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Ismael,Ismael,Ismael,Ismael,
el pastor de ovejasel pastor de ovejasel pastor de ovejasel pastor de ovejas
Edgardo Cifuentes
En un día de principios de junio, cuando ya empezaba la
estación seca, Felipe llamó a su hijo menor, Ismael, y le dijo:
“hijo, ya has pasado mucho tiempo acompañándome a mí y tus
hermanos mayores en las labores de pastoreo; conoces ya el
oficio y sabes tu deber. Ahora te corresponde ir solo. Ya no se-
rás más aprendiz: te entregaremos a tu cargo un pequeño redil
conformado por animales míos, de tu tío Juan y de algunos ve-
cinos de confianza. Estamos confiando muchas cosas a tu car-
go, porque también has tenido muchas garantías para
aprender bien tu deber”. Ismael se alegró, porque ya estaba
cansado de ser el menor, de seguir siendo considerado como
un niño en la familia. Esto era lo que estaba esperando: ¡por
fin independencia!
Su padre agregó algo más: “debes tener especial precau-
ción con los animales de tu tío Juan. Tú sabes que él ya está
viejo y débil de salud, y esos cansados animales son lo único
que le queda para poder pagar las deudas que contrajo por su
1
enfermedad”. Ismael en tanto pensaba: “¿siempre los padres
tendrán que encontrar lo grave y aburrido en todo, hasta en los
momentos más alegres?” Pero no dijo nada de esto a su padre,
y se limitó a mirarlo con la expresión confiable de un hombre
de palabra, que podía responder por lo que se pusiera a su car-
go.
Así fue que Ismael se integró a un grupo de pastores de
su aldea, que solían hacer juntos los pastoreos nocturnos, tran-
sitando de aquí para allá, hacia donde los llevaran los buenos
pastos, que en esa época se iban haciendo cada vez más esca-
sos.
Ismael era un muchacho alegre y preocupado por sus
amigos; solía tener ingeniosas ocurrencias y siempre intervenía
para evitar peleas; por eso, al poco tiempo de conocerlo, los
otros pastores llegaron a estimarlo mucho. En realidad, era un
buen muchacho, con muchas más virtudes que defectos. Aun-
que, para ser justos, debemos reconocer que era particular-
mente dormilón: se dormía durante sus turnos de noche, se
despertaba tarde en la mañana, se quedaba dormido después
de comer. Pero bueno, ¡quién no tiene algún defecto! No tenía
mala intención ni a nadie podía causarle mal con esto... al con-
trario, lo que generalmente ocasionaba eran las bromas de sus
compañeros.
Una noche Ismael cumplía su turno montando guardia
como cada noche (es decir, despertando de vez en cuando para
asegurarse de que no pasara nada malo). Ya empezaba a cla-
rear cuando uno de sus compañeros lo despertó: algunas de
sus ovejas se habían escapado hacia el arroyo, que era un lugar
un poco peligroso. Ismael, molesto de que se interrumpiera su
2
labor por semejantes pequeñeces, protestó con balbuceos con-
fusos, se acomodó su manta y siguió durmiendo.
Al día siguiente, todos podían notar el mal aspecto que
tenían algunas de las ovejas de Ismael. Ismael le restó impor-
tancia al asunto; no consultó si podía darles a tomar algunas
hierbas buenas o si debía propiciarles otros cuidados. Estaba
cansado ya de ese grupo de ovejas, que eran particularmente
débiles y daban muchos problemas. Decía que estaban bien,
que sólo estaban cansadas.
Pero las ovejas estaban enfermas, y sin los cuidados debi-
dos, no se repusieron. Cuando Ismael se percató de que era
grave y quiso tratar la enfermedad, ya era tarde; nada parecía
sentarles bien. A los pocos días murieron.
“¡Dios mío! –se lamentaba Ismael–. ¡Qué mala suerte la
mía, que justo se mueran las ovejas del tío Juan, que tanto las
necesita! ¿Cómo se lo voy a contar? ¡Por qué me pasan a mí es-
tas cosas! ¡No me puedo descuidar ni un minuto! ¡Y ninguno
de los otros fue capaz de ayudarme e ir a buscar a las ovejas!
¡Ninguno me advirtió que era peligroso, sabiendo que yo soy
nuevo en este oficio! Debieron haber sido más insistentes para
despertarme, por lo menos...”
Ismael no acostumbraba mentir, pero esa mañana cuan-
do llegó a su casa y su padre le preguntó por las ovejas de su
hermano Juan, tuvo mucho miedo de decirle la verdad. Le dijo
que estaban bien, y que las había dejado por un día al cuidado
de otro de los pastores para que las llevara por mejores pastos.
Pensó que esto le daría un poco de tiempo mientras reunía áni-
mo para contarle a su tío. Pero no había mucho tiempo: el tío
Juan necesitaba vender sus ovejas para pagar una deuda por la
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cual su acreedor estaba amenazando con enviarlo a la cárcel.
Sin saber cómo solucionaría el asunto, Ismael volvió al monte
con el pretexto de buscar las ovejas.
Trepaba el monte lentamente, atormentado por las pre-
guntas. ¿Debería contar lo que pasó? Pero, ¿quién confiaría en
él de nuevo si sabían de su negligencia? No había salida: estaba
obligado a contarlo. Pero debía cuidar mucho sus palabras:
“me tomé un momento de la noche para descansar, confiando
en que mis compañeros podrían poner atención a mis ovejas...
¡Pero ninguno me ayudó y se escaparon a comer malas hier-
bas!” Planeando esta explicación casi se persuadía a sí mismo.
Llegó al lugar donde acamparon la noche anterior, muy
cansado y triste. Se sentó en frente a la fogata apagada, y arro-
pado por la tibieza del sol de la mañana se quedó dormido.
Soñó que estaba ante una corte numerosa de jueces vesti-
dos con largas túnicas; él, sin embargo, iba vestido de una in-
cómoda forma: llevaba puesto solamente un chaleco tejido por
él mismo, que a penas le cubría sus partes íntimas; como el
chaleco estaba mal confeccionado, se iba destejiendo, amena-
zando con dejar al descubierto su desnudez; durante todo el
tiempo que escuchaba a los jueces, peleaba por cubrirse con los
hilos que se iban desprendiendo de su vestimenta. Se lo acusa-
ba por lo que había pasado, pero él insistía en disculparse:
–Pero, señor juez... mis compañeros de pastoreo no me
ayudaron, no me avisaron... Y el tío Juan no me dijo con tiem-
po que necesitaba vender la oveja... Y mi padre, ¿para qué con-
fió a mi cargo esos animales tan endebles? Y los acreedores del
tío Juan, ¿por qué no se los juzga a ellos, que son tan poco
compasivos...?
4
–¡Ya es suficiente de excusas! –lo interrumpió el juez–.
Ellos recibirán su propio juicio y deberán pagar lo que les co-
rresponde, pero eso no te libera de culpa a ti.
El juez le pidió que se acercara al estrado y le refirió esta
historia: “en cierta ocasión cinco hombres insensatos, habien-
do perdido mucho dinero jugando, quisieron vengarse de
quien les había ganado. Con este objetivo, decidieron que lo
mejor sería destruir la casa del hombre y todas las posesiones
que en ella guardaba. Sabían que si eran descubiertos se expo-
nían a pagar todos los daños y además cumplir 5 años de cár-
cel, por lo que decidieron tomar precauciones: quemarían la
casa entre los cinco, de modo que si eran descubiertos pudie-
ran repartirse el pago de lo destruido entre los cinco, y no reci-
bieran cinco años de cárcel, sino sólo uno cada uno. ¿Pero qué
crees que pasó cuando los descubrieron? Que el juez dictaminó
que entre todos reunieran la cantidad de dinero para devolver
al hombre cuanto le habían destruido, pero que cada uno paga-
ra con cinco años de cárcel (y no uno cada uno, como ellos pen-
saban)”.
–¿Te parece justa la decisión? –le preguntó el juez a Is-
mael, quien no respondió–. A ninguno se le exime de culpa por
el hecho de que los demás también sean culpables.
Al despertar, Ismael ya no sentía la ansiedad que antes
de dormirse. En su lugar, había una profunda amargura. No se
sentía capaz de asumir todas las consecuencias de sus negli-
gencias y sus mentiras. Pensaba que no podría volver a su casa
nunca. ¡Cómo se arrepentía de haber deseado la independen-
cia!
5
Ya era pasado el mediodía, y como no sabía qué hacer, se
quedó ahí a esperar el pastoreo de la noche. Entonces les contó
su problema a sus compañeros.
–¡Ay, Ismael! –le respondío entre suspiros uno de ellos–.
¡Todavía eres un niño! Lo que te pasa no es nada fuera de lo
común. Es lamentable... pero tendrás que acostumbrarte a eso
en este trabajo.
–¡No hay nada que hacer! –agregó el otro–. ¡Uno no pue-
de hacerse responsable de todo lo que les pase! Si quieres que
otras personas te encarguen sus animales, no puede saberse
que dejaste que algo les pasara a tus ovejas. La gente juzga de
inmediato.
–Puedes decirle a tu tío que sus ovejas murieron solas.
Después de todo, eran unos animales muy debiluchos...
–Nadie va a darte otra oportunidad si dices que tú fuiste
responsable de todo. Además, tampoco puedes cargar con toda
la culpa. ¡Es verdad que eran unos animales tan torpes!
Ismael no dijo nada. El hallazgo de excusas y atenuantes
ya no lo aliviaba, pues recordaba a los cinco bandidos y sus ab-
surdas pretensiones de atenuar su condena. Él todavía era jo-
ven y, hasta la noche anterior, muy alegre. Pero vio su futuro
como el de sus compañeros, algunos años mayores. Se imaginó
toda su vida ocultando ese pesar... ¿Cómo se podría tener aleg-
ría verdadera otra vez así? Si lograba tenerla, sería a costa de
que le dejaran de pesar las mentiras dichas a su familia, a costa
de endurecer su corazón. Y un corazón duro ¿tiene alegrías
verdaderas? ¡Ay! ¿Acaso podría existir quien, conociendo la
gravedad de su culpa, puediera venir y darle otra oportunidad?
¡Tendría que hacerse cargo de todo el dolor que había causado
6
y que seguiría causando! ¡Quién querría cumplir semejante ta-
rea ingrata!
Sumido en la amargura más grande, renunciando a la
alegría de su niñez, Ismael se quedó mirando el fuego por largo
tiempo. Creyó ver una luz acercándose rápidamente por la la-
dera del monte, pero en ese momento se dio cuenta de que se
estaba comenzando a quedar dormido, por lo que atribuyó la
visión al sueño. Todo este razonamiento sucedió tan rápido,
que no tuvo tiempo de cambiar de opinión cuando la luz ya es-
taba muy cerca de ellos y los encandilaba. Asustados, confundi-
dos y paralizados, sólo oyeron una voz estridente pero amorosa
que intentaba calmarlos, diciéndoles: “¡No tengan miedo! ¡No
tengan miedo!”
¡Ah! ¡Quién pudiera relatar con alguna precisión lo que
ocurrió esa noche! Ellos fueron testigos de algo que no había
ocurrido nunca ni volverá a ocurrir en la faz de la Tierra. Si re-
sultó tan inesperado no fue porque no lo necesitaran, sino por-
que no lo creían posible. Lo habían esperado, pero ¡había
problemas tan grandes en su pueblo! ¿Por qué se ocuparía de
ellos, del peso de sus corazones, que parecían insignificantes
ante los problemas de su pueblo sometido al régimen del Im-
perio?
Pero el ángel les continuó diciendo:
–¡Les traigo buenas noticias, noticias de bendición para
ustedes y todo el pueblo...!
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Esa noche había unos pastores en los campos cer-
canos, que estaban cuidando sus rebaños de ovejas.
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quilizó. «No tengan miedo —dijo—. Les traigo bue-
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Evangelio según San Lucas 2: 8-11
8
Ismael, el pastor de ovejas
1405270985184
Autor: Edgardo Cifuentes
Ilustración: Soledad Lagos
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Ismael (cuento)

  • 1.
  • 2. Ismael,Ismael,Ismael,Ismael, el pastor de ovejasel pastor de ovejasel pastor de ovejasel pastor de ovejas Edgardo Cifuentes En un día de principios de junio, cuando ya empezaba la estación seca, Felipe llamó a su hijo menor, Ismael, y le dijo: “hijo, ya has pasado mucho tiempo acompañándome a mí y tus hermanos mayores en las labores de pastoreo; conoces ya el oficio y sabes tu deber. Ahora te corresponde ir solo. Ya no se- rás más aprendiz: te entregaremos a tu cargo un pequeño redil conformado por animales míos, de tu tío Juan y de algunos ve- cinos de confianza. Estamos confiando muchas cosas a tu car- go, porque también has tenido muchas garantías para aprender bien tu deber”. Ismael se alegró, porque ya estaba cansado de ser el menor, de seguir siendo considerado como un niño en la familia. Esto era lo que estaba esperando: ¡por fin independencia! Su padre agregó algo más: “debes tener especial precau- ción con los animales de tu tío Juan. Tú sabes que él ya está viejo y débil de salud, y esos cansados animales son lo único que le queda para poder pagar las deudas que contrajo por su 1
  • 3. enfermedad”. Ismael en tanto pensaba: “¿siempre los padres tendrán que encontrar lo grave y aburrido en todo, hasta en los momentos más alegres?” Pero no dijo nada de esto a su padre, y se limitó a mirarlo con la expresión confiable de un hombre de palabra, que podía responder por lo que se pusiera a su car- go. Así fue que Ismael se integró a un grupo de pastores de su aldea, que solían hacer juntos los pastoreos nocturnos, tran- sitando de aquí para allá, hacia donde los llevaran los buenos pastos, que en esa época se iban haciendo cada vez más esca- sos. Ismael era un muchacho alegre y preocupado por sus amigos; solía tener ingeniosas ocurrencias y siempre intervenía para evitar peleas; por eso, al poco tiempo de conocerlo, los otros pastores llegaron a estimarlo mucho. En realidad, era un buen muchacho, con muchas más virtudes que defectos. Aun- que, para ser justos, debemos reconocer que era particular- mente dormilón: se dormía durante sus turnos de noche, se despertaba tarde en la mañana, se quedaba dormido después de comer. Pero bueno, ¡quién no tiene algún defecto! No tenía mala intención ni a nadie podía causarle mal con esto... al con- trario, lo que generalmente ocasionaba eran las bromas de sus compañeros. Una noche Ismael cumplía su turno montando guardia como cada noche (es decir, despertando de vez en cuando para asegurarse de que no pasara nada malo). Ya empezaba a cla- rear cuando uno de sus compañeros lo despertó: algunas de sus ovejas se habían escapado hacia el arroyo, que era un lugar un poco peligroso. Ismael, molesto de que se interrumpiera su 2
  • 4. labor por semejantes pequeñeces, protestó con balbuceos con- fusos, se acomodó su manta y siguió durmiendo. Al día siguiente, todos podían notar el mal aspecto que tenían algunas de las ovejas de Ismael. Ismael le restó impor- tancia al asunto; no consultó si podía darles a tomar algunas hierbas buenas o si debía propiciarles otros cuidados. Estaba cansado ya de ese grupo de ovejas, que eran particularmente débiles y daban muchos problemas. Decía que estaban bien, que sólo estaban cansadas. Pero las ovejas estaban enfermas, y sin los cuidados debi- dos, no se repusieron. Cuando Ismael se percató de que era grave y quiso tratar la enfermedad, ya era tarde; nada parecía sentarles bien. A los pocos días murieron. “¡Dios mío! –se lamentaba Ismael–. ¡Qué mala suerte la mía, que justo se mueran las ovejas del tío Juan, que tanto las necesita! ¿Cómo se lo voy a contar? ¡Por qué me pasan a mí es- tas cosas! ¡No me puedo descuidar ni un minuto! ¡Y ninguno de los otros fue capaz de ayudarme e ir a buscar a las ovejas! ¡Ninguno me advirtió que era peligroso, sabiendo que yo soy nuevo en este oficio! Debieron haber sido más insistentes para despertarme, por lo menos...” Ismael no acostumbraba mentir, pero esa mañana cuan- do llegó a su casa y su padre le preguntó por las ovejas de su hermano Juan, tuvo mucho miedo de decirle la verdad. Le dijo que estaban bien, y que las había dejado por un día al cuidado de otro de los pastores para que las llevara por mejores pastos. Pensó que esto le daría un poco de tiempo mientras reunía áni- mo para contarle a su tío. Pero no había mucho tiempo: el tío Juan necesitaba vender sus ovejas para pagar una deuda por la 3
  • 5. cual su acreedor estaba amenazando con enviarlo a la cárcel. Sin saber cómo solucionaría el asunto, Ismael volvió al monte con el pretexto de buscar las ovejas. Trepaba el monte lentamente, atormentado por las pre- guntas. ¿Debería contar lo que pasó? Pero, ¿quién confiaría en él de nuevo si sabían de su negligencia? No había salida: estaba obligado a contarlo. Pero debía cuidar mucho sus palabras: “me tomé un momento de la noche para descansar, confiando en que mis compañeros podrían poner atención a mis ovejas... ¡Pero ninguno me ayudó y se escaparon a comer malas hier- bas!” Planeando esta explicación casi se persuadía a sí mismo. Llegó al lugar donde acamparon la noche anterior, muy cansado y triste. Se sentó en frente a la fogata apagada, y arro- pado por la tibieza del sol de la mañana se quedó dormido. Soñó que estaba ante una corte numerosa de jueces vesti- dos con largas túnicas; él, sin embargo, iba vestido de una in- cómoda forma: llevaba puesto solamente un chaleco tejido por él mismo, que a penas le cubría sus partes íntimas; como el chaleco estaba mal confeccionado, se iba destejiendo, amena- zando con dejar al descubierto su desnudez; durante todo el tiempo que escuchaba a los jueces, peleaba por cubrirse con los hilos que se iban desprendiendo de su vestimenta. Se lo acusa- ba por lo que había pasado, pero él insistía en disculparse: –Pero, señor juez... mis compañeros de pastoreo no me ayudaron, no me avisaron... Y el tío Juan no me dijo con tiem- po que necesitaba vender la oveja... Y mi padre, ¿para qué con- fió a mi cargo esos animales tan endebles? Y los acreedores del tío Juan, ¿por qué no se los juzga a ellos, que son tan poco compasivos...? 4
  • 6. –¡Ya es suficiente de excusas! –lo interrumpió el juez–. Ellos recibirán su propio juicio y deberán pagar lo que les co- rresponde, pero eso no te libera de culpa a ti. El juez le pidió que se acercara al estrado y le refirió esta historia: “en cierta ocasión cinco hombres insensatos, habien- do perdido mucho dinero jugando, quisieron vengarse de quien les había ganado. Con este objetivo, decidieron que lo mejor sería destruir la casa del hombre y todas las posesiones que en ella guardaba. Sabían que si eran descubiertos se expo- nían a pagar todos los daños y además cumplir 5 años de cár- cel, por lo que decidieron tomar precauciones: quemarían la casa entre los cinco, de modo que si eran descubiertos pudie- ran repartirse el pago de lo destruido entre los cinco, y no reci- bieran cinco años de cárcel, sino sólo uno cada uno. ¿Pero qué crees que pasó cuando los descubrieron? Que el juez dictaminó que entre todos reunieran la cantidad de dinero para devolver al hombre cuanto le habían destruido, pero que cada uno paga- ra con cinco años de cárcel (y no uno cada uno, como ellos pen- saban)”. –¿Te parece justa la decisión? –le preguntó el juez a Is- mael, quien no respondió–. A ninguno se le exime de culpa por el hecho de que los demás también sean culpables. Al despertar, Ismael ya no sentía la ansiedad que antes de dormirse. En su lugar, había una profunda amargura. No se sentía capaz de asumir todas las consecuencias de sus negli- gencias y sus mentiras. Pensaba que no podría volver a su casa nunca. ¡Cómo se arrepentía de haber deseado la independen- cia! 5
  • 7. Ya era pasado el mediodía, y como no sabía qué hacer, se quedó ahí a esperar el pastoreo de la noche. Entonces les contó su problema a sus compañeros. –¡Ay, Ismael! –le respondío entre suspiros uno de ellos–. ¡Todavía eres un niño! Lo que te pasa no es nada fuera de lo común. Es lamentable... pero tendrás que acostumbrarte a eso en este trabajo. –¡No hay nada que hacer! –agregó el otro–. ¡Uno no pue- de hacerse responsable de todo lo que les pase! Si quieres que otras personas te encarguen sus animales, no puede saberse que dejaste que algo les pasara a tus ovejas. La gente juzga de inmediato. –Puedes decirle a tu tío que sus ovejas murieron solas. Después de todo, eran unos animales muy debiluchos... –Nadie va a darte otra oportunidad si dices que tú fuiste responsable de todo. Además, tampoco puedes cargar con toda la culpa. ¡Es verdad que eran unos animales tan torpes! Ismael no dijo nada. El hallazgo de excusas y atenuantes ya no lo aliviaba, pues recordaba a los cinco bandidos y sus ab- surdas pretensiones de atenuar su condena. Él todavía era jo- ven y, hasta la noche anterior, muy alegre. Pero vio su futuro como el de sus compañeros, algunos años mayores. Se imaginó toda su vida ocultando ese pesar... ¿Cómo se podría tener aleg- ría verdadera otra vez así? Si lograba tenerla, sería a costa de que le dejaran de pesar las mentiras dichas a su familia, a costa de endurecer su corazón. Y un corazón duro ¿tiene alegrías verdaderas? ¡Ay! ¿Acaso podría existir quien, conociendo la gravedad de su culpa, puediera venir y darle otra oportunidad? ¡Tendría que hacerse cargo de todo el dolor que había causado 6
  • 8. y que seguiría causando! ¡Quién querría cumplir semejante ta- rea ingrata! Sumido en la amargura más grande, renunciando a la alegría de su niñez, Ismael se quedó mirando el fuego por largo tiempo. Creyó ver una luz acercándose rápidamente por la la- dera del monte, pero en ese momento se dio cuenta de que se estaba comenzando a quedar dormido, por lo que atribuyó la visión al sueño. Todo este razonamiento sucedió tan rápido, que no tuvo tiempo de cambiar de opinión cuando la luz ya es- taba muy cerca de ellos y los encandilaba. Asustados, confundi- dos y paralizados, sólo oyeron una voz estridente pero amorosa que intentaba calmarlos, diciéndoles: “¡No tengan miedo! ¡No tengan miedo!” ¡Ah! ¡Quién pudiera relatar con alguna precisión lo que ocurrió esa noche! Ellos fueron testigos de algo que no había ocurrido nunca ni volverá a ocurrir en la faz de la Tierra. Si re- sultó tan inesperado no fue porque no lo necesitaran, sino por- que no lo creían posible. Lo habían esperado, pero ¡había problemas tan grandes en su pueblo! ¿Por qué se ocuparía de ellos, del peso de sus corazones, que parecían insignificantes ante los problemas de su pueblo sometido al régimen del Im- perio? Pero el ángel les continuó diciendo: –¡Les traigo buenas noticias, noticias de bendición para ustedes y todo el pueblo...! 7
  • 9. Esa noche había unos pastores en los campos cer- canos, que estaban cuidando sus rebaños de ovejas. De repente, apareció entre ellos un ángel del Señor, y el resplandor de la gloria del Señor los rodeó. Los pastores estaban aterrados, pero el ángel los tran- quilizó. «No tengan miedo —dijo—. Les traigo bue- nas noticias que darán gran alegría a toda la gente. ¡El Salvador —sí, el Mesías, el Señor— ha nacido hoy en Belén, la ciudad de David! Evangelio según San Lucas 2: 8-11 8
  • 10. Ismael, el pastor de ovejas 1405270985184 Autor: Edgardo Cifuentes Ilustración: Soledad Lagos Permitida su reproducción y difusión, simpre y cuando sea sin fines comerciales. 9