos días de su exilio mejicano sin saber (pero intuyendo), que
también serían los últimos días de su vida. Seguro que ya en este instante que
inmortaliza la fotografía está cerca Ramón Mercader (quizás escondido detrás de un
arbusto), esperando (piolet en mano), el momento oportuno para el crimen, para cumplir
el mandato de la historia.
Sin embargo (y probablemente sin saberlo), una pasión común unía a los dos
hombres: los dos amaban a los perros. Una pena que los matices ideológicos les
separasen. Podrían haber pasado horas y horas paseando por algún lugar del mundo
conversando con cordialidad sobre el apasionante mundo del universo canino. Pero
entonces sus vidas no habrían engordado los libros de historia. La historia es para los
seres obstinados, capaces de morir y matar por unos ideales…
Lino Varela Cerviño
Página67
Bandas sonoras
Rodrigo Vázquez Minguito es un conocido músico y compositor burgalés.
Ha colaborado con decenas de solistas y grupos musicales, además de
trabajar como productor musical, pianista y docente en la Universidad Isabel I
de Castilla. (Ver www.rodrigovazquez.es; en Facebook, Rodrigo Vázquez
Minguito.)
En la actualidad está desarrollando una nueva iniciativa: componer
bandas sonoras sustitutivas de las que llevan los cortos o películas en versión
original previamente elegidos. Define tal actividad como un ejercicio o reto
experimental y de aprendizaje, que se propuso por primera vez en el taller de
música y sonido para cine que ha venido realizando durante los últimos cuatro
meses en Madrid, de la mano de la Fundación Autor de la SGAE.
En el siguiente enlace de Vimeo (https://vimeo.com/155523054), se
puede ver el corto y escuchar la interpretación de su nueva banda sonora para
“La cerillera”, corto de animación de Disney (año 2006) que en su versión
original lleva música de A. Borodin.
La composición de Vázquez Minguito, según sus propias palabras, se ha
realizado como un traje a medida, mediante un seguimiento pormenorizado de
las imágenes, optando por una composición para orquesta y pasajes con coro,
interpretados nota a nota con sonidos sampleados y teclados.
Otra muestra de la iniciativa aludida es un fragmento de seis minutos de
la película “El maestro de esgrima” (https://vimeo.com/156872497), con
unos registros de composición más arriesgados que los empleados en el corto
de Disney, musicalizando, al contrario que el gran Pepe Nieto, autor de la
banda sonora original y ganador del Goya correspondiente en 1993, la escena
de lucha que aparece en el film, tarea de una complejidad más que notable.
Página68
Página69
[Carpeta de Isaac Montoya]
Por Estela Rojo Hernández
Página70
ISAAC MONTOYA
“El arte para mí es una necesidad de expresión. Todos tenemos la necesidad de expresarnos y cada
uno busca la forma más efectiva. En mi caso siempre me he sentido cómodo haciéndolo a través de la
imagen. El arte es para mí una forma de comunicación y también de dar un testimonio que pueda ser
compartido por los demás, incluso en el futuro. A través del arte conocemos el pensamiento, las emociones,
la visión de cada sociedad, de cada época. Todo a través del artista que recoge toda esa información
compartida y la deja plasmada en la obra.” (Isaac Montoya)
Los orígenes de Isaac Montoya están
ligados a nuestra ciudad desde 1963, año de
su nacimiento, y aunque su trayectoria
artística y personal le ha llevado a residir en
Alicante, su vínculo con ella permanece
intacto. Muestra de ese lazo invisible es la
aparición de algunos de los símbolos de
Burgos, como su catedral, en varias de sus
obras a lo largo de su carrera.
Autorretrato como presidente, 2003
Sus inquietudes artísticas le llevaron a Bilbao donde comenzó su formación en la facultad de Bellas
Artes aunque finalmente será Madrid quien acabará acogiéndole en sus últimos años de universidad,
licenciándosecomoalumnodela Complutense.
Si bien fue la pintura la disciplina en
la que dio sus primeros pasos, su interés por
el mundo de la imagen digital supuso muy
pronto una fuerte influencia. La aborda en su
propuesta artística mediante el uso de las
nuevas tecnologías, campo que le ha
aportado un sin fin de posibilidades,
abarcando desde el mundo de la fotografía
digital al videoarte, convirtiéndose en pilares
de su experimentación.
Catedral destruida. Pintura y piedras, Burgos 1989
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  • 1. Homenaje a Cervantes Homenaje a Cervantes Primavera 2016 - nº 3 Destacamos en este número: Homenaje a Cervantes *Carlos de la Sierra *Eloy Luna *Esther Pardiñas Carpeta de I. Montoya
  • 2. Transcurrido un año desde el lanzamiento del nº 0, si algo nos ha quedado claro a sus responsables es que con el nº 3 de Culdbura, fechado en primavera, hemos completado el ciclo de las cuatro estaciones. Hasta ahora, todas las portadas de la revista han llevado algún motivo alusivo a la temporada correspondiente: un color, la radiografía de una hoja muerta, la madera con que alimentar el hogar… Llegados a este punto, no podíamos dejar de cumplir con la tradición marcada. Ahora bien, al ponernos manos a la obra nos hemos topado con el gran inconveniente de nuestros propios escrúpulos: la mayoría de motivos primaverales que nos venían a la mente se nos antojaban demasiado vistos, trillados en exceso: florecillas, pajaritos, hojas nuevas… Y no, ¡eso no! ¡De ninguna manera! Razonando, razonando, hemos venido en concluir que en primavera no solo brotan y se abren los capullos, alean y vuelan insectos y pajaritos, y hace su aparición toda la verdura del campo; en primavera asoma, crece y brota de todo, peces y enfermedades infecciosas incluidos. Como nos ha dado pereza identificar todo lo que había en ese “de todo”, hemos decidido optar entre los dos motivos enumerados como inclusivos, al parecernos que ambos estaban dotados de la pátina de originalidad necesaria. Y entre uno y otro, huelga explicar por qué nos hemos decantado unánimemente por los peces. ¿Qué sabe el pez del agua donde vive toda su vida? A. Einstein Agradecemos a Santiago Alonso Sagredo que nos haya proporcionado las imágenes de sus fotomontajes, merced a las cuales hemos podido ilustrar el presente número. Enlace de la reseña aparecida en el periódico referenciado con motivo de su última exposición en Burgos: http://www.elcorreodeburgos.com/noticias/cultura/castilla-deconstruida_119830 Enlace de Libros Blurb: http://www.blurb.es/user/SAGREDO57 Cul ura es un empeño de: Fernando Ortega, Fernando Arnaiz, José Mª Izarra, Alfonso Hernando, Jesús Borro, Jesús Pérez, Luis Carlos Blanco y Félix J. Alonso, entre otros. ©de los textos (faltas de ortografía incluidas), ilustraciones y fotos, los respectivos autores. ©del logo, grafismo y maquetación: el maquetista. Contacto: culdbura@gmail.com
  • 3. Página3 Sumario Conversación de don M. de Cervantes con un cachidiablo, Carlos de la Sierra .......... Pág. 5 El viaje de don Quijote a Burgos, Eloy Luna ............................................................. 15 ¿Y si Cervantes hubiese sido burgalés?, Esther Pardiñas ............................................ 31 Vieja sabia, Sergio Ribote García............................................................................ 34 Solicitud de suicidio y otro (microrrelatos), Enrique Angulo Moya................................ 37 La gárgola, Mercedes García Rega .......................................................................... 39 La vida que te espera, Jorge Saiz Mingo.................................................................. 45 El sueño de Pascal, Alfonso Hernando ..................................................................... 51 Hoy, Manuel Arandilla........................................................................................... 57 El huracán, Eliseo González ................................................................................... 59 Mario Benedetti, Jesús Barriuso ............................................................................. 61 El tigre, Miguel Ángel Barbero................................................................................ 63 El hombre que amaba a los perros, Lino Varela Cerviño............................................. 65 Bandas sonoras, Rodrigo Vázquez Minguito.............................................................. 67 Carpeta de Isaac Montoya, Estela Rojo ................................................................... 69 Soneto para peces, José María Izarra...................................................................... 75
  • 5. Página5 CONVERSACIÓN DE DON MIGUEL DE CERVANTES CON UN CACHIDIABLO ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA (ENTREVISTA APÓCRIFA) Poemas de la argamasilla Del cachidiablo, académico de la argamasilla, en la sepultura de don quijote Epitafio Aquí yace el caballero bien molido y mal andante a quién llevó Rocinante por uno y otro sendero. Sancho Panza el majadero yace también junto a él, escudero el más fiel que vio el trato de escudero. Digo, don Miguel, que por vuestra pluma existo. A vuestra gracia debo vida, nombre, honra y honores, ninguno merecido por mí ni mis actos, sino que, valiéndome de la fama de vuestra gran obra, hice de la nada un nombre y de vuestra gracia un compañero de eternidad.
  • 6. Página6 Nací en las letras finales de Don Quijote, y tan alto nombramiento me encumbra hasta el frontispicio de la gloria bendita. Siendo cachidiablo, tan humilde, pláceme saberme compañero de Jasón de Creta, de Amadís de Gaula, de Galaor, su hermano, y así caminar junto a ellos desde la Mancha hasta Catay, a la sombra feliz de Rocinante y sobre sus lomos, parejo a Sancho Panza, mientras nuestro buen señor Alonso Quijano sorbe su seso, orate de amor andante, buscando tras cada sol el rostro de su amada Dulcinea de Toboso. Pero... Necesito saber tantas cosas sobre vuestra vida, ahora que agonizáis... -¡Ea, ea, don Miguel! Despertad. -¿Hermano Lope? Bórrame el soneto de versos de Ariosto y Garcilaso... Y en cuatro lenguas no me escribas cosas, que supuesto que escribes boberías, lo vendrán a entender cuatro naciones... -No, señor, no soy don Lope. Que vos me hicisteis ser cachidiablo, y mucho de alcahueto para preguntar en favor de vuestra posteridad. -Pues mejor si fueras Lope. ¿Sabes qué decía de él Góngora?:Si lo dices por mí, Lopito mío, eres un idiota sin arte y sin cerebro. Yo le dije a Lope: ...logré un amigo menos y una molestia más. -De buen humor estáis, don Miguel. Complaced, pues, mi curiosidad. Hoy es 20 de abril de 1616. Estamos solos en la habitación de su casa de la calle del León, en Madrid. Mi señor prepara su alma a mayor satisfacción de su fe, y yo soy testigo de esos momentos radiantes, lúcidos, hermosos, que los hombres disfrutan en el umbral de su tránsito. -Decidme algunos recuerdos de niñez. -Nací en Alcalá de Henares, y aún no sé a ciencia cierta la fecha. Si fue un jueves, 29 de septiembre, día de San Miguel, o un domingo, día 9 de octubre de 1547 sólo Dios o mis padres pueden decirlo. Don Rodrigo de Cervantes, mi padre, era “zirujano” que así les decían a los que hacían de su profesión artes entre médico y curandero... -Poca hacienda me parece para tantas bocas a comer. -Doña Leonor de Cortinas, mi madre, fue una mujer flexible e ingeniosa; infatigable y con una gran inventiva sacó a flote la familia y apoyó a mi padre en sus muchas penurias. Tuvo siete hijos; primero nació Andrés, que se lo llevó el cielo siendo infante; después Andrés, como el hermano muerto; Luisa, Miguel y Rodrigo... Fuimos a Valladolid en 1551, y mi padre, a la cárcel. Nacieron Andrea y Magdalena. Yo era un niño de seis años y algo tartamudo. En 1564 mi padre viajó a Sevilla, y madre y nosotros con ellos... -Tenemos tiempo, señor, para relatar vuestra vida tan pródiga en hechos y no deseo atropellar las preguntas. Don Miguel, ¿recordáis vuestro aspecto físico? -Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro; los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre
  • 7. Página7 dos extremos, ni grande ni pequeño; la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no mucho ligero de pies... -Perdonad mi sonrisa, señor, pues os describís con harta gracia. Claro, que entonces teníais no menos de sesenta años y muchos avatares padecidos. -Dejadme acabar lo que antes quería decir, cachidiablo. En 1564, en Sevilla, asistí a una representación realizada por un grupo de actores itinerantes del famoso dramaturgo y director de escena Lope de Rueda. Fue una revelación ¡voto a...! Desde ese momento mi ambición ya fue convertirme en dramaturgo de éxito. -¡Ea, ea, señor! Tranquilo. Habladme de vuestra llegada a esta Corte de Madrid, ciudad que en 1551 Su Católica Majestad Felipe II nombró capital de España. -Las deudas le hicieron comprender a mi padre que, después de todo, Sevilla no era un lugar apropiado para que pudiera abrirse camino un cirujano-barbero. En 1566, mi familia estaba en Madrid, y yo asistiendo al Estudio de la Villa regentado por el catedrático de gramática Juan López de Hoyos... -Gran maestro, señor. Y valedor de vuestros primeros escritos, según creo saber. -Más sabes tú, pícaro, que lo que te han enseñado. Pero tienes razón. Don Juan López publicó un libro sobre la enfermedad, muerte y exequias de nuestra reina doña Isabel de Valois, tercera esposa de nuestro señor don Felipe II, que había fallecido el 3 de octubre de 1568. -¡Recordáis las coplillas populares que cantaba el pueblo a la llegada de la princesa?: “De Francia viene la niña,/De Francia la bien guarnida”. -Fueron malos tiempos, cachidiablo. No debes olvidar lo que pasó. El 24 de julio de 1568 fallecía el príncipe don Carlos, tras un penoso lance contra su padre el rey don Felipe II. Dicen que la reina Isabel se sintió muy afectada por la pérdida de su hijastro, y así perdió ella también su vida, tras dar a luz a una niña de cinco meses, que murió al poco de ser bautizada, seguida poco después a la Eternidad por la reina de 23 años “como si se quedara dormida de algún suave sueño”. En su libro don Juan López incluye tres poesías de circunstancias escritas por “Miguel de Cervantes, nuestro caro y amado discípulo”. Aunque yo digo que era un soneto poco inspirado y algo torpe. -Sin embargo, no erais torpe con la espada. Os recuerdo que en 1569 la Justicia decía: “Para que un alguacil vaya a a prender a Miguel de Çeruantes (sic)-Sin derechos de officio-Secretario Padrera. Crimen”. La sentencia era terrible: la amputación de la mano derecha en público y diez años de exilio de la capital. -En mal aprieto me encuentro si debo responder a las acciones que nunca cometí. Se me acusó, es cierto, de haber herido de estocada en duelo a un cierto Antonio Segura, en Madrid. No me defenderé ahora de ello, pero sí que os pido una reflexión: en noviembre de 1568 publiqué mis versos dedicados a doña Isabel, y el 15 de septiembre de 1569 se dicta ese insidioso documento de acusación... Además, qué te da a ti, diablucho, saber que un hombre de honor usa la punta de su espada para limpiar la reputación de los suyos; la de mi hermana Andrea estaba en boca de muchos escarramanes de taberna. -He leído, señor, un verso vuestro en el que confesáis “una imprudencia juvenil”.
  • 8. Página8 -Sea, cachidiablo entrometido, como dices, y no hables más de ello. Sólo Dios juzgue mis errores, que muchos dellos cometí. Me vence el sueño, gañán, déjame descansar. -¡Señor, señor don Miguel! ¿Pues no se ha dormido? *** La habitación queda ahora en silencio. Don Miguel respira con dificultad, suda su fiebre, se agita, y, a ratos, queda inmerso en el sueño cansado de la duermevela. Dejemos, pues, que descanse de sus muchas fatigas. Recordar, agota. -¡Duende, diablejo, cachidiablo, lo que seas!, ¿dónde estás?. ¿Por qué hay estas tinieblas a mi alrededor? -Anochece, señor. No osaba alterar vuestro sueño. Ya enciendo las candelas, no temáis. -¡No temo, majadero! He sido soldado del Tercio español en Nápoles. -Conozco detalles de vuestro paso por Roma en calidad de camarero al servicio de Giulio Acquaviva, nombrado cardenal en 1570. -Toda Italia es hermosa. Pero Roma me impresionó hondamente, ya que “como por las uñas del león se puede juzgar su tamaño y su ferocidad, así Roma se muestra totalmente en sus mármoles rotos, en sus estatuas mutiladas, en los arcos vacilantes, en las termas destruidas, en sus magníficos anfiteatros y en las infinitas reliquias de los cuerpos de los mártires que en esta ciudad han recibido sepultura”. -Aunque pronto dejáis su servicio para sentar plaza en la compañía del capitán Diego de Urbina, del tercio de Miguel de Montcada. -Deja que hable, deslenguado, que yo lo contaré más vivo: “...y dijo que era capitán de infantería por su Majestad y que su alférez estaba haciendo la compañía en tierra de Salamanca. Alabó la vida soldadesca; pintóle muy al vivo la belleza de la Ciudad de Nápoles, las holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de Lombardía, las espléndidas comidas de las hosterías: dibujóle dulce y puntualmente el aconcha patrón; pasa acá, manigoldo; venga la macarela, li polastri, e li macarroni. Puso las alabanzas en el cielo de la vida libre del soldado, y de la libertad de Italia; pero no le dijo nada del frío de las centinelas, del peligro de los asaltos, del espanto de las batallas, de la hambre de los cercos, de la ruina de las minas, con otras cosas desta jaez...”. -Entonces, señor, llegó la batalla de Lepanto. La más memorable y alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlos V, de feliz memoria. -El 20 de mayo de 1571 se formó la Santa Alianza entre Venecia y Roma para llevar a cabo una ofensiva, que duraría tres años, contra el Islam. ¡Cómo olvidar aquellos días de preparativos! Don Juan de Austria, hermanastro del rey, de veinticuatro años de edad, fue nombrado comandante el jefe de las fuerzas aliadas, formadas por más de doscientas galeras y veintiocho mil hombres. La flota turca permanecía anclada en el golfo de Lepanto, cerca de Corinto. Don Juan decidió que era un lugar ideal para el ataque. -¿Y vos, don Miguel, estabais a bordo de La Marquesa?
  • 9. Página9 -El 7 de octubre de 1571, al rayar el alba, las dos armadas se enfrentaron, aunque el combate empezó al mediodía. Hacia las cuatro de la tarde, cuando el crucifijo y la cabeza de Alí Pasha, el comandante turco, aparecieron en el mástil de la nave capitana, el mar aparecía ensangrentado. Murieron y fueron heridos treinta mil soldados turcos y tres mil más fueron nuestros prisioneros. Nosotros sufrimos nueve mil bajas mortales y veintiún mil heridos... -Y enfermo de fiebres, señor, que bien lo sé: “...cuando se reconosció el armada del Turco, en la dicha batalla naval, el dicho Miguel de Cervantes estaba malo y con calentura, y el dicho capitán... y otros muchos amigos suyos le dijeron que, pues estaba enfermo y con calentura, que se estuviese quedo abajo en la cámara de la galera; y el dicho Miguel de Cervantes respondió que qué dirían dél, y que no hacía lo que debía, y que más quería morir peleando por Dios y por su Rey, que no meterse so cubierta, y que su salud...”. -Ata esa lengua, cachidiablo. Me corresponde a mí hablar y no callas. “...Y peleó como valiente soldado con los dichos turcos en la dicha batalla en el lugar del esquife, como su capitán lo mandó y le dio orden, con otros soldados... De la dicha batalla naval salió herido de dos arcabuzazos en el pecho y en una mano, de que quedó estropeado de la dicha mano. Y sabiendo por el dicho señor don Juan (de Austria) cuán bien lo había hecho, le acrescentó cuatro o seis escudos de ventaja de más sobre su paga”. -Pobre paga me parece, para tan grave ocasión. -Veo que no tienes par en zalamerías, pero razón no te falta. “...Y si este parece pequeño peligro, veamos si le iguala o hace ventaja el de embestir dos galeras por las proas en mitad del mar espacioso, las cuales enclavijadas y trabadas, no le queda al soldado más espacio del que concede dos pies de tabla del espolón; y con todo esto, viendo que tiene delante de sí tantos ministros de la muerte que le amenazan cuantos cañones de artillería se asestan de la parte contraria, que no distan de su cuerpo una lanza...”. -Decís, señor, en uno de vuestros versos: “El pecho mío, de profunda herida/sentía llagado, y la siniestra mano/estaba por mil partes ya rompida”. -Recuerda estas palabras, cachidiablo amigo: En fin, has respondido a ser soldado/antiguo y valeroso, cual lo muestra/ la mano de que estás estropeado./ Bien sé que en la naval, dura palestra,/ perdiste el movimiento de la mano/ izquierda para gloria de la diestra. Mientras habla mi señor don Miguel, yo enciendo nuevos hachones, dispuestos aquí y allá en los oscuros rincones de la habitación. Después alivio su calentura pasando lienzos mojados sobre su rostro. Le incorporo, arreglo sus ropas, acaricio su cabeza... -En buena hora alumbras mis temores, que debo decirte cosas terribles de mis días en los baños turcos. -Soy vuestro más fiel oyente, señor. -Pues escucha ya que no puedes hacer otra cosa. ¡Y no me interrumpas con tus suspìros! Regresaba de Nápoles a España en la galera Sol, con cartas de recomendación de don Juan de Austria y del duque de Sessa, cuando, el 26 de septiembre de 1575, a la altura de Cadaqués, o de Rosas o de Palamós, nos salió al encuentro una flotilla turca.
  • 10. Página10 Tras un muy cruento combate, fuimos apresados, entre otros, mi hermano Rodrigo y yo mismo. Nos trasladaron a Argel, y yo pasé a ser esclavo del renegado griego Dali Mamí. -¡...! -¿Voto a...! ¿Te has dormido, majadero? -No, señor, que hice votos de escuchar y callar. -Siempre supe que las cartas que me salvaron la vida, fueron causa de mi perdición y cautiverio. ¡Cinco años estuve entre aquellos infieles! Yo proclamaba mi pobreza, pero el malvado Dali Mamí estaba convencido de mi alta cuna, y, aherrojado fui introducido en la cárcel a la espera del rescate. Ese día, no lo niego cachidiablo, las lágrimas se deslizaban por mis mejillas... Mi fortuna me abandonó, pues mientras otros esclavos disfrutaban de algunas ventajas, yo fui encadenado y obligado a buscarme el sustento mientras permanecía cinco meses en la prisión de los terribles baños turcos. Allí estábamos, en esos años, más de veinte mil cristianos, firmemente atados los unos a los otros con sólidas cadenas, amontonados en estancias fétidas y sombrías, vigilados de cerca por carceleros armados e impacientes por usarlos. Y nosotros, doy fe de ello, “haciendo pruebas de saltar con las cadenas”. -Bien se que las cadenas no se hicieron para vos, don Miguel. ¿pues no es cierto que hasta cuatro veces pusisteis vuestra vida en peligro para alcanzar la libertad? -Mi libertad, y la de mis compañeros de desdicha. La primera vez fue en 1576. Un moro debía guiarnos hasta Orán, bajo dominio español, pero nos abandonó durante la primera jornada, y nos vimos obligados a regresar a Argel. Padre, madre y mis hermanas Andrea y Magdalena, supe después, se afanaban en España por reunir el dinero para rescatarnos a Rodrigo y a mí, con gran esfuerzo, vendiendo todos sus bienes y forzando a mi madre al límite de declararse viuda para recibir con mayor premura los sesenta ducados que el Consejo de las Cruzadas concedía en esa circunstancia y necesidad. Cuando los frailes mercedarios llegaron en nuestro socorro, resultó que la suma recaudada no era suficiente para liberarnos a los dos, y yo preferí que fuera puesto en libertad Rodrigo, mi hermano amado. Digo ahora, con orgullo, que el 24 de agosto de 1577 Rodrigo, con más de cien prisioneros, alcanzaban la costa española. -La emoción me embarga, señor, al escuchar de vuestra boca tan graves gestas. -Pues escucha ésta, botarate, de otra fuga que hice junto a catorce o quince cautivos más. Durante varias semanas permanecimos escondidos en una cueva a la espera de una galera española, y tras dos intentos de acercarse el bajel a la playa fue apresado y nosotros descubiertos, debido a la traición de un cómplice renegado, llamado “el Dorador”, que denunció todo el plan. Yo afirmé que era el único organizador de la fuga y que mis compañeros habían sido inducidos por mí. El bey de Argel, Azán Bajá, me encerró en su presidio, cargado de cadenas. Tras cinco meses de humillaciones, intenté otra fuga pues bien creía poder llegar a Orán, pero el mensajero moro que yo envié a Martín de Córdoba, general de aquella plaza, con cartas fue preso y empalado y las cartas leídas. En ellas se demostraba que yo era el único causante de la fuga, y fui condenado a recibir dos mil palos, sentencia que no se cumplió porque muchos fueron los que intercedieron por mí.
  • 11. Página11 -Esperad un momento, don Miguel. La estancia se está enfriando y debo avivar los fuegos y las luces de las velas... y tomar un trago de vino, si no se secó la cántara, que tengo el gañote abierto en carnes y los vellos del cuerpo erizados de emoción. ¡Ea, ea, señor!, no os entreguéis a los brazos del sueño sin decirme cómo terminó la aventura de vuestra última fuga. Quiera el cielo conceder a este humilde cachidiablo la ciencia del entendimiento para comprender vuestras palabras... Vale, don Miguel. Dejo este leño en la trébede y regreso a vuestro lado. -Todavía intenté otra fuga. Un mercader veneciano me entregó una suma de dinero suficiente para comprar una fragata y llevar en ella a sesenta cautivos cristianos. Con todo a punto, la traición de uno de los que debían ser liberados, el ex dominico doctor Juan Blanco de Paz, nos entregó de nuevo a manos de Azán Bajá. Su traición se pagó con un escudo y una jarra de manteca. Yo fui encarcelado y ya me veía camino de Constantinopla, sin salvación posible. En mayo de 1580, el padre Trinitario fray Juan Gil trató de mi rescate. Cómo sólo disponía de trescientos escudos y por mi libertad Azán Bajá pedía quinientos, se dedicó el fraile a recolectar entre los mercaderes cristianos la cantidad que faltaba. Así quiso Dios que fuera libre el 19 de septiembre de 1580, aunque no llegué a España hasta el 24 de octubre. Dijeron ese día en el puerto de Denia que había llegado un hombre “de mediana estatura, barba cerrada y con la mano y el brazo izquierdo mutilado”. Y yo dije: “...no hay en la tierra (...) contento que se iguale a alcanzar la libertad perdida”. -Sí, si es el contento del amor. ¿No es el amor una forma de libertad, señor? -¿Qué sabes tu de amores, cachidiablo?. Además, todavía anduve un largo camino antes de conocer los placeres de la carne. En mayo de 1581 estuve en Portugal, en la corte de don Felipe II, y de allí navegué hasta Orán en misión secreta. Necesitaba acreditar nombre y fortuna, pero ambas cosas se me negaban, aunque las musas, apiadadas de mi desdicha me soplaron algunas páginas de La Galatea, mi novela pastoril. Y regresé a Madrid... -Soy todo oídos, don Miguel. Decidme si no es vuestra esta cuarteta: “Siempre escogen las mujeres/aquello que vale menos,/ porque exceden de mal gusto/a cualquier merecimiento”. -La escribí yo, no lo niego. Pero quiero hablar ahora de la mujer con la que tuve una hija. Era el año 1582, en Madrid, y mantuve relaciones con una mujer joven casada, Ana de Villafranca o Ana de Rojas -de los dos nombres se la conocía-, con la que tuve una hija, Isabel de Saavedra, criada con su madre y su padre putativo, un tabernero llamado Alonso Rodríguez. -Pero después, el 12 de diciembre de 1584, estando en Esquivias... -¡Ya, ya!, majadero. Deja que llegue a ello, no te anticipes. Yo tenía treinta y siete años, y ella dieciocho. Se llamaba Catalina de Salazar y Palacios y nos casamos en su Esquivias natal, villa floreciente, al sur de Madrid. Yo quería a Catalina. ¡Cómo no quererla! Una mujer joven, hermosa, es el bálsamo perfecto para un hombre desencantado, desilusionado, lleno de penalidades y con un futuro que se resistía a entregarme el fruto de mis muchos esfuerzos. Y reconozco que alguna luz ya se abría en mi horizonte... -¿Vuestra novela...?
  • 12. Página12 - Bien lo sabes, gañan. Llevaba varios años trabajando en La Galatea, entre 1581 y 1583. La novela pasó la censura el 1 de febrero de 1584, cuatro meses después de que mi editor, Blas de Robles me pagara 1336 reales por los derechos de autor del manuscrito. La publiqué en Alcalá de Henares en 1585. Mi editor creía que se vendería, ya que entonces gustaba el género pastoril, y así fue, aunque modestamente. Yo, por mi parte, reconozco que falte a mi palabra. La Galatea apareció dividida en seis libros y en calidad de “primera parte”. Toda mi vida pasé prometiendo su continuación. -Y entonces, vuelta Sevilla. Comisario real de cereales y aceite. No suena mal el título si sólo fuera trabajo, pero, señor, creo que a vos tampoco os trajo beneficio. -Sí, entre 1587 y 1600 me fui a vivir Sevilla. A vivir y a sufrir por esas tierras de Andalucía: Écija, Espejo, Castro del Río, Córdoba, Cabra, La Rambla... No sé, me cansa recordar. Yo creía en nuestro rey, en el valor de nuestros hombres y el poder de la Armada Invencible. Mejor te relato mi entremés El juez de los divorcios: “...con una vara en las manos, y sobre una mula de alquiler pequeña, seca y maliciosa, sin mozo de mulas que le acompañe (...); sus alforjitas a las ancas, en la una un cuello y una camisa, y en la otra su medio queso, y su pan y su bota...”. -Y, entonces, el desastre... -Tú lo dices. En agosto de 1588 nuestra Armada Invencible fue deshecha. Y mi vida entró en otro periodo de desgracia. En 1590 solicité un empleo en las Indias. “Busque por acá en qué se le haga merced”, me contestaron. En 1592 un corregidor de Écija, so pretexto de que había vendido trescientas fanegas de trigo sin permiso, me encarceló en Castro del Río. Apelé y fui liberado. Después fue peor. Fui excomulgado por la Iglesia a acusa de unos embargos eclesiásticos, y luego me estafó un banquero de Sevilla. Estuve en la cárcel Real de esa capital tres meses del año 1597. Seguramente entonces empecé engendrar el Quijote. Te puedo resumir estos años en una frase: “Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos”. -¡Ea, ea!, don Miguel, que no diga la posteridad que el mejor escritor que nunca viera España se dejó vencer por la adversidad, de la que tantas veces fue compañero. -Si la adversidad me acompañó, no es menos cierto que el destino me premió con algunas lisonjas literarias, aunque debo decir que “todos aquellos libros son cosas soñadas y bien escritas para entretenimiento de los ociosos, y no de verdad alguna...” -¿Es cierto que en 1584 en Madrid, Lope de Vega y vos, señor, estáis en relación con la compañía de un tal Jerónimo Velázquez? -Cierto, cachidiablo metomentodo. Lope, por cierto, tenía quince años menos que yo, y los dos cortejábamos a bellas damas: Lope a Elena de Osorio y yo estaba prendado de Ana de Rojas. Yo apreciaba a Lope, y nunca traté de entablar lances literarios con él, y menos con su espada; él, no sé por qué no me soportaba. El poema con el que comienzas estas palabras mías, tuvo por su parte esta contestación: “Yo no sé, ni sé si eres Cervantes -me escribió- sólo digo que es Lope Apolo, y tú, brisón de su carroza y puerco en pie” Don Miguel de Cervantes Saavedra queda en silencio, postrado no sé si de dolor o de esfuerzo. Abro un ventanuco de la habitación y veo que el día florece en un hermoso amanecer, todavía rojizo de la luz del alba. Descorro una pesada cortina de paño azul y
  • 13. Página13 dejé que la luz natural inunde de vida las ropas del oscuro lecho que ocupa don Miguel. Todavía estamos solos, pero soy consciente de la premura del tiempo. Debo darme prisa y terminar esta conversación con mi señor pues necesita preparar ya su alma ante la llegada de la Parca inevitable a esta casa de la calle del León de Madrid. -Abrevia, criatura de mi mente. No me atormentes con más preguntas, que si callas yo sabré decirte aquello que necesitas saber. -Señor... -No, no hables, digo. El mundo cambia y los hombres pasan. En septiembre de 1598 muere don Felipe II, y yo escribo en su honra el soneto “Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla”. Entre ese año y 1603 resido en Sevilla, Madrid, Esquivias y Toledo. El mismo año traslado mi hogar a Valladolid, donde Felipe III había establecido la corte. Me acompaña mi hija Isabel de Saavedra, huérfana de su madre Ana Franca. Y, en septiembre de 1604, me conceden el privilegio real para publicar el Quijote. Entonces ¡otra vez la desgracia! es mi horizonte. La noche del 27 de junio de 1605 es herido mortalmente por un desconocido, ante la puerta de mi casa de Valladolid, en extrañas circunstancias, el caballero de la Orden de Santiago Gaspar de Ezpeleta. Acudí en su auxilio, Dios no me perdone si así no lo hiciera, pero a los dos días me detienen junto a mi familia, es decir, mi mujer, mis hermanas Andrea y Magdalena, Constanza, hija natural de Andrea, e Isabel, mi hija natural. Todas la mujeres de mi vida, excepto mi madre y Ana, que ya estaban en la Gloria y se libraron de la afrenta de la gente vulgar que las llamaba, despectivamente, “las Cervantas”. Estuve sólo un día en la cárcel, pero no me negaron esa vejación. -Lloro por vuestra tristeza, señor. Pero la mañana huele a libertad y ya puedo escuchar los cascos de Rocinante y la parla de don Quijote con Sancho... ¿No es cierto que pasan ahora por nuestra calle, don Miguel? -Siempre los oigo, hermano cachidiablo. En efecto, en los primeros días de 1605 acabó de componer se esta novela, en una de las cuatro imprentas que había por entonces en Madrid, la situada en la calle de Atocha: Con privilegio,/ en Madrid, Por Iuan de la Cuesta. Mi novela era, básicamente, una invectiva contra los delirantes libros de caballería. El personaje, don Alonso Quijano, es el fiel reflejo del hidalgo pueblerino de la época. Con un mediano pasar y un mortal aburrimiento que combate leyendo día y noche libros de caballería. Y Sancho Panza, te preguntarás; pues Sancho es fiel y contradictorio. No entiende de idealismo ni de aventuras osadas; él ve la realidad: molinos de viento, rebaños de ovejas, galeotes, leones en la jaula... y necesita aliviar el hambre de su tripa, vivir en paz junto a Juana Panza, y, a lo sumo, suspira por una atractiva ínsula de Barataria. -Es privilegio de este cachidiablo adelantar el futuro, y os digo, señor, que un gran poeta inglés, Lord Byron, dirá de vuestra obra: “Es la más triste de todas las historias, y es más triste porque nos causa risa; justo es su héroe, y todavía va en busca de la justicia (...) son sus virtudes las que le vuelven loco”. -Loco no sé, pero viejo... Aunque estos años postreros son los más fructíferos. Desde 1585 cuando publiqué La Galatea no había publicado otro libro hasta veinte años después, con esta Primera parte del Quijote. Entonces conocí un cierto éxito al ganarme la confianza de los editores. En 1613 aparecieron las Novelas ejemplares; en 1614 el Viaje
  • 14. Página14 del Parnaso; en 1615, tras la publicación del falso Quijote de Avellaneda, la Segunda parte del Quijote y las Comedias y entremeses; y, en 1617, póstumamente, el Persiles y Sigismunda. Pero dejemos para otros sabios, bien a mi pesar, lo opinión que les merezca mis obras, y tu, cachidiablo, con el permiso del Creador me traerás noticias de todo ello. *** Murió mi señor don Miguel de Cervantes Saavedra el 22 de abril de 1616 en su casa de la calle del León de Madrid, dos días después de mi conversación con él junto a su lecho de muerte. Ahora debo recordar, y aclarar, que yo no existo, ni nunca tuve envoltura carnal ni ánima de espíritu ni otra cosa en mis carnes que no fuera materia de los sueños de don Miguel; y que con tinta negra estamparon los moldes de la imprenta mi nombre sobre la página blanca del más grande de sus libros. Tres días antes de morir, en vísperas de nuestra conversación, le vi escribir unas emotivas palabras: “Aquellas coplas antiguas, que fueron en su tiempo celebradas, que comienzan. Puesto ya el pie en el estribo, quisiera yo no vivieran tan a pelo en esta mi epístola, porque casi con las mismas palabras las puedo comenzar, diciendo: Puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, ésta te escribo. Ayer me dieron la extremaunción, y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo eso, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto (...) Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos...”. Don Miguel de Cervantes Saavedra fue enterrado en el convento de las Trinitarias Descalzas de la calle de Cantarranas. Puedo atestiguar y así lo afirmo, que ese día todos los personajes nacidos de su portentosa imaginación rezamos una oración por su descanso eterno. Post tenebras, spero lucem En Burgos, sin fecha cierta Carlos de la Sierra
  • 31. Página31 ¿Y SI CERVANTES HUBIESE SIDO BURGALÉS? Supongamos por un momento que la partida de bautismo de Miguel de Cervantes, en lugar de estar fechada en 9 de octubre de 1547 en la parroquia de Santa María la Mayor de Alcalá de Henares, partida que hoy día se considera la verdadera, hubiera estado inscrita en alguna de las parroquias de nuestra ciudad, cualquiera de las que tanto abundaron en nuestro Burgos en el S. XVI. Si así hubiera sido es seguro que D. Quijote hubiera hollado terreno burgalés y recorrido caminos cubiertos de encinas, quejigos, aulagas y brezales pero ausentes de jaras, alcornoques, olivos y laureles. La geografía manda. Pero como Cervantes no nació en Burgos, los burgaleses nos hemos tenido que conformar con homenajear su memoria, con estudiar y analizar su obra, y algunas personas harto creativas y lúcidas han sido capaces de trascender la considerada su mayor creación, El Quijote, y hasta añadirle partes, capítulos y versiones, como el Quijote de Rives, imaginado por Atapuerca, o los guiones teatralizados para la radio de María Teresa León. Pese a la gran fama y trascendencia del escritor cervantino hay muy pocos datos en Burgos sobre su influencia en siglos anteriores al XIX. Hace poco una investigación ha descubierto que hasta Shakespeare (cuya vida curiosamente tuvo muchas analogías con la de Cervantes) conocía y había leído el Quijote, y que algunas de las obras de este poeta y dramaturgo inglés recibieron beneficiosas influencias del estilo y composición de esta obra. No tenemos en Burgos noticias de tanto alcance ni de la posible influencia en otros autores, ni conocemos si en alguna de sus imprentas se compuso la obra cervantina. Lo que sí sabemos es que en algunas de las bibliotecas burgalesas de otros siglos se contaba con su obra, como en la del canónigo Juan Cantón Salazar, pero poco más podemos decir. Para ver claramente el ascendiente Cervantino hay que llegar al s. XIX y gran parte de lapasión que se despertó entonces tuvo mucho que ver con la tercera parte que escribió el bachiller Avellanado, como se hizo llamar Rives, escritor completamente fascinado por El Quijote, al que ya nos hemos referido. En 1878, algunos actos religiosos y veladas literarias conmemoraban a Cervantes y su obra, pero no fue hasta 1905, con motivo del tercer centenario de la publicación del Quijote, cuando se desata en Burgos la pasión por el escritor y se suceden los actos culturales en su nombre. Tanta actividad alcanzó a la denominada Sociedad Cervantes
  • 32. Página32 (fundada en 1903) y sus actuaciones teatrales, como queda reflejado en el periódico local de la época El Papamoscas. En este año, rico en eventos (porque también fue el año del eclipse solar) la colocación de un busto del escritor en el Paseo de la Isla fue uno de los actos principalescelebrados para esta ocasión. Este busto, copia de uno hecho por el catalán Rosend Nobas el año 1871 y presentado en la Expo Universal de Viena en 1873, se hizo así a instancias de Isidro Gil, fue fundido en la casa Masriera de Barcelona, y se cuidó minuciosamente hasta del monolito donde iba a ir colocada la cabeza de Cervantes porque fue un diseño de Saturnino Martínez. Al día siguiente de la inauguración del busto tuvo lugar en el Teatro Principal un homenaje al escritor, y también en esta ocasión fue Isidro Gil quién proyectó los decorados del escenario, y el escultor Fernando Hernando, formado en la Academia de Dibujo del Consulado, fue el encargado de la realización de unos bustos de arcilla de Cervantes, D. Quijote y Sancho, que acompañaron el teatro. Guillermo Roca, profesor del Instituto, realizó el diseño de un estandarte que se exhibió en todos estos actos. Todas estas obras fueron muy alabadas, según los diarios de la época como El Papamoscas que ya hemos mencionado, y por estas fechas fueron pródigos en publicaciones en honor del escritor complutense. El nueve de mayo de este mismo año se celebraron unas solemnes exequias en la catedral por el alma de Miguel de Cervantes, como se recoge en el libro de los Maestros de Ceremonias, y se contó con la asistencia de todas las autoridades eclesiásticas, civiles y militares del momento. Hubo oración fúnebre y un elogio del autor del Quijote pronunciado por el canónigo magistral Ángel Marquina Corrales. El centenario de 1905 potenció además la edición de obras del Quijote, de las que se repartieron 1.000 ejemplares entre los escolares. La editorial Hijos de Santiago Rodríguez, alentada además por la Órdenes del Ministerio de Instrucción Pública que invitaba a leer el Quijote en las escuelas, publicó diversas obras para acercar a Cervantes al público infantil y juvenil. Esta editorial aprovechó el buen hacer de especialistas burgaleses y foráneos que redactaron y adaptaron los textos y los ilustraron. Uno de los libros más conocidos publicado en el primer tercio del s. XX fue el de Martín Domínguez Berrueta con dibujos de Evaristo Barrio. “Las Historias de Don Quijote”. También Fortunato Julián dedicó muchos dibujos a las páginas de distintas ediciones de la obra y otros numerosos artistas hicieron lo propio. Las conmemoraciones Cervantinas se sucedieron en Burgos en el primer cuarto de siglo y ya en el año de 1916, con motivo del III centenario de la muerte del escritor, Federico Cepeda, pintor sordomudo que tuvo cierta proyección en Madrid, realizó una escenografía cervantina que fue muy celebrada. Los temas del mundo quijotesco tuvieron también amplia difusión en las Exposiciones Nacionales, en una de ellas participó Marceliano Santamaría con su obra “El entierro del pastor Crisóstomo” y fue testigo de la seducción que generaba esta temática en los autores y creadores del momento Podríamos seguir enumerando en el S. XX y en el XXI a todos aquellos que quedaron prendados de la obra de Cervantes y se acercaron y siguen aproximándose con
  • 33. Página33 diferentes visiones e interpretaciones a su mundo novelado, y como el escritor sigue presente centenario tras centenario en todos los actos y homenajes que se prodigan. Todavía Cervantes y su obra son objeto de continuo estudio e inspiración, su genio sigue vivo y no está dicha aún la última palabra. Esther Pardiñas Bibliografía: Libro de los Maestros de Ceremonias ACB Diarios El Papamoscas (1905), Diario de Burgos (1905) Don Quijote en la catedral. Catálogo de la Exposición 28 de octubre a 4 de diciembre de 2005. (René Jesús Payo, Juan Carlos Estébanez, Eduardo Munguía)
  • 34. Página34 Vieja sabia La casa rural resultaba agradable; los muros anchos aseguraban paz y tranquilidad, el escudo de armas, el musgo en las piedras, la puerta doble... Casi podía ver al señor de la casa a caballo y espada en mano dirigiéndose a una cruzada. Yo estaba de paso, sólo había parado a comer y esa tarde llegaría a mi casa después de unos días de trabajo agotador. Era un poco temprano, así que decidí tomarme un verdejo en la sala de lectura mientras se hacía la hora de comer. La sala era sobria y fría pero muy luminosa, con unos estantes combados por el peso de los libros. Al fondo de la estancia brillaba el fuego de una chimenea. Me acerqué hasta allí para descubrir que no estaba sólo. Una anciana descansaba en un butacón con la mirada perdida en las llamas. Me senté en el otro butacón, frente a ella, y con el verdejo en las manos le dí las buenas tardes. Alzó la cara. Unos ojos azules, que conocían el peso del mundo, me miraron, me desnudaron, diseccionaron mi alma y volvieron a juntar los cachitos de mi vida. Titubeé. Mis labios temblaron y la copa de verdejo casi se me cae al suelo. Ante mis gestos la anciana sonrió y el fuego se avivó por un segundo, la sala tomó calidez y los libros recobraron parte del brillo perdido. No recuerdo lo que me dijo, pero su voz, profunda y femenina aún, llenó la estancia como si fuesen las propias piedras y las maderas del suelo las que hablasen. La historia de su vida era la historia del mundo, la eterna lucha contada a través de unos labios ligeramente carnosos y una lengua vivaz que articulaba los ecos de una savia vieja paseando por los recuerdos de aquella vieja sabia. Sus ojos no soltaban los míos, salvo algún momento en los que me permitían observar detalles como las ondas de una melena blanca y fuerte, una falda de paño marrón que cubría unas piernas cansadas de haber recorrido medio mundo acompañada del amor de su vida, el jersey de lana crudo o el chal en tonos ocres. Me habló del árbol al que se subía de niña cuando se enfadaba con su hermana, de los abrazos de su madre cuando por las noches tenía aquellas pesadillas en las que se perdía en el hayedo que había detrás de la casa, de cómo le gustaba pasear del brazo de su marido y que todos les viesen y también de los hijos que nunca llegaron. Mientras me susurraba los secretos de su reciente soledad yo la comparaba con la mía, las historias de sus viajes eran el reflejo de
  • 35. Página35 mis proyectos y en el recuerdo del amor a su marido descubrí mis propios sueños. En un momento dado sus manos cubrieron las mías. Eran unas manos firmes, sin los tembleques propios de su edad. Se acercó a mí para darme un abrazo y un aroma a canela y vainilla absorbió mi propio olor. No sé quién abrazó a quién, ni de quién partió el consuelo, ni a quién le llegó. Cuando abandonó la habitación me escocían los ojos, la copa de verdejo estaba vacía y yo, de alguna forma, lleno. Durante el viaje de vuelta el móvil no dejó de sonar, mi vida me reclamaba de nuevo. Sin darme cuenta me habían dado las once de la noche y no había podido ni quitarme los zapatos. Me desnudé, me metí en la cama y así, a solas, con la luz apagada, cuando el mundo parecía que iba a volver a engullirme con su ritmo frenético, un olor a canela y vainilla pareció emanar de mis propias sábanas acunándome. Una sonrisa cruzó mi rostro y una sensación de paz me envolvió. No había vuelto a tener esa sensación desde que abandoné el orfanato. Sergio Ribote García, el Contador de Historias
  • 37. Página37 Solicitud de suicidio Entró en la página web del Ministerio de Muertes Voluntarias, y se fue al apartado de solicitud de suicidio. Rellenó todos los datos que le pedían las diferentes casillas. Cuando acabó pulsó enviar. A las dos semanas, recibió la respuesta por correo electrónico: habían aprobado su solicitud. Aquella misma tarde se ahorcó en la soledad de su apartamento. Al día siguiente, funcionarios del gobierno pasaron a recoger el cadáver. El primer día de las rebajas Era el primer día de las rebajas, y en la calle se apelotonaba la gente a la espera de que abriesen las puertas de aquellos grandes almacenes. Cuando lo hicieron, decenas de personas entraron en tromba en busca de alguna prenda económica, de cualquier ganga que pudieran encontrar. Lo que ninguno se esperaba era que varios individuos vestidos de indios los recibiesen a flechazos, con lo cual, bastantes cayeron muertos o heridos y cundió el pánico. Todos huyeron despavoridos, pero entonces, otros tantos individuos vestidos de vikingos, aparecieron de detrás de los mostradores armados con hachas y escudos, salieron en su persecución y mataron a hachazos a todos cuantos dieron alcance. A todo esto, un tipo de aspecto estrafalario y de lacia melena —la cual asomaba bajo su visera—, con un megáfono en la mano, gritaba a un par de cámaras que estaban sentados en unas sillas altísimas ubicadas en sendos rincones: “Rodadlo todo, que no se os escape ni un detalle, este spot va a ser un bombazo y más lo va a ser nuestro eslogan: “Almacenes Tiffany’s, morirás por comprar en ellos”. Enrique Angulo Moya
  • 39. Página39 La gárgola La señora Emma Laurie vivía en el número ocho de Park Lane, una calleja tortuosa y, a menudo, embarrada, que, desde el otoño a la primavera, había que atravesar apoyándose con firmeza en unas cuantas baldosas que el señor Laurie había dejado caer años antes, aquí y allá, bajo la sombría protección del alero de la casa, hasta poder cruzar a la calle principal asfaltada por el ayuntamiento. La anciana señora bajaba por la callejita cada día para hacer la compra tambaleándose bajo el peso de una gárgola, que aleteaba, exactamente del mismo modo que los buitres, para mantener el equilibrio sobre su hombro huesudo. Aunque arrastraba un deshilachado bolsón de cuadros escoceses en la otra mano para compensar el trabajo del brazo izquierdo, de hecho, se la veía tan claramente arqueada y torcida desde la cadera a la cabecita gris, caminando a pasos tan lentos y forzados con sus diminutos pies enfundados en las mullidas zapatillas negras, que resultaba imposible no imaginarla como una interrogación ambulante. El señor Laurie acostumbraba a realizar frecuentes viajes, que lo alejaban de la casa por un día o dos. Regresaba cargado de yogures. Siempre vestía chaleco y una chaqueta de pana de estilo cazador. Le agradaba particularmente el color rojo, sobre todo desde que vio unos rasguños algo profundos que la gárgola le había provocado a Emma en la clavícula al aferrarse para no resbalar, en aquellos tiempos en que todavía vacilaba, inestable, sobre su espalda. Pintó la puerta de la casa del mismo tono; luego le colgó un llamador en forma de garra de águila que sostenía una pelota. La gárgola solía imponer su opinión sobre cualquier asunto que considerara que afectaba a los defectos y las obligaciones de Emma. Le chiflaba expresarse como una antigua institutriz decimonónica, con una dulzura maternal machacona y terca; sin embargo, la señora Laurie la obedecía con tal humildad que se transparentaba su terror. Nadie en el pueblo daba crédito a su paciencia, o su resignación, con el vejestorio emplumado, impertinente y grosero, hasta que unas amigas fueron testigos de las razones de su sumisión durante una merienda. Deseaban celebrar esplendorosamente el cumpleaños de la más joven en una adorable –y carísima– casa de té a las afueras del pueblo, entre jardines de rosales amarillos y hortensias reventonas. Se sentaron, muy ceremoniosas, charlando como palomas que zurean en el mes de mayo, en una mesa cubierta por manteles de bordado Richelieu y tazas de porcelana miniadas
  • 40. Página40 de oro. Las camareras sirvieron pastelitos de crema coronados por petunias de mazapán: los pastelitos que se le aparecían a la señora Laurie en sus ensoñaciones sobre el paraíso. Como eslógico, alargó unos dedos ávidos hacia la bandeja. —No deberías hacer eso, querida —chistó, rápida y autoritaria, la gárgola. —¿Tú crees? Tienen una pinta estupenda... sólo comeré uno. Uno pequeño –ofreció esperanzadamente la señora Laurie. —Sinceramente, las dos sabemos que tú sabes que no te conviene y que te subirá el azúcar —siseó un final escandalosamente amenazador. —Si son casi nada... —susurró la anciana—. ¿Y qué va a decir Marie, que me ha invitado? Si no como ni uno, se va a creer que se ha gastado el dinero en balde. —Sabes que no debes hacerlo; no podrás detenerte después del primero, eres débil y te pondrás como una cerda delante de todas tus amigas... Emma, que nos conocemos... —ahora el tono malévolo le babeó por el pico, torcido con una sonrisa maloliente. —Pues me apetece —se opuso, chulesca, la señora Laurie, y con una hábil maniobra se zampó el pastelito. —¡Estúpida! ¡Glotona! ¡Todos te miran pasmados de que puedas estar tan gorda, y aún comes más! ¡No eres capaz de seguir ni una sola de tus propias reglas! —explotó la gárgola; de pura rabia comenzó a arrancar mechones enteros de la cabellera rizada de la señora Laurie y siguió gritándole y humillándola en público, mientras le arreaba picotazo tras picotazo, hasta que la pobre mujer, envuelta en llantos e hipidos, corrió al baño a vomitar los tristes restos del pastel y después escapó, casi asfixiada de vergüenza, del local, dejando a sus amigas perplejas. Nadie, ni de sus próximos ni de sus conocidos, volvió a mencionar el incidente. La venganza de la gárgola furiosa se perpetuaba días y días en la soledad de la cocina. “Limpia eso, sucia”. “Sí”, obedecía la señora Laurie con un hilillo de voz. “Nadie te soporta, puerca, zampona, torpe; menudo espectáculo diste; no volverán a llamarte”. “No”, respondía entre lágrimas la señora Laurie, suplicando para sus adentros que la terrible perseguidora se calmara y descansase. Durante las reprimendas infinitas, sentía que iba a estallar de pánico, cuando el agrio sonsonete indesmayable se explayaba hora tras hora en sus insultos, sus órdenes y sus premoniciones de desastres. La oronda gárgola conocía y llevaba el recuento de cada uno de sus errores pasados; nada la complacía tanto como “desenrollar el rollo” y cantarle las letanías. Pero otras veces, curiosamente, podía transformarse en una amable compañera, que piaba blandísimos consuelos en su oído, halagándola con su sabiduría y su incomparable memoria — ambas, muy útiles para la señora Laurie, quien, desde su infancia, se había portado como una chiquilla olvidadiza y poco observadora. Además, la había salvado de algunos peligros... sí, estaba muy segura de que, sin su avispada gárgola, no habría podido adivinar las intenciones ocultas y resbaladizas de mucha gente que la había odiado o engañado. Incluso, la embargaba un orgullo goloso al verla esponjar las longuilíneas plumas irisadas de turquesa y gris, estirar el pescuezo y gorjear con el pico entreabierto como un pollito, cuando paseaban juntas al atardecer y se arrullaban con novedades la una a la
  • 41. Página41 otra. ¡Ah...! ¡Qué felicidad compartir esos cotilleos, para anticiparse a los envidiosos y a los tontos! La señora Laurie casi nunca se daba cuenta de los pensamientos ajenos, pero la gárgola... ¡la gárgola era muy lista! A pesar de que Emma estaba acostumbrada a que ni una de las circunstancias de su existencia quedara a salvo de la inquina y la agudeza del pájaro, había un detalle en el que aún le molestaba que hurgase con sus discursos: el señor Miller. El señor Miller ocupaba una pequeña parte entre sus posesiones: concretamente, el interior de una caja rectangular decorada con espejuelos y bordaduras indias; pero en sus pensamientos llenaba varios armarios roperos y se extendía a lo largo de infinitos tapices que destilaban figuras enigmáticas en sus sueños. El señor Miller y la señora Laurie se habían conocido cuando la gárgola, más jovencita y menos tripuda, le permitía a Emma caminar erguida, inclinando sólo el cuello y balanceando ligeramente una cadera para compensar: estas cualidades, junto a su corto cabello rubio, le daban, en aquel tiempo, un porte encantador y especial. Emma enloqueció de amor por el señor Miller, pero nunca se lo confesó, excepto con miradas ardientes. Él era también demasiado tímido, aunque detallista y amable; no se decidía a robar el beso que ella ansiaba fuera robado. ¿Por qué Emma no se percató de eso? ¿Por qué nunca tomó la iniciativa, en uno de aquellos días azules entre los manzanos? ¿Por qué, a pesar de que se estuvieron viendo con cierta regularidad durante diez años, y carteándose treinta y dos, no se atrevió a sincerarse alguna vez acerca de sus intensos y jamás olvidados sentimientos? Como sentenciaba de tanto en tanto la gárgola, despiojándose su plumaje de pavo real displicentemente (y en esto Emma coincidía con fervor), el señor Miller debía hacerlo primero y debía haberlo hecho en su momento. ¿Acaso no parecía que él le daba indicios, y acaso ella no le respondió con señales clarísimas? Si no las había tomado en cuenta, debía de ser porque Emma estaba amargamente equivocada en sus intuiciones, o bien —este pensamiento la obsesionaba y le escocía— porque no merecía retribución similar; por tanto, la gárgola y ella concluyeron que convenía más, para la seguridad de su corazón, permanecer a la espera, en un penumbroso silencio infestado de palabras podridas. Ni el beso ni la declaración de amor se produjeron jamás. Por otra parte, después ya no hubiera sido decoroso, a causa del señor Laurie, que precisamente entraba por la puerta en ese instante, cargado de berenjenas. El señor Laurie había sido un novio fiable y un buen esposo. Incluso, un esposo ejemplar. No discutían, prácticamente. Pasaba las mañanas en su despacho, sin molestar, y comía sin escupir fragmentos alimenticios. En conjunto, Emma experimentaba gratitud por su vida en común: una vida tranquila, con pocas expectativas, pero muy manejable. Si de tarde en tarde dejaba que sensuales monstruos con el rostro del señor Miller asaltaran sus pesadillas, la cruel gárgola los reprimía con prolijos sermones y picotazos que le quitaban las ganas de repetir. El señor Laurie murió un invierno lluvioso, en que la calle, delante de la puerta pintada de rojo, se había convertido en un cenagal. Hubo que llevarlo chapoteando a enterrar en el estrecho cementerio, que, por suerte, se encontraba a distancia de un relajado paseo de Park Lane; su esposa se encargó de saturar la losa con ramos de
  • 42. Página42 flores rojas —pero de plástico, porque se habían inundado las carreteras con el chaparrón y la florista sólo consiguió aparcar su furgoneta tres días más tarde. Por entonces, la gárgola le dio a Emma un respirete: se apoderó de ella un alivio brutal. Vació la nevera. Descubrió un nido de ratones en el semisótano y los exterminó. El enlucido de las paredes del exterior había ido descascarillándose de modo casi imperceptible durante una década, hasta que se asomaron jirones de la madera original; contrató un operario barato que, raspando, raspando, las desnudó de porquería. Ahora pensaba a menudo en su marido: si sería feliz o si sufriría con el viento frío de marzo, tumbado en su caja. Soñó que él y el señor Miller habían ido de pesca y traían enganchadas en las cañas las piernas ortopédicas de ella: el sobresalto la despertó mientras se palpaba las canillas, por si acaso. Estaba limpiando el polvo del taquillón cuando la ahogaron pensamientos confusos sobre el más allá. La gárgola estaba dormida, apoyada en una pata, y roncaba por los orificios nasales del pico como un gigantesco periquito deforme. Notó que ya le iban doliendo a punzadas los riñones y los codos; incluso, le hormigueaba el callo que se le había formado en el hueso que servía a la gárgola de percha. Se sentía vieja, pero sin desarrollar, como una bellota verde vacía que se arruga y golpea el suelo del bosque... Al concluir su tarea, todavía sin soltar el trapo, se dejó caer lentamente en una silla. —Estoy cansada —declaró al silencio. En el pueblo, los meses de verano sucedieron a los anteriores del modo correcto, en un orden natural no aleatorio. Emma agonizaba a solas, arropada en su cama, en tanto la gárgola se estaba columpiando, incómoda, en las volutas metálicas del cabecero. —Me muero, cariño —murmuró la señora Laurie, aferrando el embozo de la sábana; sus manos y sus pies se habían convertido en sarmientos—. Esto es el final de todo, me doy cuenta... —rompió a sollozar desesperadamente, buscando en el pájaro una pizca de consuelo—. Dios mío... ¿hay algo más después? —Para ti, nada —gruñó la gárgola, seca, atusándose el plumaje en persecución de un piojo; sus iris amarillos contemplaron fijamente los ojos muy abiertos, espantados, de la anciana, que expiraba sin ruido, con un leve gesto de dolor. Las amigas íntimas se hicieron cargo del entierro, que no fue muy concurrido, pero tampoco solitario: una despedida razonable de aquellas que la amaban. La gárgola siguió costeando cada mes la tasa del agua y las basuras; abandonó el pago de la electricidad, porque se le cansaba mucho la vista, después de tanto trabajo duro de madrugada aleccionando a la tozuda de Emma, y ya sólo soportaba acomodarla a la suave luz diurna del sol tras las cortinas; por otro lado, no tenía intención ninguna de gastar en calefacción: su plumaje la calentaba de maravilla y, si la noche quería presentarse muy áspera, sobraban en la casa suficientes mantas y edredones entre los que acurrucarse. Ocasionalmente, escribía postales anodinas al señor Miller y renovaba las flores rojas en la tumba de mármol del señor Laurie. Dado que no necesitaba usar el camino embarrado para salir a hacer la compra —con un aleteo torparrón alcanzaba enseguida la calle principal—, las baldosas resquebrajadas sucumbieron lentamente a los barrizales de primavera, hasta que el número ocho de Park Lane quedó aislado del mundo por tierra, convertido en una isla
  • 43. Página43 misteriosa entre la niebla invernal, en un extraño y triste Avalon. Tras el fallecimiento de la señora Laurie, se pudo comprobar que el monstruo azulado que había pasado años oprimiendo y espachurrando aquel cuerpecillo femenino era el auténtico ser vivo, pensante, y que la anciana no había sido más que su poste, su andador, su taca-taca. Mercedes García Rega
  • 45. Página45 La vida que te espera Si alguien llama a la puerta, métete debajo de esta trampilla, y las palabras de tu madre sonaban a testamento de película, las pestañas amañadas, el mentón absorbido por la centrifugadora de los problemas. Cenabais en silencio. El sonido de los tenedores se estrellaba contra la mudez del aire, los espaguetis sosos en demasía, el tomate triturado por el pasapurés de los contratiempos. Ni siquiera encendíais la televisión. Las noticias, absurdas, coaguladas en una división geográfica de las antípodas, brotaban de una radio expuesta al polvo en un rincón del comedor. La contundencia de los hábitos permanecía en su sitio, la masticación pausada, el agua de los vasos limpia como la naturaleza de vuestras almas. Oías a la criada fregar los cacharros, colocarlos en el escurreplatos, cerrar la bolsa de la basura y comprobar la espita del gas. Todo era idéntico, amorfo, penetrantemente negro alrededor de la noche. La confianza se enturbiaba a marchas forzadas. Al cabo, observabas la valentía del mastín por la ventana. No ladraba, no se movía, atento a los deslices peligrosos de los enemigos. Veías su morro paralizado en la caseta, los belfos encharcados con la untuosidad de siempre, las patas delanteras poderosas como el trueno bajo la anchura del pecho. El orden natural de las cosas reinaba en torno al caparazón de la sinrazón que llegaría, antes o después, en forma de compromisos ineluctables. Al final subías a la planta de arriba y una línea de luz se colaba por debajo de la rendija de la puerta de tu madre. La imaginabas sentada en su tocador, ensimismada con el grosor de las arrugas en su faz de alabastro, tocando la piel que envejecía a toda pastilla en la esbeltez de su cuello. Solo llevaba viuda dos semanas, pero parecía que las desgracias, empecinadas, contantes y sonantes, se extendían por el horizonte con afán de mancha petrolífera. Papá no viene hoy a comer, y la sopa de pescado humeaba con olor a congrio delantero, las espinas separadas por la valía de su mano, el sabor inigualable. En realidad él no iba a casa casi nunca, el preámbulo de las excusas explotado hasta la saciedad, las llamadas de teléfono exiguas. Tus padres se trataban macerados en una educación decimonónica, pero las rencillas se quedaban en el pasillo, inertes, acentuadas sin ardor, a la espera del advenimiento de un mesías que apuntalara los pilotes de la relación. Ni siquiera los domingos, tras el paripé de la misa, entrabais en el porche con la cerviz alta. Siempre había que mirar hacia atrás, por si las moscas, por si los hombres de las familias rivales oteaban el contorno, por si un gato negro decapitado
  • 46. Página46 llegaba volando hasta estamparse en la verja del jardín en señal de mal fario. Te acostumbraste a la ausencia paterna. De todos modos en la infancia, dentro del mundo de las hadas y de los monstruos, dibujaste un refugio donde él resolvía contigo los jeroglíficos del devenir. Se le veía pletórico, seguro de sí mismo, consciente de la importancia de haber consolidado, con gran esfuerzo, los cimientos de la familia. Soñabas con él a menudo. Corríais juntos por las pistas de atletismo de las afueras de la ciudad, en dos calles paralelas, con el jadeo de los galgos en el repiqueteo de las bocas. Luego el lazo del sudor os unía y la calidad del vínculo, sagrada, azuzaba el ronroneo de las risas. Allí también existían las precauciones, los ojeos continuos por si acaso, la puerta de acceso a las instalaciones vigilada por tus primos segundos. Te despertabas con el agua hasta el cuello y las sábanas, empapadas, amarraban la perfidia de las pesadillas al eslabón de las caricaturas. Papá no puede venir a la fiesta de tu cumpleaños, y la interrogación de los porqués se embarraba con la nata de la tarta, la desazón engurruñada sobre las flores malvas de las glicinias, el jaleo de los compañeros de la clase estentóreo. La costumbre se hizo ley con el desfile irremediable de los años. Ya no te sorprendías con la lista infinita de los pretextos. Al principio los anotabas en el cuaderno de tu mente, pero después la tarea terminó por aburrirte. Tu madre esbozaba una cara de circunstancias repetidas y tú ya intuías de sobra lo que ocurría. Así se pasaron los semestres ágiles de la puericia y los bienios descabellados de la adolescencia. Cuando tu ser, zarandeado por el varapalo de las hormonas, pero recto como un mástil de velero, estaba a punto de ingresar en la universidad, lo mataron. Apareció en una cuneta, desnudo, con un tiro en el corazón y cuatro tornillos de rosca clavados en la frente. En la prensa amarilla se habló de ritual, de ajuste de cuentas y de venganza infernal entre bandas rivales. Un par de periodistas de trajes mediocres intentaron colarse en el funeral, pero fueron neutralizados con rapidez por tus primos segundos. Querían carnaza fresca para los titulares de los sucesos, sangre fácil internada entre la reja de los renglones, lujuria aspaventosa de una innominada secta demoniaca. Tres días duraron las noticias ostentosas acerca del asesinato del gran jefe. Después los gacetilleros se olvidaron porque un tren de pasajeros descarriló en una curva de la provincia, los catorce muertos elevados a los altares, los cien heridos entrevistados con micrófonos minúsculos. A partir de su desaparición, dejaste de pensar en él, en sus regalos navideños envueltos con papeles fosforescentes y en sus cheques enviados con remites falsos. Se desvaneció, brumoso, parcamente cariñoso, empaquetado en una caja sobre la que cayeron terrones de arcilla mojada por las lágrimas de tu madre. La abuela quiere hablar contigo, y las sílabas impepinables de la orden estremecían la paz del hogar, la cita ineludible, la matriarca aposentada en un trono de reina indiscutible. Fuiste a verla un viernes por la mañana, las clases paralizadas por el sindicato de estudiantes anarquistas, el ocio inabarcable. Dispersos por la entrada, suspicaces, iguales que raposos hambrientos, tus primos segundos alzaron las cejas en señal de reconocimiento. Eran cinco. Habían nacido seguidos, año tras año, como si la santa de su progenitora hubiera echado la cuenta de la vieja adrede. Todos eran hombres de pelo en pecho, la frente pronunciada, el reverso de las manos presto para clavarse en la pistolera del sobaco. Apechugaban en sus espaldas con docenas de fiambres y el fanal de su
  • 47. Página47 reputación aviesa resplandecía a lo largo y ancho del país. Su especialidad consistía en colgar a los elegidos. Primero se refocilaban con la tortura y luego, de propina, concentrados en una costumbre de herencias remotas, ataban la soga alrededor del pescuezo de sus víctimas y los guindaban en cualquier puente de la ciudad. Nunca dudaban. No les importaba la edad, el género o la condición social de quien era señalado. Obedecían sin preguntas, con fidelidad de lacayos, dispuestos a todo con tal de preservar intacto el honor de la familia. Iban a la cárcel de vez en cuando, por poco tiempo, hasta que los abogados conseguían una fianza moderada o un pacto de caballeros entre las partes. Acicalados, con la pelambrera siempre corta, enfundados en trajes hechos a medida, miraban las cosas con ojos de jabalí herido. No esnifaban cocaína ni bebían a discreción. Solo, a veces, si la celebración lo requería, acababan la parranda en el burdel más caro de la comarca y desfogaban su ímpetu con prudencia de seminaristas. Pagaban a tocateja y no se obstinaban en humillar la simpatía de las prostitutas. Se les apreciaba porque eran buenos chicos, limpios, afables, justicieros, y sobre todo leales contra la marejada de las complicaciones. Cómo te pareces a tu padre, y en los surcos de las ojeras se afincaban decenios de lucha feroz, las manos sarmentosas, la elegancia innata en medio de la vorágine de las decisiones imprescindibles. No conocías a tu abuela en profundidad. Se oían tantas cosas de ella que te costaba trabajo discernir qué era fidedigno y qué pertenecía al universo de la faramalla. Vivía en un mundo oclusivo, en una suerte de burbuja de aire insuflado en la época de la guerra que asoló el país en la década de los cuarenta. El moño de su cabeza reinaba glorioso y sempiterno en un salón repleto de recuerdos. Los retratos de su marido, de su padre, de su abuelo y de su bisabuelo conferían a la habitación una solemnidad de eucaristía. Solo faltaba el de tu padre que seguramente estaría siendo ultimado por un pintor de renombre nacional. La blancura de su piel te hizo pensar en una alevilla, en una de esas mariposas tan similares a las de los gusanos de seda. Era difícil imaginar que existiera una albura equivalente, la pureza extraordinaria, los poros hialinos. Pronunciaba las palabras con soltura, perita en encarrilar personalidades oblicuas, empeñada en mantener el cogollo de la familia unido como un ovillo de lana. Jamás había que interrumpirla. El respeto, absoluto, lacado por el lustre de la experiencia, primaba por encima de la severidad. Antes de expresarse, carraspeaba y se deleitaba con una modulación de profesora jubilada. Sin embargo, contigo fue escueta. Lo tenía bien pensado, las reflexiones enrocadas en el luto por su hijo occiso, los puntos sobre las íes imborrables. Te mandó sentar a su lado, cerca de la exactitud de las cutículas de sus uñas, afanada en atajar los chismes que aireaban la falta de dirección en la familia tras la eliminación cruenta de tu padre. Eres la persona adecuada para regir el futuro de nuestra estirpe, y la gravedad del discurso se trenzaba con las vetas violetas de sus iris, las ventajas pulidas, los inconvenientes adocenados en el rincón más telarañoso del desván. Entonces aguardó tu reacción, las pupilas imponentes, la barbilla afilada como la moharra de una alabarda. Apartaste la mirada y la posaste en las figuras humanas que aparecían detrás de los visillos. Allí estaban tus primos segundos, con la conciencia tranquila en el fondo de su honra. Uno de ellos, el más pinturero, hacía malabarismos con una pelota de trapo del tamaño de una
  • 48. Página48 manzana. El tiempo libre, eterno, longitudinal, se recortaba delante de su animosidad y los demás le jaleaban sin dejar de vigilar, tercos como mulas, las inmediaciones del territorio. Imaginaste tu vida pegada a su presencia, la cordialidad pegajosa, los pasos celados con brío de sombras simiescas. Se transformarían en los guardianes de tu silueta, siempre contiguos, con la sospecha encadenada a cada una de tus apetencias. Aparecerían en la puerta antes de que el sol brotara en la línea de los tejados. Las barbas, rasuradas con esmero, hincarían la sonrisa maquiavélica en el helor de la madrugada. Esperarían las órdenes del día, los itinerarios modificados a última hora, el recelo mastodóntico. Masticarías los canelones rellenos de carne picada con una sensación de microscopio y la mandíbula, rítmica, se engolosinaría de hartura. Confundirías sus nombres de pila, los de sus esposas y los de sus hijos. Las pesadillas se tornarían alambicadas, desnortadas, presagios de un porvenir trufado de responsabilidades orondas. Sonreirían al abrirte la puerta del coche blindado, al cederte el paso en los ascensores del edificio de oficinas del centro y al traerte un café con leche del bar de la esquina. Serían los hermanos que no tuviste, una especie de quintillizos jamás enlazados en el corro de las patatas. Sus rasgos faciales se erguirían multiplicados por los espejos de la vida mientras las metralletas, cargadas y engrasadas, añorarían el aprieto de los gatillos en el maletero de sus dos camionetas de cristales tintados. Tengo muchos proyectos para este año, y en el tono de la abuela se percibía un dejo de reciedumbre escandalosa, el broche de la camisa discreto, la angustia cercenada en su existencia de nonagenaria. Cerrarse en banda a asumir la dirección de los asuntos de la familia, sería considerado un delito de alta traición. Ni siquiera habría un juicio justo, los abogados decapitados, la sentencia firme. Tu madre, lacerada en lo más hondo de su ser, te quitaría el saludo, cambiaría el gesto al encontrarte por la calle y escupiría sobre los charcos por tener que cargar con el oprobio de haberte engendrado. Solo restaría la posibilidad de irte de matute del país, huir de los tuyos y correr por el mundo en vano con el apellido de tu padre incrustado en las espaldas. Acabarías en los suburbios de un barrio marginal, insistiendo en la precariedad pulcra de tu inocencia. No habría descanso porque la familia no olvidaría. Te perseguirían para lavar la afrenta de la defección, la superficie de las penitencias áspera, el hocico de los sabuesos obsesionado. Los pensamientos se agolpaban en tu seso con rotundidad de avalancha y el tictac de un reloj de cuco marcaba el desarraigo de la negación. Los tablones de las dudas crujían por doquiera en tu fuero interno. La abuela tocó una campanilla de sonido arcaico y de inmediato apareció una doméstica embutida en un uniforme de épocas pretéritas. La mujer depositó una bandeja con dos copas enanas llenas de un licor de cereza sobre una mesa auxiliar y desapareció rauda como una anguila. Los semblantes de los antepasados convirtieron el brindis en una apología del ultimátum, los tratamientos endomingados, el pimpampum de las consecuencias irreversible. Por ti, por la vida que te espera, y los engorros vagabundeaban por encima de los caireles de la lámpara del techo, el piano tapado con una funda de terciopelo, el mazo de las partituras impertérrito ante el atril de las obligaciones.
  • 49. Página49 Después de beber el líquido afrutado, te mostró una pequeña fotografía sobada, con grietas en las esquinas producidas por la escabechina del tiempo, en la que una niña saltaba a la comba con alegría de payaso. Trataste de distinguir las peculiaridades del rostro infantil, los trazos de la boca singulares, las coletas simétricas. Estaba borrosa, pero descubriste que era ella misma, de cría, cuando ciertamente aún no soñaba con ser la matriarca de la más importante de las grandes familias. Izaste los ojos en busca de una explicación, de un saliente al que asirte antes de precipitarte por el barranco de la indefensión, y hallaste una barbarie inusitada emplazada en la rigidez de sus retinas. No te entregaba la fotografía como símbolo del traspaso de poderes, sino todo lo contrario. Fue capaz de descifrar el grosor de tus incertidumbres y, ágil como una pantera negra, sin remordimientos ni dilaciones, descartó la posibilidad de la indulgencia. Te miró como se mira a una vaca a punto de ser desmembrada por los tajos de un matarife avezado. Entonces apretó un botón escondido junto al brazo del sofá desde donde movía los hilos del mundo y viste, a través de la ventana, cómo tus cinco primos segundos abandonaban el pasatiempo de los malabarismos y se encaminaban hacia el interior de la mansión. Luego cerró los párpados con cachaza, sumergida en la placidez de quien ha conocido los aconteceres de dos siglos, sin dirigirte la palabra, porque era obvio que ya no eras su nieta favorita. Jorge Saiz Mingo
  • 51. Página51 El sueño de Pascal Nota del editor: El texto que publicamos a continuación fue escrito por un oscuro personaje, al que se conoce como El Viejo Moralista, a partir de ahora VM, ya que se ignora incluso el nombre. Solo se sabe por algunos testimonios indirectos que impartió clases de alguna materia filosófica en Burgos en fechas imprecisas. Las notas son de A.H.G, que lleva varias décadas tratando de recuperar textos de VM con resultados limitados. Por añadir algún dato, se puede recordar que Felipe Vignaroli en una ocasión apuntó lo siguiente: “Es chocante que un tipo como VM haya recalado en una ciudad tan poco filosófica como Burgos”. Pascal, como todos ustedes saben, fue un hombre realmente notable, uno de esos pocos que se sitúan tan por encima de los demás que su misma sombra intimida. Nietzsche, que admiró su pensamiento, aseveraba que su espíritu fue finalmente quebrado y roto por la propia religión cristiana. Se hizo devoto, aunque, incluso dentro de esa cárcel del pensamiento que es la fe, se las arregló para mostrar sus garras. Decía que el ser humano era una débil caña, que se dobla y que se rompe. Sí, pero sobre todo era una caña que piensa. El mar anónimo puede apabullarle, ahogarle; pero el alma piensa y el mar es simple materia inerte. Sin duda, a Pascal (1623-1662) le atemorizaba la muerte, como a todos. Puede que a él más, pues cómo se podía concebir el mundo sin el pensamiento, sin su pensamiento. Al que le gusta fornicar o comer o, ¿por qué no?, jugar al mus, puede imaginar la existencia sin nada de ello. Así nos han prometido el paraíso: sin ninguno de esos placeres, y nadie rechista. ¿Pero no pensar?, eso era inimaginable. En el paraíso se podía pensar1 y Pascal tuvo que creer en el paraíso. 1 Aristóteles (Metafísica, XII 7) afirmaba que Dios siempre estaba pensando y que encontraba en ello un placer insuperable. No cabe duda de que Aristóteles disfrutaba mucho con sus pensamientos y quería ver en ellos el reflejo (el pálido reflejo) de los que ocupaban a la propia divinidad, y que se mostraban a través de su sabia gobernanza del mundo. No es casual que la frase con la que empieza la misma Metafísica sea: “Todos los hombres por naturaleza desean saber”. O sea, Aristóteles recalca que todo
  • 52. Página52 Eso le condujo a su célebre apuesta: creer en Dios no solo es aconsejable, sino también, si se mira a la luz de la teoría de las probabilidades, la mejor apuesta. Seguiremos los pasos que le llevaron a esta afirmación. En nuestro mundo de apariencias y dudas, se puede asociar a cada suceso una probabilidad. Por ejemplo, se puede asociar una probabilidad al suceso de que exista un Dios amable y bueno que, después de nuestro tránsito vital, nos permita seguir pensando en nuestra nueva y eterna morada. Esa probabilidad, llamémosla p, no es conocida, es más, es difícil, si no imposible, llegar a calcularla. Ahora bien, p es un número estrictamente mayor que cero, ya que el hecho de que exista ese Dios amable no es imposible en sí mismo, no lleva en su esencia contradicción alguna; luego, como cualquier suceso posible, tiene una probabilidad definida y estrictamente mayor que cero (recalquemos eso, para evitar remilgos de científicos sabiondos). Pues bien, ahora planteemos la pregunta desde el ámbito de la teoría de juegos o de la teoría de la probabilidad: ¿Debemos creer en Dios? La respuesta no ofrece dudas: creer es la mejor opción, ya que si jugamos o apostamos o creemos que Dios no existe obtenemos una ganancia nula, mientras que si jugamos o apostamos o creemos que Dios existe recibimos la recompensa infinita del pensamiento eterno. Así que, por muy pequeña que sea p, al multiplicarla por esa recompensa mayor que cualquier magnitud imaginable, obtenemos un número tan grande que no cabe en ningún sitio, y, desde luego, aunque Pascal, para seguir los mandatos de la Iglesia, tuviera que hacer algunas cosas que le apartaban de sus gozosos pensamientos, el resultado era inevitablemente el mismo: se debe apostar por la creencia en Dios2 . Al final, como todos, Pascal también murió. Y se encontró con Dios que le dijo: —Tenías razón, amigo Blas, ciertamente tu apuesta era la correcta. Aquí me tienes. hombre tiene ese íntimo deseo de conocer, de pensar y, así, participar del jolgorio de su Dios siempre pensante. 2 Hay algunos precedentes de este argumento en los que no vamos a entrar, por el contrario iremos a una de sus secuelas. A veces se dice que Pascal, con su apuesta, es un remoto ancestro de la actual teoría de juegos. Uno de los artífices de esta teoría en nuestro querido siglo XX fue John Von Neumann, mente prodigiosa que hacía que, a su lado, un premio nobel pareciera poco más que un imbécil. Anduvo enredado con la bomba atómica, los vericuetos matemáticos de la física, la construcción de ordenadores y con la teoría de juegos. Amante de lo mundano y de las fiestas, tenía una ilimitada confianza en sí mismo que le hacía pensar que podía conducir a toda velocidad y muy malamente sin que le pasara nada. En efecto, ¿qué podía acabar con alguien tan brillante y jocundo? Así fue, hasta que contrajo un terrible cáncer. Entonces se dio cuenta (como antes Pascal) de que era una débil caña, por mucho que pensara mucho y muy bien. Von Neumann había mostrado siempre una perfecta indiferencia ante la religión (después de todo, él y, sobre todo, su pensamiento parecían invulnerables), pero la enfermedad hizo que revisara sus ideas, empezara a frecuentar la compañía de clérigos y, al fin, así lo recogen algunas fuentes, dio cierto crédito a la misma apuesta de Pascal.
  • 53. Página53 Pascal estaba exultante. —Gracias, Dios mío, gracias por existir, gracias, ya sabía yo que tú tenías que estar detrás de todo, que mis dudas, mi sufrimiento, mi inmenso sufrimiento no podían ser en vano. —Un momento, amigo Blas, dices que tu sufrimiento ha sido grande, pero ahora la recompensa es todavía mayor. —Así es, así es —decía gozoso. —De todos modos, quizá, perdóname, te deba hacer sufrir un poco más. No temas, sólo será un poco, además, lo haré para rendir un homenaje a tu mismo razonamiento. —Me resulta extraña esa propuesta. —Siempre te mostraste orgulloso de tu argumento de la apuesta sobre mi existencia. No solo es así, sino que quiero que sepas que he apreciado mucho tus esfuerzos. —Gracias —dijo Pascal un tanto anonadado por ese inesperado giro de la conversación con su hacedor. —Vamos a ver, tú basaste tu fe en el cálculo, en un razonamiento matemático, en un malabarismo de azar y probabilidades. ¿No es así? —Sí, pero lo hice para convencer a los escépticos, para contrarrestar las fuerzas de los materialistas que campan a sus anchas por la Tierra. En mi corazón, yo sabía íntimamente que tú me guiabas, y que guiabas el mundo. —Puede ser, pero en tu razonamiento hay un átomo de duda, hay la posibilidad de que yo no exista3, de que… —En realidad… —No me interrumpas, Blas, no me interrumpas. —Sí, señor. —Como iba diciendo, tu argumento tiene algunos puntos que quiero que me aclares. 3 La queja de Dios está plenamente justificada. Hasta entonces, todos los filósofos creyentes que habían abordado el problema de la existencia de Dios habían tratado de demostrarla, mientras que Pascal solo asegura que es una buena estrategia suponer que existe. Pascal conocía perfectamente los progresos científicos de la época, y cómo estos mismos progresos estaban poniendo en duda muchas creencias tradicionales, entre ellas muchas ideas asociadas a la religión. No solo eso, el mundo parecía tener muy poca relación con la humanidad. Antes se vivía en la ficción de que la Tierra era el centro del mundo, y, por así decirlo, nosotros sus protagonistas. En cambio, en su época iba ganando terreno la convicción de que nuestro planeta no era sino un lugar remoto de un universo enorme del que éramos, todo lo más, un accidente pasajero. Por eso, Pascal pone frases terribles en boca del ateo cuando exclama: “¿Cuántos reinos nos ignoran?” o, la más desesperanzada: “Me espanta el silencio eterno de los espacios infinitos” (Le silence eternel des ces espaces infinis m’effraie). Así que Pascal, consciente de que el mundo estaba a punto de ahogarse en una marea de incertidumbre, sacó del propio azar el instrumento para devolver a Dios su lugar tradicional: el centro.
  • 54. Página54 —Sí, señor. Haré lo que sea necesario. —¿Qué te parece si hacemos otra apuesta? Te voy a tratar de convencer de que tienes que andar a la pata coja un buen rato. —Estaré encantado. —No me has entendido. No quiero que obedezcas por hacerme la pelota, sino porque efectivamente te convenceré de que no te queda más remedio que hacerlo. —Tu omnipotencia es infinita, pero incluso así me parece raro. —Deja de interrumpirme y vamos a ello. Permíteme que parafrasee tu argumento. Sea p la probabilidad de que exista un genio maligno que ha decidido que los difuntos, antes de gozar de la vida en el paraíso, deben andar a la pata coja un trecho. En otro caso, serán fulminados. ¿Me sigues? De acuerdo con tu razonamiento, aunque no sabemos lo que vale esa dichosa probabilidad, va de suyo que no es cero. Estando así las cosas, y siguiendo con tu ocurrencia, resulta que la posible ganancia es… infinita. Solo falta la conclusión que creo que conoces. Pascal quedó un tanto azorado, eso era como su apuesta y la conclusión tenía que ser idéntica, de modo que… Dios se adelantó a sus pensamientos: —Te veo lento, Blas. Sí, en efecto, siguiendo tus mismos pasos, debes apostar sin duda por andar a la pata coja durante un buen trecho. —Así lo haré —dijo Pascal resolutivo—, pues me lo dicta la teoría de la probabilidad y mi conciencia y vos. Y se puso a andar a la pata coja, mientras Dios le observaba divertido. —Me gusta que me trates con el debido respeto, el tuteo me incomodaba. —Bien mirado —continuó Dios con una media sonrisa—, es posible que yo no sea Dios sino el maligno diablillo de que hablábamos. Ahora bien, la probabilidad de que sea así no es nula, sino mayor que cero, y claro la probabilidad de que me esté burlando de ti tampoco lo es, así que es posible que ir a la pata coja te reporte algún perjuicio que yo te he ocultado. El pobre Pascal dejó de ir a la pata coja en el acto. —Vas comprendiendo, ¿verdad?, amigo Blas, lo vas entendiendo. Así que ahora no puedes ir a la pata coja. También es posible que Dios lo que quiera es que justamente no andes a la pata coja, sino de puntillas. Pascal quedó en mitad de aquel lugar borroso con la duda pintada en su cara. En un momento se puso de puntillas y al instante siguiente no sabía qué hacer. ¿Quizá no fuera tan mala idea lo ir de puntillas? Pero de puntillas y a la pata coja… eso era demasiado. Mientras hacía sus cálculos, todo se iba difuminando, menos la sonrisa de su interlocutor que se hacía más y más sarcástica.
  • 55. Página55 —Acaso no sabes que soy necesario y que tu azar4 y tus cálculos no me atañen. Tus ridículas probabilidades5 te están volviendo la espalda. También hay una probabilidad de que tengas que blasfemar para entrar en el cielo, entonces ¿qué hacer? —¿Quién diablos eres? —balbuceaba el pobre Pascal. —No te lo voy a decir. Averígualo. ¿Soy tu Dios o el Diablo o simplemente una pesadilla? Fue lo último que pudo oír antes de despertarse empapado en sudor. Como era de esperar, Pascal nunca reveló este sueño a nadie. Alfonso Hernando 4 Einstein, otro de los que disfrutaban pensando, se disgustó mucho con la idea de que el comportamiento del universo tuviera que ver con el azar. No es difícil entender la razón: las leyes físicas estaban dispuestas de una manera muy bien organizada por su Dios, que se parecía bastante al de Aristóteles y muy poco al de los cristianos. Por eso decía aquello de que Dios es sutil, pero no malicioso. Eso se compadecía muy mal con la mezcolanza de probabilidades que inundaba (e inunda) la física. A pesar de que concentró su pensamiento en ello, no encontró la forma de eliminar las incómodas probabilidades de la misma entraña de la ciencia. Visto su fracaso, no le quedó más remedio que refugiarse en su famosa frase: “Yo no creo en un Dios que juega a los dados”, que es todavía más desesperanzada que la confesión del ateo de Pascal. El mundo no solo era enorme y ajeno a lo humano; también era poco sensible a sus deseos de que tuviese un comportamiento razonable y ordenado. El cosmos antiguo se había transformado en un enrevesado galimatías sin pies ni cabeza. 5 En una ocasión, pregunté al prestigioso físico F. Ynduráin acerca de los problemas de la mecánica cuántica. En seguida me puso en mi sitio, o sea, el de los ignorantes, y, después de una breve e ininteligible explicación, me dijo algo así como que “además el concepto de probabilidad está mal definido”. Después de un momento, pensé para mis adentros: si este, que entiende, dice que no entiende; yo, que no entiendo, ¿qué puedo entender?
  • 57. Página57 Hoy, el desamparo del hombre, no tiene nombre, no tiene hombre al que agarrarse. Privado de Humanidad, vaga sin saber quién es, sólo sabe qué cosa es. Materializado hasta el extremo, se sabe cosa, objeto, robot, hombre neuronal, genético. Privado de Espíritu, se hunde en el consumo de su propia Vida; se arruina hasta desaparecer. Quizás, de su sombra surja el recuerdo de lo que fue. Mañana, sólo será lo que hacen de él, lo que están haciendo con él. A no ser, que Dios lo remedie. Manuel Arandilla
  • 59. Página59 El huracán No era la primera vez que coincidía con ella subiendo en ascensor. En un primer momento no advertí su presencia. Recogí dos o tres cartas del buzón y, repentinamente, la sentí a mi espalda al entrar en la cabina. Vestía solamente una camiseta blanca, ceñida, y unos pantalones cortos. Volvía de jugar al baloncesto. Yo miraba hacia el suelo, tratando de escapar de su frescura, de aquellas piernas blancas, de sus inmensos ojos risueños, de su respiración. Aún no había cumplido quince años. Su madre era más joven que yo. ¿Te gusto?, me preguntó rozándome el brazo. Durante un instante, justo cuando el ascensor se detuvo en mi piso, la miré a la cara. No sé si mi mirada fue dulce o severa. Entré en casa trastornado, sin apenas saludar a mi mujer, que se hallaba preparando la cena. Miraba de reojo la platusa, las noticias de la tele, los muertos que se había cobrado un huracán. No lograba apartar de mi cabeza aquellos labios carnosos, el plácido descaro de la naturalidad con que habían formulado esa pregunta. ¿Te gusto? No era ella, sino mi propia mente confusa la que, con una mezcla de deseo, vergüenza y compasión, rebuscaba en mi memoria el sabor agridulce de la juventud perdida, aquellos remotos años de pastosa adolescencia, cargados de locura, ingenuidad y vértigo. ¿Te gusto? La vida apenas tiene sentido común. Trescientos. Era el número de muertos que las autoridades filipinas calculaban que podría haber dejado el huracán. Eliseo González
  • 61. Página61 Mario Benedetti Derramaste la vida como un odre herido por la espada de Quijote, quisiste ser con muchos el azote que habría de salvar al ser mas pobre; serías así, firme, como un roble, una aguja marcando siempre el norte llamando por su nombre al monigote: un hombre que desprecia a otro hombre. Ahora los poetas discutimos si eras mejor artista que persona, aunque esto ya, importe casi nada: contigo se nos va la madrugada que anunciaba quiza otro mañana, sin saber si morimos al vivirnos. Jesús Barriuso
  • 63. Página63 El tigre En esteparia sabana, por incontables generaciones ya habitaste en el doliente corazón del mundo, tu antigüedad ya arrastraba los solsticios al sur de su río caudaloso: criatura fundada en el atardecer del día quinto... El eco de tus ojos: ¿qué voz más antigua que el mundo reverbera? Tu mayestática belleza ¿en qué ríos de fuego, en qué desiertos, en qué azares milenarios de la especie, fue de tal modo cincelada? Miguel Ángel Barbero
  • 65. Página65 El hombre que amaba a los perros “Cuatro años de exilio, cinco de marginación, decenas de muertes y decepciones, revoluciones traicionadas y represiones feroces, sumó Liev Davídovich y tuvo que admitir que quedaban pocas razones para la esperanza” Resulta fascinante comprobar como hay seres humanos capaces de jugarse toda su vida a una sola carta. Hombres valientes y obstinados, capaces de defender con osadía y pundonor unos ideales hasta las últimas consecuencias (es decir, hasta la muerte). Es este el caso de Liev Davídovich (León Trotski para amigos… y enemigos), camarada de Lenin durante la Revolución bolchevique y creador del Ejército Rojo. Trotski, orgulloso de su pasado y temeroso de su futuro, atravesó fulgurante el firmamento de la historia durante principios del siglo XX, hasta chocar frontalmente contra los designios del peor enemigo que un soviético podía tener en aquellos momentos, véase Joseph Stalin. No menos apasionante es la biografía de Ramón Mercader, comunista español miembro del NKVD (antecesora del KGB), que un día de agosto de 1940 acabó en Méjico con la vida de León Trostski. Tan impactante fue la noticia del magnicidio como la forma de perpetrarlo. Mercader cumplió obediente el mandato de Stalin destrozando el cráneo de Trotsky… ¡con un piolet! Si, digo bien, un piolet. Mira que no hay formas de cometer un crimen de esta envergadura… para eso está el veneno, las bombas o las pistolas, pero un piolet… casi siempre la realidad supera a la ficción. Si un guionista escribe que Ramón Mercader acaba con la vida de Trotski arreándole golpes en la cabeza con un piolet, el productor le corre a boinazos pensando que está loco. Pero así fue, así lo cuenta la historia y un libro que me ha enganchado de pleno: “El hombre que amaba a los perros” del escritor cubano Leonardo Padura. Padura profundiza hábilmente en la trayectoria de estos dos hombres. Lo cuenta en tres líneas argumentales, dos de ellas ya conocidas que acabarán confluyendo en Méjico, y otra más novelada pero también atractiva que narra los encuentros en La Habana en 1977 (al principio casuales) entre un joven cubano y un enigmático personaje (siempre acompañado de sus inseparables perros) que da pie a toda la trama. Me gusta el libro, me atraen estas novelas donde uno se sumerge en la historia y se convierte en testigo de hechos reales. Padura cuenta muchos detalles sobre la Revolución rusa y la Guerra civil española que yo no sabía. Es una novela densa, de casi 800 páginas, cuya lectura completo mirando datos y fotos de los personajes (reales) en Internet. La portada tiene una fotografía que me resulta familiar. Creo haberla visto en más de una ocasión. Yo le doy mucha importancia a las portadas de los libros. Las miro con frecuencia mientras leo. Converso (en silencio) con ellas. También valoro en gran medida
  • 66. Página66 las fotos que salen en los libros de los autores. Cuando leo un pasaje del libro y me gusta, mira la foto del autor. Y le agradezco con una sonrisa por ello. En mi época de lector (casi) obsesivo de Milan Kundera, recuerdo su foto en la solapa (casi siempre la misma). Kundera me regaló intensos momentos de placer literario que agradecí con afecto, venerando con devoción el icono fotográfico de la solapa, como si de un santo se tratase (yo por entonces, ya no creía en Dios, creía en Kundera, Saramago, Paul Auster y pocos más). Pero volvamos a la foto de la portada del libro… Es una imagen que me desconcierta y que crea en mi una sensación ambivalente. Por un lado la expresión (relativamente) afable y amistosa de León Trotsky me transmite buenas vibraciones pero el resto de la composición me perturba, e incluso llega a darme algo de miedo sin que pueda decir muy bien por qué. Quizás sea por la forma en que León Trotski sostiene firme en su mano derecha un palo largo y grueso. Más bien parece parte del juego con los perros, que una actitud amenazante. Parece feliz. Contento. Algo difícil en este hombre permanentemente exiliado que perdió por el camino a casi todos sus amigos y sus hijos, que recorrió el mundo escapando de la sombra de Stalin, sin saber (o quizás sabiendo) que esa sombra era la suya propia. Puede que esta media sonrisa también se deba a algún encuentro reciente y clandestino con Frida Khalo, con quien mantuvo efímeras relaciones amorosas, abusando de la actitud generosa y hospitalaria de su gran amigo y esposo de Frida Khalo, el genial Diego Rivera. Trotski mira a la cámara, está posando. No es un gesto natural, no es una mirada furtiva. Los perros esperan ansiosos una respuesta, sin saber que este hombre es de los que nunca bajan los brazos. Su atuendo con una camisola blanca, le hace parecer más un profesor, un investigador, un doctor en medicina… La foto está hecha muy probablemente en Coyoacán, donde el sexagenario León Trotski pasó los últimos días de su exilio mejicano sin saber (pero intuyendo), que también serían los últimos días de su vida. Seguro que ya en este instante que inmortaliza la fotografía está cerca Ramón Mercader (quizás escondido detrás de un arbusto), esperando (piolet en mano), el momento oportuno para el crimen, para cumplir el mandato de la historia. Sin embargo (y probablemente sin saberlo), una pasión común unía a los dos hombres: los dos amaban a los perros. Una pena que los matices ideológicos les separasen. Podrían haber pasado horas y horas paseando por algún lugar del mundo conversando con cordialidad sobre el apasionante mundo del universo canino. Pero entonces sus vidas no habrían engordado los libros de historia. La historia es para los seres obstinados, capaces de morir y matar por unos ideales… Lino Varela Cerviño
  • 67. Página67 Bandas sonoras Rodrigo Vázquez Minguito es un conocido músico y compositor burgalés. Ha colaborado con decenas de solistas y grupos musicales, además de trabajar como productor musical, pianista y docente en la Universidad Isabel I de Castilla. (Ver www.rodrigovazquez.es; en Facebook, Rodrigo Vázquez Minguito.) En la actualidad está desarrollando una nueva iniciativa: componer bandas sonoras sustitutivas de las que llevan los cortos o películas en versión original previamente elegidos. Define tal actividad como un ejercicio o reto experimental y de aprendizaje, que se propuso por primera vez en el taller de música y sonido para cine que ha venido realizando durante los últimos cuatro meses en Madrid, de la mano de la Fundación Autor de la SGAE. En el siguiente enlace de Vimeo (https://vimeo.com/155523054), se puede ver el corto y escuchar la interpretación de su nueva banda sonora para “La cerillera”, corto de animación de Disney (año 2006) que en su versión original lleva música de A. Borodin. La composición de Vázquez Minguito, según sus propias palabras, se ha realizado como un traje a medida, mediante un seguimiento pormenorizado de las imágenes, optando por una composición para orquesta y pasajes con coro, interpretados nota a nota con sonidos sampleados y teclados. Otra muestra de la iniciativa aludida es un fragmento de seis minutos de la película “El maestro de esgrima” (https://vimeo.com/156872497), con unos registros de composición más arriesgados que los empleados en el corto de Disney, musicalizando, al contrario que el gran Pepe Nieto, autor de la banda sonora original y ganador del Goya correspondiente en 1993, la escena de lucha que aparece en el film, tarea de una complejidad más que notable.
  • 69. Página69 [Carpeta de Isaac Montoya] Por Estela Rojo Hernández
  • 70. Página70 ISAAC MONTOYA “El arte para mí es una necesidad de expresión. Todos tenemos la necesidad de expresarnos y cada uno busca la forma más efectiva. En mi caso siempre me he sentido cómodo haciéndolo a través de la imagen. El arte es para mí una forma de comunicación y también de dar un testimonio que pueda ser compartido por los demás, incluso en el futuro. A través del arte conocemos el pensamiento, las emociones, la visión de cada sociedad, de cada época. Todo a través del artista que recoge toda esa información compartida y la deja plasmada en la obra.” (Isaac Montoya) Los orígenes de Isaac Montoya están ligados a nuestra ciudad desde 1963, año de su nacimiento, y aunque su trayectoria artística y personal le ha llevado a residir en Alicante, su vínculo con ella permanece intacto. Muestra de ese lazo invisible es la aparición de algunos de los símbolos de Burgos, como su catedral, en varias de sus obras a lo largo de su carrera. Autorretrato como presidente, 2003 Sus inquietudes artísticas le llevaron a Bilbao donde comenzó su formación en la facultad de Bellas Artes aunque finalmente será Madrid quien acabará acogiéndole en sus últimos años de universidad, licenciándosecomoalumnodela Complutense. Si bien fue la pintura la disciplina en la que dio sus primeros pasos, su interés por el mundo de la imagen digital supuso muy pronto una fuerte influencia. La aborda en su propuesta artística mediante el uso de las nuevas tecnologías, campo que le ha aportado un sin fin de posibilidades, abarcando desde el mundo de la fotografía digital al videoarte, convirtiéndose en pilares de su experimentación. Catedral destruida. Pintura y piedras, Burgos 1989