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LA INMORTALIDAD DEL ALMA O LA RESURRECCIÓN
                                             DE LOS CUERPOS
                               EL TESTIMONIO DEL NUEVO TESTAMENTO


                                                                                               OSCAR CULLMANN
                                                          PROFESOR DE LAS UNIVERSIDADES DE PARÍS y DE BASILEA
                                                                     TRADUCCIÓN DEL FRANCÉS POR ELOY REQUENA
                                                                                                             STVDIVM,
                                                                                          ediciones Bailén, 19 Madrid-13

                                                     PRÓLOGO


La presente obra reproduce un trabajo que acabamos de publicar en Suiza1, del cual ha
parecido ya un resumen en diferentes publicaciones francesas. Ninguna de nuestras restantes
publicaciones ha suscitado reacciones tan vivas como ésta, entusiastas las unas,
violentamente hostiles las otras. Los redactadores de las publicaciones en cuestión han tenido
la deferencia de remitirnos algunas de las cartas de protesta que han recibido de sus lectores.
A uno de sus corresponsales, nuestro artículo le ha inspirado la siguiente amarga reflexión: "Al
pueblo francés que muere porque le falta el pan de vida, se le brindan piedras en lugar de pan,
cuando no son ya escorpiones." Otro parece tomarnos por una especie de monstruo que se
complace en suscitar la turbación en las almas. "¿M. Cullman, escribe, tiene una piedra en
lugar de corazón?" Para un tercero, nuestro estudio ha sido "objeto de extrañeza, de tristeza y
de viva inquietud". Algunos amigos que han seguido nuestros trabajos anteriores con interés y
simpatía nos han participado la pena que el presente les ha causado. En otros hemos
advertido un disgusto que han intentado ocultar en un silencio elocuente.
           Nuestros interlocutores pertenecen a los campos más diversos. El contraste que, por
amor a la verdad, hemos creído un deber destacar entre la esperanza animosa y alegre del
cristianismo primitivo respecto a la resurrección de los muertos y la serena expectación
filosófica de una supervivencia del alma inmortal, ha disgustado por igual a buen número de
creyentes sinceros de todas las confesiones2 y de todas las tendencias teológicas y a
personas que, sin estar exteriormente desvinculadas del cristianismo, poseen, sin embargo,
convicciones de inspiración más bien filosófica.
  1
      Homenaje ofrecido a KARL BARTH con ocasión de sus setenta años, publicado en Reinhardt, Basilea, 1956

(Theologische Zeitschrift, n. 2, p. 126 ss.). Ver también Verbum Caro, 1956, p 58 ss.
  2
      Sin embargo, hasta ahora las principales protestas se nos han dirigido del lado protestante
Ni unos ni otros han intentado hasta ahora refutarnos en el plano exegético, que es
precisamente el de nuestro trabajo.


Este singular acuerdo se nos antoja sintomático de la universalidad del error, consistente en
atribuir al cristianismo primitivo la creencia griega en la inmortalidad del alma. Por otra parte,
espíritus tan diferentes como los que acabamos de caracterizar coinciden en la incapacidad
común de escuchar con toda objetividad lo que nos enseñan los textos sobre la fe y la
esperanza de los primeros cristianos, sin mezclar en la interpretación de tales textos sus pro-
pios deseos y opiniones predilectas. Esta incapacidad de escuchar resulta sorprendente, lo
mismo por parte de intelectuales adictos a los principios de una sana exégesis científica que
por parte de creyentes que pretenden basarse en la revelación de la Palabra sagrada. Las
polémicas suscitadas por nuestro trabajo nos impresionarían más si se nos opusieran
argumentos exegéticos. En lugar de ello, se nos combate con consideraciones completamente
generales de orden filosófico, psicológico y, sobre todo, sentimental. Se nos arguye: "Yo
puedo admitir la inmortalidad del alma, pero no la resurrección del cuerpo", o bien: "No puedo
creer que nuestros queridos difuntos no hagan más que dormitar durante un período indeter-
minado y que yo mismo haya de limitarme a ello, en espera de la resurrección."
¿Es realmente necesario recordarles hoy a intelectuales, creyentes o no, que existe una di-
ferencia entre admitir como cierto el hecho de que semejante creencia fue sostenida por Só-
crates y compartir su creencia? ¿Entre reconocer esa esperanza como propia de los primeros
cristianos y compartir esa esperanza?
Se trata en primer lugar de escuchar lo que dice Platón y lo que afirma San Pablo. Se puede ir
más lejos. Es posible respetar, e incluso admirar, ambas enseñanzas. Y ¿cómo no hacerlo,
sobre todo cuando se las relaciona con la vida y la muerte de sus mismos autores? Pero ello
no es razón suficiente para negar que existe una diferencia radical entre la esperanza cristiana
de la resurrección de los muertos y la creencia griega en la inmortalidad del alma. La
admiración, por sincera que sea, hacia las dos concepciones no puede darnos pie para
pretender, contrariamente a nuestra convicción profunda y contrariamente a la evidencia
exegética, que son compatibles la una con la otra. Que es posible establecer ciertos puntos de
contacto entre ellas, lo hemos demostrado en nuestro trabajo. Ello no obsta para que la
inspiración fundamental permanezca radicalmente diferente.

  El hecho de que el cristianismo ulterior haya establecido más tarde un nexo entre esas dos
creencias y que el cristiano medio siga hoy confundiéndolas pura y simplemente, no ha podido
decidirnos a guardar silencio respecto a lo que, con la gran mayoría de los exégetas, tenemos
por verdadero, y ello tanto menos cuanto que el nexo establecido entre la expectación de la
"resurrección de los muertos" y la creencia en "la inmortalidad del alma" no es en realidad un
nexo, sino una renuncia a una de ellas en favor de la otra; se ha sacrificado el capítulo XV de
la primera carta a los Corintios al Fedón. De nada sirve camuflar aquí este hecho, como se
hace hoy con tanta frecuencia, combinando lo que en realidad es incompatible, con el
siguiente pretexto un tanto simplista: lo que en la doctrina cristiana nos parece irreconciliable
con la creencia en la inmortalidad del alma --o sea, justamente la resurrección propiamente
dicha-- no sería una afirmación esencial para los primeros cristianos, sino una simple acomo-
dación a las expresiones mitológicas del pensamiento de su tiempo; la intención profunda que
constituye su sustancia referiría también a la inmortalidad del alma. Es preciso, por el
contrario, reconocer lealmente que justamente lo que distingue a la esperanza cristiana de la
creencia griega constituye el centro mismo de la fe del cristianismo primitivo. Si el intérprete no
puede aceptarla como fundamental, no debe concluir de ahí que tampoco es fundamental para
los autores que estudia.


  Ante las reacciones negativas y la inquietud suscitada por la publicación de nuestra tesis en
diferentes diarios, ¿no hubiéramos debido, por caridad cristiana, interrumpir la discusión en
lugar de publicar nuestro trabajo en forma de folleto? Nuestra decisión ha sido dictada por la
convicción de que no solamente desde el punto de vista científico, sino desde el punto de vista
cristiano, puede haber escándalos saludables. Nos limitaremos únicamente a pedir a nuestros
lectores que se tomen la molestia de leer nuestro estudio hasta el fin.


  Hemos considerado en él la cuestión en una perspectiva exegética. Al estudiarla desde el
punto de vista cristiano, nos permitimos recordar a nuestros interlocutores que, al poner en
primer plano, como lo hacen ellos, su deseo personal y la manera como ellos querrían sobrevi-
vir y como querrían que sobrevivieran los demás, dan la razón sin quererlo a los adversarios
del cristianismo que no cesan de repetir que la fe de los cristianos no es otra cosa que la pro-
yección de sus deseos. Realmente, ¿no estriba la grandeza de la esperanza cristiana que nos
hemos esforzado en exponer en no partir de nuestro deseo personal, sino en situar nuestra
resurrección en el marco de una redención cósmica, de una nueva creación del universo?
   No desestimamos en modo alguno la dificultad que se puede experimentar en compartir
esta fe, y gustosos reconocemos lo difícil que es hablar de nuestro tema de una manera com-
pletamente desinteresada, cuando las tumbas abiertas nos recuerdan sin cesar que no se
trata simplemente de una discusión académica. Pero ¿no constituye eso una razón más para
buscar la verdad y la claridad en este terreno más todavía que en otros? El medio mejor de
conseguirlo no es ciertamente partir del equívoco, sino comenzar por exponer sencillamente,
lo más fielmente posible, gracias a los medios que tenemos a nuestra disposición, la
esperanza de los autores del Nuevo Testamento, mostrar la sustancia de esa esperanza y
probar, por duro que nos parezca, lo que la separa de las restantes creencias que nos son
queridas. Al examinar en primer término de una manera objetiva la expectación de los
primeros cristianos en todo lo que puede ofrecer de extraño para el punto de vista de las
opiniones por nosotros recibidas, ¿no echamos por el único camino posible que puede
conducimos a pesar de todo, no solamente a comprenderla mejor, sino a comprobar también
que no es tan imposible de admitir como lo creemos?


  Tenemos la impresión de que algunos de nuestros lectores ni siquiera se han molestado en
leer nuestro trabajo hasta el final. La confrontación de la muerte de Sócrates con la de Jesús
parece haberlos escandalizado e irritado hasta tal punto, que no han seguido adelante y ni
siquiera se han enterado de lo que decíamos de la fe del Nuevo Testamento en la victoria de
Cristo sobre la muerte.


   Para muchos de los que nos han atacado, el motivo de "tristeza y de inquietud" no es sola-
mente la distinción que establecemos entre resurrección de los muertos e inmortalidad del
alma, sino ante todo el lugar que, con todo el cristianismo primitivo, creemos deber atribuir, en
su esperanza, al estado intermedio de todos los que han muerto y mueren en Cristo antes del
fin de los tiempos, estado que los autores del siglo 1 designan con el término de sueño1. Y la
protesta contra esa idea de un estado de espera provisional es tanto mayor cuanto que al
menos se quisiera contar con precisiones sobre ese sueño de los muertos, los cuales,
despojados de su cuerpo carnal, permanecen todavía privados del cuerpo de resurrección, al
mismo tiempo que están en posesión del Espíritu Santo. No se quiere darse por satisfechos
con la discreción que los escritos del Nuevo Testamento, incluido San Pablo, guardan al res-
pecto, ni tampoco contentarse con la gozosa seguridad

   1
       Como es sabido, el estado intermedio entre esta vida y la gloria es, en la doctrina católica, el purgatorio, cuya
existencia rechaza el autor (cf.p 61, n.s) (N de la E)
del Apóstol, el cual afirma que la muerte no podrá ya separar de Cristo al que posee el Espíritu
Santo: "Ora vivamos, ora muramos, pertenecemos a Cristo."
  A los que encuentran completamente inaceptable esta idea de sueño, nos sentimos tenta-
dos a preguntarles, dejando a un lado entonces resueltamente el plano de la exégesis que es
el de nuestro estudio, si nunca les ha ocurrido tener al dormir un sueño maravilloso que les ha
hecho más felices que cualquier experiencia, aunque no hayan hecho otra cosa que dormir.
¿No podría ser esto una imagen, por supuesto imperfecta, para ilustrar el estado de
anticipación en el que, según San Pablo, se encuentran los muertos en Cristo durante su
sueño, en espera de la resurrección de los cuerpos?


  Sin embargo, no pretendemos evitar el escándalo con ello, atenuando lo que hemos dicho
sobre el carácter provisional e imperfecto de ese estado. Pero queda en pie que, según los
primeros cristianos, la vida plena y verdadera de la resurrección no es concebible sin el nuevo
cuerpo, sin el "cuerpo espiritual", del que serán revestidos los muertos, cuando sean creados
de nuevo el cielo y la tierra.

  En nuestro trabajo hemos remitido por dos veces al retablo de Isenheim del pintor medieval
Grünewald. Es el cuerpo resucitado lo que él ha pintado, y no el alma inmortal. También otro
artista, Juan Sebastián Bach, nos hace escuchar, en el credo de la misa en si, la interpretación
musical de las palabras del viejo símbolo que reproducen fielmente la fe del Nuevo
Testamento en la resurrección de Cristo y en nuestra resurrección. Es el hecho de la
resurrección del cuerpo y no la inmortalidad del alma lo que la música jubilosa del gran
compositor ha querido expresar: Et resurrexit tertia die... Expecto resurrectionem mortuorum
et vitam venturi saeculi. Y Haendel, en la parte final de su Mesías, nos permite presentir por
medio de la música lo que entiende San Pablo por el sueño de los que duermen en Cristo, así
como, de otra parte, en el canto de triunfo, su expectación de la resurrección final, que
sobrevendrá en el momento en que se oiga "la última trompeta" y en el que seremos "todos
cambiados".
  Compartamos o no esta esperanza, hemos de reconocer por lo menos que los artistas, en
este caso, han sido los mejores exégetas de la Biblia.
INTRODUCCIÓN


     Hacedle a un cristiano, protestante o católico, intelectual o no, la pregunta siguiente: ¿Qué
enseña el Nuevo Testamento sobre la suerte individual del hombre después de la muerte?
Con raras excepciones, recibiréis siempre la misma respuesta: la inmortalidad del alma. Y sin
embargo, esta opinión, por difundida que esté, es uno de los errores más graves en relación
con el cristianismo. Es inútil querer pasar el hecho en silencio o encubrirlo con interpretaciones
arbitrarias que violentan el texto. Más bien habría que hablar abiertamente. La concepción de
la muerte y de la resurrección, tal como se va a exponer en estas páginas 1, hunde sus raíces
en la historia de la salvación. Determinada toda ella por esta historia, es incompatible con la
creencia griega en la inmortalidad del alma. A la mentalidad moderna le resulta chocante, y sin
embargo se nos presenta como elemento constitutivo de la predicación de los primeros
cristianos, que no es posible abandonar o eludir con una interpretación de corte moderno, sin
que con ello el Nuevo Testamento quede privado de su sustancia.
     ¿O es que la fe de los primeros cristianos en la resurrección es compatible a pesar de todo
con la concepción de la inmortalidad del alma? ¿No enseña el Nuevo Testamento también, y
sobre todo el Evangelio de Juan, que poseemos ya la vida eterna? ¿Y no es realmente la
muerte, en el Nuevo Testamento, el "último enemigo"? ¿Se la concibe verdaderamente de una
manera diametralmente opuesta al pensamiento griego, que ve en ella un amigo? No escribe
el apóstol Pablo: "Oh muerte, ¿dónde está tu aguijón?"

1
    Ver también O. CULLMANN, "La fe en la resurrección y la esperanza de la resurrección en el Nuevo Testamento",
Etudes théologiques et religieuses, 1943, p. 3 ss.; "Cristo y el tiempo", Delachaux et Niestlé, Neuchâtel y París,
1947, p. 167 ss. (ed. españ., Editorial Estela, Barcelona); Ph. H. Menoud, "La suerte de los difuntos", Delachaux et
Niestlé, Neuchatel y París, 1945 (Cahiers théologiques de l`actualité protestante, 9); R. MEHL, Der Letzte Feind (El
último enemigo), 1954.



     Este equívoco tan ampliamente difundido, según el cual el Nuevo Testamento enseñaría la
inmortalidad del alma, se ve favorecido por el hecho de que los primeros discípulos tuvieron a
partir de Pascua la convicción inquebrantable de que con la resurrección corporal de Cristo la
muerte perdió todo su aspecto terrorífico2 y que desde aquel momento el Espíritu Santo hizo
nacer a la vida de la resurrección al que cree. Pero en esta afirmación, de acuerdo con el
Nuevo Testamento, es preciso subrayar las palabras “a partir de Pascua", lo cual demuestra
todo el abismo que separa a pesar de todo la concepción de los primeros cristianos de la
concepción griega. El pensamiento entero de la Iglesia primitiva está orientado en el sentido
de la historia de la salvación. Todo lo que se afirma sobre la muerte y la vida eterna depende
por completo de la fe en un hecho real, en los acontecimientos reales que se desarrollaron en
el tiempo. Ahí es donde reside la diferencia radical con el pensamiento griego. Como hemos
querido demostrarlo en nuestro libro, Cristo y el tiempo, esta concepción pertenece a la
sustancia misma de la fe de los primeros cristianos, a su esencia, que no es posible
abandonar ni cambiar por una interpretación de corte moderno 3.

En el Nuevo Testamento, la muerte y la vida están ligadas a la historia de Cristo. 'Es claro, por
tanto, que para los primeros cristianos el alma no es inmortal en sí, sino que lo llega a ser
únicamente por la resurrección de Jesucristo, "el primogénito de entre los muertos", y por la fe
en Él. Es claro igualmente que de suyo la muerte no es "el amigo"; solamente por la victoria
conseguida sobre ella por Jesús, en su muerte y resurrección corporal, ha quedado
desvirtuado su "aguijón" y vencido su poder. Es claro, finalmente, que la resurrección del alma
que ya ha tenido lugar, no es todavía de perfección; hay que esperarlo hasta que nuestro
cuerpo haya resucitado; y ello será al final de los tiempos.




  2
      París, 1947, p.167 ss. (ed. españ., Editorial Estela, Barcelona); Ph. H. Menoud, “La suerte de los difuntos”,
Delachaux et Niestlé, Neuchatel y París, 1945 (Cahiers théologiques de l`actuslité protestante, 9); R. Mehl, Der
Letzte Feind (El último enemigo), 1954.
  3
      Mas, con todo, no de tal manera que la Iglesia primitiva pudiera decir que era natural morir. Esta expresión que
KARL BARTH ha empleado en un estudio, por lo demás muy impresionante, sobre la concepción negativa de la
muerte como "último enemigo" (La Teología dogmática, III, 2, 1948, p. 776 ss.), no nos parece tener fundamento en
el Nuevo Testamento; ver, por ejemplo, 1 Cor 11, 30 (y luego, p. 49 y 53).


  Es falso ver ya en el Evangelio de Juan una tendencia a la doctrina griega de la inmortalidad
del alma; porque también él vincula la vida eterna a la historia de Cristo 4. Es cierto que dentro
de esa historia los acentos están diversamente distribuidos en los varios libros del Nuevo
Testamento. Sin embargo, el fundamento de la doctrina entera les es común a todos; es la
historia de la salvación 5. Es verdad que tenemos que reconocer la posibilidad de una
influencia griega en el cristianismo naciente, ya desde el comienzo 6; pero mientras las
nociones griegas estén sometidas a esta visión de conjunto de la historia salvífica, no se
puede hablar de una verdadera helenización 7. Ésta no comenzará hasta más tarde.
     La concepción bíblica de la muerte se funda, por consiguiente, en una historia salvífica, y,
por tanto, ha de diferenciarse totalmente de la concepción griega; nada lo prueba mejor que la
confrontación de la muerte de Sócrates y de la muerte de Jesús; confrontación que, desde la
antigüedad, si bien con una intención del todo diversa, fue intentada por los adversarios del
cristianismo 8.


3
    Esta demostración ha sido la verdadera finalidad que hemos perseguido en nuestro libro, y no ha sido nuestra

intención la que erróneamente se nos ha atribuido, de haber querido tratar el problema "tiempo y eternidad".
4
    En este Evangelio no estamos todavía, para expresarlo con términos de R. BULTMANN, en el camino de la
"desmitologización", ya que este escrito está también orientado en el sentido de la historia de la salvación.
5
    Ver Bo REICKE, "Einheitlichkeit oder verschiedene Lehrbegriffe in der neutestamentlichen Theologie" (Unidad o
diversidad doctrinal en la teología neotestamentaria), Theol. Zeitschr., 9, 1953, p. 401 ss.
6
    Y ello tanto más que los textos de Qumrán prueban que ya la rama del judaísmo con la cual se relaciona el
cristianismo más en particular está influenciada por el helenismo. Ver O. CULLMANN, "The Significance of the
Qumrán Texts for Research into the Beginnings of Christianity" (Significado de los textos de Qumrdn para la
investigación de comienzos del cristianismo), Journ. of Bibl. Lit. 74, 1955, p. 213 ss;; ver igualmente R. BULT-

MANN, Theologie des N. T., 1953, p. 361, n. 1.
7
    Habría que hablar más bien de una "historización" cristiana (en el sentido de la historia de la salvación) de las
nociones griegas. Solamente en este sentido, y no en el que le da R. BULTMANN, los mitos del Nuevo Testamento
están ya "desmitificados" por los autores cristianos mismos.
8
    Ver loa textos en E. BENZ, Der Gekreuzigte Gerechte bei Plato, im Neuen Testament und in der alten Kirche,
1950.
CAPÍTULO I


EL ÚLTIMO ENEMIGO: LA MUERTE SÓCRATES Y JESÚS


  En la impresionante descripción de la muerte de Sócrates que traza Platón en su Fedón,
leemos lo que de más sublime se ha escrito sobre la inmortalidad del alma. Precisamente la
reserva, la prudencia científica y la renuncia deliberada a toda demostración matemática le
dan a su argumentación un valor que no ha sido nunca superado. Conocemos las razones que
el filósofo griego alega en favor de la inmortalidad del alma. Nuestro cuerpo no es más que
una vestidura exterior, la cual, mientras vivimos, le impide a nuestra alma moverse libremente
y vivir de acuerdo con su propia naturaleza eterna. Le impone una ley que no vale para ella.
De esta manera, el alma se encuentra encerrada en el cuerpo como en una camisa de fuerza,
en una prisión. Pero la muerte es la gran libertadora. Ella corta las ligaduras, dejando que el
alma salga de la prisión del cuerpo y conduciéndola a su patria eterna. Siendo cuerpo y alma
radicalmente diferentes y perteneciendo a dos mundos distintos, la destrucción del primero no
puede coincidir con la destrucción del alma, lo mismo que una obra de arte no puede quedar
destruida por serlo el instrumento de la misma. Aunque las pruebas alegadas en favor de la
inmortalidad del alma no poseen para el mismo Sócrates el valor de una prueba matemática,
no por eso están para él menos provistas del más alto grado de probabilidad posible y hacen
tan probable la inmortalidad, que se convierte para el hombre, para servirnos del término que
leemos en el Fedón, en un "hermoso riesgo".


  Esta doctrina, el gran Sócrates no se limitó a enseñarla, cuando el día de su muerte exa-
minaba con sus discípulos los argumentos filosóficos en favor de la inmortalidad del alma. En
aquel mismo momento vivió las enseñanzas que ha dado. Mostró con su propio ejemplo
cómo, al ocuparnos de las verdades eternas de la filosofía, trabajamos desde ahora en libertar
a nuestra alma. Porque la filosofía nos permite desde ahora penetrar en ese mundo eterno de
las ideas, al cual pertenece nuestra alma, liberándola así de la cárcel del cuerpo. La muerte no
hará otra cosa que consumar esa liberación. Por eso Platón nos muestra cómo Sócrates, con
una calma y una serenidad absolutas, va al encuentro de la muerte. La muerte de Sócrates es
una muerte hermosa. El horror está completamente ausente de ella. Sócrates no podría temer
la muerte, puesto que ella nos libera del cuerpo. El que teme la muerte demuestra, según él,
que ama al cuerpo y que es esclavo del mundo visible. La muerte es la gran amiga del alma.
Así lo enseña y así es como muere en admirable armonía con sus enseñanzas, ese hombre
que personifica el genio griego en lo que tiene de más noble.


  Y ahora, escuchemos de qué manera muere Jesús. En Getsemaní sabe que le espera la
muerte, lo mismo que lo sabe Sócrates el día de su discusión con sus discípulos. Los evan-
gelios sinópticos están de acuerdo entre sí, grosso modo, en lo que se refiere al hecho de
Getsemaní. Jesús comienza a "temblar y a angustiarse", escribe Marcos (14, 34). "Mi alma
está triste hasta la muerte", dice a sus discípulos1. Jesús es tan completamente hombre, que
comparte el miedo natural que nos inspira la muerte, como el Hijo divino del hombre y servidor
de Dios, ha de experimentarlo, e incluso más terriblemente que los demás hombres 2. Tiene
miedo, no como un cobarde, ni de los hombres que le dan muerte, ni de los dolores que
preceden a la muerte, sino miedo de la muerte misma, porque es la gran potencia del Mal. La
muerte para Él no es una cosa divina. Es una cosa horrible. Jesús no quiere estar solo en
aquellos momentos. Sabe que su Padre le ha sostenido siempre. A Él corre en aquel
momento decisivo, como lo ha hecho durante toda su vida terrena. Va a Él con la angustia
plenamente humana que le inspira la muerte, la gran enemiga. Es del todo inútil querer
eliminar del relato evangélico mediante toda la suerte de explicaciones artificiales ese miedo
de Jesús.


  1
      A pesar del paralelo Jonás 4, 9, sobre el cual llaman la atención E. KLOSTERMANN, Das Markusevangelium,
ed. 3.", 1936, ad loc., y E. LOHMEYER, Das Évangelium des Markus, 1937, ad loc, la explicación: "estoy tan triste,
que preferiría morir', nos parece del todo improbable en esa situación en que Jesús sabe que ha de morir (la
institución de la Cena); la interpretación de J. WEISS, Das Markus-Evangelium, 3." ed., 1917, ad loc.: "mi tristeza
es tan grande, que sucumbo bajo su peso", nos parece imponerse, sobre todo, a la luz de Marcos 15, 34. Las
palabras (Lucas 12, 50) "y qué angustia es la mía, hasta que el bautismo (= la muerte) se cumpla", sugieren la
misma explicación de nuestro pasaje.
  2
      Algunos comentaristas antiguos, y otros más recientes, como J. WELLHAUSEN, Das Evangelium Marci, 2.&
ed., 1909, ad loc.; J. SCHNIEWIND, en N. T. Deutsch, 1934, ad loc.; E. LoHMEYER, Das Evang6lium des Markus,
1937, ad loc., buscan en vano escapar a esta consecuencia, que por lo demás está sugerida igualmente por las
fuertes expresiones griegas "temblar" y "angustiarse"; proponen explicaciones que no están de acuerdo con la
situación en la que Jesús sabe ya que ha de sufrir por los pecados de su pueblo (santa Cena). En Lucas 12, 50 re-
sulta del todo imposible eliminar esta angustia ante la muerte, y teniendo en cuenta las palabras de Jesús sobre la
cruz (Mc 15, 34), no se puede explicar a Getsema. ni más que por la angustia ante el abandono al que la muerte, el
gran enemigo de Dios, va a condenar a Jesús.


  Los enemigos del cristianismo, que ya en la antigüedad subrayaban el contraste entre la
muerte de Sócrates y la muerte de Jesús, vieron aquí con más claridad que los comentaristas
cristianos. Jesús tiembla realmente ante el gran enemigo de Dios. Nada de la serenidad de
Sócrates, el cual va serenamente al encuentro de la muerte, la gran amiga. Jesús suplica a
Dios que le exima de pasar por el trance de la muerte. Naturalmente, sabe ya de antemano
que ésa es la misión que se le ha confiado, sufrir la muerte, y ya antes lo había dicho: "Con un
bautismo he de ser bautizado, ¡y cuál es mi angustia hasta que se cumpla!" (Lc. 12, 50). Pero
ahora, que el enemigo de Dios se encuentra delante de Él, suplica al Padre, cuya
omnipotencia conoce: "Todo te es posible; haz que pase de Mí este cáliz" (Mc. 14, 36). Y
cuando añade: "No obstante, no se haga lo que Yo quiero, sino lo que Tú", ello no significa
que en último análisis considera, a pesar de todo, a la muerte como la amiga libertadora, a la
manera de Sócrates. Simplemente quiere decir: si, de acuerdo con tu voluntad, he de pasar
por este amargo trance de la muerte, me someto a este horror.


Jesús sabe que la muerte, de suyo, por ser la enemiga de Dios, significa aislamiento extremo,
soledad radical) Por eso suplica a Dios. En presencia del gran enemigo de Dios, no quiere
estar solo. Sin embargo; forma parte por así decirlo de la esencia misma de la muerte que le
separe de Dios. Mientras se encuentre en sus manos, no estará en manos de Dios, sino en las
manos del enemigo de Dios. Jesús querría permanecer unido a Dios tan estrechamente como
lo ha estado durante toda su vida terrena. Pero en aquel momento no solamente busca la
presencia de Dios, sino incluso la de los discípulos. Reiteradamente interrumpe su oración y
va junto a sus discípulos más íntimos, los cuales intentan luchar con el sueño, para no
dormirse cuando vengan a detener a su Maestro. Lo intentan, pero no lo consiguen, y Jesús
tiene que despertarles una y otra vez: ¿Por qué quiere que velen? No quiere estar solo. Ni
siquiera de los discípulos, cuya flaqueza, sin embargo, conoce, ni siquiera de ellos quiere
verse abandonado en el momento en que la muerte, la enemiga terrible de Dios va a
abalanzarse sobre Él. Quiere estar rodeado de la vida, de la vida que bulle en sus discípulos:
"¿No podéis velar una hora conmigo?"


  ¿Se puede concebir mayor contraste que el que existe entre la muerte de Sócrates y la
muerte de Jesús? Sócrates, el cual, como Jesús, el día de su muerte se encuentra rodeado de
sus discípulos, discute con ellos sobre la inmortalidad con una serenidad sublime; Jesús, el
cual unas horas antes de su muerte está allí temblando e implorando a sus discípulos que no
le dejen solo. La carta a los hebreos, que más que cualquier otro escrito del Nuevo
Testamento subraya la plena divinidad (c.1,10), pero también la plena humanidad de Jesús,
llega en su descripción de la angustia de Jesús frente a la muerte más lejos todavía que los
sinópticos. Se nos dice que Jesús "ofreció oraciones y súplicas con poderosos clamores y
lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte" (5, 7)3. Por tanto, según la carta a los
hebreos, Jesús clamó y lloró frente a la muerte. Por un lado, Sócrates, el cual con calma y
serenidad habla de la inmortalidad del alma: por otro, Jesús, el cual clama y llora


     Luego, la escena de la misma muerte. Con una calma soberana, Sócrates bebe la cicuta;
Jesús, por el contrario, clama con las palabras del salmo: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?", y muere lanzando otro grito inarticulado (Mc. 15, 37). No es la muerte
amiga del hombre. Es la muerte en todo su horror. Es verdaderamente el último enemigo de
Dios. Así es como las palabras del Apóstol designan a la muerte: el último enemigo (1 Cor. 15
26). Aquí se percibe el abismo entre el pensamiento griego, por una parte, y la fe judía y
cristiana, por otra4. Al servirse de otras expresiones, el autor del Apocalipsis considera
igualmente la muerte como el último enemigo, cuando describe cómo, al final, es arrojada en
el estanque de fuego (20, 14).


Siendo enemiga de Dios, nos separa de Él, que es vida y creador de toda vida. Jesús, que
está completamente unido con Dios, más unido que lo haya estado jamás hombre alguno, ha
de experimentar la muerte de una manera mucho más horrible que cualquier otro hombre.
Jesús ha de sentir ese aislamiento, esa separación de Dios, que en el fondo es la única situa-
ción que realmente se ha de temer, de una manera infinitamente más intensa que los otros,
precisamente porque se encuentra tan estrechamente unido a Dios. He ahí por qué clama a
Dios con el Salmista: "¿Por qué me has abandonado?" En aquel momento se encuentra
verdaderamente en manos de la gran enemiga de Dios, la muerte. Hay que estar reconocidos
al evangelista de no haber atenuado en nada su descripción.
3
    La relación con Getsemaní nos parece indiscutible; ver también J. HÉRING, L'Epitre aux Hébreux, 1954,
    ad loc
4
    J. LEIPOLDT, Der Tod bei Griechen und Juden (La muerte entre los griegos y los judíos), 1942, ha planteado el
problema en una perspectiva completamente falsa. Es cierto que se distingue claramente la concepción griega de
la muerte, con razón, de la concepción judía. Pero la preocupación de Leipoldt por identificar constantemente la
concepción cristiana con la de los griegos y de separarla de la concepción judía, quizá se explique únicamente si se
toma en consideración el año de la aparición de ese libro, y la serie en la cual ha visto la luz (Germanentum,

Christentum und Judentum).
Acabamos de comparar la muerte de Sócrates con la de Jesús. Porque nada muestra mejor
la radical diferencia entre la doctrina griega de la inmortalidad y la fe cristiana en la
resurrección. Por haber pasado realmente Jesús por la muerte en todo su horror, no sola-
mente en su cuerpo, sino precisamente también en su alma ("Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?"), debe y puede ser para el cristiano que ve en Él al redentor, el que
triunfa de la muerte misma en su propia muerte. Donde la muerte es concebida como el
enemigo de Dios, no puede existir "inmortalidad" sin una obra óntica de Cristo, sin una historia
salvífica, en la que la victoria sobre la muerte es el centro y el fin. Esa victoria no puede conse-
guirla Jesús persistiendo en la vida simplemente como alma inmortal, por tanto, en el fondo,
sin morir. No, únicamente puede vencer a la muerte muriendo realmente, pasando al dominio
mismo de la muerte, la gran destructora de la vida, dominio de la nada, de la separación de
Dios. Cuando se quiere vencer a uno hay que pasar a su terreno. El que quiere vencer a la
muerte, ha de morir; pero, repitámoslo, ha de dejar verdaderamente de vivir, no continuar
simplemente viviendo en cuanto alma inmortal, sino perder el bien más precioso que Dios nos
ha dado: la vida misma. He ahí por qué Marcos, el cual, sin embargo, presenta a Jesús como
Hijo de Dios, no ha intentado atenuar en absoluto el aspecto horrible, plenamente humano, de
la muerte de Jesús.
  Si la vida ha de salir de esa muerte, es necesario un nuevo acto creador de Dios, que llame
a la vida no solamente a una parte del hombre, sino al hombre todo entero, todo lo que Dios
ha creado, todo lo que la muerte ha destruido. Para Sócrates y Platón, no hay necesidad
alguna de un acto creador. Porque para ellos, el cuerpo es malo y no ha de continuar viviendo.
Y la parte que ha de continuar viviendo, el alma, no muere en absoluto. Si queremos
comprender la fe cristiana en la resurrección, hemos de hacer plenamente abstracción de la
idea griega, según la cual la materia, el cuerpo, sería malo y habría de ser destruido, de suerte
que la muerte del cuerpo no significaría en modo alguno destrucción de vida verdadera. Para
el pensamiento cristiano (y judío), también la muerte del cuerpo significa destrucción de la vida
creada por Dios. No existe diferencia. La vida de nuestro cuerpo es vida verdadera. La muerte
es la destrucción de 'Toda vida creada por Dios. Por esta razón es la muerte, y no el cuerpo,
lo que ha de ser vencido por la resurrección.
  Solamente sintiendo con los primeros cristianos todo el horror de la muerte, tomando así la
muerte en serio, es como podemos comprender la alegría de la comunidad primitiva el día de
Pascua. Entonces es posible comprender que toda la vida y todo el pensamiento del Nuevo
Testamento están dominados por la fe en la resurrección. La fe en la inmortalidad del alma no
es una fe en un acontecimiento que lo sacude todo. La inmortalidad no es en el fondo más que
una afirmación negativa: el alma no muere (continúa simplemente viviendo). Resurrección es
una afirmación positiva: el hombre entero, que ha muerto realmente es llamado a la vida por
un nuevo acto creador de Dios Algo inaudito tiene lugar. Un milagro creador. Porque también
antes ha ocurrido igualmente algo horrible: una vida creada por Dios ha sido destruida.
  La muerte, para la Biblia, no es hermosa de suyo; tampoco la muerte de Jesús. La muerte
es realmente tal como se la representa: un esqueleto; huele a descomposición. Y la muerte de
Jesús es tan deforme como la ha pintado el gran maestro Grünewald en la Edad Media. Pero,
precisamente por esa razón, ese mismo pintor supo representar inmediatamente a su lado, de
una manera incomparable y única, la gran victoria, la resurrección de Cristo. Cristo revestido
del cuerpo nuevo, del cuerpo de la resurrección. El que sepa pintar una muerte hermosa, no
podrá pintar la resurrección. El que no ha experimentado todo el horror de la muerte, no puede
entonar con Pablo el himno de la victoria: "La muerte ha sido absorbida; ivictoria! ¿Dónde
está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?" - (1 Cor. 15:54 y siguiente). .
CAPÍTULO II


EL SALARIO DEL PECADO, LA MUERTE, CUERPO y ALMA CARNE Y ESPÍRITU
        El contraste entre la concepción griega de la inmortalidad del alma y la fe cristiana resulta
todavía más profundo cuando consideramos que en la resurrección supone el nexo que el
judaísmo establece entre la muerte y el pecado. Entonces, la necesidad de un drama salvífico
se hace todavía más clara. La muerte no es algo natural, querido por Dios, como en el
pensamiento griego; no, es algo contrario a la naturaleza, fundamentalmente anormal y
opuesto a la intención divina1. El relato del Génesis nos enseña que no entró en el mundo más
que por el pecado del hombre. La muerte es una maldición, y la creación entera se ha visto
arrastrada en esa maldición. El pecado del hombre ha hecho necesario toda la serie de
acontecimientos relatados por la Biblia, y que nosotros denominamos la historia de la salva-
ción. La muerte no puede ser vencida más que por la expiación del pecado, porque es "el
salario del pecado". No es solamente el relato del Génesis quien nos lo dice, sino también
Pablo (Rom 6: 23), y ésa es la concepción que el cristianismo primitivo en su totalidad tiene de
la muerte. Lo mismo que el pecado es contrario a Dios, de la misma manera lo es su
consecuencia, la muerte. Dios puede ciertamente servirse de la muerte (1 Cor,. 15, 36; Jn 12,
24), lo mismo que puede servirse de Satanás. Pero no es menos cierto que la muerte como tal
es la enemiga de Dios. Porque Dios es vida; creador de vida. No es voluntad de Dios que
haya ajamiento y corrupción, muerte y enfermedad, no siendo la enfermedad más que un caso
particular de la muerte, la cual actúa mientras vivimos.
       Todo lo que es contrario a la vida—muerte y enfermedad—según la concepción judía no
proviene más que del pecado humano. He ahí por qué todas las curaciones de enfermos que
realiza Jesús no son solamente el rechazo de la muerte, sino irrupción de la vida en el campo
del pecado, y por eso Jesús afirma durante las curaciones de enfermos: tus pecados te son
perdonados. No que a cada enfermedad individual corresponda un pecado individual, sino que
la existencia de la enfermedad como tal, lo mismo que la existencia de la muerte, es una
consecuencia del estado de pecado en que se encuentra la Humanidad.

1
    Veremos que, a la luz de la victoria conseguida por Cristo, la muerte ha perdido todo su horror. No obstante en
pos del Nuevo Testamento, no nos atrevemos a afirmar con KARL BARTH que es "natural" morir (Die Kirchlische
Dogmatik,III,2, 1948, 777 ss.donde remite a la distinción de una “segunda muerte” en Ap 21, 8); ver, en efecto, 1
Cor.11,30.
Toda curación es una resurrección parcial, una victoria parcial de la vida sobre la muerte. Tal
es la concepción cristiana. En cambio, de acuerdo con la enfermedad del cuerpo se debe a
que el cuerpo como tal es malo y está condenado a la destrucción. Para el cristiano, una
anticipación pasajera de la resurrección puede hacerse visible incluso en el cuerpo carnal.


   Y esto nos recuerda que el cuerpo como tal no es malo, sino que, lo mismo que el alma, es
un don de nuestro Creador. Por esta razón, según San Pablo, tenemos deberes para con
nuestro cuerpo. Es que Dios es el creador de todas las cosas. La concepción judía y cristiana
de la creación excluye todo dualismo griego entre cuerpo y alma. Las cosas visibles y
corporales son creaciones divinas en el mismo grado que las cosas invisibles. Dios es el
creador de mi cuerpo. Éste no es una prisión para el alma, sino un ejemplo, según las
palabras de Pablo (1 Cor. 6, 19); el templo del Espíritu Santo. Ahí es donde reside la
diferencia fundamental. Dios encuentra "bueno" también después de la creación lo que es
corporal. El relato del Génesis lo subraya expresamente.        Inversamente, el pecado se ha
apoderado del hombre todo entero; no solamente del cuerpo, sino también del alma, y su
consecuencia, la muerte, se extiende al hombre entero, cuerpo y alma; y no solamente al
hombre, sino también a todo el resto de la creación. La muerte es algo aterrador, porque toda
la creación visible, comprendido nuestro cuerpo, si bien se encuentra corrompida por el
pecado y la muerte en la actualidad, de suyo es algo maravilloso:


  Tras la concepción pesimista de la muerte se oculta una concepción optimista de la crea-
ción. En cambio, cuando se considera a la muerte como libertadora, como sucede en el
platonismo, el mundo visible no es reconocido como creación divina; y cuando los platónicos
consideran al cuerpo como hermoso, no lo es como tal para ellos, sino en cuanto deja
transparentar algo del alma eterna, única realidad divina verdadera. También para el cristiano
el cuerpo actual no es más que la sombra de un cuerpo mejor, pero justamente de un cuerpo
mejor. La diferencia aquí no está, como para Platón, entre lo que es corporal y la idea
inmaterial, sino entre la creación presente, corrompida por el pecado, y la nueva creación
liberada del pecado, entre el cuerpo corruptible y el cuerpo incorruptible.
  Esto nos lleva a hablar de la concepción total del hombre, de lo que se llama la antropo-
logía. La antropología del Nuevo Testamento no es la antropología griega; se relaciona más
bien con la antropología judía. Para los conceptos: cuerpo, alma, carne y espíritu, por no nom-
brar más que éstos, los autores del Nuevo Testamento se sirven de los mismos términos que
los filósofos griegos. Pero esos conceptos tienen un significado completamente distinto para
ellos, y entendemos todo el Nuevo Testamento erróneamente interpretándolos en sentido grie-
go. Muchos equívocos provienen de ahí.
    No podemos presentar aquí una exposición detallada de la antropología bíblica. Junto a los
artículos correspondientes del diccionario de Kittel2, existen buenas monografías consagradas
a esta cuestión3. Habría que analizar ante todo la antropología de los diferentes autores del
Nuevo Testamento por separado. Aquí tenemos que limitarnos a la fuerza a mencionar
algunos puntos esenciales, que vienen a cuento para nuestra cuestión, y aun así hemos de
hacerlo de una manera lo más esquemática posible, sin entrar en los matices que es preciso
tener en cuenta en una verdadera antropología. Nos basaremos en primer término en el
apóstol Pablo, porque es el único autor en quien encontramos por lo menos los elementos de
una antropología, aunque no emplea las diferentes nociones de una manera plenamente
consecuente y con un mismo significado4.


     Evidentemente, también el Nuevo Testamento conoce la distinción entre cuerpo y alma, o
más bien entre hombre exterior y hombre interior. Pero esta distinción no significa oposición,
como si el hombre interior fuera naturalmente bueno y el hombre exterior naturalmente malo.5
Los dos son esencialmente complementarios uno del otro: ambos han sido creados buenos
por Dios. El hombre interior sin el hombre exterior no posee existencia independiente
verdadera. Tiene necesidad del cuerpo. A lo sumo puede, a la manera de los muertos del
Antiguo Testamento, llevar una existencia umbrátil en el Sheol; pero ésta no es una vida
duradera. La diferencia en relación al alma griega es evidente; ésta llega, precisamente sin el
cuerpo, y solamente sin él, a su pleno desarrollo. Nada semejante tenemos en la Biblia. Por
otra parte, el cuerpo, según la concepción cristiana, tiene necesidad a su vez del hombre
intrerior.
2
    Hay que mencionar aquí también las Teologías del Nuevo Testamento.
3
    W. G. KÜMMEL, Das Bild des Menschen im Neuen Testament (La imagen del hombre en el Nuevo Testamento),
1948, y J. A. T. ROBINSON, The Body, A Study in Pauline Theology, 1952. Cf. también los artículos antropológicos
del Vocabulaire biblique, Neuchätel, París, 2a ed., 1955.
4
    W. GUTBROD, Die paulinische Anthropologie, 1934; W. G. KÜMMEL, Römer 7 und die Bekehrung des Paulus,
1929; E. SCHWEIZER, "Romer, 1, 3 f. und der Gegensatz von Fleisch und Geist vor und bei Paulus". Evang. Theol.
15, 1955, p. 563 ss.; y particularmente en el capítulo correspondiente en R. BULTMANN, Theologie. des Neuen
Testaments, 1953.
5
    Las palabras de Jesús en Mc 8, 36, Mt 6, 25 Y 10, 28 (   = vida) no hablan tampoco del "valor infinito del alma
inmortal", ni suponen una apreciación superior del hombre interior. Para estos textos (como también para Mc 14,
38), ver W. G. KÜMMEL, op cit., p. 16 ss.

     Mas ¿cuál es la función de la carne (σάρξ) y del espíritu (πνέǔμά) en la antropología cristia-
na? Aquí sobre todo hemos de cuidar de no dejamos inducir a error por el empleo profano de
las palabras griegas, aunque se encuentre en el Nuevo Testamento en diferentes pasajes, y
que incluso en un solo autor, como, por ejemplo en San Pablo, la terminología no sea com-
pletamente uniforme. Con esta reserva podemos afirmar que, según uno de los significados
paulinos --el más característico--, carne y espíritu son dos potencias trascendentes activas, las
cuales pueden penetrar en el hombre desde el exterior, pero ninguna de las cuales se da con
el hombre como tal. La antropología cristiana, a diferencia de la antropología griega, se funda
en la historia de la salvación 6. La "carne” es la potencia del pecado, la cual, como potencia de
muerte, ha entrado con el pecado de Adán en el hombre entero. Se ha apoderado del cuerpo
y del alma; pero ello de tal manera --y esto es de particular importancia-- que la carne per-
manece desde ahora ligada al cuerpo sustancialmente de una manera más estrecha que al
hombre interior7, aunque con la caída haya tomado también posesión de éste. El Espíritu es el
gran antagonista de la carne, pero nuevamente como un dato antropológico; es una potencia
que penetra desde fuera en el hombre. Es el poder creador de Dios, la gran potencia de vida,
el elemento de resurrección, como la carne es la potencia de la muerte. En la antigua alianza
el Espíritu no actúa más que momentáneamente en los profetas. Por el contrario, en la fase
final del siglo presente, en la cual nos encontramos según el Nuevo Testamento, es decir,
después que Cristo con su muerte quebrantó la potencia de la muerte y resucitó, esta potencia
de vida actúa en todos los miembros de la Iglesia de Cristo. Según Hechos 2, 16 "en los
últimas días", el Espíritu se apoderará de todos los hombres. Esta profecía de Joel se ha
realizado en Pentecostés.
También esta potencia creadora se apodera del hombre entero, del hombre interior y del
hombre exterior, ya desde ahora. Pero mientras que la carne se ha unido sustancialmente por
toda la duración del siglo presente al cuerpo y no domina al hombre interior de una manera tan
inevitable, la potencia de vida del Espíritu Santo, en cambio, toma posesión del hombre
interior ya desde ahora de una manera tan decisiva, que ésta ya "se renueva de día en día",
como dice San Pablo (2Cor 4, 16).
6
    Esto es lo que quiere decir también W. G. KÜMMEL, op. cit., cuando subraya que en el Nuevo Testamento,    e
igualmente en la teología juanista, el hombre es considerado siempre como un ser histórico.
7
    El cuerpo es, por así decirlo, su sede, desde la cual ejerce su influencia sobre el hombre entero; es como,
contrariamente a su propia concepción fundamental, Pablo puede llegar en algunos raros pasajes a decir "cuerpo"
en lugar de "carne", o inversamente, "carne en lugar de "cuerpo". Estas excepciones terminológicas no cambian en
nada su concepción de conjunto, es clara y característica la distinción entre "cuerpo" y "carne".

     Por lo que al cuerpo se refiere, también él está ciertamente poseído por el Espíritu; se da ya
en el dominio del cuerpo una cierta anticipación del fin, por lo menos una repulsa momentánea
del poder, de la muerte, desde el momento que el poder de resurrección del Espíritu Santo
entra en acción8; de ahí las curaciones de enfermos entre los primeros cristianos. Sin
embargo, no se trata más que de un detenimiento, no de una transformación definitiva del
cuerpo .mortal en cuerpo de resurrección. Incluso los que en vida de Jesús fueron resucitados
por él debían morir. Porque no habían recibido todavía un cuerpo de resurrección. Esta
transformación del cuerpo carnal, condenado a la corrupción, en cuerpo espiritual no tendrá
lugar más que al final de los tiempos. Solamente entonces la potencia de resurrección que es
el Espíritu Santo se apoderará del cuerpo de una manera tan total, que lo transformará como
transforma ya "de día en día" al hombre interior.
       Importa demostrar aquí hasta qué punto la antropología del Nuevo Testamento difiere de
la antropología de los griegos. Cuerpo y alma son buenos en cuanto han sido creados por
Dios. Son malos ambos en cuanto que la potencia de muerte la Carne, el pecado, los ha
poseído. Pero ambos pueden y deben ser liberados por la potencia de la vida del Espíritu
Santo. La liberación no consiste aquí en que el alma sea libertada del cuerpo, sino que los
dos, alma y cuerpo sean liberados de la potencia de muerte que es la Carne.9
           La transformación del cuerpo carnal en cuerpo de resurrección no tendrá lugar más
que en el momento en que la creación entera sea creada de nuevo por el Espíritu Santo,
cuando el cuerpo no exista ya. Entonces la sustancia10 del cuerpo no será ya la carne, sino el
Espíritu. Habrá, según San Pablo, un "cuerpo espiritual".


8
    Ver nuestro artículo "La délivrance anticipée ducorps humain d'apres le Nouveau Testament" (La liberación
anticipada del cuerpo humano según el Nuevo Testamento), Hommage et reconnaissance, grupo de trabajos

publicados con ocasión del LX aniversario de K. Barth, Neuchätel-París, 1946, p. 31 ss.
9
    Las palabras de Jesús, citadas frecuentemente de Mt 10, 28 (ver más arriba. p. 38, nota 5): "no temáis a los que
dan muerte al cuerpo, sino al que puede matar a la φǔχή" no suponen para nada la concepción griega, como si el
alma no tuviera necesidad del cuerpo. Lo que sigue muestra claramente que no es ése el caso. Jesús no continúa:
"temed al que mata a la φǔχή" sino "temed al que puede dar muerte a la φǔχή" y al cuerpo en la gehenna". Los
comentarios observan con razón que φǔχή" no designa aquí la noción griega del alma, sino que se debería traducir
más bien por "vida", conforme al arameo napbscha. Ver, por ejemplo, J. SCHNIEWIND, Das Evangelium nach
Mattháus, 1937, ad loc W. G. KüMMEL, op. cit., p. 17, escribe igualmente con razón: Mt 10, 28 "no se refiere al
valor del alma inmortal, sino que subraya que sólo Dios puede destruir, además de la vida terrena, la vida celeste".
Ver también R. MEHL, Der Letzte Feind, p. 40, n. 12.
10
     Empleamos este término, que de suyo no es muy afortunado, a falta de otro mejor. Sin embargo, lo que quiere
decir debería estar claro después de los razonamientos precedentes.
          La resurrección del cuerpo no será más que una parte de la nueva creación total.
"Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva", dice 2 Pedro 3, 13. La esperanza cristiana no
se dirige solamente a mi suerte individual, sino a la creación toda entera. Toda la creación,
incluida la creación visible y material, ha sido arrastrada por el pecado a la muerte. "A causa
tuya", tal era la maldición. Eso es lo que aprendemos, no solamente en el Génesis, sino en
Rom 8, 19 ss., donde el apóstol Pablo escribe que toda la creación11 desde ahora espera
impaciente la liberación. Esta redención vendrá cuando la potencia del Espíritu Santo
transforme toda la materia; cuando Dios, por un nuevo acto creador, lejos de destruir la
materia, la librará de la potencia de la carne, de la corrupción. Entonces no serán las ideas
eternas las que harán acto de presencia, sino los objetos concretos los que renacerán con la
nueva sustancia de vida incorruptible del Espíritu Santo, y entre ellos nuestro cuerpo. Siendo
la resurrección del cuerpo un nuevo acto creador que afecta al universo, no puede tener lugar
en el momento de la muerte individual de cada uno, sino únicamente al fin de los tiempos. No
es un tránsito de aquí abajo al más allá, como sucede para el alma en la creencia griega de la
inmortalidad del alma. La resurrección del cuerpo es un pasaje del siglo presente al siglo
futuro. Está ligada a todo el drama de la salvación.
          Debido al pecado, ese drama que se desarrolla en el tiempo es necesario. Una vez
que se considera al pecado como origen del dominio de la muerte sobre la creación divina, la
muerte ha de ser vencida con el pecado. No somos capaces de hacerla por nuestras propias
fuerzas; no podemos vencer al pecado, siendo nosotros mismos pecadores, enseña el Nuevo
Testamento. Otro lo ha hecho por nosotros, y no ha podido hacerlo más que pasando él
mismo al dominio de la muerte, es decir, muriendo y expiando el pecado, de suerte que la
muerte queda vencida en cuanto salario del pecado. La fe cristiana anuncia que Jesús ha he-
cho esto y que ha resucitado en cuerpo y alma, después de haber muerto plena y realmente.
Anuncia que, en adelante, la potencia de resurrección, el Espíritu Santo, está en acción. El
camino se encuentra libre. El pecado está vencido; la resurrección y la vida triunfan de la
muerte, puesto que la muerte no era más que la consecuencia del pecado. Dios ha realizado
aquí, por anticipación, el milagro de la nueva creación que esperamos para el final. Ha creado
la vida, como al principio. Este punto único, Jesucristo, se ha verificado ya ese milagro.
Resurrección, no solamente en el sentido de un nuevo nacimiento del hombre interior poseído
por el Espíritu Santo, sino resurrección del cuerpo. Creación nueva de la materia, de una
materia incorruptible. Por lo demás, en ninguna otra parte de este mundo hay una materia de
resurrección; en ninguna parte hay un cuerpo espiritual; solamente en Jesucristo.
11
     La alusión a estas palabras "a causa tuya", en el versículo 20, excluye con su referencia a Gn 3. 1-7, cualquiera
otra traducción de ×tσıς, como la que han propuesto E. BRUNNER y A. SCHLATTER: criatura en cuanto hombre.
Ver O. CULLMANN, Cristo y el Tiempo. 1947. p. 72.



Capítulo III


          EL PRIMOGENITO DE ENTRE LOS MUERTOS. ENTRE LA RESURRECCION DE
CRISTO Y EL ANIQUILAMIENTO DE LA MUERTE


     Deberíamos darnos cuenta de lo que esto significaba para los primeros cristianos, cuando
anunciaban la gran nueva de Pascua: ¡Cristo ha resucitado de entre los muertos! Para com-
prender todo su alcance, debemos recordar ante todo lo que la muerte representaba para
ellos. Nos sentimos tentados siempre a combinar esta afirmación inaudita: Cristo ha
resucitado, con la idea griega de la inmortalidad del alma, privándola con ello de su verdadera
sustancia. En realidad significa: hemos entrado ya en la era nueva en la que la muerte está
vencida por el Espíritu Santo, en la que no hay ya más corrupción. Porque si realmente existe
ya un cuerpo espiritual, que reemplaza al cuerpo carnal que había muerto, es que la potencia
de la muerte está ya rota. En el fondo, los creyentes no deberían morir ya, según la convicción
de los primeros cristianos, y ésta era ciertamente su esperanza al principio de todo. Pero
ahora, ni siquiera el hecho de que los hombres continúen muriendo tiene gran importancia.
Ahora su muerte no puede ser ya un signo del dominio absoluto de la muerte, sino únicamente
de un último combate que libra por su dominación. La muerte no puede ya anular ese hecho,
tan grávido de consecuencias, de que desde ahora existe ya un cuerpo resucitado.


     Deberíamos intentar sencillamente comprender lo que la comunidad primitiva quería decir al
proclamar a Jesucristo "primogénito de entre los muertos". Deberíamos intentar, sobre todo,
por difícil que nos parezca, eliminar en primer término la cuestión de saber si todavía podemos
aceptar o no esta fe. Deberíamos renunciar igualmente a plantear inicialmente la cuestión de
saber si Sócrates o el Nuevo Testamento tenían razón. Sin ello introduciremos
constantemente ideas extrañas en el Nuevo Testamento. En lugar de ello deberíamos comen-
zar simplemente escuchando lo que enseña el Nuevo Testamento. "Jesucristo, el primogénito
de entre los muertos." Su cuerpo, el primer cuerpo de resurrección, el primer cuerpo espiritual.
La vida y el pensamiento enteros de quienes poseían esta convicción debían transformarse
radicalmente bajo esta influencia. Entonces y sólo entonces se explica cuanto ocurrió en la
comunidad primitiva. El Nuevo Testamento es para nosotros un libro sellado con siete sellos,
si no sobreentendemos detrás de cada una de las frases que leemos en él esta otra: Cristo ha
resucitado1; la muerte está ya vencida; hay ya una nueva creación. La era de la resurrección
ha quedado inaugurada.


     Se entiende que está solamente inaugurada, pero inaugurada de manera decisiva.
Solamente inaugurada, porque la muerte sigue actuando todavía. Los cristianos continúan
muriendo. Los discípulos se dan cuenta de ello cuando los primeros miembros de la
cristiandad mueren. Esto debió plantear un grave problema2.


En 1 Cor 11, 30, el apóstol Pablo dice que, en el fondo, no debería haber ya ni muerte ni
enfermedad. Sin embargo, hay todavía pecado, enfermedad y muerte. Pero el Espíritu Santo
como poder creador es ya eficaz en este mundo. Obra visiblemente en la comunidad de los
primeros cristianos, en los diferentes carismas que en ella se manifiestan. Lo que en nuestro
libro Cristo y el Tiempo llamamos la tensión entre "lo ya cumplido" y "lo todavía incumplido", es
un elemento integrante del Nuevo Testamento.
Por consiguiente, esta tensión no es una solución secundaria inventada posteriormente3, como
lo pretenden los discípulos de Albert Scheweitzer, y ahora también R. Bultman4. Esta tensión,
por el contrario caracteriza, ya la enseñanza que el mismo Jesús dio sobre el reino de Dios.


1
    Aunque realmente el Maestro de Justicia de la secta de Qumrán fuera ejecutado--lo cual, sin embargo, no se ha
demostrado hasta ahora con ningún texto claro--quedaría en pie, con todo, una diferencia capital en relación a la fe
de la Iglesia primitiva (sin hablar de las restantes diferencias; cf. nuestro artículo "The significance of the Qumran
texts, etc.) (El significado de los textos de Quram), J. B. L., 1955, p. 213 ss la fe en la resurrección de Jesús, que ha
tenido ya lugar, no tiene paralelo en la secta.
2
    Ver a este propósito Ph. H. Menoud, "La mort d'Ananías et de Saphira", Aux sources de la tradition chrétien
Mélanges offerts âl M. Goguel, Neuchâtel-París, 1950, particularmente p. 150 ss.
3
    .Así, sobre todo, F. BURl, "Das Problem der ausgebliebenen Parusie" (El problema de la retrasada parusíe),
Schw. Theol. Umschau, 1946, p. 97 ss. Cf. también sobre esta cuestión, O. CULLMANN, "Das wahre durch die
ausgebliebene Parusie gestellte neutestamentliche Problem" (El verdadero problema neotestamentario planteado

por la dilación de la parusía), Theol. Zeitscher., 3, 1947, p. 177 ss. y p. 428 ss.
4
    R. BULTMANN, "History and Eschatology in the New Testament", New. Test. Stud., 1,1954, p. 5 ss.
El predijo la venida del reino para el futuro; pero por otra parte. Proclama que el reino es ya
realidad, puesto que El mismo, con el Espíritu Santo, rechaza ya la muerte curando a los
enfermos y resucitando a los muertos (Mt 21, 28; Mt 11, 3 s.; Lc 10, 18), anticipando con ello
la victoria que con su propia muerte conseguirá sobre la muerte misma. Ni Albert Schweitzer,
el cual considera como esperanza primitiva de Jesús y de los primeros cristianos únicamente
la esperanza que se realiza en el futuro, ni C. H. Dodd, el cual habla solamente de realized
eschatology, ni, sobre todo, R. Bultmann, el cual disuelve la esperanza primitiva de los
primeros cristianos en un existencialismo heideggeriano, tienen razón. Es esencial para el
pensamiento del Nuevo Testamento que se sirva de categorías temporales, y ello preci-
samente porque la fe de que en Cristo ha tenido ya lugar la resurrección es el punto de
arranque incluso de toda la vida y de todo el pensamiento cristiano. Si admitimos que es ésa
la afirmación central de la fe neotestamentaria, la tensión temporal entre "lo ya cumplido" y "lo
todavía incumplido" es un elemento constitutivo de la fe cristiana. Entonces la imagen de que
nos servimos en nuestro libro Cristo y el Tiempo ha de caracterizar la situación que todo el
Nuevo Testamento da por supuesta: la batalla decisiva, la que decide el término de la guerra,
ha tenido ya lugar en la muerte y resurrección de Cristo; sólo queda por venir el Victory Day.
  En el fondo, toda la moderna discusión teológica se centra en la cuestión siguiente: ¿es o
no es el hecho pascual el punto de partida de la Iglesia cristiana primitiva, de su nacimiento,
de su vida, de su pensamiento? En caso positivo, la fe en la resurrección corporal de Cristo se
ha de considerar como el meollo mismo de toda fe cristiana en el Nuevo Testamento. El hecho
de que haya un cuerpo de resurrección, el de Cristo, determina la concepción total del tiempo
que tienen los primeros cristianos. Si Cristo es el "primogénito de entre los muertos", eso
significa también que una distancia temporal, cualquiera que pueda ser su duración, separa al
primogénito de todos los demás hombres, los cuales no han "nacido de la muerte" todavía.
Esto significa, por tanto, qué, según el Nuevo Testamento, vivimos en un tiempo intermedio
entre la resurrección de Jesús que ya ha tenido lugar y nuestra resurrección que ha de
acaecer al final. Pero eso significa también que la potencia de resurrección, el Espíritu Santo,
está ya obrando entre nosotros. Por esta razón el apóstol Pablo se sirve (Rom. 8, 23) para
designar al Espíritu Santo del mismo término griego-            άπάρ×ή prímicias-- que emplea
en 1 Cor. 15, 25 para designar el mismo Jesús resucitado. Tenemos, pues, anticipación de la
resurrección ya desde ahora. Y esto de dos maneras. Nuestro hombre es renovado ya de día
en día por el Espíritu Santo (2 Cor. 4, 16; Ef. 3, 16). Pero también el cuerpo está ya poseído
por el Espíritu Santo, aunque la carne permanece todavía sólidamente anclada en el cuerpo.
Al grito de desesperación de Rom 7, 24"¿ Quién me librará de este cuerpo de muerte?",
responde todo el Nuevo Testamento:. el Espíritu Santo.


     La anticipación del fin por el Espíritu Santo se percibe de la manera más patente en la frac-
ción eucarística del pan de los primeros cristianos. Allí se realizan los milagros visibles de ese
Espíritu divino. En el marco de esas reuniones es donde el Espíritu Santo intenta romper los
límites del lenguaje imperfecto de los hombres por lo que el Nuevo Testamento llama "hablar
lenguas". En esta ocasión, la comunidad entra en relación directa con el resucitado no
solamente con su alma, sino con su cuerpo invisible de resurrección.


     Por esta razón escribe San Pablo (1 Cor 10, 16): "El pan que partimos, ¿no es la comunión
con el cuerpo de Cristo?" Ahí, en la comunidad de los hermanos, es donde los cristianos están
más directamente en contacto con el cuerpo resucitado de Cristo, y por ello escribe el Apóstol
en el capítulo siguiente (11, 27 s.) ese pasaje curioso, que no se tiene lo bastante en cuenta:
si la cena del Señor fuera comida por los miembros de la comunidad de una manera
enteramente digna, la unión con el cuerpo de resurrección de Cristo actuaría desde ahora en
nuestros propios cuerpos de tal manera que desde el momento presente no habría ya ni
enfermedad ni muerte (1 Cor 11, 28-30). Afirmación de una audacia singular 5.


     Así, pues, estas anticipaciones nos remiten ya a la transformación del cuerpo carnal en
cuerpo espiritual que tendrá lugar en el momento en que la creación entera sea producida de
nuevo. En ese momento no habrá más que el Espíritu. La materia carnal será reemplazada
por la materia espiritual. Ello significa que la materia corruptible será reemplazada por la
materia incorruptible.


     En esta afirmación hay que guardarse muy bien de atribuir a la palabra "espiritual" el sentido
griego, que excluye la idea del cuerpo. No, se trata de un cielo nuevo y de una tierra nueva.
Tal es la esperanza cristiana.


5
    A esta luz hay que entender también la nueva tesis dé F. J. LEENHARDT, Ceci €st mon corps, Explication de ces
paroles de Jésus-Christ, Neuchatel-París, 1955.
       La expresión de que se sirve el símbolo de los apóstoles no es ciertamente conforme al
pensamiento paulino: creo en la resurrección de la carne 6. En todo caso, el apóstol Pablo no
podía decir. El cree en la resurrección del cuerpo, no de la carne". La carne es la potencia de
muerte que ha de ser destruida. Fue en una época en la que la terminología bíblica era mal
comprendida, a saber, en el sentido de la antropología griega, cuando esta confusión entre
carne y cuerpo hizo su aparición. Según San Pablo, es nuestro cuerpo el que resucitará al
final, cuando la potencia de vida que es el Espíritu Santo cree de nuevo todas las cosas, todas
sin excepción.


        ¿Un cuerpo incorruptible? ¿Cómo representarnos eso? O más bien, ¿cómo se los
representaron los primeros cristianos? Pablo dice en Fil 3, 21, que Jesucristo transformará al
final nuestro cuerpo de miseria en un cuerpo semejante a su propio cuerpo de gloria (δǔξά); y
lo mismo en 2 Cor 3, 18: "Somos transformados en su propia imagen, de gloria en gloria"
(άπόδόξήςЄίςδόξάν). Esta gloria (δόξά) los primeros cristianos se la representaban como una
especie de esplendor materializado, lo cual no deja de ser evidentemente más que una
imagen imperfecta. Nuestro lenguaje no posee palabras para expresarlo. Una vez más
remitimos al retablo de Grünewald, que representa la resurrección. Nos parece que es lo que
más se acerca a la realidad que el apóstol Pablo ha concebido al hablar de cuerpo espiritual.




6
    W. BIEDER, "Aufersthung des Leibes oder des Fleisches?" (¿Resurrección del cuerpo o de la carne?), Theol.
Zeitschr., I, 1945, p. 105 ss., intenta explicar esta expresión desde el punto de vista de la teología bíblica y de la
historia de los dogmas.




Capitulo IV


LOS QUE DUERMEN. ESPÍRITU SANTO y ESTADO INTERMEDIO DE LOS MUERTOS
Llegamos a nuestra última cuestión: "¿En qué momento tiene lugar esa transformación del
cuerpo? No puede haber duda al respecto. Todo el Nuevo Testamento responde: al final de
los tiempos, lo cual ha de entenderse verdaderamente en sentido temporal. Pero esto plantea
la cuestión del "estado intermedio" de los muertos. Por supuesto, la muerte ha sido ya venci-
da, según 2 Tim 1, 10: "Cristo la aniquiló, y sacó a la luz la vida y la incorrupción". Pero la
tensión temporal en la que solemos insistir tanto concierne precisamente a ese punto central:
la muerte está ya vencida, pero no será destruida hasta el fin "El último enemigo que será
vencido es la Muerte" (1 Cor 15, 26). Es característico que en griego tenemos dos veces el
mismo verbo ×άtάρЇέώ1 lo mismo cuando se trata de la victoria decisiva que ya ha tenido
lugar, que cuando se trata de la victoria final que está por venir. De la victoria final, de la
destrucción, habla también el Apocalipsis (20 14): "La muerte es precipitada en el estanque de
fuego"; y así el autor del citado libro puede continuar algunos versículos más lejos: "La muerte
no existirá ya."


Esto significa que la transformación del cuerpo no tiene lugar inmediatamente después de
cada muerte individual. Aquí, sobre todo, es preciso que nos liberemos de las concepciones
griegas, si queremos comprender la doctrina del Nuevo Testamento. Sobre este punto nos
apartamos también de K. Barth, cuando atribuye al apóstol Pablo la idea de que la
transformación del cuerpo carnal tendrá lugar para cada uno en el momento de su muerte,
como si los muertos estuvieran fuera del tiempo2. Según el Nuevo Testamento, se encuentra
todavía en el tiempo. Sin ello todo el problema tratado por Pablo en 1Ts 4,13 ss. no tendría
sentido. En esta epístola se trata para el Apóstol de mostrar que en el momento de la vuelta
de Cristo los que todavía estén con vida no tendrán ventaja respecto a los que hayan muerto
antes en Cristo. En el Apocalipsis (6, 11) vemos igualmente que los que han muerto en Cristo
esperan:

1
    Así es como traduce Lutero el mismo verbo en 2 Tim 1,10: "er hat ihm die Macht genommen" (él le ha arrebatado
su potencia); en 1 Cor 15, 26: "er wird aufgehoben" (es aniquilado).
2
    K. BARTH, Die Kirchliche Dogmatik, n, 1, 1940, página 698' ss.; III 2, 1948, p. .524 ss.; 714 ss. Es cierto que su
punto de vista está aquí mucho más matizado y que se acerca más a la escatología del Nuevo Testamento que en
sus primeras publicaciones, sobre todo Auferstehung der Toten (La resurrección de los muertos), 1926.
"¿Hasta cuándo?", gritan los mártires que duermen bajo el altar. La parábola del hombre rico,
en la que Lázaro es llevado directamente después de su muerte al seno de Abraham (Lc. 16,
22), Y las palabras de Pablo a los filipenses: “Deseo morir y estar con Cristo" (1, 23) no hablan
-de una resurrección corporal que tiene lugar inmediatamente después de la muerte individual,
como se admite con frecuencia3. Ni uno ni otro de esos textos hablan de la resurrección de los
cuerpos. Al contrario, al servirse de imágenes, hablan del estado de los que mueren en Cristo
antes del fin de los tiempos, de ese estado intermedio en el cual se encuentran lo mismo que
los vivos. Todas esas imágenes están destinadas a expresar una proximidad particular en
relación a Dios y a Cristo, en la cual se encuentran en espera del fin los que mueren en la fe.
Están "en el seno de Abraham", o bien (según Ap. 6, 9) "bajo el altar", o "con Cristo". No se
trata sino de imágenes diferentes para ilustrar la proximidad divina. Pero la imagen más
corriente empleada por Pablo es que "duermen"4. Que en el Nuevo Testamento se cuenta con
un tiempo intermedio para los muertos como para los vivos, es un hecho difícilmente
impugnable. No obstante, no encontramos aquí especulación alguna sobre el estado de los
muertos en ese tiempo intermedio 5.

3
    Las palabras, frecuentemente discutidas, de Lc 23, 43: "hoy estarás conmigo en el paraíso", merecen citarse
también a este respecto. Aunque no es imposible relacionar σήμέρον con λέЇώсΙ nos parece, sin embargo, poco
verosímil. Hay que interpretar ese logion a la luz de Lc. 16, 23 y de las concepciones del judaísmo tardío relativas al
"paraíso" como lugar de los bienaventurados (STRACK-BILLERBECK, ad loc.; P. VOLZ, Die Eschatologíe der
jüdischen Gemeínde im neutestamentílichen Zeítalter (La escatología del pueblo judío en la época neo-
testamentaria), 2." ed., 1934, p.265). El texto no habla en todo caso de la resurrección del cuerpo ni anula la espera
de la parusía. Semejante interpretación es igualmente refutada por W. G. KÜMMEL, Verbeíssung und Erfüllung, 2."
ed., 1953, p. 67. Es cierto que subsiste un cierto desacuerdo con el paulinismo, en el sentido de que Cristo mismo
no ha resucitado en el momento indicado por “hoy” y que, por tanto, no ha puesto el fundamento de esa "comunión
de los muertos con El". Pero, a fin de cuentas, el texto subraya también el hecho de que el malhechor estará con
Cristo. PH. H. MENOUD (Le sort des trépassés, p. 45) observa con razón que es necesario comprender la
respuesta de Jesús en relación con la petición del malhechor. Éste pide que Jesús se acuerde de él "cuando esté
en su reino"; según la concepción mesiánica judía, esas palabras no pueden designar más que el momento en el
que el Mesías vendrá a establecer su reino. Jesús no responde a la petición, pero le da al bandido más todavía de
lo que pide: ya antes se reunirá "con Él". Así entendidas, estas palabras se sitúan, por tanto, según su intención, en
el orden de ideas antes mencionado.
4
    La interpretación que K. BARTH (Die Kirchliche Dogmatik, IlI, 2, p. 778) da de esta expresión "dormir", como si
ese término reprodujera solamente "la impresión" que producen a los supervivientes los que se duermen
serenamente, no puede defenderse desde el punto de vista del Nuevo Testamento. Ese término dice más, y se
refiere realmente, como el término "reposar" en Ap 14, 13, al estado en el cual se encuentran los muertos antes de
la parusía.
5
    Sin embargo, esta discreción no ha de ser para nosotros motivo para suprimir simplemente el estado intermedio
en cuanto tal. No entendemos bien por qué ciertos teólogos protestantes (como también K. BARTH) experimentan
a propósito de esta concepción tantas vacilaciones, cuando el Nuevo Testamento nos enseña sencillamente esto:
1) que ese estado existe; 2) que significa ya comunión con Cristo (en virtud del Espíritu Santol- En ninguna parte se
habla del purgatorio.


   Por consiguiente, los que han muerto en Cristo participan de la tensión del tiempo interme-
dio. Pero esto no significa solamente que esperan. Significa, además, que también para ellos
la muerte y la resurrección de Jesús han sido los acontecimientos decisivos. También para
ellos pascua es el gran cambio (Mt 27, 52). La nueva situación que ha creado la pascua per-
mite vislumbrar al menos un nexo posible, no con la doctrina de Sócrates, sino con su actitud
práctica frente a la muerte. La muerte ha perdido su aguijón; aunque sigue siendo el último
enemigo, no significa ya en el fondo nada. Si la resurrección de Cristo significara el gran
cambio solamente para los vivos y no para los muertos, los vivos tendrían a pesar de todo una
enorme ventaja sobre los muertos. En efecto, aquéllos, en cuanto miembro de la comunidad
de Cristo, están ahora en posesión del poder de la resurrección del Espíritu Santo. Es
inconcebible que, según la concepción de los primeros cristianos, nada haya cambiado por
Cristo para los muertos en lo que concierne al tiempo que precede al fin. Precisamente las
imágenes de que se sirve el Nuevo Testamento para designar el estado de los que han
muerto en Cristo prueban que la resurrección del Señor, esa anticipación del fin, produce sus
efectos en ese estado intermedio también y, sobre todo, para los muertos “Están en Cristo”
dice el apóstol Pablo.


Pero principalmente el pasaje de 2 Cor 5, 1-10 es el que nos enseña por qué los muertos tam-
bién, aunque no tienen todavía cuerpo, y aunque no hacen más que "dormir", se encuentran
con todo con Cristo. El Apóstol habla en este lugar de la angustia natural que también él ex-
perimenta ante la muerte, que está siempre actuando. Teme lo que llama él estado de "des-
nudez", es decir, el estado del alma privada de cuerpo. Por consiguiente, esta angustia natural
frente a la muerte no ha desaparecido completamente, ni siquiera con Cristo, puesto que la
muerte misma, el último enemigo, si bien ha padecido una derrota decisiva, no ha desapare-
cido. El Apóstol desearía, dice, ser revestido del cuerpo espiritual, "por encima." (έπί) sin tener
que pasar por la muerte. Es decir, que desearía estar todavía con vida en el momento de la
vuelta de Cristo. Una vez más vemos aquí confirmado lo que hemos dicho de la actitud de
Jesús frente a la muerte. Pero al mismo tiempo comprobamos en este pasaje (2 Cor 5) lo que
hay de radicalmente nuevo a partir de la resurrección de Cristo; ese mismo texto, junto a la
angustia natural inspirada por el estado de desnudez del alma, proclama la gran certeza de
estar ya con Cristo, incluso y sobre todo durante ese estado intermedio. ¿Por qué, entonces,
habría de inquietarnos todavía el hecho de que exista tal estado? La certeza de estar, también
ahí y sobre todo ahí, con Cristo se funda en otra convicción cristiana según la cual nuestro
hombre interior ha sido ya poseído por el Espíritu Santo. Los que vivimos estamos en po-
sesión del Espíritu divino desde la venida de Cristo. Si realmente el Espíritu Santo habita en
nosotros, ha transformado ya nuestro hombre interior. Ha tomado ya posesión de él. Pero
hemos oído que el Espíritu Santo es la potencia de resurrección, el poder creador de Dios. Por
consiguiente, la muerte es impotente respecto a Él. Por eso algo ha cambiado para los
muertos desde ahora, en cuanto que mueren realmente en Cristo, es decir, en posesión del
Espíritu Santo. La espantosa soledad, la separación de Dios creada por la muerte, de la que
hemos hablado, no existe ya, porque está el Espíritu Santo. He ahí por qué el Nuevo Testa-
mento subraya que los muertos en Cristo están con Cristo y, por tanto, que no están abando-
nados. Así comprendemos que Pablo, precisamente en 2 Cor. 5, 1 s., donde habla de la an-
gustia ante la desnudez en ese estado intermedio, designe al Espíritu Santo como "primicias"
(άρράβών).


   Según el v. 8 del mismo capítulo, los muertos incluso parecen estar más cerca de Cristo; el
sueño parece acercarles más: "Preferimos permanecer fuera del cuerpo y estar con el Señor."
Por esta razón puede escribir el Apóstol en Fil. 1, 23 que "desea morir" para estar con el
Señor. Por consiguiente, el hombre sin el cuerpo carnal, si posee al Espíritu Santo, está más
cerca de Cristo que antes. Es que la carne ligada a nuestro cuerpo terreno es un obstáculo
para el desarrollo del Espíritu Santo mientras vivimos. El muerto es liberado de este obstáculo,
aunque el suyo sea todavía un estado imperfecto, puesto que no posee el cuerpo de la
resurrección. Este pasaje, como los restantes, no nos da más precisiones sobre el estado
intermedio en el que el hombre interior, despojado del cuerpo carnal, pero privado todavía del
cuerpo espiritual, encuentra a solas con el Espíritu Santo. Le basta al apóstol aseguramos que
en el camino de la anticipación del fin que nos corresponde desde que hemos recibido al
Espíritu Santo, ese estado nos acerca más a la resurrección final.


  Angustia inspirada por el estado de desnudez, de un lado; firme seguridad de que ese
estado, que por lo demás es intermedio, no podrá separamos de Cristo (entre las potencias
que no pueden separarnos del amor de Dios en Cristo se nombra también la muerte Rom 8,
38), por otro. Esta angustia y esa seguridad se relaciona en este texto de 2 Cor. 5, lo cual
confirma que también los muertos participan de la tensión que caracteriza al tiempo presente.
Pero predomina la seguridad, porque la batalla decisiva ya se ha librado. La muerte está
vencida. El hombre interior despojado del cuerpo no está solo; no lleva ya una existencia
umbrátil, único objeto de la esperanza de los judíos y que no se podía considerar como una
"vida". El cristiano privado del cuerpo por la muerte ha sido ya transformado en vida por el
Espíritu Santo, ha sido ya poseído por la resurrección (Rom. 6, 3 s.; Jn 3, 3 s.), si realmente
ha sido regenerado ya en vida por el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es un don que no se
puede perder al morir. El cristiano muerto tiene al Espíritu Santo, por más que duerma todavía
y siga esperando la resurrección del cuerpo, la única que le conferirá la vida plena y
verdadera. Por tanto, en este estado intermedio la muerte, aunque exista, ha perdido todo lo
que tenía de terrorífico; y puesto que sin la presencia de la carne el Espíritu Santo los acerca
incluso más a Cristo, los muertos que mueren en el Señor desde ahora: (άπ`άρtI)6 pueden
llamarse incluso bienaventurados, como lo escribe el autor del Apocalipsis (14, 13). La
exclamación de triunfo del apóstol Pablo (1 Cor 15, 54) encuentra también ahora su aplicación
a los muertos: "¿Dónde, muerte, está tu victoria? ¿Dónde, muerte, tu aguijón?" Por eso el
Apóstol escribe a los romanos: "Ora vivamos, ora muramos, pertenecemos al Señor" (14, 8).
"Ya velemos, ya durmamos, vivimos unidos a Él" (1 Ts 5, 10). Cristo es "el Señor de los
muertos y de los vivos" (Rom 14, 9).


  6
      En la perspectiva de otros pasajes del Nuevo Testamento en los cuales es cierto que άπ`άρtI no puede sig-
nificar más que "desde ahora" (por ej., Jn 13, 9), Y a causa del sentido excelente que da esta interpretación
temporal, aquí mismo, igualmente, preferimos mantener esta traducción habitual: "desde ahora", refiriendo la
expresión aάποθνήσΧονtές, aunque existan argumentos en favor de la proposición de A. DEBRUNNER
(Grammatik des neutestamentlichen Griechisch, Teil Il, Anhang, par. 12), el cual, siguiendo una sugerencia de A.
FRIDRISCHSEN, considera a άπ`άρtI el término ático vulgar para "exactamente, ciertamente", y lo relaciona a λέγξί
ώ πνέύράχ lo cual encontraría una base en la lección p. 47, que omite.
  Se podría preguntar si, de esta manera, no terminamos por coincidir en último análisis con
la doctrina griega de la inmortalidad del alma, y si el Nuevo Testamento no supone para el
tiempo que sigue a pascua una continuidad del "hombre interior", del cristiano convertido,
antes y después de la muerte, de suerte que prácticamente la muerte no representa también
aquí más que un "tránsito" natural7. Hasta cierto punto nos acercamos, efectivamente, a la
doctrina griega, en el sentido de que el hombre interior, transformado y vivificado por el
Espíritu Santo ya antes (Rom 6, 3 s.), continúa viviendo, así transformado, junto a Cristo en el
estado de sueño. Esta continuidad de la vida en espíritu se subraya particularmente en el
evangelio de Juan (Jn 3, 36; 4, 14; 6, 54, y en otros pasajes). Aquí entrevemos al menos una
cierta analogía en relación a la inmortalidad del alma. Sin embargo, la diferencia sigue siendo
radical; el estado de los muertos sigue siendo un estado imperfecto, de desnudez, como dice
San Pablo, de sueño, de espera de la resurrección de toda la creación, de la resurrección del
7
        Ya hemos hablado más arriba de la tentativa de K. BARTH el cual ciertamente llega demasiado lejos de
establecer de manera dialéctica una apreciación positiva de la muerte al lado de la concepción negativa.



cuerpo, por otra parte, la muerte es la enemiga que, si bien ha sido vencida, ha de ser todavía
destruida. Si los muertos, incluso en ese estado, viven ya junto a Cristo, ello no corresponde
en modo alguno a la esencia, a la naturaleza del alma, sino a la consecuencia de una
intervención divina que actúa desde fuera por la muerte y la resurrección de Cristo, por el
Espíritu Santo, que ha de haber resucitado al hombre interior con su poder maravilloso ya
durante la vida terrena, antes de la muerte.
"Queda que la resurrección de los muertos sigue siendo objeto de espera, incluso en el cuarto
evangelio. Es cierto que se trata ya de una espera con la certeza de la victoria, porque el
Espíritu Santo habita ya en el hombre interior. No hay lugar ya a la duda; puesto que habita ya
en nosotros, un día también transformará nuestro cuerpo. Porque el Espíritu Santo, potencia
de vida, lo penetra absolutamente todo, no conoce obstáculo alguno ni se detiene ante nada.
Por eso escribe San Pablo en Rom. 8, 11 aquellas palabras que podemos considerar como un
verdadero resumen de la doctrina aquí expuesta: "Si el Espíritu habita en nosotros, entonces
el que ha resucitado de entre los muertos, Cristo Jesús, llamará también a la vida vuestros
cuerpos mortales por el Espíritu que habita en vosotros", y en Fil 3, 21: "Esperamos al Señor
Jesús, el cual ha de hacer nuestro cuerpo de miseria semejante a su propio cuerpo de gloria."
        Esperamos nosotros y esperan los muertos. Es cierto que el ritmo del tiempo será para ellos
distinto que para los vivos y que, por lo mismo, ese tiempo intermedio puede reducirse para
ellos. Se nos podría reprochar que con esta última observación nos salimos del punto de vista
de la exégesis, contrariamente al límite estricto de los datos del Nuevo Testamento que nos
hemos impuesto hasta ahora. Estamos, sin embargo, convencidos de que tampoco ahí
abandonamos las bases exegéticas de este trabajo, en la medida en que la expresión [dormir-
que es la más corriente en el Nuevo Testamento para designar el estado intermedio nos invita
por sí misma a concebir para los muertos una conciencia distinta del tiempo, la de "los que
duermen". Mas no por eso dejan de encontrarse en el tiempo, lo cual confirma de nuevo que la
fe del Nuevo Testamento en la resurrección es diferente de la creencia griega en la
inmortalidad del alma 8.


    8
        Seguimos en esto una sugerencia de R. MEHL, Der letzte Feind, p. 56.
CONCLUSIÓN


  Durante sus viajes misioneros, Pablo encontró ciertamente gentes que no podían aceptar su
predicación de la resurrección, .por la sencilla razón que creían en la inmortalidad del alma.
Por eso en el Areópago de Atenas los griegos se echan a reír solamente cuando el apóstol
Pablo habló de la resurrección (Act 17, 37). Las gentes, de las cuales el Apóstol dice en 1 Ts
4, 13 que "no tienen esperanza", y de las que escribe en 1 Cor 15, 12 que no creen que haya
una resurrección de los muertos, no son muy probablemente epicúreos, como nos sentimos
tentados a creer. Porque los que creen en la inmortalidad del alma no poseen tampoco la
esperanza de la que habla el Apóstol, la esperanza que presupone la fe en un milagro divino,
en una nueva creación. Es preciso incluso llegar más lejos y afirmar que los que creen en la
inmortalidad del alma habían de encontrar dificultades infinitamente mayores que otros en
aceptar la predicación cristiana de la resurrección. Justino menciona, hacia 150 a los que
dicen no -hay resurrección de entre los muertos, sino que sus almas suben al cielo en el
momento mismo de su muerte" Aquí se percibe claramente el contraste;


El emperador Marco Aurelio, el filósofo que, con Sócrates, forma parte de las más nobles
figuras del mundo antiguo, sintió también personalmente el contraste. Sabemos que sintió el
desprecio más profundo por el cristianismo, y precisamente la muerte de los mártires cris-
tianos, que era de esperar que suscitara el respeto del i gran estoico, el cual esperaba perso-
nalmente la muerte con gran serenidad, esa muerte de los mártires le inspiraba, por el con-
trario, una extrema antipatía. La pasión con que los cristianos van al encuentro de la muerte le
produce un disgusto supremo l. El estoico deja esta vida sin pasión; en cambio, el mártir
cristiano muere con una santa pasión por la causa de Cristo, pues sabe que es integrado en el
gran drama de la salvación. El primer mártir cristiano, Esteban, nos muestra cómo el que
muere en Cristo supera el horror de ola de muerte de una manera completamente distinta que
el filósofo de la antigüedad; ve, dice el autor de los Hechos, "el cielo abierto y a Cristo a la
derecha de Dios" (7, 55). Ve a Cristo, vencedor de la muerte. Con esta certeza, de que la
muerte por la cual ha de pasar ha sido ya vencida por el mismo Cristo que pasó por ella, sufre
la lapidación.
1
     M. AURELIO, Med. XI, 3. Es cierto qlte abandonó cada vez más la fe en la inmortalidad.




     La respuesta a la pregunta que hemos formulada: inmortalidad del alma o resurrección de
los muertos en el Nuevo Testamento, ha de 'y' ser clara. La doctrina del gran Sócrates, del
 gran Platón, es incompatible con las enseñanzas del Nuevo Testamento. Que su persona,
que su vida y su actitud frente a la muerte puedan y deban ser respetadas por los cristianos, lo
han demostrado los apologetas cristianos del siglo II, y creemos que se podría demostrar
también inspirándose en el Nuevo Testamento. Pero ésa es otra .cuestión, de la que no
tenemos por qué ocuparnos aquí 2.

 2
     Tampoco hemos tratado el problema de la suerte de los impíos según el cristianismo primitivo. Esperamos

hacerlo más tarde en una obra consagrada a la escatología del Nuevo Testamento.

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La esperanza cristiana primitiva de la resurrección frente a la creencia griega en la inmortalidad del alma

  • 1. LA INMORTALIDAD DEL ALMA O LA RESURRECCIÓN DE LOS CUERPOS EL TESTIMONIO DEL NUEVO TESTAMENTO OSCAR CULLMANN PROFESOR DE LAS UNIVERSIDADES DE PARÍS y DE BASILEA TRADUCCIÓN DEL FRANCÉS POR ELOY REQUENA STVDIVM, ediciones Bailén, 19 Madrid-13 PRÓLOGO La presente obra reproduce un trabajo que acabamos de publicar en Suiza1, del cual ha parecido ya un resumen en diferentes publicaciones francesas. Ninguna de nuestras restantes publicaciones ha suscitado reacciones tan vivas como ésta, entusiastas las unas, violentamente hostiles las otras. Los redactadores de las publicaciones en cuestión han tenido la deferencia de remitirnos algunas de las cartas de protesta que han recibido de sus lectores. A uno de sus corresponsales, nuestro artículo le ha inspirado la siguiente amarga reflexión: "Al pueblo francés que muere porque le falta el pan de vida, se le brindan piedras en lugar de pan, cuando no son ya escorpiones." Otro parece tomarnos por una especie de monstruo que se complace en suscitar la turbación en las almas. "¿M. Cullman, escribe, tiene una piedra en lugar de corazón?" Para un tercero, nuestro estudio ha sido "objeto de extrañeza, de tristeza y de viva inquietud". Algunos amigos que han seguido nuestros trabajos anteriores con interés y simpatía nos han participado la pena que el presente les ha causado. En otros hemos advertido un disgusto que han intentado ocultar en un silencio elocuente. Nuestros interlocutores pertenecen a los campos más diversos. El contraste que, por amor a la verdad, hemos creído un deber destacar entre la esperanza animosa y alegre del cristianismo primitivo respecto a la resurrección de los muertos y la serena expectación filosófica de una supervivencia del alma inmortal, ha disgustado por igual a buen número de creyentes sinceros de todas las confesiones2 y de todas las tendencias teológicas y a personas que, sin estar exteriormente desvinculadas del cristianismo, poseen, sin embargo, convicciones de inspiración más bien filosófica. 1 Homenaje ofrecido a KARL BARTH con ocasión de sus setenta años, publicado en Reinhardt, Basilea, 1956 (Theologische Zeitschrift, n. 2, p. 126 ss.). Ver también Verbum Caro, 1956, p 58 ss. 2 Sin embargo, hasta ahora las principales protestas se nos han dirigido del lado protestante
  • 2. Ni unos ni otros han intentado hasta ahora refutarnos en el plano exegético, que es precisamente el de nuestro trabajo. Este singular acuerdo se nos antoja sintomático de la universalidad del error, consistente en atribuir al cristianismo primitivo la creencia griega en la inmortalidad del alma. Por otra parte, espíritus tan diferentes como los que acabamos de caracterizar coinciden en la incapacidad común de escuchar con toda objetividad lo que nos enseñan los textos sobre la fe y la esperanza de los primeros cristianos, sin mezclar en la interpretación de tales textos sus pro- pios deseos y opiniones predilectas. Esta incapacidad de escuchar resulta sorprendente, lo mismo por parte de intelectuales adictos a los principios de una sana exégesis científica que por parte de creyentes que pretenden basarse en la revelación de la Palabra sagrada. Las polémicas suscitadas por nuestro trabajo nos impresionarían más si se nos opusieran argumentos exegéticos. En lugar de ello, se nos combate con consideraciones completamente generales de orden filosófico, psicológico y, sobre todo, sentimental. Se nos arguye: "Yo puedo admitir la inmortalidad del alma, pero no la resurrección del cuerpo", o bien: "No puedo creer que nuestros queridos difuntos no hagan más que dormitar durante un período indeter- minado y que yo mismo haya de limitarme a ello, en espera de la resurrección." ¿Es realmente necesario recordarles hoy a intelectuales, creyentes o no, que existe una di- ferencia entre admitir como cierto el hecho de que semejante creencia fue sostenida por Só- crates y compartir su creencia? ¿Entre reconocer esa esperanza como propia de los primeros cristianos y compartir esa esperanza? Se trata en primer lugar de escuchar lo que dice Platón y lo que afirma San Pablo. Se puede ir más lejos. Es posible respetar, e incluso admirar, ambas enseñanzas. Y ¿cómo no hacerlo, sobre todo cuando se las relaciona con la vida y la muerte de sus mismos autores? Pero ello no es razón suficiente para negar que existe una diferencia radical entre la esperanza cristiana de la resurrección de los muertos y la creencia griega en la inmortalidad del alma. La admiración, por sincera que sea, hacia las dos concepciones no puede darnos pie para pretender, contrariamente a nuestra convicción profunda y contrariamente a la evidencia exegética, que son compatibles la una con la otra. Que es posible establecer ciertos puntos de contacto entre ellas, lo hemos demostrado en nuestro trabajo. Ello no obsta para que la inspiración fundamental permanezca radicalmente diferente. El hecho de que el cristianismo ulterior haya establecido más tarde un nexo entre esas dos creencias y que el cristiano medio siga hoy confundiéndolas pura y simplemente, no ha podido
  • 3. decidirnos a guardar silencio respecto a lo que, con la gran mayoría de los exégetas, tenemos por verdadero, y ello tanto menos cuanto que el nexo establecido entre la expectación de la "resurrección de los muertos" y la creencia en "la inmortalidad del alma" no es en realidad un nexo, sino una renuncia a una de ellas en favor de la otra; se ha sacrificado el capítulo XV de la primera carta a los Corintios al Fedón. De nada sirve camuflar aquí este hecho, como se hace hoy con tanta frecuencia, combinando lo que en realidad es incompatible, con el siguiente pretexto un tanto simplista: lo que en la doctrina cristiana nos parece irreconciliable con la creencia en la inmortalidad del alma --o sea, justamente la resurrección propiamente dicha-- no sería una afirmación esencial para los primeros cristianos, sino una simple acomo- dación a las expresiones mitológicas del pensamiento de su tiempo; la intención profunda que constituye su sustancia referiría también a la inmortalidad del alma. Es preciso, por el contrario, reconocer lealmente que justamente lo que distingue a la esperanza cristiana de la creencia griega constituye el centro mismo de la fe del cristianismo primitivo. Si el intérprete no puede aceptarla como fundamental, no debe concluir de ahí que tampoco es fundamental para los autores que estudia. Ante las reacciones negativas y la inquietud suscitada por la publicación de nuestra tesis en diferentes diarios, ¿no hubiéramos debido, por caridad cristiana, interrumpir la discusión en lugar de publicar nuestro trabajo en forma de folleto? Nuestra decisión ha sido dictada por la convicción de que no solamente desde el punto de vista científico, sino desde el punto de vista cristiano, puede haber escándalos saludables. Nos limitaremos únicamente a pedir a nuestros lectores que se tomen la molestia de leer nuestro estudio hasta el fin. Hemos considerado en él la cuestión en una perspectiva exegética. Al estudiarla desde el punto de vista cristiano, nos permitimos recordar a nuestros interlocutores que, al poner en primer plano, como lo hacen ellos, su deseo personal y la manera como ellos querrían sobrevi- vir y como querrían que sobrevivieran los demás, dan la razón sin quererlo a los adversarios del cristianismo que no cesan de repetir que la fe de los cristianos no es otra cosa que la pro- yección de sus deseos. Realmente, ¿no estriba la grandeza de la esperanza cristiana que nos hemos esforzado en exponer en no partir de nuestro deseo personal, sino en situar nuestra resurrección en el marco de una redención cósmica, de una nueva creación del universo? No desestimamos en modo alguno la dificultad que se puede experimentar en compartir esta fe, y gustosos reconocemos lo difícil que es hablar de nuestro tema de una manera com-
  • 4. pletamente desinteresada, cuando las tumbas abiertas nos recuerdan sin cesar que no se trata simplemente de una discusión académica. Pero ¿no constituye eso una razón más para buscar la verdad y la claridad en este terreno más todavía que en otros? El medio mejor de conseguirlo no es ciertamente partir del equívoco, sino comenzar por exponer sencillamente, lo más fielmente posible, gracias a los medios que tenemos a nuestra disposición, la esperanza de los autores del Nuevo Testamento, mostrar la sustancia de esa esperanza y probar, por duro que nos parezca, lo que la separa de las restantes creencias que nos son queridas. Al examinar en primer término de una manera objetiva la expectación de los primeros cristianos en todo lo que puede ofrecer de extraño para el punto de vista de las opiniones por nosotros recibidas, ¿no echamos por el único camino posible que puede conducimos a pesar de todo, no solamente a comprenderla mejor, sino a comprobar también que no es tan imposible de admitir como lo creemos? Tenemos la impresión de que algunos de nuestros lectores ni siquiera se han molestado en leer nuestro trabajo hasta el final. La confrontación de la muerte de Sócrates con la de Jesús parece haberlos escandalizado e irritado hasta tal punto, que no han seguido adelante y ni siquiera se han enterado de lo que decíamos de la fe del Nuevo Testamento en la victoria de Cristo sobre la muerte. Para muchos de los que nos han atacado, el motivo de "tristeza y de inquietud" no es sola- mente la distinción que establecemos entre resurrección de los muertos e inmortalidad del alma, sino ante todo el lugar que, con todo el cristianismo primitivo, creemos deber atribuir, en su esperanza, al estado intermedio de todos los que han muerto y mueren en Cristo antes del fin de los tiempos, estado que los autores del siglo 1 designan con el término de sueño1. Y la protesta contra esa idea de un estado de espera provisional es tanto mayor cuanto que al menos se quisiera contar con precisiones sobre ese sueño de los muertos, los cuales, despojados de su cuerpo carnal, permanecen todavía privados del cuerpo de resurrección, al mismo tiempo que están en posesión del Espíritu Santo. No se quiere darse por satisfechos con la discreción que los escritos del Nuevo Testamento, incluido San Pablo, guardan al res- pecto, ni tampoco contentarse con la gozosa seguridad 1 Como es sabido, el estado intermedio entre esta vida y la gloria es, en la doctrina católica, el purgatorio, cuya existencia rechaza el autor (cf.p 61, n.s) (N de la E) del Apóstol, el cual afirma que la muerte no podrá ya separar de Cristo al que posee el Espíritu
  • 5. Santo: "Ora vivamos, ora muramos, pertenecemos a Cristo." A los que encuentran completamente inaceptable esta idea de sueño, nos sentimos tenta- dos a preguntarles, dejando a un lado entonces resueltamente el plano de la exégesis que es el de nuestro estudio, si nunca les ha ocurrido tener al dormir un sueño maravilloso que les ha hecho más felices que cualquier experiencia, aunque no hayan hecho otra cosa que dormir. ¿No podría ser esto una imagen, por supuesto imperfecta, para ilustrar el estado de anticipación en el que, según San Pablo, se encuentran los muertos en Cristo durante su sueño, en espera de la resurrección de los cuerpos? Sin embargo, no pretendemos evitar el escándalo con ello, atenuando lo que hemos dicho sobre el carácter provisional e imperfecto de ese estado. Pero queda en pie que, según los primeros cristianos, la vida plena y verdadera de la resurrección no es concebible sin el nuevo cuerpo, sin el "cuerpo espiritual", del que serán revestidos los muertos, cuando sean creados de nuevo el cielo y la tierra. En nuestro trabajo hemos remitido por dos veces al retablo de Isenheim del pintor medieval Grünewald. Es el cuerpo resucitado lo que él ha pintado, y no el alma inmortal. También otro artista, Juan Sebastián Bach, nos hace escuchar, en el credo de la misa en si, la interpretación musical de las palabras del viejo símbolo que reproducen fielmente la fe del Nuevo Testamento en la resurrección de Cristo y en nuestra resurrección. Es el hecho de la resurrección del cuerpo y no la inmortalidad del alma lo que la música jubilosa del gran compositor ha querido expresar: Et resurrexit tertia die... Expecto resurrectionem mortuorum et vitam venturi saeculi. Y Haendel, en la parte final de su Mesías, nos permite presentir por medio de la música lo que entiende San Pablo por el sueño de los que duermen en Cristo, así como, de otra parte, en el canto de triunfo, su expectación de la resurrección final, que sobrevendrá en el momento en que se oiga "la última trompeta" y en el que seremos "todos cambiados". Compartamos o no esta esperanza, hemos de reconocer por lo menos que los artistas, en este caso, han sido los mejores exégetas de la Biblia.
  • 6. INTRODUCCIÓN Hacedle a un cristiano, protestante o católico, intelectual o no, la pregunta siguiente: ¿Qué enseña el Nuevo Testamento sobre la suerte individual del hombre después de la muerte? Con raras excepciones, recibiréis siempre la misma respuesta: la inmortalidad del alma. Y sin embargo, esta opinión, por difundida que esté, es uno de los errores más graves en relación con el cristianismo. Es inútil querer pasar el hecho en silencio o encubrirlo con interpretaciones arbitrarias que violentan el texto. Más bien habría que hablar abiertamente. La concepción de la muerte y de la resurrección, tal como se va a exponer en estas páginas 1, hunde sus raíces en la historia de la salvación. Determinada toda ella por esta historia, es incompatible con la creencia griega en la inmortalidad del alma. A la mentalidad moderna le resulta chocante, y sin embargo se nos presenta como elemento constitutivo de la predicación de los primeros cristianos, que no es posible abandonar o eludir con una interpretación de corte moderno, sin que con ello el Nuevo Testamento quede privado de su sustancia. ¿O es que la fe de los primeros cristianos en la resurrección es compatible a pesar de todo con la concepción de la inmortalidad del alma? ¿No enseña el Nuevo Testamento también, y sobre todo el Evangelio de Juan, que poseemos ya la vida eterna? ¿Y no es realmente la muerte, en el Nuevo Testamento, el "último enemigo"? ¿Se la concibe verdaderamente de una manera diametralmente opuesta al pensamiento griego, que ve en ella un amigo? No escribe el apóstol Pablo: "Oh muerte, ¿dónde está tu aguijón?" 1 Ver también O. CULLMANN, "La fe en la resurrección y la esperanza de la resurrección en el Nuevo Testamento", Etudes théologiques et religieuses, 1943, p. 3 ss.; "Cristo y el tiempo", Delachaux et Niestlé, Neuchâtel y París, 1947, p. 167 ss. (ed. españ., Editorial Estela, Barcelona); Ph. H. Menoud, "La suerte de los difuntos", Delachaux et Niestlé, Neuchatel y París, 1945 (Cahiers théologiques de l`actualité protestante, 9); R. MEHL, Der Letzte Feind (El último enemigo), 1954. Este equívoco tan ampliamente difundido, según el cual el Nuevo Testamento enseñaría la
  • 7. inmortalidad del alma, se ve favorecido por el hecho de que los primeros discípulos tuvieron a partir de Pascua la convicción inquebrantable de que con la resurrección corporal de Cristo la muerte perdió todo su aspecto terrorífico2 y que desde aquel momento el Espíritu Santo hizo nacer a la vida de la resurrección al que cree. Pero en esta afirmación, de acuerdo con el Nuevo Testamento, es preciso subrayar las palabras “a partir de Pascua", lo cual demuestra todo el abismo que separa a pesar de todo la concepción de los primeros cristianos de la concepción griega. El pensamiento entero de la Iglesia primitiva está orientado en el sentido de la historia de la salvación. Todo lo que se afirma sobre la muerte y la vida eterna depende por completo de la fe en un hecho real, en los acontecimientos reales que se desarrollaron en el tiempo. Ahí es donde reside la diferencia radical con el pensamiento griego. Como hemos querido demostrarlo en nuestro libro, Cristo y el tiempo, esta concepción pertenece a la sustancia misma de la fe de los primeros cristianos, a su esencia, que no es posible abandonar ni cambiar por una interpretación de corte moderno 3. En el Nuevo Testamento, la muerte y la vida están ligadas a la historia de Cristo. 'Es claro, por tanto, que para los primeros cristianos el alma no es inmortal en sí, sino que lo llega a ser únicamente por la resurrección de Jesucristo, "el primogénito de entre los muertos", y por la fe en Él. Es claro igualmente que de suyo la muerte no es "el amigo"; solamente por la victoria conseguida sobre ella por Jesús, en su muerte y resurrección corporal, ha quedado desvirtuado su "aguijón" y vencido su poder. Es claro, finalmente, que la resurrección del alma que ya ha tenido lugar, no es todavía de perfección; hay que esperarlo hasta que nuestro cuerpo haya resucitado; y ello será al final de los tiempos. 2 París, 1947, p.167 ss. (ed. españ., Editorial Estela, Barcelona); Ph. H. Menoud, “La suerte de los difuntos”, Delachaux et Niestlé, Neuchatel y París, 1945 (Cahiers théologiques de l`actuslité protestante, 9); R. Mehl, Der Letzte Feind (El último enemigo), 1954. 3 Mas, con todo, no de tal manera que la Iglesia primitiva pudiera decir que era natural morir. Esta expresión que KARL BARTH ha empleado en un estudio, por lo demás muy impresionante, sobre la concepción negativa de la muerte como "último enemigo" (La Teología dogmática, III, 2, 1948, p. 776 ss.), no nos parece tener fundamento en el Nuevo Testamento; ver, por ejemplo, 1 Cor 11, 30 (y luego, p. 49 y 53). Es falso ver ya en el Evangelio de Juan una tendencia a la doctrina griega de la inmortalidad del alma; porque también él vincula la vida eterna a la historia de Cristo 4. Es cierto que dentro
  • 8. de esa historia los acentos están diversamente distribuidos en los varios libros del Nuevo Testamento. Sin embargo, el fundamento de la doctrina entera les es común a todos; es la historia de la salvación 5. Es verdad que tenemos que reconocer la posibilidad de una influencia griega en el cristianismo naciente, ya desde el comienzo 6; pero mientras las nociones griegas estén sometidas a esta visión de conjunto de la historia salvífica, no se puede hablar de una verdadera helenización 7. Ésta no comenzará hasta más tarde. La concepción bíblica de la muerte se funda, por consiguiente, en una historia salvífica, y, por tanto, ha de diferenciarse totalmente de la concepción griega; nada lo prueba mejor que la confrontación de la muerte de Sócrates y de la muerte de Jesús; confrontación que, desde la antigüedad, si bien con una intención del todo diversa, fue intentada por los adversarios del cristianismo 8. 3 Esta demostración ha sido la verdadera finalidad que hemos perseguido en nuestro libro, y no ha sido nuestra intención la que erróneamente se nos ha atribuido, de haber querido tratar el problema "tiempo y eternidad". 4 En este Evangelio no estamos todavía, para expresarlo con términos de R. BULTMANN, en el camino de la "desmitologización", ya que este escrito está también orientado en el sentido de la historia de la salvación. 5 Ver Bo REICKE, "Einheitlichkeit oder verschiedene Lehrbegriffe in der neutestamentlichen Theologie" (Unidad o diversidad doctrinal en la teología neotestamentaria), Theol. Zeitschr., 9, 1953, p. 401 ss. 6 Y ello tanto más que los textos de Qumrán prueban que ya la rama del judaísmo con la cual se relaciona el cristianismo más en particular está influenciada por el helenismo. Ver O. CULLMANN, "The Significance of the Qumrán Texts for Research into the Beginnings of Christianity" (Significado de los textos de Qumrdn para la investigación de comienzos del cristianismo), Journ. of Bibl. Lit. 74, 1955, p. 213 ss;; ver igualmente R. BULT- MANN, Theologie des N. T., 1953, p. 361, n. 1. 7 Habría que hablar más bien de una "historización" cristiana (en el sentido de la historia de la salvación) de las nociones griegas. Solamente en este sentido, y no en el que le da R. BULTMANN, los mitos del Nuevo Testamento están ya "desmitificados" por los autores cristianos mismos. 8 Ver loa textos en E. BENZ, Der Gekreuzigte Gerechte bei Plato, im Neuen Testament und in der alten Kirche, 1950.
  • 9. CAPÍTULO I EL ÚLTIMO ENEMIGO: LA MUERTE SÓCRATES Y JESÚS En la impresionante descripción de la muerte de Sócrates que traza Platón en su Fedón, leemos lo que de más sublime se ha escrito sobre la inmortalidad del alma. Precisamente la reserva, la prudencia científica y la renuncia deliberada a toda demostración matemática le dan a su argumentación un valor que no ha sido nunca superado. Conocemos las razones que el filósofo griego alega en favor de la inmortalidad del alma. Nuestro cuerpo no es más que una vestidura exterior, la cual, mientras vivimos, le impide a nuestra alma moverse libremente y vivir de acuerdo con su propia naturaleza eterna. Le impone una ley que no vale para ella. De esta manera, el alma se encuentra encerrada en el cuerpo como en una camisa de fuerza, en una prisión. Pero la muerte es la gran libertadora. Ella corta las ligaduras, dejando que el alma salga de la prisión del cuerpo y conduciéndola a su patria eterna. Siendo cuerpo y alma radicalmente diferentes y perteneciendo a dos mundos distintos, la destrucción del primero no puede coincidir con la destrucción del alma, lo mismo que una obra de arte no puede quedar destruida por serlo el instrumento de la misma. Aunque las pruebas alegadas en favor de la inmortalidad del alma no poseen para el mismo Sócrates el valor de una prueba matemática, no por eso están para él menos provistas del más alto grado de probabilidad posible y hacen tan probable la inmortalidad, que se convierte para el hombre, para servirnos del término que leemos en el Fedón, en un "hermoso riesgo". Esta doctrina, el gran Sócrates no se limitó a enseñarla, cuando el día de su muerte exa- minaba con sus discípulos los argumentos filosóficos en favor de la inmortalidad del alma. En aquel mismo momento vivió las enseñanzas que ha dado. Mostró con su propio ejemplo cómo, al ocuparnos de las verdades eternas de la filosofía, trabajamos desde ahora en libertar a nuestra alma. Porque la filosofía nos permite desde ahora penetrar en ese mundo eterno de las ideas, al cual pertenece nuestra alma, liberándola así de la cárcel del cuerpo. La muerte no hará otra cosa que consumar esa liberación. Por eso Platón nos muestra cómo Sócrates, con una calma y una serenidad absolutas, va al encuentro de la muerte. La muerte de Sócrates es una muerte hermosa. El horror está completamente ausente de ella. Sócrates no podría temer la muerte, puesto que ella nos libera del cuerpo. El que teme la muerte demuestra, según él, que ama al cuerpo y que es esclavo del mundo visible. La muerte es la gran amiga del alma.
  • 10. Así lo enseña y así es como muere en admirable armonía con sus enseñanzas, ese hombre que personifica el genio griego en lo que tiene de más noble. Y ahora, escuchemos de qué manera muere Jesús. En Getsemaní sabe que le espera la muerte, lo mismo que lo sabe Sócrates el día de su discusión con sus discípulos. Los evan- gelios sinópticos están de acuerdo entre sí, grosso modo, en lo que se refiere al hecho de Getsemaní. Jesús comienza a "temblar y a angustiarse", escribe Marcos (14, 34). "Mi alma está triste hasta la muerte", dice a sus discípulos1. Jesús es tan completamente hombre, que comparte el miedo natural que nos inspira la muerte, como el Hijo divino del hombre y servidor de Dios, ha de experimentarlo, e incluso más terriblemente que los demás hombres 2. Tiene miedo, no como un cobarde, ni de los hombres que le dan muerte, ni de los dolores que preceden a la muerte, sino miedo de la muerte misma, porque es la gran potencia del Mal. La muerte para Él no es una cosa divina. Es una cosa horrible. Jesús no quiere estar solo en aquellos momentos. Sabe que su Padre le ha sostenido siempre. A Él corre en aquel momento decisivo, como lo ha hecho durante toda su vida terrena. Va a Él con la angustia plenamente humana que le inspira la muerte, la gran enemiga. Es del todo inútil querer eliminar del relato evangélico mediante toda la suerte de explicaciones artificiales ese miedo de Jesús. 1 A pesar del paralelo Jonás 4, 9, sobre el cual llaman la atención E. KLOSTERMANN, Das Markusevangelium, ed. 3.", 1936, ad loc., y E. LOHMEYER, Das Évangelium des Markus, 1937, ad loc, la explicación: "estoy tan triste, que preferiría morir', nos parece del todo improbable en esa situación en que Jesús sabe que ha de morir (la institución de la Cena); la interpretación de J. WEISS, Das Markus-Evangelium, 3." ed., 1917, ad loc.: "mi tristeza es tan grande, que sucumbo bajo su peso", nos parece imponerse, sobre todo, a la luz de Marcos 15, 34. Las palabras (Lucas 12, 50) "y qué angustia es la mía, hasta que el bautismo (= la muerte) se cumpla", sugieren la misma explicación de nuestro pasaje. 2 Algunos comentaristas antiguos, y otros más recientes, como J. WELLHAUSEN, Das Evangelium Marci, 2.& ed., 1909, ad loc.; J. SCHNIEWIND, en N. T. Deutsch, 1934, ad loc.; E. LoHMEYER, Das Evang6lium des Markus, 1937, ad loc., buscan en vano escapar a esta consecuencia, que por lo demás está sugerida igualmente por las fuertes expresiones griegas "temblar" y "angustiarse"; proponen explicaciones que no están de acuerdo con la situación en la que Jesús sabe ya que ha de sufrir por los pecados de su pueblo (santa Cena). En Lucas 12, 50 re- sulta del todo imposible eliminar esta angustia ante la muerte, y teniendo en cuenta las palabras de Jesús sobre la cruz (Mc 15, 34), no se puede explicar a Getsema. ni más que por la angustia ante el abandono al que la muerte, el gran enemigo de Dios, va a condenar a Jesús. Los enemigos del cristianismo, que ya en la antigüedad subrayaban el contraste entre la
  • 11. muerte de Sócrates y la muerte de Jesús, vieron aquí con más claridad que los comentaristas cristianos. Jesús tiembla realmente ante el gran enemigo de Dios. Nada de la serenidad de Sócrates, el cual va serenamente al encuentro de la muerte, la gran amiga. Jesús suplica a Dios que le exima de pasar por el trance de la muerte. Naturalmente, sabe ya de antemano que ésa es la misión que se le ha confiado, sufrir la muerte, y ya antes lo había dicho: "Con un bautismo he de ser bautizado, ¡y cuál es mi angustia hasta que se cumpla!" (Lc. 12, 50). Pero ahora, que el enemigo de Dios se encuentra delante de Él, suplica al Padre, cuya omnipotencia conoce: "Todo te es posible; haz que pase de Mí este cáliz" (Mc. 14, 36). Y cuando añade: "No obstante, no se haga lo que Yo quiero, sino lo que Tú", ello no significa que en último análisis considera, a pesar de todo, a la muerte como la amiga libertadora, a la manera de Sócrates. Simplemente quiere decir: si, de acuerdo con tu voluntad, he de pasar por este amargo trance de la muerte, me someto a este horror. Jesús sabe que la muerte, de suyo, por ser la enemiga de Dios, significa aislamiento extremo, soledad radical) Por eso suplica a Dios. En presencia del gran enemigo de Dios, no quiere estar solo. Sin embargo; forma parte por así decirlo de la esencia misma de la muerte que le separe de Dios. Mientras se encuentre en sus manos, no estará en manos de Dios, sino en las manos del enemigo de Dios. Jesús querría permanecer unido a Dios tan estrechamente como lo ha estado durante toda su vida terrena. Pero en aquel momento no solamente busca la presencia de Dios, sino incluso la de los discípulos. Reiteradamente interrumpe su oración y va junto a sus discípulos más íntimos, los cuales intentan luchar con el sueño, para no dormirse cuando vengan a detener a su Maestro. Lo intentan, pero no lo consiguen, y Jesús tiene que despertarles una y otra vez: ¿Por qué quiere que velen? No quiere estar solo. Ni siquiera de los discípulos, cuya flaqueza, sin embargo, conoce, ni siquiera de ellos quiere verse abandonado en el momento en que la muerte, la enemiga terrible de Dios va a abalanzarse sobre Él. Quiere estar rodeado de la vida, de la vida que bulle en sus discípulos: "¿No podéis velar una hora conmigo?" ¿Se puede concebir mayor contraste que el que existe entre la muerte de Sócrates y la muerte de Jesús? Sócrates, el cual, como Jesús, el día de su muerte se encuentra rodeado de sus discípulos, discute con ellos sobre la inmortalidad con una serenidad sublime; Jesús, el cual unas horas antes de su muerte está allí temblando e implorando a sus discípulos que no le dejen solo. La carta a los hebreos, que más que cualquier otro escrito del Nuevo
  • 12. Testamento subraya la plena divinidad (c.1,10), pero también la plena humanidad de Jesús, llega en su descripción de la angustia de Jesús frente a la muerte más lejos todavía que los sinópticos. Se nos dice que Jesús "ofreció oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte" (5, 7)3. Por tanto, según la carta a los hebreos, Jesús clamó y lloró frente a la muerte. Por un lado, Sócrates, el cual con calma y serenidad habla de la inmortalidad del alma: por otro, Jesús, el cual clama y llora Luego, la escena de la misma muerte. Con una calma soberana, Sócrates bebe la cicuta; Jesús, por el contrario, clama con las palabras del salmo: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?", y muere lanzando otro grito inarticulado (Mc. 15, 37). No es la muerte amiga del hombre. Es la muerte en todo su horror. Es verdaderamente el último enemigo de Dios. Así es como las palabras del Apóstol designan a la muerte: el último enemigo (1 Cor. 15 26). Aquí se percibe el abismo entre el pensamiento griego, por una parte, y la fe judía y cristiana, por otra4. Al servirse de otras expresiones, el autor del Apocalipsis considera igualmente la muerte como el último enemigo, cuando describe cómo, al final, es arrojada en el estanque de fuego (20, 14). Siendo enemiga de Dios, nos separa de Él, que es vida y creador de toda vida. Jesús, que está completamente unido con Dios, más unido que lo haya estado jamás hombre alguno, ha de experimentar la muerte de una manera mucho más horrible que cualquier otro hombre. Jesús ha de sentir ese aislamiento, esa separación de Dios, que en el fondo es la única situa- ción que realmente se ha de temer, de una manera infinitamente más intensa que los otros, precisamente porque se encuentra tan estrechamente unido a Dios. He ahí por qué clama a Dios con el Salmista: "¿Por qué me has abandonado?" En aquel momento se encuentra verdaderamente en manos de la gran enemiga de Dios, la muerte. Hay que estar reconocidos al evangelista de no haber atenuado en nada su descripción. 3 La relación con Getsemaní nos parece indiscutible; ver también J. HÉRING, L'Epitre aux Hébreux, 1954, ad loc 4 J. LEIPOLDT, Der Tod bei Griechen und Juden (La muerte entre los griegos y los judíos), 1942, ha planteado el problema en una perspectiva completamente falsa. Es cierto que se distingue claramente la concepción griega de la muerte, con razón, de la concepción judía. Pero la preocupación de Leipoldt por identificar constantemente la concepción cristiana con la de los griegos y de separarla de la concepción judía, quizá se explique únicamente si se toma en consideración el año de la aparición de ese libro, y la serie en la cual ha visto la luz (Germanentum, Christentum und Judentum).
  • 13. Acabamos de comparar la muerte de Sócrates con la de Jesús. Porque nada muestra mejor la radical diferencia entre la doctrina griega de la inmortalidad y la fe cristiana en la resurrección. Por haber pasado realmente Jesús por la muerte en todo su horror, no sola- mente en su cuerpo, sino precisamente también en su alma ("Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"), debe y puede ser para el cristiano que ve en Él al redentor, el que triunfa de la muerte misma en su propia muerte. Donde la muerte es concebida como el enemigo de Dios, no puede existir "inmortalidad" sin una obra óntica de Cristo, sin una historia salvífica, en la que la victoria sobre la muerte es el centro y el fin. Esa victoria no puede conse- guirla Jesús persistiendo en la vida simplemente como alma inmortal, por tanto, en el fondo, sin morir. No, únicamente puede vencer a la muerte muriendo realmente, pasando al dominio mismo de la muerte, la gran destructora de la vida, dominio de la nada, de la separación de Dios. Cuando se quiere vencer a uno hay que pasar a su terreno. El que quiere vencer a la muerte, ha de morir; pero, repitámoslo, ha de dejar verdaderamente de vivir, no continuar simplemente viviendo en cuanto alma inmortal, sino perder el bien más precioso que Dios nos ha dado: la vida misma. He ahí por qué Marcos, el cual, sin embargo, presenta a Jesús como Hijo de Dios, no ha intentado atenuar en absoluto el aspecto horrible, plenamente humano, de la muerte de Jesús. Si la vida ha de salir de esa muerte, es necesario un nuevo acto creador de Dios, que llame a la vida no solamente a una parte del hombre, sino al hombre todo entero, todo lo que Dios ha creado, todo lo que la muerte ha destruido. Para Sócrates y Platón, no hay necesidad alguna de un acto creador. Porque para ellos, el cuerpo es malo y no ha de continuar viviendo. Y la parte que ha de continuar viviendo, el alma, no muere en absoluto. Si queremos comprender la fe cristiana en la resurrección, hemos de hacer plenamente abstracción de la idea griega, según la cual la materia, el cuerpo, sería malo y habría de ser destruido, de suerte que la muerte del cuerpo no significaría en modo alguno destrucción de vida verdadera. Para el pensamiento cristiano (y judío), también la muerte del cuerpo significa destrucción de la vida creada por Dios. No existe diferencia. La vida de nuestro cuerpo es vida verdadera. La muerte es la destrucción de 'Toda vida creada por Dios. Por esta razón es la muerte, y no el cuerpo, lo que ha de ser vencido por la resurrección. Solamente sintiendo con los primeros cristianos todo el horror de la muerte, tomando así la muerte en serio, es como podemos comprender la alegría de la comunidad primitiva el día de Pascua. Entonces es posible comprender que toda la vida y todo el pensamiento del Nuevo Testamento están dominados por la fe en la resurrección. La fe en la inmortalidad del alma no
  • 14. es una fe en un acontecimiento que lo sacude todo. La inmortalidad no es en el fondo más que una afirmación negativa: el alma no muere (continúa simplemente viviendo). Resurrección es una afirmación positiva: el hombre entero, que ha muerto realmente es llamado a la vida por un nuevo acto creador de Dios Algo inaudito tiene lugar. Un milagro creador. Porque también antes ha ocurrido igualmente algo horrible: una vida creada por Dios ha sido destruida. La muerte, para la Biblia, no es hermosa de suyo; tampoco la muerte de Jesús. La muerte es realmente tal como se la representa: un esqueleto; huele a descomposición. Y la muerte de Jesús es tan deforme como la ha pintado el gran maestro Grünewald en la Edad Media. Pero, precisamente por esa razón, ese mismo pintor supo representar inmediatamente a su lado, de una manera incomparable y única, la gran victoria, la resurrección de Cristo. Cristo revestido del cuerpo nuevo, del cuerpo de la resurrección. El que sepa pintar una muerte hermosa, no podrá pintar la resurrección. El que no ha experimentado todo el horror de la muerte, no puede entonar con Pablo el himno de la victoria: "La muerte ha sido absorbida; ivictoria! ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?" - (1 Cor. 15:54 y siguiente). .
  • 15. CAPÍTULO II EL SALARIO DEL PECADO, LA MUERTE, CUERPO y ALMA CARNE Y ESPÍRITU El contraste entre la concepción griega de la inmortalidad del alma y la fe cristiana resulta todavía más profundo cuando consideramos que en la resurrección supone el nexo que el judaísmo establece entre la muerte y el pecado. Entonces, la necesidad de un drama salvífico se hace todavía más clara. La muerte no es algo natural, querido por Dios, como en el pensamiento griego; no, es algo contrario a la naturaleza, fundamentalmente anormal y opuesto a la intención divina1. El relato del Génesis nos enseña que no entró en el mundo más que por el pecado del hombre. La muerte es una maldición, y la creación entera se ha visto arrastrada en esa maldición. El pecado del hombre ha hecho necesario toda la serie de acontecimientos relatados por la Biblia, y que nosotros denominamos la historia de la salva- ción. La muerte no puede ser vencida más que por la expiación del pecado, porque es "el salario del pecado". No es solamente el relato del Génesis quien nos lo dice, sino también Pablo (Rom 6: 23), y ésa es la concepción que el cristianismo primitivo en su totalidad tiene de la muerte. Lo mismo que el pecado es contrario a Dios, de la misma manera lo es su consecuencia, la muerte. Dios puede ciertamente servirse de la muerte (1 Cor,. 15, 36; Jn 12, 24), lo mismo que puede servirse de Satanás. Pero no es menos cierto que la muerte como tal es la enemiga de Dios. Porque Dios es vida; creador de vida. No es voluntad de Dios que haya ajamiento y corrupción, muerte y enfermedad, no siendo la enfermedad más que un caso particular de la muerte, la cual actúa mientras vivimos. Todo lo que es contrario a la vida—muerte y enfermedad—según la concepción judía no proviene más que del pecado humano. He ahí por qué todas las curaciones de enfermos que realiza Jesús no son solamente el rechazo de la muerte, sino irrupción de la vida en el campo del pecado, y por eso Jesús afirma durante las curaciones de enfermos: tus pecados te son perdonados. No que a cada enfermedad individual corresponda un pecado individual, sino que la existencia de la enfermedad como tal, lo mismo que la existencia de la muerte, es una consecuencia del estado de pecado en que se encuentra la Humanidad. 1 Veremos que, a la luz de la victoria conseguida por Cristo, la muerte ha perdido todo su horror. No obstante en pos del Nuevo Testamento, no nos atrevemos a afirmar con KARL BARTH que es "natural" morir (Die Kirchlische Dogmatik,III,2, 1948, 777 ss.donde remite a la distinción de una “segunda muerte” en Ap 21, 8); ver, en efecto, 1 Cor.11,30.
  • 16. Toda curación es una resurrección parcial, una victoria parcial de la vida sobre la muerte. Tal es la concepción cristiana. En cambio, de acuerdo con la enfermedad del cuerpo se debe a que el cuerpo como tal es malo y está condenado a la destrucción. Para el cristiano, una anticipación pasajera de la resurrección puede hacerse visible incluso en el cuerpo carnal. Y esto nos recuerda que el cuerpo como tal no es malo, sino que, lo mismo que el alma, es un don de nuestro Creador. Por esta razón, según San Pablo, tenemos deberes para con nuestro cuerpo. Es que Dios es el creador de todas las cosas. La concepción judía y cristiana de la creación excluye todo dualismo griego entre cuerpo y alma. Las cosas visibles y corporales son creaciones divinas en el mismo grado que las cosas invisibles. Dios es el creador de mi cuerpo. Éste no es una prisión para el alma, sino un ejemplo, según las palabras de Pablo (1 Cor. 6, 19); el templo del Espíritu Santo. Ahí es donde reside la diferencia fundamental. Dios encuentra "bueno" también después de la creación lo que es corporal. El relato del Génesis lo subraya expresamente. Inversamente, el pecado se ha apoderado del hombre todo entero; no solamente del cuerpo, sino también del alma, y su consecuencia, la muerte, se extiende al hombre entero, cuerpo y alma; y no solamente al hombre, sino también a todo el resto de la creación. La muerte es algo aterrador, porque toda la creación visible, comprendido nuestro cuerpo, si bien se encuentra corrompida por el pecado y la muerte en la actualidad, de suyo es algo maravilloso: Tras la concepción pesimista de la muerte se oculta una concepción optimista de la crea- ción. En cambio, cuando se considera a la muerte como libertadora, como sucede en el platonismo, el mundo visible no es reconocido como creación divina; y cuando los platónicos consideran al cuerpo como hermoso, no lo es como tal para ellos, sino en cuanto deja transparentar algo del alma eterna, única realidad divina verdadera. También para el cristiano el cuerpo actual no es más que la sombra de un cuerpo mejor, pero justamente de un cuerpo mejor. La diferencia aquí no está, como para Platón, entre lo que es corporal y la idea inmaterial, sino entre la creación presente, corrompida por el pecado, y la nueva creación liberada del pecado, entre el cuerpo corruptible y el cuerpo incorruptible. Esto nos lleva a hablar de la concepción total del hombre, de lo que se llama la antropo- logía. La antropología del Nuevo Testamento no es la antropología griega; se relaciona más bien con la antropología judía. Para los conceptos: cuerpo, alma, carne y espíritu, por no nom- brar más que éstos, los autores del Nuevo Testamento se sirven de los mismos términos que
  • 17. los filósofos griegos. Pero esos conceptos tienen un significado completamente distinto para ellos, y entendemos todo el Nuevo Testamento erróneamente interpretándolos en sentido grie- go. Muchos equívocos provienen de ahí. No podemos presentar aquí una exposición detallada de la antropología bíblica. Junto a los artículos correspondientes del diccionario de Kittel2, existen buenas monografías consagradas a esta cuestión3. Habría que analizar ante todo la antropología de los diferentes autores del Nuevo Testamento por separado. Aquí tenemos que limitarnos a la fuerza a mencionar algunos puntos esenciales, que vienen a cuento para nuestra cuestión, y aun así hemos de hacerlo de una manera lo más esquemática posible, sin entrar en los matices que es preciso tener en cuenta en una verdadera antropología. Nos basaremos en primer término en el apóstol Pablo, porque es el único autor en quien encontramos por lo menos los elementos de una antropología, aunque no emplea las diferentes nociones de una manera plenamente consecuente y con un mismo significado4. Evidentemente, también el Nuevo Testamento conoce la distinción entre cuerpo y alma, o más bien entre hombre exterior y hombre interior. Pero esta distinción no significa oposición, como si el hombre interior fuera naturalmente bueno y el hombre exterior naturalmente malo.5 Los dos son esencialmente complementarios uno del otro: ambos han sido creados buenos por Dios. El hombre interior sin el hombre exterior no posee existencia independiente verdadera. Tiene necesidad del cuerpo. A lo sumo puede, a la manera de los muertos del Antiguo Testamento, llevar una existencia umbrátil en el Sheol; pero ésta no es una vida duradera. La diferencia en relación al alma griega es evidente; ésta llega, precisamente sin el cuerpo, y solamente sin él, a su pleno desarrollo. Nada semejante tenemos en la Biblia. Por otra parte, el cuerpo, según la concepción cristiana, tiene necesidad a su vez del hombre intrerior. 2 Hay que mencionar aquí también las Teologías del Nuevo Testamento. 3 W. G. KÜMMEL, Das Bild des Menschen im Neuen Testament (La imagen del hombre en el Nuevo Testamento), 1948, y J. A. T. ROBINSON, The Body, A Study in Pauline Theology, 1952. Cf. también los artículos antropológicos del Vocabulaire biblique, Neuchätel, París, 2a ed., 1955. 4 W. GUTBROD, Die paulinische Anthropologie, 1934; W. G. KÜMMEL, Römer 7 und die Bekehrung des Paulus, 1929; E. SCHWEIZER, "Romer, 1, 3 f. und der Gegensatz von Fleisch und Geist vor und bei Paulus". Evang. Theol. 15, 1955, p. 563 ss.; y particularmente en el capítulo correspondiente en R. BULTMANN, Theologie. des Neuen Testaments, 1953. 5 Las palabras de Jesús en Mc 8, 36, Mt 6, 25 Y 10, 28 ( = vida) no hablan tampoco del "valor infinito del alma inmortal", ni suponen una apreciación superior del hombre interior. Para estos textos (como también para Mc 14,
  • 18. 38), ver W. G. KÜMMEL, op cit., p. 16 ss. Mas ¿cuál es la función de la carne (σάρξ) y del espíritu (πνέǔμά) en la antropología cristia- na? Aquí sobre todo hemos de cuidar de no dejamos inducir a error por el empleo profano de las palabras griegas, aunque se encuentre en el Nuevo Testamento en diferentes pasajes, y que incluso en un solo autor, como, por ejemplo en San Pablo, la terminología no sea com- pletamente uniforme. Con esta reserva podemos afirmar que, según uno de los significados paulinos --el más característico--, carne y espíritu son dos potencias trascendentes activas, las cuales pueden penetrar en el hombre desde el exterior, pero ninguna de las cuales se da con el hombre como tal. La antropología cristiana, a diferencia de la antropología griega, se funda en la historia de la salvación 6. La "carne” es la potencia del pecado, la cual, como potencia de muerte, ha entrado con el pecado de Adán en el hombre entero. Se ha apoderado del cuerpo y del alma; pero ello de tal manera --y esto es de particular importancia-- que la carne per- manece desde ahora ligada al cuerpo sustancialmente de una manera más estrecha que al hombre interior7, aunque con la caída haya tomado también posesión de éste. El Espíritu es el gran antagonista de la carne, pero nuevamente como un dato antropológico; es una potencia que penetra desde fuera en el hombre. Es el poder creador de Dios, la gran potencia de vida, el elemento de resurrección, como la carne es la potencia de la muerte. En la antigua alianza el Espíritu no actúa más que momentáneamente en los profetas. Por el contrario, en la fase final del siglo presente, en la cual nos encontramos según el Nuevo Testamento, es decir, después que Cristo con su muerte quebrantó la potencia de la muerte y resucitó, esta potencia de vida actúa en todos los miembros de la Iglesia de Cristo. Según Hechos 2, 16 "en los últimas días", el Espíritu se apoderará de todos los hombres. Esta profecía de Joel se ha realizado en Pentecostés. También esta potencia creadora se apodera del hombre entero, del hombre interior y del hombre exterior, ya desde ahora. Pero mientras que la carne se ha unido sustancialmente por toda la duración del siglo presente al cuerpo y no domina al hombre interior de una manera tan inevitable, la potencia de vida del Espíritu Santo, en cambio, toma posesión del hombre interior ya desde ahora de una manera tan decisiva, que ésta ya "se renueva de día en día", como dice San Pablo (2Cor 4, 16). 6 Esto es lo que quiere decir también W. G. KÜMMEL, op. cit., cuando subraya que en el Nuevo Testamento, e igualmente en la teología juanista, el hombre es considerado siempre como un ser histórico. 7 El cuerpo es, por así decirlo, su sede, desde la cual ejerce su influencia sobre el hombre entero; es como, contrariamente a su propia concepción fundamental, Pablo puede llegar en algunos raros pasajes a decir "cuerpo" en lugar de "carne", o inversamente, "carne en lugar de "cuerpo". Estas excepciones terminológicas no cambian en
  • 19. nada su concepción de conjunto, es clara y característica la distinción entre "cuerpo" y "carne". Por lo que al cuerpo se refiere, también él está ciertamente poseído por el Espíritu; se da ya en el dominio del cuerpo una cierta anticipación del fin, por lo menos una repulsa momentánea del poder, de la muerte, desde el momento que el poder de resurrección del Espíritu Santo entra en acción8; de ahí las curaciones de enfermos entre los primeros cristianos. Sin embargo, no se trata más que de un detenimiento, no de una transformación definitiva del cuerpo .mortal en cuerpo de resurrección. Incluso los que en vida de Jesús fueron resucitados por él debían morir. Porque no habían recibido todavía un cuerpo de resurrección. Esta transformación del cuerpo carnal, condenado a la corrupción, en cuerpo espiritual no tendrá lugar más que al final de los tiempos. Solamente entonces la potencia de resurrección que es el Espíritu Santo se apoderará del cuerpo de una manera tan total, que lo transformará como transforma ya "de día en día" al hombre interior. Importa demostrar aquí hasta qué punto la antropología del Nuevo Testamento difiere de la antropología de los griegos. Cuerpo y alma son buenos en cuanto han sido creados por Dios. Son malos ambos en cuanto que la potencia de muerte la Carne, el pecado, los ha poseído. Pero ambos pueden y deben ser liberados por la potencia de la vida del Espíritu Santo. La liberación no consiste aquí en que el alma sea libertada del cuerpo, sino que los dos, alma y cuerpo sean liberados de la potencia de muerte que es la Carne.9 La transformación del cuerpo carnal en cuerpo de resurrección no tendrá lugar más que en el momento en que la creación entera sea creada de nuevo por el Espíritu Santo, cuando el cuerpo no exista ya. Entonces la sustancia10 del cuerpo no será ya la carne, sino el Espíritu. Habrá, según San Pablo, un "cuerpo espiritual". 8 Ver nuestro artículo "La délivrance anticipée ducorps humain d'apres le Nouveau Testament" (La liberación anticipada del cuerpo humano según el Nuevo Testamento), Hommage et reconnaissance, grupo de trabajos publicados con ocasión del LX aniversario de K. Barth, Neuchätel-París, 1946, p. 31 ss. 9 Las palabras de Jesús, citadas frecuentemente de Mt 10, 28 (ver más arriba. p. 38, nota 5): "no temáis a los que dan muerte al cuerpo, sino al que puede matar a la φǔχή" no suponen para nada la concepción griega, como si el alma no tuviera necesidad del cuerpo. Lo que sigue muestra claramente que no es ése el caso. Jesús no continúa: "temed al que mata a la φǔχή" sino "temed al que puede dar muerte a la φǔχή" y al cuerpo en la gehenna". Los comentarios observan con razón que φǔχή" no designa aquí la noción griega del alma, sino que se debería traducir más bien por "vida", conforme al arameo napbscha. Ver, por ejemplo, J. SCHNIEWIND, Das Evangelium nach Mattháus, 1937, ad loc W. G. KüMMEL, op. cit., p. 17, escribe igualmente con razón: Mt 10, 28 "no se refiere al valor del alma inmortal, sino que subraya que sólo Dios puede destruir, además de la vida terrena, la vida celeste". Ver también R. MEHL, Der Letzte Feind, p. 40, n. 12.
  • 20. 10 Empleamos este término, que de suyo no es muy afortunado, a falta de otro mejor. Sin embargo, lo que quiere decir debería estar claro después de los razonamientos precedentes. La resurrección del cuerpo no será más que una parte de la nueva creación total. "Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva", dice 2 Pedro 3, 13. La esperanza cristiana no se dirige solamente a mi suerte individual, sino a la creación toda entera. Toda la creación, incluida la creación visible y material, ha sido arrastrada por el pecado a la muerte. "A causa tuya", tal era la maldición. Eso es lo que aprendemos, no solamente en el Génesis, sino en Rom 8, 19 ss., donde el apóstol Pablo escribe que toda la creación11 desde ahora espera impaciente la liberación. Esta redención vendrá cuando la potencia del Espíritu Santo transforme toda la materia; cuando Dios, por un nuevo acto creador, lejos de destruir la materia, la librará de la potencia de la carne, de la corrupción. Entonces no serán las ideas eternas las que harán acto de presencia, sino los objetos concretos los que renacerán con la nueva sustancia de vida incorruptible del Espíritu Santo, y entre ellos nuestro cuerpo. Siendo la resurrección del cuerpo un nuevo acto creador que afecta al universo, no puede tener lugar en el momento de la muerte individual de cada uno, sino únicamente al fin de los tiempos. No es un tránsito de aquí abajo al más allá, como sucede para el alma en la creencia griega de la inmortalidad del alma. La resurrección del cuerpo es un pasaje del siglo presente al siglo futuro. Está ligada a todo el drama de la salvación. Debido al pecado, ese drama que se desarrolla en el tiempo es necesario. Una vez que se considera al pecado como origen del dominio de la muerte sobre la creación divina, la muerte ha de ser vencida con el pecado. No somos capaces de hacerla por nuestras propias fuerzas; no podemos vencer al pecado, siendo nosotros mismos pecadores, enseña el Nuevo Testamento. Otro lo ha hecho por nosotros, y no ha podido hacerlo más que pasando él mismo al dominio de la muerte, es decir, muriendo y expiando el pecado, de suerte que la muerte queda vencida en cuanto salario del pecado. La fe cristiana anuncia que Jesús ha he- cho esto y que ha resucitado en cuerpo y alma, después de haber muerto plena y realmente. Anuncia que, en adelante, la potencia de resurrección, el Espíritu Santo, está en acción. El camino se encuentra libre. El pecado está vencido; la resurrección y la vida triunfan de la muerte, puesto que la muerte no era más que la consecuencia del pecado. Dios ha realizado aquí, por anticipación, el milagro de la nueva creación que esperamos para el final. Ha creado la vida, como al principio. Este punto único, Jesucristo, se ha verificado ya ese milagro. Resurrección, no solamente en el sentido de un nuevo nacimiento del hombre interior poseído por el Espíritu Santo, sino resurrección del cuerpo. Creación nueva de la materia, de una materia incorruptible. Por lo demás, en ninguna otra parte de este mundo hay una materia de
  • 21. resurrección; en ninguna parte hay un cuerpo espiritual; solamente en Jesucristo. 11 La alusión a estas palabras "a causa tuya", en el versículo 20, excluye con su referencia a Gn 3. 1-7, cualquiera otra traducción de ×tσıς, como la que han propuesto E. BRUNNER y A. SCHLATTER: criatura en cuanto hombre. Ver O. CULLMANN, Cristo y el Tiempo. 1947. p. 72. Capítulo III EL PRIMOGENITO DE ENTRE LOS MUERTOS. ENTRE LA RESURRECCION DE CRISTO Y EL ANIQUILAMIENTO DE LA MUERTE Deberíamos darnos cuenta de lo que esto significaba para los primeros cristianos, cuando anunciaban la gran nueva de Pascua: ¡Cristo ha resucitado de entre los muertos! Para com- prender todo su alcance, debemos recordar ante todo lo que la muerte representaba para ellos. Nos sentimos tentados siempre a combinar esta afirmación inaudita: Cristo ha resucitado, con la idea griega de la inmortalidad del alma, privándola con ello de su verdadera sustancia. En realidad significa: hemos entrado ya en la era nueva en la que la muerte está vencida por el Espíritu Santo, en la que no hay ya más corrupción. Porque si realmente existe ya un cuerpo espiritual, que reemplaza al cuerpo carnal que había muerto, es que la potencia de la muerte está ya rota. En el fondo, los creyentes no deberían morir ya, según la convicción de los primeros cristianos, y ésta era ciertamente su esperanza al principio de todo. Pero ahora, ni siquiera el hecho de que los hombres continúen muriendo tiene gran importancia. Ahora su muerte no puede ser ya un signo del dominio absoluto de la muerte, sino únicamente de un último combate que libra por su dominación. La muerte no puede ya anular ese hecho, tan grávido de consecuencias, de que desde ahora existe ya un cuerpo resucitado. Deberíamos intentar sencillamente comprender lo que la comunidad primitiva quería decir al proclamar a Jesucristo "primogénito de entre los muertos". Deberíamos intentar, sobre todo, por difícil que nos parezca, eliminar en primer término la cuestión de saber si todavía podemos aceptar o no esta fe. Deberíamos renunciar igualmente a plantear inicialmente la cuestión de saber si Sócrates o el Nuevo Testamento tenían razón. Sin ello introduciremos constantemente ideas extrañas en el Nuevo Testamento. En lugar de ello deberíamos comen- zar simplemente escuchando lo que enseña el Nuevo Testamento. "Jesucristo, el primogénito de entre los muertos." Su cuerpo, el primer cuerpo de resurrección, el primer cuerpo espiritual. La vida y el pensamiento enteros de quienes poseían esta convicción debían transformarse
  • 22. radicalmente bajo esta influencia. Entonces y sólo entonces se explica cuanto ocurrió en la comunidad primitiva. El Nuevo Testamento es para nosotros un libro sellado con siete sellos, si no sobreentendemos detrás de cada una de las frases que leemos en él esta otra: Cristo ha resucitado1; la muerte está ya vencida; hay ya una nueva creación. La era de la resurrección ha quedado inaugurada. Se entiende que está solamente inaugurada, pero inaugurada de manera decisiva. Solamente inaugurada, porque la muerte sigue actuando todavía. Los cristianos continúan muriendo. Los discípulos se dan cuenta de ello cuando los primeros miembros de la cristiandad mueren. Esto debió plantear un grave problema2. En 1 Cor 11, 30, el apóstol Pablo dice que, en el fondo, no debería haber ya ni muerte ni enfermedad. Sin embargo, hay todavía pecado, enfermedad y muerte. Pero el Espíritu Santo como poder creador es ya eficaz en este mundo. Obra visiblemente en la comunidad de los primeros cristianos, en los diferentes carismas que en ella se manifiestan. Lo que en nuestro libro Cristo y el Tiempo llamamos la tensión entre "lo ya cumplido" y "lo todavía incumplido", es un elemento integrante del Nuevo Testamento. Por consiguiente, esta tensión no es una solución secundaria inventada posteriormente3, como lo pretenden los discípulos de Albert Scheweitzer, y ahora también R. Bultman4. Esta tensión, por el contrario caracteriza, ya la enseñanza que el mismo Jesús dio sobre el reino de Dios. 1 Aunque realmente el Maestro de Justicia de la secta de Qumrán fuera ejecutado--lo cual, sin embargo, no se ha demostrado hasta ahora con ningún texto claro--quedaría en pie, con todo, una diferencia capital en relación a la fe de la Iglesia primitiva (sin hablar de las restantes diferencias; cf. nuestro artículo "The significance of the Qumran texts, etc.) (El significado de los textos de Quram), J. B. L., 1955, p. 213 ss la fe en la resurrección de Jesús, que ha tenido ya lugar, no tiene paralelo en la secta. 2 Ver a este propósito Ph. H. Menoud, "La mort d'Ananías et de Saphira", Aux sources de la tradition chrétien Mélanges offerts âl M. Goguel, Neuchâtel-París, 1950, particularmente p. 150 ss. 3 .Así, sobre todo, F. BURl, "Das Problem der ausgebliebenen Parusie" (El problema de la retrasada parusíe), Schw. Theol. Umschau, 1946, p. 97 ss. Cf. también sobre esta cuestión, O. CULLMANN, "Das wahre durch die ausgebliebene Parusie gestellte neutestamentliche Problem" (El verdadero problema neotestamentario planteado por la dilación de la parusía), Theol. Zeitscher., 3, 1947, p. 177 ss. y p. 428 ss. 4 R. BULTMANN, "History and Eschatology in the New Testament", New. Test. Stud., 1,1954, p. 5 ss.
  • 23. El predijo la venida del reino para el futuro; pero por otra parte. Proclama que el reino es ya realidad, puesto que El mismo, con el Espíritu Santo, rechaza ya la muerte curando a los enfermos y resucitando a los muertos (Mt 21, 28; Mt 11, 3 s.; Lc 10, 18), anticipando con ello la victoria que con su propia muerte conseguirá sobre la muerte misma. Ni Albert Schweitzer, el cual considera como esperanza primitiva de Jesús y de los primeros cristianos únicamente la esperanza que se realiza en el futuro, ni C. H. Dodd, el cual habla solamente de realized eschatology, ni, sobre todo, R. Bultmann, el cual disuelve la esperanza primitiva de los primeros cristianos en un existencialismo heideggeriano, tienen razón. Es esencial para el pensamiento del Nuevo Testamento que se sirva de categorías temporales, y ello preci- samente porque la fe de que en Cristo ha tenido ya lugar la resurrección es el punto de arranque incluso de toda la vida y de todo el pensamiento cristiano. Si admitimos que es ésa la afirmación central de la fe neotestamentaria, la tensión temporal entre "lo ya cumplido" y "lo todavía incumplido" es un elemento constitutivo de la fe cristiana. Entonces la imagen de que nos servimos en nuestro libro Cristo y el Tiempo ha de caracterizar la situación que todo el Nuevo Testamento da por supuesta: la batalla decisiva, la que decide el término de la guerra, ha tenido ya lugar en la muerte y resurrección de Cristo; sólo queda por venir el Victory Day. En el fondo, toda la moderna discusión teológica se centra en la cuestión siguiente: ¿es o no es el hecho pascual el punto de partida de la Iglesia cristiana primitiva, de su nacimiento, de su vida, de su pensamiento? En caso positivo, la fe en la resurrección corporal de Cristo se ha de considerar como el meollo mismo de toda fe cristiana en el Nuevo Testamento. El hecho de que haya un cuerpo de resurrección, el de Cristo, determina la concepción total del tiempo que tienen los primeros cristianos. Si Cristo es el "primogénito de entre los muertos", eso significa también que una distancia temporal, cualquiera que pueda ser su duración, separa al primogénito de todos los demás hombres, los cuales no han "nacido de la muerte" todavía. Esto significa, por tanto, qué, según el Nuevo Testamento, vivimos en un tiempo intermedio entre la resurrección de Jesús que ya ha tenido lugar y nuestra resurrección que ha de acaecer al final. Pero eso significa también que la potencia de resurrección, el Espíritu Santo, está ya obrando entre nosotros. Por esta razón el apóstol Pablo se sirve (Rom. 8, 23) para designar al Espíritu Santo del mismo término griego- άπάρ×ή prímicias-- que emplea en 1 Cor. 15, 25 para designar el mismo Jesús resucitado. Tenemos, pues, anticipación de la resurrección ya desde ahora. Y esto de dos maneras. Nuestro hombre es renovado ya de día en día por el Espíritu Santo (2 Cor. 4, 16; Ef. 3, 16). Pero también el cuerpo está ya poseído por el Espíritu Santo, aunque la carne permanece todavía sólidamente anclada en el cuerpo.
  • 24. Al grito de desesperación de Rom 7, 24"¿ Quién me librará de este cuerpo de muerte?", responde todo el Nuevo Testamento:. el Espíritu Santo. La anticipación del fin por el Espíritu Santo se percibe de la manera más patente en la frac- ción eucarística del pan de los primeros cristianos. Allí se realizan los milagros visibles de ese Espíritu divino. En el marco de esas reuniones es donde el Espíritu Santo intenta romper los límites del lenguaje imperfecto de los hombres por lo que el Nuevo Testamento llama "hablar lenguas". En esta ocasión, la comunidad entra en relación directa con el resucitado no solamente con su alma, sino con su cuerpo invisible de resurrección. Por esta razón escribe San Pablo (1 Cor 10, 16): "El pan que partimos, ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo?" Ahí, en la comunidad de los hermanos, es donde los cristianos están más directamente en contacto con el cuerpo resucitado de Cristo, y por ello escribe el Apóstol en el capítulo siguiente (11, 27 s.) ese pasaje curioso, que no se tiene lo bastante en cuenta: si la cena del Señor fuera comida por los miembros de la comunidad de una manera enteramente digna, la unión con el cuerpo de resurrección de Cristo actuaría desde ahora en nuestros propios cuerpos de tal manera que desde el momento presente no habría ya ni enfermedad ni muerte (1 Cor 11, 28-30). Afirmación de una audacia singular 5. Así, pues, estas anticipaciones nos remiten ya a la transformación del cuerpo carnal en cuerpo espiritual que tendrá lugar en el momento en que la creación entera sea producida de nuevo. En ese momento no habrá más que el Espíritu. La materia carnal será reemplazada por la materia espiritual. Ello significa que la materia corruptible será reemplazada por la materia incorruptible. En esta afirmación hay que guardarse muy bien de atribuir a la palabra "espiritual" el sentido griego, que excluye la idea del cuerpo. No, se trata de un cielo nuevo y de una tierra nueva. Tal es la esperanza cristiana. 5 A esta luz hay que entender también la nueva tesis dé F. J. LEENHARDT, Ceci €st mon corps, Explication de ces paroles de Jésus-Christ, Neuchatel-París, 1955. La expresión de que se sirve el símbolo de los apóstoles no es ciertamente conforme al pensamiento paulino: creo en la resurrección de la carne 6. En todo caso, el apóstol Pablo no podía decir. El cree en la resurrección del cuerpo, no de la carne". La carne es la potencia de
  • 25. muerte que ha de ser destruida. Fue en una época en la que la terminología bíblica era mal comprendida, a saber, en el sentido de la antropología griega, cuando esta confusión entre carne y cuerpo hizo su aparición. Según San Pablo, es nuestro cuerpo el que resucitará al final, cuando la potencia de vida que es el Espíritu Santo cree de nuevo todas las cosas, todas sin excepción. ¿Un cuerpo incorruptible? ¿Cómo representarnos eso? O más bien, ¿cómo se los representaron los primeros cristianos? Pablo dice en Fil 3, 21, que Jesucristo transformará al final nuestro cuerpo de miseria en un cuerpo semejante a su propio cuerpo de gloria (δǔξά); y lo mismo en 2 Cor 3, 18: "Somos transformados en su propia imagen, de gloria en gloria" (άπόδόξήςЄίςδόξάν). Esta gloria (δόξά) los primeros cristianos se la representaban como una especie de esplendor materializado, lo cual no deja de ser evidentemente más que una imagen imperfecta. Nuestro lenguaje no posee palabras para expresarlo. Una vez más remitimos al retablo de Grünewald, que representa la resurrección. Nos parece que es lo que más se acerca a la realidad que el apóstol Pablo ha concebido al hablar de cuerpo espiritual. 6 W. BIEDER, "Aufersthung des Leibes oder des Fleisches?" (¿Resurrección del cuerpo o de la carne?), Theol. Zeitschr., I, 1945, p. 105 ss., intenta explicar esta expresión desde el punto de vista de la teología bíblica y de la historia de los dogmas. Capitulo IV LOS QUE DUERMEN. ESPÍRITU SANTO y ESTADO INTERMEDIO DE LOS MUERTOS
  • 26. Llegamos a nuestra última cuestión: "¿En qué momento tiene lugar esa transformación del cuerpo? No puede haber duda al respecto. Todo el Nuevo Testamento responde: al final de los tiempos, lo cual ha de entenderse verdaderamente en sentido temporal. Pero esto plantea la cuestión del "estado intermedio" de los muertos. Por supuesto, la muerte ha sido ya venci- da, según 2 Tim 1, 10: "Cristo la aniquiló, y sacó a la luz la vida y la incorrupción". Pero la tensión temporal en la que solemos insistir tanto concierne precisamente a ese punto central: la muerte está ya vencida, pero no será destruida hasta el fin "El último enemigo que será vencido es la Muerte" (1 Cor 15, 26). Es característico que en griego tenemos dos veces el mismo verbo ×άtάρЇέώ1 lo mismo cuando se trata de la victoria decisiva que ya ha tenido lugar, que cuando se trata de la victoria final que está por venir. De la victoria final, de la destrucción, habla también el Apocalipsis (20 14): "La muerte es precipitada en el estanque de fuego"; y así el autor del citado libro puede continuar algunos versículos más lejos: "La muerte no existirá ya." Esto significa que la transformación del cuerpo no tiene lugar inmediatamente después de cada muerte individual. Aquí, sobre todo, es preciso que nos liberemos de las concepciones griegas, si queremos comprender la doctrina del Nuevo Testamento. Sobre este punto nos apartamos también de K. Barth, cuando atribuye al apóstol Pablo la idea de que la transformación del cuerpo carnal tendrá lugar para cada uno en el momento de su muerte, como si los muertos estuvieran fuera del tiempo2. Según el Nuevo Testamento, se encuentra todavía en el tiempo. Sin ello todo el problema tratado por Pablo en 1Ts 4,13 ss. no tendría sentido. En esta epístola se trata para el Apóstol de mostrar que en el momento de la vuelta de Cristo los que todavía estén con vida no tendrán ventaja respecto a los que hayan muerto antes en Cristo. En el Apocalipsis (6, 11) vemos igualmente que los que han muerto en Cristo esperan: 1 Así es como traduce Lutero el mismo verbo en 2 Tim 1,10: "er hat ihm die Macht genommen" (él le ha arrebatado su potencia); en 1 Cor 15, 26: "er wird aufgehoben" (es aniquilado). 2 K. BARTH, Die Kirchliche Dogmatik, n, 1, 1940, página 698' ss.; III 2, 1948, p. .524 ss.; 714 ss. Es cierto que su punto de vista está aquí mucho más matizado y que se acerca más a la escatología del Nuevo Testamento que en sus primeras publicaciones, sobre todo Auferstehung der Toten (La resurrección de los muertos), 1926. "¿Hasta cuándo?", gritan los mártires que duermen bajo el altar. La parábola del hombre rico, en la que Lázaro es llevado directamente después de su muerte al seno de Abraham (Lc. 16, 22), Y las palabras de Pablo a los filipenses: “Deseo morir y estar con Cristo" (1, 23) no hablan
  • 27. -de una resurrección corporal que tiene lugar inmediatamente después de la muerte individual, como se admite con frecuencia3. Ni uno ni otro de esos textos hablan de la resurrección de los cuerpos. Al contrario, al servirse de imágenes, hablan del estado de los que mueren en Cristo antes del fin de los tiempos, de ese estado intermedio en el cual se encuentran lo mismo que los vivos. Todas esas imágenes están destinadas a expresar una proximidad particular en relación a Dios y a Cristo, en la cual se encuentran en espera del fin los que mueren en la fe. Están "en el seno de Abraham", o bien (según Ap. 6, 9) "bajo el altar", o "con Cristo". No se trata sino de imágenes diferentes para ilustrar la proximidad divina. Pero la imagen más corriente empleada por Pablo es que "duermen"4. Que en el Nuevo Testamento se cuenta con un tiempo intermedio para los muertos como para los vivos, es un hecho difícilmente impugnable. No obstante, no encontramos aquí especulación alguna sobre el estado de los muertos en ese tiempo intermedio 5. 3 Las palabras, frecuentemente discutidas, de Lc 23, 43: "hoy estarás conmigo en el paraíso", merecen citarse también a este respecto. Aunque no es imposible relacionar σήμέρον con λέЇώсΙ nos parece, sin embargo, poco verosímil. Hay que interpretar ese logion a la luz de Lc. 16, 23 y de las concepciones del judaísmo tardío relativas al "paraíso" como lugar de los bienaventurados (STRACK-BILLERBECK, ad loc.; P. VOLZ, Die Eschatologíe der jüdischen Gemeínde im neutestamentílichen Zeítalter (La escatología del pueblo judío en la época neo- testamentaria), 2." ed., 1934, p.265). El texto no habla en todo caso de la resurrección del cuerpo ni anula la espera de la parusía. Semejante interpretación es igualmente refutada por W. G. KÜMMEL, Verbeíssung und Erfüllung, 2." ed., 1953, p. 67. Es cierto que subsiste un cierto desacuerdo con el paulinismo, en el sentido de que Cristo mismo no ha resucitado en el momento indicado por “hoy” y que, por tanto, no ha puesto el fundamento de esa "comunión de los muertos con El". Pero, a fin de cuentas, el texto subraya también el hecho de que el malhechor estará con Cristo. PH. H. MENOUD (Le sort des trépassés, p. 45) observa con razón que es necesario comprender la respuesta de Jesús en relación con la petición del malhechor. Éste pide que Jesús se acuerde de él "cuando esté en su reino"; según la concepción mesiánica judía, esas palabras no pueden designar más que el momento en el que el Mesías vendrá a establecer su reino. Jesús no responde a la petición, pero le da al bandido más todavía de lo que pide: ya antes se reunirá "con Él". Así entendidas, estas palabras se sitúan, por tanto, según su intención, en el orden de ideas antes mencionado. 4 La interpretación que K. BARTH (Die Kirchliche Dogmatik, IlI, 2, p. 778) da de esta expresión "dormir", como si ese término reprodujera solamente "la impresión" que producen a los supervivientes los que se duermen serenamente, no puede defenderse desde el punto de vista del Nuevo Testamento. Ese término dice más, y se refiere realmente, como el término "reposar" en Ap 14, 13, al estado en el cual se encuentran los muertos antes de la parusía. 5 Sin embargo, esta discreción no ha de ser para nosotros motivo para suprimir simplemente el estado intermedio en cuanto tal. No entendemos bien por qué ciertos teólogos protestantes (como también K. BARTH) experimentan a propósito de esta concepción tantas vacilaciones, cuando el Nuevo Testamento nos enseña sencillamente esto: 1) que ese estado existe; 2) que significa ya comunión con Cristo (en virtud del Espíritu Santol- En ninguna parte se
  • 28. habla del purgatorio. Por consiguiente, los que han muerto en Cristo participan de la tensión del tiempo interme- dio. Pero esto no significa solamente que esperan. Significa, además, que también para ellos la muerte y la resurrección de Jesús han sido los acontecimientos decisivos. También para ellos pascua es el gran cambio (Mt 27, 52). La nueva situación que ha creado la pascua per- mite vislumbrar al menos un nexo posible, no con la doctrina de Sócrates, sino con su actitud práctica frente a la muerte. La muerte ha perdido su aguijón; aunque sigue siendo el último enemigo, no significa ya en el fondo nada. Si la resurrección de Cristo significara el gran cambio solamente para los vivos y no para los muertos, los vivos tendrían a pesar de todo una enorme ventaja sobre los muertos. En efecto, aquéllos, en cuanto miembro de la comunidad de Cristo, están ahora en posesión del poder de la resurrección del Espíritu Santo. Es inconcebible que, según la concepción de los primeros cristianos, nada haya cambiado por Cristo para los muertos en lo que concierne al tiempo que precede al fin. Precisamente las imágenes de que se sirve el Nuevo Testamento para designar el estado de los que han muerto en Cristo prueban que la resurrección del Señor, esa anticipación del fin, produce sus efectos en ese estado intermedio también y, sobre todo, para los muertos “Están en Cristo” dice el apóstol Pablo. Pero principalmente el pasaje de 2 Cor 5, 1-10 es el que nos enseña por qué los muertos tam- bién, aunque no tienen todavía cuerpo, y aunque no hacen más que "dormir", se encuentran con todo con Cristo. El Apóstol habla en este lugar de la angustia natural que también él ex- perimenta ante la muerte, que está siempre actuando. Teme lo que llama él estado de "des- nudez", es decir, el estado del alma privada de cuerpo. Por consiguiente, esta angustia natural frente a la muerte no ha desaparecido completamente, ni siquiera con Cristo, puesto que la muerte misma, el último enemigo, si bien ha padecido una derrota decisiva, no ha desapare- cido. El Apóstol desearía, dice, ser revestido del cuerpo espiritual, "por encima." (έπί) sin tener que pasar por la muerte. Es decir, que desearía estar todavía con vida en el momento de la vuelta de Cristo. Una vez más vemos aquí confirmado lo que hemos dicho de la actitud de Jesús frente a la muerte. Pero al mismo tiempo comprobamos en este pasaje (2 Cor 5) lo que hay de radicalmente nuevo a partir de la resurrección de Cristo; ese mismo texto, junto a la angustia natural inspirada por el estado de desnudez del alma, proclama la gran certeza de estar ya con Cristo, incluso y sobre todo durante ese estado intermedio. ¿Por qué, entonces, habría de inquietarnos todavía el hecho de que exista tal estado? La certeza de estar, también
  • 29. ahí y sobre todo ahí, con Cristo se funda en otra convicción cristiana según la cual nuestro hombre interior ha sido ya poseído por el Espíritu Santo. Los que vivimos estamos en po- sesión del Espíritu divino desde la venida de Cristo. Si realmente el Espíritu Santo habita en nosotros, ha transformado ya nuestro hombre interior. Ha tomado ya posesión de él. Pero hemos oído que el Espíritu Santo es la potencia de resurrección, el poder creador de Dios. Por consiguiente, la muerte es impotente respecto a Él. Por eso algo ha cambiado para los muertos desde ahora, en cuanto que mueren realmente en Cristo, es decir, en posesión del Espíritu Santo. La espantosa soledad, la separación de Dios creada por la muerte, de la que hemos hablado, no existe ya, porque está el Espíritu Santo. He ahí por qué el Nuevo Testa- mento subraya que los muertos en Cristo están con Cristo y, por tanto, que no están abando- nados. Así comprendemos que Pablo, precisamente en 2 Cor. 5, 1 s., donde habla de la an- gustia ante la desnudez en ese estado intermedio, designe al Espíritu Santo como "primicias" (άρράβών). Según el v. 8 del mismo capítulo, los muertos incluso parecen estar más cerca de Cristo; el sueño parece acercarles más: "Preferimos permanecer fuera del cuerpo y estar con el Señor." Por esta razón puede escribir el Apóstol en Fil. 1, 23 que "desea morir" para estar con el Señor. Por consiguiente, el hombre sin el cuerpo carnal, si posee al Espíritu Santo, está más cerca de Cristo que antes. Es que la carne ligada a nuestro cuerpo terreno es un obstáculo para el desarrollo del Espíritu Santo mientras vivimos. El muerto es liberado de este obstáculo, aunque el suyo sea todavía un estado imperfecto, puesto que no posee el cuerpo de la resurrección. Este pasaje, como los restantes, no nos da más precisiones sobre el estado intermedio en el que el hombre interior, despojado del cuerpo carnal, pero privado todavía del cuerpo espiritual, encuentra a solas con el Espíritu Santo. Le basta al apóstol aseguramos que en el camino de la anticipación del fin que nos corresponde desde que hemos recibido al Espíritu Santo, ese estado nos acerca más a la resurrección final. Angustia inspirada por el estado de desnudez, de un lado; firme seguridad de que ese estado, que por lo demás es intermedio, no podrá separamos de Cristo (entre las potencias que no pueden separarnos del amor de Dios en Cristo se nombra también la muerte Rom 8, 38), por otro. Esta angustia y esa seguridad se relaciona en este texto de 2 Cor. 5, lo cual confirma que también los muertos participan de la tensión que caracteriza al tiempo presente. Pero predomina la seguridad, porque la batalla decisiva ya se ha librado. La muerte está
  • 30. vencida. El hombre interior despojado del cuerpo no está solo; no lleva ya una existencia umbrátil, único objeto de la esperanza de los judíos y que no se podía considerar como una "vida". El cristiano privado del cuerpo por la muerte ha sido ya transformado en vida por el Espíritu Santo, ha sido ya poseído por la resurrección (Rom. 6, 3 s.; Jn 3, 3 s.), si realmente ha sido regenerado ya en vida por el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es un don que no se puede perder al morir. El cristiano muerto tiene al Espíritu Santo, por más que duerma todavía y siga esperando la resurrección del cuerpo, la única que le conferirá la vida plena y verdadera. Por tanto, en este estado intermedio la muerte, aunque exista, ha perdido todo lo que tenía de terrorífico; y puesto que sin la presencia de la carne el Espíritu Santo los acerca incluso más a Cristo, los muertos que mueren en el Señor desde ahora: (άπ`άρtI)6 pueden llamarse incluso bienaventurados, como lo escribe el autor del Apocalipsis (14, 13). La exclamación de triunfo del apóstol Pablo (1 Cor 15, 54) encuentra también ahora su aplicación a los muertos: "¿Dónde, muerte, está tu victoria? ¿Dónde, muerte, tu aguijón?" Por eso el Apóstol escribe a los romanos: "Ora vivamos, ora muramos, pertenecemos al Señor" (14, 8). "Ya velemos, ya durmamos, vivimos unidos a Él" (1 Ts 5, 10). Cristo es "el Señor de los muertos y de los vivos" (Rom 14, 9). 6 En la perspectiva de otros pasajes del Nuevo Testamento en los cuales es cierto que άπ`άρtI no puede sig- nificar más que "desde ahora" (por ej., Jn 13, 9), Y a causa del sentido excelente que da esta interpretación temporal, aquí mismo, igualmente, preferimos mantener esta traducción habitual: "desde ahora", refiriendo la expresión aάποθνήσΧονtές, aunque existan argumentos en favor de la proposición de A. DEBRUNNER (Grammatik des neutestamentlichen Griechisch, Teil Il, Anhang, par. 12), el cual, siguiendo una sugerencia de A. FRIDRISCHSEN, considera a άπ`άρtI el término ático vulgar para "exactamente, ciertamente", y lo relaciona a λέγξί ώ πνέύράχ lo cual encontraría una base en la lección p. 47, que omite. Se podría preguntar si, de esta manera, no terminamos por coincidir en último análisis con la doctrina griega de la inmortalidad del alma, y si el Nuevo Testamento no supone para el tiempo que sigue a pascua una continuidad del "hombre interior", del cristiano convertido, antes y después de la muerte, de suerte que prácticamente la muerte no representa también aquí más que un "tránsito" natural7. Hasta cierto punto nos acercamos, efectivamente, a la doctrina griega, en el sentido de que el hombre interior, transformado y vivificado por el Espíritu Santo ya antes (Rom 6, 3 s.), continúa viviendo, así transformado, junto a Cristo en el estado de sueño. Esta continuidad de la vida en espíritu se subraya particularmente en el evangelio de Juan (Jn 3, 36; 4, 14; 6, 54, y en otros pasajes). Aquí entrevemos al menos una cierta analogía en relación a la inmortalidad del alma. Sin embargo, la diferencia sigue siendo radical; el estado de los muertos sigue siendo un estado imperfecto, de desnudez, como dice
  • 31. San Pablo, de sueño, de espera de la resurrección de toda la creación, de la resurrección del 7 Ya hemos hablado más arriba de la tentativa de K. BARTH el cual ciertamente llega demasiado lejos de establecer de manera dialéctica una apreciación positiva de la muerte al lado de la concepción negativa. cuerpo, por otra parte, la muerte es la enemiga que, si bien ha sido vencida, ha de ser todavía destruida. Si los muertos, incluso en ese estado, viven ya junto a Cristo, ello no corresponde en modo alguno a la esencia, a la naturaleza del alma, sino a la consecuencia de una intervención divina que actúa desde fuera por la muerte y la resurrección de Cristo, por el Espíritu Santo, que ha de haber resucitado al hombre interior con su poder maravilloso ya durante la vida terrena, antes de la muerte. "Queda que la resurrección de los muertos sigue siendo objeto de espera, incluso en el cuarto evangelio. Es cierto que se trata ya de una espera con la certeza de la victoria, porque el Espíritu Santo habita ya en el hombre interior. No hay lugar ya a la duda; puesto que habita ya en nosotros, un día también transformará nuestro cuerpo. Porque el Espíritu Santo, potencia de vida, lo penetra absolutamente todo, no conoce obstáculo alguno ni se detiene ante nada. Por eso escribe San Pablo en Rom. 8, 11 aquellas palabras que podemos considerar como un verdadero resumen de la doctrina aquí expuesta: "Si el Espíritu habita en nosotros, entonces el que ha resucitado de entre los muertos, Cristo Jesús, llamará también a la vida vuestros cuerpos mortales por el Espíritu que habita en vosotros", y en Fil 3, 21: "Esperamos al Señor Jesús, el cual ha de hacer nuestro cuerpo de miseria semejante a su propio cuerpo de gloria." Esperamos nosotros y esperan los muertos. Es cierto que el ritmo del tiempo será para ellos distinto que para los vivos y que, por lo mismo, ese tiempo intermedio puede reducirse para ellos. Se nos podría reprochar que con esta última observación nos salimos del punto de vista de la exégesis, contrariamente al límite estricto de los datos del Nuevo Testamento que nos hemos impuesto hasta ahora. Estamos, sin embargo, convencidos de que tampoco ahí abandonamos las bases exegéticas de este trabajo, en la medida en que la expresión [dormir- que es la más corriente en el Nuevo Testamento para designar el estado intermedio nos invita por sí misma a concebir para los muertos una conciencia distinta del tiempo, la de "los que duermen". Mas no por eso dejan de encontrarse en el tiempo, lo cual confirma de nuevo que la fe del Nuevo Testamento en la resurrección es diferente de la creencia griega en la inmortalidad del alma 8. 8 Seguimos en esto una sugerencia de R. MEHL, Der letzte Feind, p. 56.
  • 32. CONCLUSIÓN Durante sus viajes misioneros, Pablo encontró ciertamente gentes que no podían aceptar su predicación de la resurrección, .por la sencilla razón que creían en la inmortalidad del alma. Por eso en el Areópago de Atenas los griegos se echan a reír solamente cuando el apóstol Pablo habló de la resurrección (Act 17, 37). Las gentes, de las cuales el Apóstol dice en 1 Ts 4, 13 que "no tienen esperanza", y de las que escribe en 1 Cor 15, 12 que no creen que haya una resurrección de los muertos, no son muy probablemente epicúreos, como nos sentimos tentados a creer. Porque los que creen en la inmortalidad del alma no poseen tampoco la esperanza de la que habla el Apóstol, la esperanza que presupone la fe en un milagro divino, en una nueva creación. Es preciso incluso llegar más lejos y afirmar que los que creen en la inmortalidad del alma habían de encontrar dificultades infinitamente mayores que otros en aceptar la predicación cristiana de la resurrección. Justino menciona, hacia 150 a los que dicen no -hay resurrección de entre los muertos, sino que sus almas suben al cielo en el momento mismo de su muerte" Aquí se percibe claramente el contraste; El emperador Marco Aurelio, el filósofo que, con Sócrates, forma parte de las más nobles figuras del mundo antiguo, sintió también personalmente el contraste. Sabemos que sintió el desprecio más profundo por el cristianismo, y precisamente la muerte de los mártires cris- tianos, que era de esperar que suscitara el respeto del i gran estoico, el cual esperaba perso- nalmente la muerte con gran serenidad, esa muerte de los mártires le inspiraba, por el con- trario, una extrema antipatía. La pasión con que los cristianos van al encuentro de la muerte le produce un disgusto supremo l. El estoico deja esta vida sin pasión; en cambio, el mártir cristiano muere con una santa pasión por la causa de Cristo, pues sabe que es integrado en el gran drama de la salvación. El primer mártir cristiano, Esteban, nos muestra cómo el que muere en Cristo supera el horror de ola de muerte de una manera completamente distinta que el filósofo de la antigüedad; ve, dice el autor de los Hechos, "el cielo abierto y a Cristo a la derecha de Dios" (7, 55). Ve a Cristo, vencedor de la muerte. Con esta certeza, de que la muerte por la cual ha de pasar ha sido ya vencida por el mismo Cristo que pasó por ella, sufre la lapidación.
  • 33. 1 M. AURELIO, Med. XI, 3. Es cierto qlte abandonó cada vez más la fe en la inmortalidad. La respuesta a la pregunta que hemos formulada: inmortalidad del alma o resurrección de los muertos en el Nuevo Testamento, ha de 'y' ser clara. La doctrina del gran Sócrates, del gran Platón, es incompatible con las enseñanzas del Nuevo Testamento. Que su persona, que su vida y su actitud frente a la muerte puedan y deban ser respetadas por los cristianos, lo han demostrado los apologetas cristianos del siglo II, y creemos que se podría demostrar también inspirándose en el Nuevo Testamento. Pero ésa es otra .cuestión, de la que no tenemos por qué ocuparnos aquí 2. 2 Tampoco hemos tratado el problema de la suerte de los impíos según el cristianismo primitivo. Esperamos hacerlo más tarde en una obra consagrada a la escatología del Nuevo Testamento.