La historia generalmente se ha contado desde tierra. Varios libros recientes coinciden ahora en
concentrarse en el mar, de su relación con la geopolítica a su papel frente al cambio climático
La diosa Nut se dobla para crear el cielo. Copia de papiro basada en la decoración del templo
egipcio de Dendera.
1. El País
Los rostros del #agua
Babelia
Juan Arnau
Los rostros del agua
La historia generalmente se ha contado desde tierra. Varios libros recientes coinciden ahora en
concentrarse en el mar, de su relación con la geopolítica a su papel frente al cambio climático
La diosa Nut se dobla para crear el cielo. Copia de papiro basada en la decoración del templo
egipcio de Dendera.
La diosa Nut se dobla para crear el cielo. Copia de papiro basada en la decoración del templo
egipcio de Dendera.
UNIVERSAL HISTORY ARCHIVE / GETTY IMAGES
Juan Arnau
JUAN ARNAU
13 ENE 2023 - 05:30 CET
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La historia se ha contado generalmente desde tierra. Donde los reinos y las naciones dibujan sus
fronteras con sangre. Varios libros recientes nos la cuentan desde el mar. Ruiz-Domènec en el
Mediterráneo, lugar de encuentros y conflictos, desde Ulises hasta las pateras. Peláez ofrece una
historia de la navegación centrada en las expediciones científicas. El agua es una sustancia móvil,
un bien público que desafía la propiedad privada. Es difícil de contener y requiere la gestión
colectiva. La relación entre el paisaje acuático y el Estado es el tema del libro de Boccaletti.
Abulafia amplía el espectro hacia una historia universal sobre las aguas, que no tienen fronteras,
pero sí dominadores. Mares y océanos como vehículos de intercambio, violento o comercial, entre
los pueblos. Una historia flotante por la que navegan mercaderes, peregrinos, piratas,
exploradores, cartógrafos, esclavos, almirantes, conquistadores, misioneros o petroleros. El
trasiego oceánico ha creado una red de intercambios, hurtos y conflictos cuya sangre se diluye y
esconde su rastro. Piulats se dirige hacia la naturaleza oculta del mar al estilo de Goethe, no sólo
mediante datos científicos, sino apoyándose en la mitología, las artes y las ciencias y las
emociones. La propuesta de An-tropocéano es más urgente: es posible convertir al océano en
nuestro aliado para mitigar los efectos del cambio climático. Para ello hay que entender el
complejo ciclo del carbono, que la oceanógrafa Cristina Romera explica con eficacia y claridad.
Estamos todos en el mismo barco. Y ese barco, como nuestros cuerpos, está hecho de agua.
Navegamos el mar y el agua navega en nosotros. No sólo procedemos del agua (el primer
organismo del planeta fue acuático), sino que respiramos gracias a ella. El agua, además, tiene su
historia. Algunos dicen que hasta recuerda. Y su mitología y espacio simbólico. Necesidad humana
ineludible (bebible, navegable, buceable). Nuestros ojos están hechos de agua, también el gigante
que nos hospeda, la “zona crítica” de la biosfera. El volumen acuático del planeta forma una
unidad. El agua nos une. Ha permitido el intercambio de mercancías, arte, creencias y filosofías;
conocer otras formas simbólicas, otros ejércitos de metáforas, como diría el bueno de Nietzsche,
que sólo bebía agua.
Sumergirse en el océano es volver al útero, que proyecta una imagen del paraíso
Sumergirse en el mar es volver al útero, cuya experiencia proyecta una imagen del paraíso. El feto
no advierte la alternancia del día y la noche, no ha formado todavía un ego, no tiene adentro ni
afuera, vive en la eternidad del instante. El agua y la luz son nuestros progenitores. El agua tiene
2. una vocación mestiza y nómada. No sabe estar sola, se mezcla y disuelve continuamente. Es
proteica, puede ser niebla, tempestad y metáfora. El tiempo fugaz e irreversible del río que, en su
huida, nos hiere. El océano, un laberinto sin muros ni ventanas (Borges). La vanidad de la burbuja,
la lágrima de la desesperación. Fue símbolo de la diosa neolítica que sustenta la vida. El agua
encarna el poder generador de la Madre. Antes de nacer, el niño es pez. La ruptura de aguas
precede al parto. En Egipto, el jeroglífico de Nut, diosa del cielo, es una jarra de agua. En Creta y
Mesopotamia hay vasijas decoradas con pechos y líneas ondulantes que prefiguran las olas del
mar y los meandros del río. La diosa serpiente Nammu, símbolo del poder dinámico del agua, da a
luz a la tierra y el cielo en el mito sumerio. Tiene la cola dentro de la boca, formando un ciclo
eterno, símbolo del cordón umbilical que conecta al feto con la madre. Ella es laberinto y conecta
este mundo con el de más allá. En Grecia, el bácu-lo de Asclepio, dos serpientes copulando,
representa la salud y la curación. Debido a que serpentea (como la sangre) y muda su piel, la
serpiente es símbolo del poder renovador del agua, que hace volver los muertos a la vida. La
serpiente es la energía enroscada en el sacro, llamada Kundalini en la India, fundamento de la
meditación. Y el poder del conocimiento entre los budistas del mahāyāna, que las serpientes
custodiaron bajo las aguas a la espera del momento propicio. El espíritu de Dios se cernía sobre las
aguas, dice en el Génesis. Viento y agua, espíritu y naturaleza. Su abrazo da lugar al mundo. Entre
medias, el fuego transformador y el lodo del cuerpo. Las cuatro articulaciones de la vida.
El agua procede del fuego. Al menos eso dice la cosmología moderna. El oxígeno de la molécula de
agua procede de los hornos estelares. Para los budistas, el fin del mundo es una renovación
obrada por el fuego, el agua y el viento, en la que el poder destructivo del agua tiene mayor
alcance que el del fuego. El fuego carece de forma, pues no sabe estarse quieto. El agua adopta
todas las formas y conoce la quietud. Es discreta en el rocío, envolvente en la niebla, ausente en
las sequías, violenta en las inundaciones, emocional en la lágrima, luminosa en el ojo. Tagore decía
que el agua simbolizaba el eterno diálogo entre el cielo y la tierra. La Tierra es el único planeta
conocido cuya presión y temperatura permiten sus tres estados. El agua líquida, el hielo y el vapor
coexisten en un precario equilibrio donde el agua experimenta todas las transiciones de fase. La
energía que absorbe cuando pasa de hielo a líquida es mayor que la del hierro o la plata. El agua es
la molécula perfecta para trasferir energía en el planeta. Esas transiciones de fase del ciclo hídrico
regulan el clima. Algunos han llegado a pensar que la vida es agua organizada. Y el ciclo hídrico, un
eterno retorno que gira configurando los diferentes rostros y esculpiendo pacientemente el
paisaje. La vida como sueño del agua ensimismada, una idea muy hindú.
Un iceberg en Groenlandia, en 2022.
Un iceberg en Groenlandia, en 2022.
KEREM YUCEL (AFP / GETTY IMAGES)
En nuestro planeta parece que el agua se ha emancipado de su padre, el fuego. El agua mantiene
caliente la superficie. No sólo es un poderoso gas de efecto invernadero, también es un factor de
amplificación. Cuanto más alta es la temperatura, más agua puede absorber la atmósfera,
volviéndose más opaca a la radiación infrarroja, incrementando así la temperatura. El vapor de
agua protege a la Tierra de los cambios en el Sol. No siempre es aconsejable quedarse cerca de un
padre iracundo, que se lo digan a los hijos de Saturno o Freud.
En la era del Antropoceno, los entusiastas de la tecnología celebran sus logros, mientras los
ecologistas lamentan sus impactos. La ciencia y la tecnología, dicen los primeros, han dado a la
humanidad el control sobre su destino. La ingenuidad del ingeniero puede ser proverbial, como la
de aquellas mentes brillantes que fabricaron la bomba en Los Álamos. Hoy los gases de efecto
3. invernadero están modificando el ciclo hidrológico del planeta. Una parte importante de esos
gases se produce de forma natural, ya sea por erupciones volcánicas o por la respiración de los
organismos. Pero el planeta tiene mecanismos para capturar y retirar parte de ese CO2 en
sumideros de carbono. Los océanos, suelos y bosques lo retiran de la circulación durante decenas
de miles de años. Así el planeta se autorregula y equilibra. La actividad humana está rompiendo
ese equilibrio.
La Tierra es el único planeta conocido cuya presión y temperatura permiten sus tres estados
El clima depende de muchos factores, no sólo de los gases de efecto invernadero, también de la
actividad volcánica y solar (el insidioso padre) y de las variaciones en la órbita del planeta (la
distancia a la que nos mantenemos). Todo parece estar cogido con alfileres. Un frágil equilibrio
que continuamente amenaza con romperse. Si los gases de efecto invernadero se disparan, la
Tierra se calentará, pero, si desaparecen, se enfriará. De ahí que el planeta haya oscilado entre
periodos glaciales y no glaciales. Esos cambios tienen un periodo de millones de años. Sin
embargo, en los 250 años transcurridos desde la revolución industrial, la concentración de CO2 en
la atmósfera ha aumentado un 48%, como muestra la curva de Keeling. Un 68% de las emisiones
se deben a la quema de combustibles fósiles y la producción de cemento; el 32% restante, a
cambios en el uso de la tierra, deforestación y prácticas agrícolas.
No podemos entender el calentamiento global sin conocer el ciclo del carbono. Casi el 20% de
nuestro cuerpo es carbono. Los principales gases de efecto invernadero son el CO2 y el metano
CH4 (este último es letal cuando lo respiramos, no deja que la sangre transporte oxígeno). El
carbono nunca va solo. Siempre se asocia con otros átomos formando moléculas. Hay moléculas
de carbono en el agua, el aire, el fuego, la tierra y los seres vivos. El carbono es lo que une a los
elementos. La cantidad de carbono del planeta se mantiene estable, no sale al espacio exterior. El
carbono es un asunto terrícola. Hay un ciclo superficial, donde el carbono recorre la atmósfera
(años), el agua y la tierra (miles de años), y un ciclo más largo y profundo en rocas y sedimentos de
la corteza y el manto terrestre (millones de años). Como se sabe, los combustibles fósiles fueron
en su día seres vivos, degradados a lo largo de miles de años por unas bacterias que no necesitan
oxígeno. Quedaron enterrados bajo capas de sedimentos y sometidos a alta presión, dando lugar
al petróleo, el gas y el carbón. La vida se recicla en combustible y el calor vivifica. Con la revolución
industrial, el carbono ha empezado a pasar del ciclo profundo al superficial. La extracción de estos
combustibles y su quema en superficie durante los últimos siglos han incrementado el flujo
superficial de CO2 y disparado la temperatura global.
Uno puede preguntarse qué tiene que ver el agua en todo esto. Mucho. El océano es unos de los
principales sumideros de carbono (junto con bosques y suelos). Todo ese carbono secuestrado,
que el planeta había retirado, regresa ahora. Es como si hubieran despertado cientos de volcanes.
La planta retira carbono de la atmósfera (CO2) y lo almacena en su organismo. Al morir, ese
carbono queda sedimentado en el suelo. Aunque, si una batería lo degrada, puede volver a la
atmósfera. Las bacterias respiran como nosotros. La especie humana sólo representa un 0,01% de
la biomasa del planeta, los animales el 0,36%, mientras que las plantas son el 82% y las bacterias el
13%. La mayoría de las bacterias son inocuas y sin ellas el planeta no sería el que es.
Los mares respiran CO2. Algunas zonas del océano lo inhalan y otras lo exhalan. El agua del norte,
más fría, capta más CO2 que en el trópico. Al enfriarse el agua y hacerse más densa, se hunde con
todo ese CO2 y comienza su viaje hacia el sur por las corrientes profundas de los océanos.
Quedará almacenado en lo hondo hasta que vuelva a la superficie y sea liberado en zonas más
4. cálidas. El calentamiento global puede reducir la capacidad del océano de captar CO2, lo que
incrementaría el efecto invernadero. El océano atrapa carbono, pero también lo libera. Pero capta
más que libera. Esa capacidad de captar CO2 es limitada. Ahora captura un tercio de los gases
liberados por la actividad humana. No es fácil predecir dónde va a acabar todo ese exceso de
carbono.
El error moderno es suponer que no somos naturaleza o que esta trabaja a nuestro servicio
El océano y el clima van de la mano. Los mares almacenan el llamado “carbono azul”. Las praderas
marinas y los manglares retienen gran cantidad de carbono. Si protegemos esos entornos,
evitamos que ese carbono vuelva a la atmósfera. El plancton vive a cientos de metros de
profundidad. Por la noche asciende a la superficie para alimentarse. También lo hacen los
calamares, para alimentarse al abrigo de la oscuridad. Suben de noche y bajan de día. El alimento
está arriba, como para místicos o lectores. La migración vertical de organismos marinos es como la
migración de las golondrinas, las mariposas o los ñus. Estas criaturas microscópicas se desplazan,
como las personas migrantes, en busca de alimento. El tiempo tiene distintas velocidades para
todas ellas. Un día para un microorganismo puede ser como un año para un ave. El planeta
también migra. Gira continuamente para rociarse de sol. El sistema solar migra a su vez. Y la
galaxia alrededor del Gran Atractor. Somos seres migrantes y lo que llamamos universo tiene una
naturaleza itinerante y acéntrica (o, mejor, multicéntrica). El centro del universo se encuentra en
cada ser vivo. Y todo está lleno de vida. Una gran escala del ser como la que proponía Platón en el
Timeo. Seres dentro de seres.
La vida no es tanto adaptación al entorno como la creación de entornos. El bosque amazónico
tiene cierta autonomía y produce la lluvia que necesita. Los árboles, cuando necesitan agua,
generan más vapor, que se convierte en nubes y lluvia. Bombean agua del suelo a la atmósfera (la
suben y transpiran a través de sus copas). El principio antrópico rige aquí. Vemos el universo en la
forma en que lo vemos porque existimos. No es posible dejar al espectador fuera de la ecuación.
Cualquier teoría válida sobre el universo tiene que ser consistente con la existencia del ser
humano. Una verdad de Perogrullo que ignoran muchos modelos de universo. Lo que es evidente
es que, como civilización, hemos perdido la conexión con la naturaleza. Los indígenas nos lo
recuerdan. Ellos son sus custodios. El error moderno ha sido suponer que no somos naturaleza o
que la naturaleza estaba a nuestro servicio. No hay aquí buenismo ni ingenuidad alguna. Cuidar la
naturaleza es cuidarnos a nosotros mismos. Ahora somos el lado oscuro de la naturaleza, la
pregunta es si queremos seguir siéndolo.
Lecturas
Antropocéano. Cristina Romera. Espasa, 2022. 256 páginas 19,90 euros.
Agua. Giulio Boccaletti. Traducción de Margarita Estapé. Ático de los Libros, 2022. 512 páginas
26,90 euros.
Planeta océano. Javier Peláez. Crítica, 2022. 504 páginas 23,90 euros.
Un mar sin límites. David Abulafia. Traducción de Tomás Fernández Aúz. Crítica, 2021. 1.392
páginas, 38,90 euros.
El sueño de Ulises. José Enrique Ruiz-Domènec. Taurus, 2022. 512 páginas 21,90 euros.
5. Somos agua que piensa. Joaquín Araújo. Crítica, 2022. 336 páginas 19,90 euros.
Descubre la oculta naturaleza del mar. Octavi Piulats. Carena, 2018. 144 páginas, 14 euros.