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EJERCICIOS ESPIRITUALES PARA EL PBRO. DE HERMOSILLO
          Marzo del 14 al 18 de 2011 en San Ignacio, Son.

Expositor: P. Daniel Watts, LC

                             PRIMERA MEDITACIÓN:

TRAS DIOS, EL SACERDOTE LO ES TODO.

«Erase una vez en Francia, en la provincia de Lyón, un pequeño campesino cristiano
que, desde la más tierna edad, amaba la soledad y al buen Dios. Y puesto que los
señores de París, que habían hecho la Revolución, impedían a la gente rezar, el
pequeño y sus padres escuchaban Misa en el fondo de un granero. Los sacerdotes por
aquel entonces se escondían y, cuando eran detenidos, les cortaban precisamente la
cabeza. Era por eso por lo que Juan María Vianney soñaba con convertirse en
sacerdote. Pero, aunque sabía rezar, le faltaba, sin embargo, instrucción. Guardaba las
ovejas y trabajaba los campos. Entró demasiado tarde en el Seminario y tropezó en
todos los exámenes. Pero las vocaciones entonces eran raras y, al final, lo ordenaron.
Fue nombrado Cura de Ars y permaneció allí hasta la muerte. Ars era el último curato
de Francia y el último pueblo del país. Sin embargo, fue enteramente un «Párroco» y
esto no sucede de manera frecuente. Lo fue de manera tan completa que el último
pueblo de Francia se convirtió en el primer Curato, y Francia entera se puso en camino
para ir a visitarlo. Ya entonces, convertía a todos los que llegaban hasta él y, si no
hubiese muerto, habría convertido a toda Francia. Curaba las almas y los cuerpos. Leía
en los corazones como en un libro. La Santísima Virgen lo visitaba y el demonio lo
menospreciaba, pero no conseguía impedirle ser un hombre santo. Fue ascendido a
Canónigo, después a Caballero de la Legión de Honor, luego considerado santo. No
obstante, mientras vivió no comprendió nunca el porqué. Ésta era la prueba más bella
del hecho de que mereciese precisamente aquella gloria. Todo esto sucedía en el siglo
XIX, que en el Paraíso, donde se conoce el justo valor de la gente, es llamado «el siglo
del Cura de Ars». Pero Francia no se lo imagina siquiera».

Este inicio de la biografía del Santo Cura de Ars, escrita por el poeta y dramaturgo
francés, Henri Ghéon, nacido hace más de cien años, nos parece una fábula, tan llena
de ingenuidad y de cosas maravillosas, que no nos sentimos atraídos. Y sin embargo,
aunque todo es verdad, se advierte una realidad que nos llama la atención.

Los episodios a los que se alude son todos verdaderos. Aquel campesino de la
provincia de Lyón tiene siete años cuando en París reina el Terror y son exiliados, bajo
pena de muerte, todos los sacerdotes que no se someten al cisma, además de los
miles que son masacrados. Es más, las tropas de la Convención atraviesan la región
de Dardilly, donde él vive, para ir a reprimir la insurrección de Lyón. La iglesia ha sido
cerrada. El Párroco cede primero a todos los juramentos que le son impuestos,
después deja de actuar como sacerdote. Los Vianney de vez en cuando hospedaban,
arriesgando la vida, a algún sacerdote clandestino; y es en una habitación con las
puertas entornadas y protegidas por un carro de heno oportunamente aparcado
(mientras algunos campesinos hacen guardia a las puertas) donde el pequeño Juan
María puede recibir la Comunión a los trece años: estamos en el denominado
«segundo Terror». La vocación le viene muy pronto -como él mismo dirá-, «después de
un encuentro que había tenido con un confesor de la fe», o sea, cuando comprende
que hacerse sacerdote significaba también estar dispuesto a morir por el propio
ministerio. Pero si el niño no podía frecuentar la parroquia, todavía menos podía
frecuentar las inexistentes escuelas. La primera vez que logró sentarse en los pupitres
de la escuela tenía ya 17 años. Intentó desesperadamente aprender, ayudado por un
sacerdote amigo que creía en la vocación de aquel muchacho, pero los resultados
fueron míseros. Dirá, después, el mismo Cura de Ars que aquel sacerdote «ha tratado
durante cinco o seis años de hacerme aprender algo, pero ha sido fatiga en vano,
porque no he logrado nunca meterme nada en la cabeza». Hay mucha humildad en
esta expresión, pero también mucho de verdad. Las dificultades se convertirán más
tarde en insuperables cuando trató de afrontar, en un seminario, los estudios de
filosofía y de teología que, por lo demás, entonces debían realizarse sirviéndose de
textos escritos y explicados en latín. Aun así, el párroco de Ecuilly, muy estimado en la
Diócesis, le proporciona todas las facilidades posibles (de estudios y de exámenes)
llegando a alcanzarle la ordenación sacerdotal, tomándolo él mismo como vicario. Fue
ordenado a los 29 años. Pasó los primeros años de ministerio en la escuela de esta
santo sacerdote que lo había ayudado y educado tan intensamente: «tiene una culpa -
dirá después Juan María Vianney- de la que le será difícil justificarse ante Dios: la de
haberme admitido a las Órdenes Sagradas». Es preciso comprender bien que, Juan
María lo deseaba con todo el corazón, pero se sentía profundamente indigno. El otro,
sin embargo, lo estimulaba y lo protegía, porque estaba convencido de que se trataba
de una óptima vocación y que la escasa instrucción se vería compensada por una
particular inteligencia de fe. Y tenía razón. Juan María, por su parte, estaba convencido
de haber recibido un grandísimo e inmerecido don: «Pienso -dirá- que el Señor ha
querido escoger la cabeza más dura de todos los párrocos para realizar el mayor bien
posible. Si hubiese encontrado todavía uno peor, lo habría puesto en mi lugar, para
mostrar su gran misericordia». El carisma de este joven sacerdote será el de
desaparecer de tal manera tras su ministerio, de ser solamente sacerdote, ministro de
Dios, hasta el punto que su persona se mezcle y se confunda enteramente con el don
del sacerdocio.


El Cura de Ars es el santo patrón de todos los sacerdotes del mundo, puesto que vivirá
una desesperada necesidad de anularse frente al don inmerecido que ha recibido, de
consumirse ejerciéndolo: y lo hará también de forma penitencial, consumiendo
físicamente, con las más duras mortificaciones, su sustancia humana.

Hacemos ejercicios espirituales como sacerdotes y son precisamente estos modelos y
ejemplos los que necesitamos, para entender mejor nuestra vocación y misión,
queridos hermanos sacerdotes:
1. Cuando era joven, un día comentó a su madre: 'Si fuese sacerdote, querría ganar
muchas almas'. Las almas a las que puede ayudar a llevar una buena vida cristiana...
es lo que le dio fuerza para superar todas las dificultades.

2. ¿Qué es el sacerdote? Un hombre que ocupa la plaza de Dios, un hombre revestido
de todos los poderes de Dios. Vamos -dice Nuestro Señor al sacerdote-, como mi
Padre me ha enviado, yo os envío. Todo el poder me ha sido dado en el cielo y en la
tierra. Ve a instruir a todas las naciones. Quien te escucha me escucha; quien te
desprecia me desprecia. Cuando el sacerdote redime los pecados, no dice: Dios te
perdona. El dice: Yo te absuelvo". "¡Oh! ¡Qué cosa es el sacerdote! Si él se percatara
de ello, moriría... Dios le obedece: dice dos palabras y nuestro Señor desciende del
cielo. ¡No se comprenderá la dicha que hay en decir la misa más que en el cielo!"

3. San Bernardo asegura que todo nos viene por María; se puede decir también que
todo nos viene por el sacerdote: sí, todas las felicidades, todas las gracias, todos los
dones celestes. Si no tuviésemos el sacramento del orden sacerdotal, no tendríamos a
Nuestro Señor. ¿Quién le ha puesto ahí, en ese tabernáculo? El sacerdote. ¿Quién ha
recibido el alma en su entrada a la vida? El sacerdote. ¿Quién la alimenta para darle la
fuerza para hacer su peregrinación de la vida? El sacerdote. ¿Quién la preparará a
presentarse ante Dios, lavando esta alma, por última vez, en la sangre de Jesucristo?
El sacerdote. ¿Y si esta alma va a morir por el pecado, quién la resucitará?, ¿quién le
devolverá la calma y la paz? Otra vez el sacerdote. No os podéis acordar de una buena
obra de Dios, sin encontrar al lado de este recuerdo a un sacerdote. Id a confesaros a
la Santa Virgen o a un ángel: ¿os absolverán? No. ¿Os darán el Cuerpo y la Sangre de
Nuestro Señor?' No. La Santa Virgen no puede hacer descender a su divino Hijo en la
hostia. Podría haber doscientos ángeles ahí, que no podrían absolverle. Un simple
sacerdote puede hacerlo; puede deciros: Vete en paz, te perdono. Oh, ¡qué grande es
el sacerdote!".

4. Aunque hubiera podido disfrutar de muchos ratos libres y de descanso, ya que el
pueblo que le fue confiado era bastante pequeño -unas pocas familias, muchas de las
cuales 'pasaban' de la iglesia-, siempre estaba ocupado en algo. Desde el primer
momento, vivió en Ars con un constante espíritu de conquista. Él era quien debía llevar
a Dios al pueblo ya cada una de las personas del pueblo. Su tiempo era de Dios y de
aquellos hombres. No lo podía perder en 'sus' cosas. Tenía un espíritu de conquista
para el Buen Dios, que le llevo a trabajar donde otro se excusaría fácilmente pensando
que no tenía trabajo.

5. A su llegada, en la primavera de aquel 1818 no había más remedio que comenzar
dando un margen de confianza a lo más selecto de lo que heredaba: tres o cuatro
ancianitas de buena voluntad. Él las invita a asistir a misa de entre semana y les
propone comulgar diariamente. Les enseña a rezar el rosario a la virgen María. Las
anima para que acojan en su grupo a algunas niñas, que se sienten más a gusto entre
sus abuelas, que entre sus madres, tan ocupadas como están. Seis meses después el
grupo ya se reúne, normalmente, los domingos por la tarde en el jardín de la casa
parroquial, si hace buen tiempo; rezan un poco, aprenden cánticos, escuchan con
agrado las familiares y entretenidas palabras del señor Cura. Este grupo de simples
campesinas pronto le va a servir de contacto con otras personas; el grupo crece y se
asocia en la Cofradía del Rosario. Tres años mas tarde no alberga sólo a ancianas y
niñas, también forman parte de él esposas, madres de familia y jovencitas casaderas.'
El santo cura, no se desanima, ni cae en lamentaciones, ni en la típica excusa de que
no es fácil cambiar las cosas: trabaja, cuida las pocas personas que tiene, tira de ellas
para ir llegando a mas personas; es lento, pero lo importante es no perder el espíritu de
conquista.

6. Trabajó mucho. Pedía a Dios, pero ponía todos los medios para ayudar a los pocos
que iban a la Iglesia a descubrir a Dios. Renard, un seminarista que fue a ayudarle a
Ars un mes del primer verano, 1818, cuenta: 'Se encerraba en la sacristía para escribir
su sermón del domingo y aprenderlo de memoria. No lo componía de su puño y letra, lo
tomaba del libro µInstrucions familières¶, con cuidado de adaptarlo a las necesidades de
sus feligreses. Allí, a solas ensayaba la entonación debida y predicaba como si estuvie-
se en el púlpito'. El ponía todo de su parte y esperaba que Dios hiciese el resto.

7. Predicaba mucho en cuanto pudo, catecismo a los niños; después a los adultos; las
homilías del domingo, que escribía de pe a pa, pues no se atrevía a soltarse del papel
ya que no se fiaba de su memoria y temía olvidarse de todo. Pero, sobre todo,
predicaba mucho con el ejemplo. Nuestro cura, comentaba la gente, hace todo lo que
dice y practica lo que enseña; nunca le hemos visto tomar parte en ninguna diversión;
su único placer es rogar a Dios; debe de haber en ello algún goce, puesto que él sabe
en contrario; sigamos, pues, sus consejos; no desea sino nuestro bien'.

8. No se ahorró ningún esfuerzo a la hora de administrar cualquiera de los sacra-
mentos. Dios necesitaba de su sacerdocio para hacer el bien a aquellas personas: "Las
otras buenas obras de Dios no nos servirían de nada sin el sacerdote. ¿Para qué ser-
viría una casa llena de oro, si no tenemos a nadie para que nos abra la puerta? Sin el
sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. Tras Dios, ¡el
sacerdote lo es todo! Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote, adorarán a las
bestias. Cuando se quiere destruir la religión, se comienza por atacar al sacerdote,
porque allá donde no hay sacerdote, no hay sacrificio, y donde no hay sacrificio, no hay
religión".

9. Lo central de su vida, como sacerdote, era celebrar la Misa. La Misa era lo más
grande para él. Durante sus cuarenta años en Ars antes de celebrar la misa -de
ordinario a las siete de la mañana- se preparaba durante casi una hora de oración...
¡era tan grande lo que iba a realizar!: "Si uno tuviera suficiente fe, vería a Dios
escondido en el sacerdote como una luz tras su fanal, como un vino mezclado con el
agua. Hay que mirar al sacerdote, cuando está en el altar o en el púlpito, como si de
Dios mismo se tratara". Vivió, también, para la eucaristía. 'La mayor alegría del Cura de
Ars era repartir las sagradas hostias. Con frecuencia las repartía con lágrimas en los
ojos.
10. Según una tradición, en Loreto se encuentra la casa de Nazaret, donde acuden
muchos cristianos a rezar desde hace siglos, con la ilusión de estar entre las paredes
donde se encontró María adolescente, donde concibió a Jesús. El Cura aprovecha este
hecho para comparar: "Se da mucha importancia a los objetos depositados en la
escudilla de la Santa Virgen y del Niño Jesús, en Loreto. Pero los dedos del sacerdote,
que han tocado la carne adorable de Jesucristo, que se han sumergido en el cáliz
donde ha estado su sangre, en el vaso sagrado donde ha estado su cuerpo, ¿no son
más preciosos? El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús. Cuando veas al
sacerdote, piensa en Nuestro Señor". El sacerdote no es sacerdote para sí mismo. El
no se da la absolución. No se administra los sacramentos. No es para sí mismo, lo es
para vosotros.

11. También acompañó, con la unción de los enfermos y la confesión, a todos en sus
últimos momentos, sin importarle el clima, las horas o su estado de salud. Un día que
se encontraba muy mal, se fue a pie a casa de un enfermo de Savigneux para oír su
confesión. Estaba tan enfermo el pobre Cura, que tuvieron que llevarle hasta su casa y
meterle en cama. Lo mismo le acaeció un día lluvioso de otoño, al ser solicitado su
ministerio por una familia de Rancé. Calado hasta los huesos, temblando de fiebre,
tuvieron que acostarle en la misma cama del enfermo. En esta postura le confesó.
"Estaba más enfermo que el enfermo" -decía con humor al regresar-. Jamás se negó,
jamás. Se dio siempre a los demás sin interés alguno. 'La señorita Bernard, de Fareins,
enferma de un cáncer, deseaba antes de morir tener el consuelo de ver por última vez
al Cura de Ars de quien oía contar maravillas. El reverendo Dubouis le escribió cuatro
palabras para comunicarle los deseos de la enferma. Era el día del Jueves Santo de
1837, día en el que tenía la costumbre de pasar toda la noche en la iglesia,
acompañando a Jesús en el Monumento. Sin haber dormido, partió enseguida para
Fareins. Se equivocó en el camino; después de dar vueltas y vueltas, llegó cubierto de
barro y muerto de fatiga. No quiso aceptar ni un vaso de agua. Como ya era conocido,
la gente del pueblo le abordaba por la calle. Sin la menor queja atendió amablemente a
cada persona, y se volvió a su casa sin darse importancia. Lo mismo en 1852, con 66
años, el Rdo. Beau -Cura de Jassans y confesor ordinario del Cura de Ars durante 13
años-, cayó gravemente enfermo: µMi amigo vino a visitarme. Era por la tarde del día
del Corpus, el 11 de junio. Hizo el viaje a pie, con un fuerte calor y después de haber
presidido en Ars la procesión del Santísimo Sacramento', contaba agradecido este sa-
cerdote¶. Del nuevo cementerio, inaugurado en 1855, a trescientos metros de la iglesia
y bendecido por él, el Cura de Ars gustaba de repetir: "¡ Es un relicario!". Había
ayudado a bien morir a cuantos en él reposaban, aun a ciertos pecadores, de los
cuales, según testimonio de los ancianos del pueblo, ninguno se le escapaba en aquel
terrible trance, por lo que el Santo los creía a todos en salvo'.

12. "El sacerdote es como una madre, como una comadrona para un niño de pocos
meses: ella le da su alimento: él no tiene más que abrir la boca. La madre le dice a su
hijo: Toma, pequeño mío, come. El sacerdote os dice: ¡Tomad y comed el cuerpo de
Cristo que os guarde y os conduzca a la vida eterna! ¡Qué palabras más bellas! Un
niño, cuando ve a su madre, va hacia ella; lucha contra quienes le retienen; abre su
boquita y tiende sus pequeñas manos para abrazada. Nuestra alma, en presencia del
sacerdote, se alza naturalmente hacia Dios, sale a su encuentro".

13. Amó la confesión, pero no la confesión en general, sino el perdón y la paz que
podía llevar a cada alma en la confesión. No desaprovechaba ocasión: cogía las almas
al vuelo. Cuenta un testigo de entonces: "Amigo mío, haga usted venir a una señora
que está en el fondo de la iglesia" y me indicó cómo la encontraría. Yo no encontré a
nadie en el sitio señalado. Voy a decírselo, y "daos prisa, replica, ahora está delante de
tal. Voy corriendo y doy alcance a la señora que se alejaba, desolada por no haber
podido aguardar más. Una pobre mujer, que sin duda por tímida había perdido dos o
tres veces su turno, llevaba ya ocho días en Ars sin poder acercarse al Rdo. Vianney.
Al fin, el mismo Santo la llamó; o mejor dicho, fue a buscarla y la condujo a través de la
multitud hasta la capilla de San Juan Bautista. Sintiéndose feliz, le cogía de la sotana,
deslizándose por el pasillo que le iban abriendo'. Sabía por experiencia que la gracia
tiene sus momentos; que puede pasar para no volver. Así, pues, cuando llegaba la
ocasión cogía las almas al vuelo. En el confesionario hablaba de corazón a corazón,
convencido de que "el sacerdote es como una madre". Cualquier pecador que se le
pusiese delante le conmovía; se dirigía a ellos con tal cariño y con tantas ganas de
curarles que le bastaban pocas palabras para darles el empujón definitivo que les
ayudaba, que les elevaba, cuando se sentían incapaces de confesar algunos hechos
de sus vidas. Por lo demás, fuera de casos excepcionales, como, por ejemplo, el de
una confesión general, era muy expeditivo y exigía que lo fuesen. 'En cinco minutos -
decía el señor Combalot- metí toda mi alma dentro de la suya. No andaba con
cumplidos: decía lo que tenía que decir; cuando era del caso, decía a los hombres,
fuese cual fuere su condición: "¡Tal cosa no está permitida!" 'Conocía el punto donde
había que asestar el golpe y raras veces dejaba de dar en el blanco'.

14. Con el paso del tiempo, su fe en lo que es el sacerdote, en lo que era él, no cayó en
la rutina ni en la costumbre. Renovaba su entrega a Dios como sacerdote. Un año, al
terminar la misión, se celebró una ceremonia en la que los sacerdotes renovaban sus
promesas. El Cura de Ars pronunció las palabras del ritual, y lo hizo con tanta devoción
que los otros sacerdotes se emocionaron.

15. Era frecuente en aquellos tiempos organizar 'misiones' en los pueblos, unos días en
los que se intensificaban los cuidados espirituales de aquella gente, con más
catequesis, mas predicación y más tiempos de confesiones; normalmente se pedía a
otros sacerdotes que se trasladasen allí durante esos días. El Cura de Ars, cuando
tenía que acudir a alguna 'misión' a otro pueblo, siempre pedía a algún cura vecino que
le reemplazase, para asegurar el servicio de su parroquia. Pero el siempre visitaba a
sus feligreses una vez a la semana. Durante la misión de Trevoux, en pleno mes de
enero, andaba a pie y de noche las dos leguas que le separaban de Ars. El señor
Mandy, alcalde del pueblo, solía mandar a su hijo que le acompañase. 'Aún los días de
nieve y frío, cuenta Antonio Mandy, raramente seguíamos el camino mas corto y mejor
trillado. El señor Cura siempre, tenía que ejercer su ministerio cerca de algún enfermo.
El trayecto, empero, no se me hacia largo, pues el siervo de Dios sabía hacerlo corto:
amenizándolo con hechos interesantes de las vidas de los Santos. Si alguna vez hacía
yo algún comentario sobre la crudeza del frío o dificultad de los caminos, su respuesta
estaba siempre pronta: "Los Santos: amigo mío, sufrieron mucho más. Ofrezcamos
esto a Dios". Cuando cesaba de hablar de cosas espirituales, se ponía a rezar el
rosario. Todavía tengo el regusto del edificante recuerdo de aquellas conversaciones.
Era sacerdote para todos, no sólo para los de su pueblo: sacerdote de Jesucristo para
todos los hijos de Dios. Por eso, cuando algunos curas, viejos o enfermos, como los de
los pueblos vecinos Villeneuve y Mizerieux, no podían atender bien sus parroquias,
espontáneamente su compañero de Ars se ponía a sus órdenes. 'Iba de noche a visitar
a los enfermos de Rancé de otras poblaciones. Si le llamaban en domingo, partía
enseguida, después de la misa mayor, sin entrar en su casa, y volvía en ayunas al
tiempo de vísperas'.

16. No le interesaba más que ser sacerdote: era ese su mayor orgullo. En la última
década, el emperador le designó para nombrarle Caballero de la Legión de Honor. El
nombramiento apareció en los periódicos. El alcalde, señor des Garets, le comunicó la
noticia ¿Tiene asignada alguna renta esta cruz? ¿Me proporcionará dinero para mis
pobres? -preguntó el Santo sin manifestar contento ni sorpresa. -No. Es solamente una
distinción honorífica. Pues bien, si en ello nada a los pobres, diga usted al Emperador
que no la quiero. 'He visto a Dios en un hombre', decía del Cura de Ars un viñador. Un
joven peregrino decía: 'Cuando se ha tenido la dicha de conocer a este sacerdote, no
concibo que sea uno capaz de ofender a Dios.

Angelo Roncali, futuro Beato Juan XXIII, a los 22 años, reflexionando sobre su sistema
de vida espiritual, tiene una reflexión muy jugosa sobre el ejemplo de los santos: ³A
fuerza de tocarla con la mano me he convencido de una cosa: qué falso es el concepto
que me he formado de la santidad aplicada a mí mismo. En cada una de mis acciones,
en las pequeñas faltas advertidas rápidamente, traía a la mente la imagen de algún
santo al que me proponía imitar en todas las cosas, aún en las más pequeñas, como
un pintor copia exactamente un cuadro de Rafael. Decía siempre si san Luis, en este
caso, haría así y así, no haría esto o aquello, etc. Pero sucedía que yo nunca lograba
llegar a lo que me había imaginado poder hacer, y me inquietaba. Es un sistema
equivocado. De la virtud de los santos sólo debo tomar la sustancia, no los accidentes.
Yo no soy san Luis, ni debo santificarme exactamente como él lo hizo, sino como exige
mi ser, que es distinto, mi carácter, mis diferentes condiciones. No debo ser la
reproducción rígida y seca de un tipo, aunque perfectísimo. Dios quiere que al seguir el
ejemplo de los santos absorbamos el jugo vital de la virtud para convertirlo en sangre
nuestra, adaptándolo a nuestras particulares aptitudes y especial circunstancias. San
Luis, si hubiera sido lo que yo soy, se hubiera santificado de un modo distinto del que
siguió´ (Beato Juan XXIII, Diario del alma, 16 de enero de 1903, pp. 175 y 176). ³El
secreto espiritual del beato Juan XXIII consistía en su capacidad de transformar en
ocasión de bien, con la fuerza interior de la oración, todas las situaciones de su
jornada, sus preocupaciones, sus alegrías, y sus tristezas, el paso de los años. En
efecto, quien lee su Diario no puede por menos de sentir admiración por la riqueza de
su vida espiritual, alimentada de diálogo constante con Dios en cada circunstancia, con
fidelidad diaria al deber, incluso oscuro, monótono y pesado´ (Juan Pablo II, 15 de
septiembre de 2000).
Carta de Mons. Juan José Hinojosa Vela, Decano: ³Hay muchas razones para hacer
ejercicios espirituales ahora; aunque los hubiéremos hecho el año pasado: Siempre
nos vienen bien, pero no sólo para cumplir con el Derecho de la Iglesia, y con las
responsabilidades de quienes guiamos al pueblo de Dios, sino simplemente porque lo
deseamos. La legislación canónica establece que los clérigos están llamados a
participar de los retiros espirituales según las disposición del derecho particular (can
276&2.4; 533&2; 550&3).
Los dos modos más usuales, que podrían ser prescritos por el obispo en la propia
diócesis son: el retiro espiritual de un día ±de ser posible mensual- y los ejercicios
espirituales anuales. ³La práctica de los ejercicios se ha demostrado un gran don de
Dios para cualquiera que los haga. Es un tiempo en el que se dejan todas las otras
cosas para encontrarse con Dios y disponerse a escucharle sólo a él. Esto es sin duda
una ventajosa oportunidad para el ejercitante. Por eso no se le debe presionar, sino
más bien despertar en él la necesidad interior de hacer una experiencia de este tipo. Sí,
en ocasiones se le puede decir a alguien: Vete donde los Camaldulenses o a Tyniec
para encontrarte a ti mismo´; pero, en principio, es una decisión que ha de nacer sobre
todo de una necesidad interior. La Iglesia, como institución, recomienda de modo
especial a los sacerdotes que hagan los ejercicios espirituales; pero esta norma
canónica es solo un elemento que se añade al impulso que proviene del corazón´ (Juan
Pablo II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, p. 151).

Nos retiramos unos días con Jesucristo cuyo sacerdocio ejercemos.

San Carlos Borromeo fue ordenado sacerdote el 17 de julio de 1563 en Roma, en la
Iglesia de San Pedro in Montorio y celebró su primera Misa el 15 de agosto. El mes de
en medio hizo los ejercicios espirituales de san Ignacio. Fue el inicio verdadero de su
oración y penitencia, ya profundamente estimulada de la muerte de su hermano
Federico el año anterior. Escribió: ³La mano de Dios nos ha golpeado, ninguna
consideración humana es capaz de consolarme´. El interpretó aquel doloroso hecho
como una señal de la voluntad de Dios que lo llevó a decidir reformar su vida y pidió ser
ordenado sacerdote. ³Que con un curso de Ejercicios Espirituales propiamente dichos
san Carlos inaugurase aquella que puede definirse su conversión es aquello que sus
biógrafos dicen unánimemente. Ellos están de acuerdo en confirmar el piadoso hábito
que tenía el santo de regresar fielmente a los Ejercicios, pero no una vez, sino dos
veces al año; que aquellos primeros ejercicios que hizo según el método de san Ignacio
no pueden meterse en duda, del momento que los hizo bajo la guía del P. Ribera, de la
Compañía de Jesús´ (Aquile Ratti, San Carlo e gli Esercizi Spirituali di Sant¶ Ignazio,
Milano 1910, pp. 482-488).
San José María Yermo y Parres, en A solas con Cristo, dice: ³Debo hacer de mi
sacerdocio y de mi vida una sola cosa, que el Sacramento del Orden penetre en toda
mi vida personal y me santifique. Necesito ser siempre fiel a Cristo, el Amigo de mi
vida, pero una fidelidad indomable. Sé que soy otro Cristo y por esto llevo la bendición,
la salvación y la presencia divina, aunque yo no lo sienta, y sea para mi mismo un
misterio tremendo que jamás podré comprender. Comprendo bien que los sacerdotes
necesitamos gracias especialísimas para convertirnos de veras a una vida santa, según
nuestra vocación. En cada misa rogaré al Sagrado Corazón de Jesús por todos los
sacerdotes, sus amigos y mis hermanos´ (Ejercicios Espirituales de 1903).

Revisamos la propia vida para encontrar pistas de cómo evangelizar más al pueblo que
servimos: ³El contenido esencial de la caridad pastoral es la donación de sí, la total
donación de sí a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen. «La caridad
pastoral es aquella virtud con la que nosotros imitamos a Cristo en su entrega de sí
mismo y en su servicio. No es sólo aquello que hacemos, sino la donación de nosotros
mismos lo que muestra el amor de Cristo por su grey. La caridad pastoral determina
nuestro modo de pensar y de actuar, nuestro modo de comportarnos con la gente. Y
resulta particularmente exigente para nosotros´ (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, nº
23).

Avivamos los dones y carismas del Sacramento. Es una ocasión propicia para
reconsiderar nuestra vocación, volviendo a descubrir el sentido y la grandeza que
siempre nos superan (cf. Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves
Santo de 1996, n.8). Siendo joven sacerdote, Antonio Rosmini, redactó para sí mismo,
una regla de conducta, basada en el evangelio, que consistía en dos principios.
1º Primero, pensar seriamente en enmendarme de mis vicios y purificar mi alma de la
iniquidad que grava sobre ella desde mi nacimiento, sin buscar otras ocupaciones u
obras a favor del prójimo, encontrándome en la absoluta impotencia de hacer por mi
mismo cosa alguna en su beneficio. Sin mí no podéis hacer nada (Jn 15, 5)
2º Segundo, no rechazar los servicios de caridad a favor del prójimo cuando la divina
Providencia me los ofrezca y presente, dado que Dios puede servirse de cualquiera,
incluso de mi, para sus obras, y en ese caso conservar una perfecta indiferencia con
respecto a todas las obras de caridad, haciendo la que se me proponga con igual fervor
como a cualquier otra en cuanto a mi libre voluntad. Todo lo puedo en Aquel que me
conforta (Flp 4, 13).

Todos sabemos que si damos más tiempo al Señor en la oración, meditación y la
alabanza, se seguirá un mayor fruto en la actividad Pastoral: ³La mayor o menor
santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra, en la celebración de
los Sacramentos y en la dirección de la comunidad en la caridad. Lo afirma con claridad
el Concilio: «La santidad misma de los presbíteros contribuye en gran manera al
ejercicio fructuoso del propio ministerio; pues, si es cierto que la gracia de Dios puede
llevar a cabo la obra de salvación aun por medio de ministros indignos, sin embargo,
Dios prefiere mostrar normalmente sus maravillas por obra de quienes, más dóciles al
impulso e inspiración del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y la santidad de
su vida, pueden decir con el Apóstol: "Pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí"
(Gál 2, 20)» (Juan Pablo II, Pastores dabo bobis, nº 25).

Y, viviremos una oportunidad para afianzar la fraternidad sacramental de que habló el
Concilio Vaticano II, en la Presbyterorum ordinis, 8, que habla de la unión y
cooperación fraterna entre los presbíteros.
Como demuestra la larga experiencia espiritual de la Iglesia, los ejercicios espirituales
son un instrumento idóneo y eficaz para una adecuada formación permanente del clero.
Conservan hoy toda su necesidad y actualidad. Contra la praxis que tiene a vaciar al
hombre de todo lo que sea interioridad, el sacerdote debe encontrar a Dios y a sí
mismo haciendo un reposo espiritual para sumergirse en la meditación y oración.

Mi tarea entre Ud. es muy secundaria, transmitirles la Palabra de Dios, para que sea
ella quien como espada de doble filo, enderece los corazones, aliente las motivaciones,
les consuele y les llene de valor. ³Todos somos, en parte, niños necesitados de que
nos guíe la voz viva de quien nos presenta la doctrina ya preparada´. (Juan XXIII,
Diario de un alma, p. 308).

Me he inspirado libremente, para las exposiciones de estos Ejercicios espirituales para
sacerdotes, de la diócesis de Arq. de Hermosillo, del lunes 14 al viernes 18 de marzo
del 2011, del libro Jesús de Nazaret de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI. Y aunque a
nadie le gusta recibir consejos que no ha pedido, me atrevo a solicitar su benevolencia,
para sugerir tres actitudes básicas:

La primera es que piensen delante del Señor en estos Ejercicios hemos de tener una
gran ambición de santidad sacerdotal. No importa que nos asalte a más de un el
desaliento ante esta invitación: «Si estos Ejercicios son para la santidad, no son para
mí, porque mi problema está muy lejos de ser un problema de santidad, me es lejana
esa temática, me puede parecerme extraña, como dirigida a otras personas, pero sin
embargo los ejercicios son para iniciar, continuar, y madurar la santificación que Dios
empezó en nosotros por el sacramento. Así pues, un gran deseo, ambición, de
colaborar con la gracia de Dios, con el Dios de la gracia, no estorbarle, no corregirle el
plan, ser un discípulo en las manos del gran Maestro.

La segunda es que hay que entrar en ellos con gran ánimo y liberalidad, que consisten
en ofrecer libremente su voluntad para que el Señor entre en ella y la haga decidir, sin
reticencias, lo que sea para su servicio: ³Mucho aprovecha entrar en ellos con grande
ánimo y liberalidad con su Criador y Señor, ofreciéndole todo su querer y libertad, para
que su divina Majestad, así de su persona como de todo lo que tiene, se sirva conforme
a su santísima voluntad´ (EE, 5) Aprovechará, y no en cualquier grado, sino en mucho,
quien entre en Ejercicios con ³grande ánimo´, deseoso de hacer grandes cosas, y no
sólo con ³gran ánimo´, sino además con grande liberalidad con su Creador y Señor´,
deseando hacer aquellas grandes cosas movido solamente del deseo de mostrarse
generosa con su Dios y su Creador, sin pretender sus propios intereses. Esta
magnanimidad y generosidad hay que ofrecerla desde el primer instante, devolviéndole
a Dios, ³nuestro querer y libertad´ con el fin de que Él se sirva conforme a sus
santísima voluntad, de su persona y de todo lo que tiene.

La tercer es que hay que estar abiertos a las sugerencias de Dios. El beato Moisés
Tovini, escribía en su diario espiritual, al terminar los ejercicios espirituales de 1895:
³Deseo seguir a Jesús entre las cruces y los sufrimientos, aunque con igual mérito
podría llevar una vida cómoda. Deseo sufrir y pediré con frecuencia esta gracia.
Cuando la obtenga daré gracias al Señor y le suplicaré que, si así lo desea, aumente
mis sufrimientos y los continúe, porque sufrir por amor es suma caridad; además, nos
aleja del pecado, nos obtiene grandísimos méritos para la vida eterna y nos asemeja a
Jesús, cuya vida estuvo llena de sufrimiento´. El Card. José Saraiva Martins, comentó
en la eucaristía de la beatificación, se consolidó en él el propósito de no contentarse
con una vida mediocre, sino de dedicarse con el máximo empeño a la gloria de Dios, y
al bien de las almas, así como una profunda sensibilidad para promover las clases más
desfavorecidas.

Conclusión: ³Los ejercicios espirituales han acabado. Recojamos las velas. También
esta vez la gracia ha sobreabundado verdaderamente. Quizás nunca como hoy me he
sentido verdadera y firmemente convencido de la necesidad absoluta de darme y del
todo, y para siempre, a mi Señor, que quiere servirse de mi pobre persona para hacer
el bien en su Iglesia y para llevar almas a su corazón amoroso´ (Angelo Roncalli,
Ejercicios Espirituales del 10 al 20 de diciembre de 1902).

Finalmente, el Enchiridion indulgentiarum nos indica: Plenaria indulgentia concéditur
christifideli qui exercitiis spiritálibus saltem per tres íntegros dies vacaverit, definiendo el
«Código de derecho canónico» (c. 992) y el «Catecismo de la Iglesia católica» (n.
1471): «La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados,
ya perdonados, en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas
condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la
redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y
de los santos». Para conseguirla, además del estado de gracia, es necesario: - tener la
disposición interior de un desapego total del pecado, incluso venial; - confesarse
sacramentalmente de sus pecados; - recibir la sagrada Eucaristía (ciertamente, es
mejor recibirla participando en la santa misa, pero para la indulgencia sólo es necesaria
la sagrada Comunión); - orar según las intenciones del Romano Pontífice. La oración,
según la mente del Papa, queda a elección de los fieles, pero se sugiere un
«Padrenuestro» y un «Avemaría».
SEGUNDA MEDITACIÓN:

EL BAUTISMO DE JESÚS EN EL JORDÁN

Preámbulos: ³Pero ahora se plantea la pregunta: ¿en qué consiste esta esperanza
que, en cuanto esperanza, es « redención »? Pues bien, el núcleo de la respuesta se
da en el pasaje antes citado de la Carta a los Efesios: antes del encuentro con Cristo,
los Efesios estaban sin esperanza, porque estaban en el mundo « sin Dios ». Llegar a
conocer a Dios, al Dios verdadero, eso es lo que significa recibir esperanza. Para
nosotros, que vivimos desde siempre con el concepto cristiano de Dios y nos hemos
acostumbrado a él, el tener esperanza, que proviene del encuentro real con este Dios,
resulta ya casi imperceptible. El ejemplo de una santa de nuestro tiempo puede en
cierta medida ayudarnos a entender lo que significa encontrar por primera vez y
realmente a este Dios.
Me refiero a la africana Josefina Bakhita, canonizada por el Papa Juan Pablo II.
Nació aproximadamente en 1869 ±ni ella misma sabía la fecha exacta± en Darfur,
Sudán. Cuando tenía nueve años fue secuestrada por traficantes de esclavos,
golpeada y vendida cinco veces en los mercados de Sudán.
Terminó como esclava al servicio de la madre y la mujer de un general, donde cada día
era azotada hasta sangrar; como consecuencia de ello le quedaron 144 cicatrices para
el resto de su vida.
Por fin, en 1882 fue comprada por un mercader italiano para el cónsul italiano Callisto
Legnani que, ante el avance de los mahdistas, volvió a Italia. Aquí, después de los
terribles dueños de los que había sido propiedad hasta aquel momento, Bakhita llegó a
conocer un dueño totalmente diferente ±que llamó «paron» en el dialecto veneciano
que ahora había aprendido±, al Dios vivo, el Dios de Jesucristo. Hasta aquel momento
sólo había conocido dueños que la despreciaban y maltrataban o, en el mejor de los
casos, la consideraban una esclava útil. Ahora, por el contrario, oía decir que había un
«Paron» por encima de todos los dueños, el Señor de todos los señores, y que este
Señor es bueno, la bondad en persona. Se enteró de que este Señor también la
conocía, que la había creado también a ella; más aún, que la quería. También ella era
amada, y precisamente por el «Paron» supremo, ante el cual todos los demás no son
más que míseros siervos. Ella era conocida y amada, y era esperada. Incluso más:
este Dueño había afrontado personalmente el destino de ser maltratado y ahora la
esperaba «a la derecha de Dios Padre».
En este momento tuvo esperanza; no sólo la pequeña esperanza de encontrar dueños
menos crueles, sino la gran esperanza: yo soy definitivamzente amada, suceda lo que
suceda; este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa. A través del
conocimiento de esta esperanza ella fue redimida, ya no se sentía esclava, sino hija
libre de Dios. Entendió lo que Pablo quería decir cuando recordó a los Efesios que
antes estaban en el mundo sin esperanza y sin Dios; sin esperanza porque estaban sin
Dios. Así, cuando se quiso devolverla libre a Sudán, Bakhita se negó; no estaba
dispuesta a que la separaran de nuevo de su «Paron».
El 9 de enero de 1890 recibió el Bautismo, la Confirmación y la primera Comunión de
manos del Patriarca de Venecia.
El 8 de diciembre de 1896 hizo los votos en Verona, en la Congregación de las
hermanas Canosianas, y desde entonces ±junto con sus labores en la sacristía y en la
portería del claustro± intentó sobre todo, en varios viajes por Italia, exhortar a la misión:
sentía el deber de extender la liberación que había recibido mediante el encuentro con
el Dios de Jesucristo; que la debían recibir otros, el mayor número posible de personas.
La esperanza que en ella había nacido y la había «redimido» no podía guardársela
para sí sola; esta esperanza debía llegar a muchos, llegar a todos. Bastaría esta gracia
para que la persona se sintiera profundamente feliz y dichosa. Bastaría ese don para
vivir eternamente agradecidos´ (Benedicto XVI, Spei salvi, nº 3).

Preámbulo
En la figura de Gandalf, vemos el arquetipo de un patriarca del Antiguo Testamento, su
bastón aparentemente tenía el mismo poder que el de Moisés. En su aparente
«muerte» y «resurrección», lo vemos emerger como una figura semejante a Cristo. Su
«resurrección» se convierte en su transfiguración. Antes de entregar su vida por su
amigos era Gandalf el Gris; después, se convierte en Gandalf el Blanco. Es blanqueado
en la pureza de su autosacrificio y emerge más poderoso en virtud que nunca.
³Y proclamaba: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; y no soy digno de
desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero
él os bautizará con Espíritu Santo.» Y sucedió que por aquellos días vino Jesús desde
Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio
que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. Y se oyó
una voz que venía de los cielos: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Marcos
1, 7-11).

Oración preparatoria: ³Reconoce, ¡oh cristiano!, tu dignidad y, ya que ahora participas
de la misma naturaleza divina, no vuelvas a tu antigua vileza con una vida depravada.
Recuerda de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. Ten presente que has sido
arrancado del dominio de las tinieblas y transportado al reino y a la claridad de Dios.
Por el sacramento del bautismo te has convertido en templo del Espíritu Santo; no
ahuyentes, pues, con acciones pecaminosas un huésped tan excelso, ni te entregues
otra vez como esclavo al demonio, pues el precio con que has sido comprado es la
sangre de Cristo´ (San León Magno, Sermón 1 en la Natividad del Señor, nº 3).

Petición: Señor, dame una profunda conciencia de mi bautismo e inserción en ti, que
me lance a vivir una vida nueva y a predicarte entre mis hermanos. La renovación del
bautismo es un estímulo para ³buscar las cosas de arriba donde está Cristo sentado a
la diestra de Dios´ (Col 3, 1). El cristiano vive en la tierra y necesita continuar luchando,
pero el hecho de que Cristo haya entrado en el cielo es una garantía de esperanza y de
posibilidades para los miembros de su cuerpo.

La vida pública de Jesús comienza con su bautismo en el Jordán por Juan el Bautista.

1. Yo soy la voz: Juan, el Bautista: «Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba
Juan. Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran
por él. No era la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz» (Jn 1, 6-8)
a. Coherencia de vida. Es el un nazir «no pasará la navaja por su cabeza» (Jue 13, 5) y
un asceta: «su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero a sus lomos,
y su comida eran langostas y miel silvestre» (Mt 3, 4). Jesús le describirá: «Qué salisteis a
ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un
hombre elegantemente vestido?» (Lc 7, 24-25). «No comía pan, ni bebía vino» (Lc 7, 33),
«ni licor» (Lc 1, 15); pero sobre todo es el hombre consagrado totalmente al Señor. Su
vida entera, desde el vientre de su madre, está inflamada por el don del Espíritu Santo,
«saltó de gozo el niño en su seno» (Lc 1, 41). Como Jeremías (1, 5), como el siervo de
Yavé (Is 49,1-5), como Pablo (Gál 1, 15) todo les conduce a la misión, todo su ser es para
Cristo, toda su palabra es para Él; su destino es el de ser el predicador de conversión: voz
que clama.

b. Espiritualidad del desierto. Juan espera, al que viene, con un deseo que llena todo su
ser y, al mismo tiempo, con una profunda emoción: «Detrás de mí viene el que puede
más que yo y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias» (Mc 1,7). «Detrás
de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo» (Jn
1, 30). «Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar» (Jn 3, 30). Un hombre anclado en
la eternidad no puede decir sino la verdad y la verdad tiene el poder de hacernos libres.
Herodes, no te está permitido tener a la mujer de tu hermano. Y Herodes asentía, es
cierto, pero quiero tenerla: «Sin verdad, se vive mejor». Y le escuchaba con agrado en
otros muchos problemas, pero no en ese. Juan era «la voz del que clama en el desierto:
rectificad el camino del Señor» (Jn 1, 23). «Juan no realizó ninguna señal, pero todo lo
que dijo Juan de éste, era verdad» (Jn 10, 41).

c. Mensaje: «Mira envió me mensajero delante de ti, el que ha de preparar el camino. Voz
del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas» (Mc
1, 3-4). Entre él y la llegada de Dios, ya no hay sitio para ningún profeta: es el último de
los profetas «Elías ha venido ya y han hecho con él cuanto han querido» (Mc 9, 13). Y es
más que un profeta: Es un mensajero que Dios envía delante para preparar su camino,
porque Dios viene. Dios viene para poner orden, para juzgar y salvar. Para provocar una
decisión básica, radical. «El hacha está puesta ya a la raíz de los árboles; y todo árbol
que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego» (Mt 3, 10). Ya está el bieldo en las
manos de Dios, y «él aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja
en una hoguera que no se apaga» (Mt 3, 12).

El que así habla es alguien que está decidido a todo; no vacila en dirigirse a los grandes
del pueblo con la expresión «raza de víboras, quién os ha enseñado a huir de la ira
inminente» (Mt 3, 7) y en echarle en cara sus bajezas al tetrarca Herodes: «no te es lícito
tenerla» (Mt 14, 4) (a Herodías, la mujer de su hermano); no tiene miedo a la cárcel y a la
decapitación, en Maqueronte, «su cabeza fue traída en una bandeja y entregada a la
muchacha, la cual se la llevó a su madre» (Mt 14, 11). El es voz que lo atraviesa todo,
incluso los oídos taponados, un grito que nos llega nítido hasta hoy.

Juan el Bautista está ante nosotros exigiendo y actuando. Él es el que llama con todo
rigor a la metanoia, a transformar nuestro modo de pensar, amar y sentir. Quien quiera
encontrar a Dios tiene que convertirse interiormente una y otra vez, una conversión
continua, un crecimiento espiritual, una maduración en la fe, en la esperanza y en la
caridad. Ni siquiera Juan el Bautista se eximió del difícil acontecimiento de transformar su
interioridad, del deber de convertirse. ¿Quién vino en realidad? Alguien que es «manso y
humilde de corazón», que «no voceará por las calles... y el pábilo vacilante no lo
apagará» (Mt 11, 29; 12, 19s.), de modo que Juan cuando está en la cárcel se asombra y
vacila, porque no ve nada de fuego, hacha y bieldo: «¿Eres tú el que ha de venir o
debemos de esperar a otro?» (Mt 11, 3). Pero Jesús le abre su mente y su corazón: mira
si las promesas no están cumplidas, si por mí los orgullosos no han sido derribados de
sus tronos y los pobres han sido levantados del polvo, si los que ven son ciegos y los que
están ciegos ven. ¡Si en mis obras, por la presencia de Dios, no cambia el orden del
mundo!


2. La aparición del Bautista llevaba consigo algo totalmente nuevo. El bautismo, al
que invita, se distingue de las acostumbradas abluciones religiosas. No es repetible y
debe ser la consumación concreta de un cambio que determina de modo nuevo y para
siempre toda la vida. Está vinculado a un llamamiento ardiente a una nueva forma de
pensar y actuar, está vinculado sobre todo al anuncio del juicio de Dios y al anuncio de
alguien más Grande que ha de venir después de Juan.

El cuarto Evangelio nos dice que el Bautista «no conocía» a ese más Grande a quien
quería preparar el camino, pero sabe que ha sido enviado para preparar el camino a
ese misterioso Otro, sabe que toda su misión está orientada a Él. En los cuatro
Evangelios se describe esa misión con un pasaje de Isaías: «Una voz clama en el
desierto: " ¡Preparad el camino al Señor! ¡Allanadle los caminos!"» (Is 40, 3). Marcos
añade una frase compuesta de Malaquías 3, 1 y Éxodo 23, 20 que, en otro contexto,
encontramos también en Mateo (11, 10) y en Lucas (1, 76; 7, 27): «Yo envío a mi
mensajero delante de ti para que te prepare el camino» (Mc 1,2). Todos estos textos
del Antiguo Testamento hablan de la intervención salvadora de Dios, que sale de lo
inescrutable para juzgar y salvar; a Él hay que abrirle la puerta, prepararle el camino.
Con la predicación del Bautista se hicieron realidad todas estas antiguas palabras de
esperanza: se anunciaba algo realmente grande.

Podemos imaginar la extraordinaria impresión que tuvo que causar la figura y el
mensaje del Bautista en la efervescente atmósfera de aquel momento de la historia de
Jerusalén. Por fin había de nuevo un profeta cuya vida también le acreditaba como tal.
Por fin se anunciaba de nuevo la acción de Dios en la historia. Juan bautiza con agua,
pero el más Grande, Aquel que bautizará con el Espíritu Santo y con el fuego, está al
llegar. Por eso, no hay que ver las palabras de san Marcos como una exageración:
«Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados y él los bautizaba
en el Jordán» (1,5).

3. ³Por entonces llegó Jesús, desde Nazaret de Galilea, a que Juan lo bautizara
en el Jordán» (Mc 1, 9). Hasta entonces, no se había hablado de peregrinos venidos
de Galilea; todo parecía restringirse al territorio judío. Pero lo realmente nuevo no es
que Jesús venga de otra zona geográfica, de lejos, por así decirlo. Lo realmente nuevo
es que Él ²Jesús² quiere ser bautizado, que se mezcla entre la multitud gris de los
pecadores que esperan a orillas del Jordán.

El bautismo era realmente un reconocimiento de los pecados y el propósito de poner fin
a una vida anterior malgastada para recibir una nueva. ¿Podía hacerlo Jesús? ¿Cómo
podía reconocer sus pecados? ¿Cómo podía desprenderse de su vida anterior para
entrar en otra vida nueva? Los cristianos tuvieron que plantearse estas cuestiones. La
discusión entre el Bautista y Jesús, de la que nos habla Mateo, expresa también la
pregunta que él hace a Jesús: «Soy yo el que necesito que me bautices, ¿y tú acudes
a mí?» (3, 14). Mateo nos cuenta además: «Jesús le contestó: "Déjalo ahora. Está bien
que cumplamos así toda justicia. Entonces Juan lo permitió» (3, 15). No es fácil llegar a
descifrar el sentido de esta enigmática respuesta. Para interpretar la respuesta de
Jesús, resulta decisivo el sentido que se dé a la palabra «justicia»: debe cumplirse toda
«justicia». En el mundo en que vive Jesús, «justicia» es la respuesta del hombre a la
Torá, la aceptación plena de la voluntad de Dios, la aceptación del «yugo del Reino de
Dios», según la formulación judía. El bautismo de Juan no está previsto en la Torá,
pero Jesús, con su respuesta, lo reconoce como expresión de un sí incondicional a la
voluntad de Dios, como obediente aceptación de su yugo.

El relato del evangelista san Lucas, que presenta a Jesús mezclado con la gente
mientras se dirige a san Juan Bautista para ser bautizado. Cuando recibió también él el
bautismo, -escribe san Lucas- "estaba en oración" (Lc 3, 21). Jesús habla con su
Padre. Y estamos seguros de que no sólo habló por sí, sino que también habló de
nosotros y por nosotros; habló también de mí, de cada uno de nosotros y por cada uno
de nosotros. Después, el evangelista nos dice que sobre el Señor en oración se abrió el
cielo. Jesús entra en contacto con su Padre y el cielo se abre sobre él. Cuanto más
vivimos en contacto con Jesús en la realidad de nuestro bautismo, tanto más el cielo se
abre sobre nosotros. Sobre Jesús el cielo está abierto. Su comunión con la voluntad del
Padre, la «toda justicia» que cumple, abre el cielo, que por su propia esencia es
precisamente allí donde se cumple la voluntad de Dios.

Los cuatro Evangelios indican, aunque de formas diversas, que al salir Jesús de las
aguas el cielo se «rasgó» (Mc), se «abrió» (Mt y Lc), que el espíritu bajó sobre Él
«como una paloma» y que se oyó una voz del cielo que, según Marcos y Lucas, se
dirige a Jesús: «Tú eres...», y según Mateo, dijo de él: «Éste es mi hijo, el amado, mi
predilecto» (3, 17). La imagen de la paloma puede recordar al Espíritu que aleteaba
sobre las aguas del que habla el relato de la creación (ver Gn 1, 2); mediante la
partícula «como» (como una paloma) ésta funciona como «imagen de lo que en
sustancia no se puede describir. Por lo que se refiere a la «voz», la volveremos a
encontrar con ocasión de la transfiguración de Jesús, cuando se añade sin embargo el
imperativo: «Escuchadle».

-Tú eres mi hijo. Es la primera palabra reveladora de Jesús que Lucas refiere de forma
directa mientras que Mateo lo hace de forma indirecta (Este es mi hijo) Mt 3,17). Tú
eres mi hijo es la premisa para la respuesta: Padre. En tanto podemos decir Padre en
cuanto que alguien nos ha dicho antes: Tu eres mi hijo, tu eres mi hija. El Padre
Nuestro es una oración que responde a quien nos llama hijos. Tú eres mi hijo es la
palabra más elevada que revela la esencia de Jesús: palabra sacada del Salmo 2. Tú
eres mi hijo, yo te he engendrado hoy (v. 7) donde se refiere a un rey protegido,
cariñosamente amado. Y la respuesta a esta declaración la leemos en el salmo 89, en
la bellísima oración que recoge toda la espiritualidad de la alianza y que, hablando del
Mesías, del futuro rey David, dice: Él me invocará: ¡Tú, mi Padre, mi Dios y roca de mi
salvación! Y yo haré de él mi primogénito, el Altísimo entre los reyes de la tierra (27-
28). Seguimos estando en el ámbito de la promesa de Natán: Yo seré para él padre, y
él será para mí hijo (2 Samuel 7,14) y de Isaías 11, donde se subraya la paternidad y la
filiación. Pero la cima está en la palabra dirigida a Jesús: Tú eres mi hijo.

      -La segunda afirmación en es añadido: predilecto, un adjetivo que no
encontramos en los salmos sino en el libro del Génesis, cuando Dios, para probar a
Abrahán, le dijo Toma a tu hijo, a tú único, al que amas. (22,2) La referencia de
Abrahán y a Isaac nos recuerda la unicidad del Hijo, el predilecto.

       -En ti me he complacido. La alusión bíblica es a Isaías, 42, 1, el comienzo del
siervo de Adonai: He aquí a mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se
complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre Él. El Padre se complace en Él
precisamente en el acto de profunda humillación que Jesús está viviendo, ya que el
bautismo era un gesto de penitencia. A la vez que Jesús está en un estado de
humillación y de oración, el Padre lo proclama Hijo suyo.


4. Sólo a partir de aquí se puede entender el bautismo cristiano. La anticipación de
la muerte en la cruz, que tiene lugar en el bautismo de Jesús, y la anticipación de la
resurrección, anunciada en la voz del cielo, se hacen realidad para nosotros. En el
Jordán, se abrieron los cielos, para indicar que el Salvador nos abrió el camino de la
salvación y que podemos recorrerlo precisamente gracias al nuevo nacimiento «en el
agua y en el Espíritu», que se realiza en el Bautismo. En él, quedamos introducidos en
el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, morimos y resucitamos con Él, nos
revestimos de Él, como subraya en varias ocasiones el apóstol Pablo.

En virtud de la filiación divina conferida por el bautismo, puede decirse que para cada
persona bautizada e injertada en Cristo resuena aún la voz del Padre: ³Tú eres mi hijo
amado, en ti me complazco´. ¿Cómo no exclamar con san Juan?: ³Mirad cómo nos
amó el Padre. Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente´
(1 Jn 3, 1). ¿Cómo permanecer indiferentes ante este desafío del amor paternal de
Dios que nos invita a una santidad de vida en profunda e íntima armonía con Él?

Somos insertados en una compañía de amigos que no lo abandonará nunca ni en la
vida ni en la muerte, porque esta compañía de amigos es la familia de Dios, que lleva
en sí la promesa de eternidad. Esta compañía de amigos, esta familia de Dios, lo
acompañará siempre, incluso en los días de sufrimiento, en las noches oscuras de la
vida; le brindará consuelo, fortaleza y luz. Esta compañía, esta familia, le dará palabras
de vida eterna, palabras de luz que responden a los grandes desafíos de la vida y dan
una indicación exacta sobre el camino que conviene tomar. Esta compañía brinda al
niño consuelo y fortaleza, el amor de Dios incluso en el umbral de la muerte, en el valle
oscuro de la muerte. Le dará amistad, le dará vida. Y esta compañía, siempre fiable, no
desaparecerá nunca.

Ninguno de nosotros sabe lo que sucederá en el mundo, pero de una cosa estamos
seguros: la familia de Dios siempre estará presente y los que pertenecen a esta familia
nunca estarán solos, tendrán siempre la amistad segura de Aquel que es la vida.

Un don de amistad implica un "sí" al amigo e implica un "no" a lo que no es compatible
con esta amistad, a lo que es incompatible con la vida de la familia de Dios, con la vida
verdadera en Cristo.

¿A qué decimos "no"? Sólo así podemos comprender a qué queremos decir "sí". En la
Iglesia antigua estos "no" se resumían en una palabra que para los hombres de aquel
tiempo era muy comprensible: se renuncia -así decían- a la "pompa diaboli", es decir, a
la promesa de vida en abundancia, de aquella apariencia de vida que parecía venir del
mundo pagano, de sus libertades, de su modo de vivir, sólo según lo que agradaba.
Por tanto, era un "no" a una cultura de aparente abundancia de vida, pero que en
realidad era una "anticultura" de la muerte. Era el "no" a los espectáculos donde la
muerte, la crueldad, la violencia se habían transformado en diversión. Pensemos en lo
que se realizaba en el Coliseo o en los jardines de Nerón, donde se quemaba a los
hombres como antorchas vivas. La crueldad y la violencia se habían transformado en
motivo de diversión, una verdadera perversión de la alegría, del verdadero sentido de la
vida. Esta "pompa diaboli", esta "anticultura" de la muerte era una perversión de la
alegría; era amor a la mentira, al fraude; era abuso del cuerpo como mercancía y como
comercio. Y ahora, si reflexionamos, podemos decir que también en nuestro tiempo es
necesario decir un "no" a la cultura de la muerte, ampliamente dominante. Una
"anticultura" que se manifiesta, por ejemplo, en la droga, en la huida de lo real hacia lo
ilusorio, hacia una felicidad falsa que se expresa en la mentira, en el fraude, en la
injusticia, en el desprecio del otro, de la solidaridad, de la responsabilidad con respecto
a los pobres y los que sufren; que se expresa en una sexualidad que se convierte en
pura diversión sin responsabilidad, que se transforma en "cosificación" ²por decirlo
así² del hombre, al que ya no se considera persona, digno de un amor personal que
exige fidelidad, sino que se convierte en mercancía, en un mero objeto. A esta promesa
de aparente felicidad, a esta "pompa" de una vida aparente, que en realidad sólo es
instrumento de muerte, a esta "anticultura" le decimos "no", para cultivar la cultura de la
vida.

Por eso, el "sí" cristiano, desde los tiempos antiguos hasta hoy, es un gran "sí" a la
vida. Este es nuestro "sí" a Cristo, el "sí" al vencedor de la muerte y el "sí" a la vida en
el tiempo y en la eternidad. Del mismo modo que en este diálogo bautismal el "no" se
articula en tres renuncias, también el "sí" se articula en tres adhesiones: "sí" al Dios
vivo, es decir, a un Dios creador, a una razón creadora que da sentido al cosmos y a
nuestra vida; "sí" a Cristo, es decir, a un Dios que no permaneció oculto, sino que tiene
un nombre, tiene palabras, tiene cuerpo y sangre; a un Dios concreto que nos da la
vida y nos muestra el camino de la vida; "sí" a la comunión de la Iglesia, en la que
Cristo es el Dios vivo, que entra en nuestro tiempo, en nuestra profesión, en la vida de
cada día.

Podríamos decir también que el rostro de Dios, el contenido de esta cultura de la vida,
el contenido de nuestro gran "sí", se expresa en los diez Mandamientos, que no son un
paquete de prohibiciones, de "no", sino que presentan en realidad una gran visión de
vida. Son un "sí" a un Dios que da sentido al vivir (los tres primeros mandamientos); un
"sí" a la familia (cuarto mandamiento); un "sí" a la vida (quinto mandamiento); un "sí" al
amor responsable (sexto mandamiento); un "sí" a la solidaridad, a la responsabilidad
social, a la justicia (séptimo mandamiento); un "sí" a la verdad (octavo mandamiento);
un "sí" al respeto del otro y de lo que le pertenece (noveno y décimo mandamientos).
Esta es la filosofía de la vida, es la cultura de la vida, que se hace concreta, practicable
y hermosa en la comunión con Cristo, el Dios vivo, que camina con nosotros en
compañía de sus amigos, en la gran familia de la Iglesia. El bautismo es don de vida.
Es un "sí" al desafío de vivir verdaderamente la vida, diciendo "no" al ataque de la
muerte, que se presenta con la máscara de la vida; y es un "sí" al gran don de la
verdadera vida, que se hizo presente en el rostro de Cristo, el cual se nos dona en el
bautismo y luego en la Eucaristía.

En el Bautismo de Cristo el mundo es santificado, los pecados son perdonados; en el
agua y en el Espíritu nos convertimos en nuevas criaturas» («Antifona al Benedictus»,
Oficio de Laudes). De este modo, cada uno de nosotros puede aspirar a la santidad,
una meta que, como ha recordado el Concilio Vaticano II, constituye la vocación de
todos los bautizados.

El compromiso que surge del Bautismo consiste por tanto en «escuchar» a Jesús: es
decir, creer en Él y seguirle dócilmente haciendo su voluntad, la voluntad de Dios.

Descubrir a la Iglesia como misterio, es decir, como pueblo congregado en la unidad
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, llevaba a descubrir también su santidad,
entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquél que por excelencia es el
Santo, el tres veces Santo. Confesar a la Iglesia como santa significa mostrar su rostro
de Esposa de Cristo, por la cual él se entregó, precisamente para santificarla. Este don
de santidad, por así decir, objetiva, se da a cada bautizado.

Pero el don se plasma a su vez en un compromiso que ha de dirigir toda la vida
cristiana: «Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3). Es un
compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: «Todos los cristianos, de cualquier
clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del
amor. El Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios, por medio de la
inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu. Preguntar a un catecúmeno,
¿quieres recibir el Bautismo?», significa al mismo tiempo preguntarle, ¿quieres ser
santo? Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: «Sed perfectos como
es perfecto vuestro Padre celestial » (Mt 5,48). Sería un contrasentido contentarse con
una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial.
Este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de
vida extraordinaria, practicable sólo por algunos genios de la santidad. Los caminos de
la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno: en nuestro caso la
sacerdotal.

«Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la
vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia,
soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del
Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la
esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo,
un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos. A cada uno
de nosotros le ha sido concedido el favor divino a la medida de los dones de Cristo» (Ef
4,1-7).

La santidad es don, una riqueza y una tarea: «Llega a ser lo que eres».

Uno de los más graves errores de nuestra época» -señaló el Concilio Vaticano II - es el
divorcio entre «la fe y la vida diaria de muchos. Es muy frecuente también la tendencia
a las vidas paralelas, fragmentadas, parcializadas, en las que la familia, la educación,
el trabajo, las diversiones, la política y la religión ocupan como compartimentos
separados y escasamente comunicados. En la existencia de los cristianos parecen
muchas veces darse dos vidas paralelas: por una parte, la llamada vida µespiritual¶, con
sus valores y exigencias, y por otra, la vida llamada µsecular¶, o sea la vida de familia,
de trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura. La fe
recibida va quedando así reducida a episodios y fragmentos de toda la existencia. Se
cae, pues en el ritualismo ± lo religioso reducido a episódicos y a veces esporádicos
gestos rituales y devocionales -, en el espiritualismo ± el cristianismo evaporado en un
vago sentimiento religioso -, en el pietismo ± una piedad cristiana amenazada de
subjetivismo, sin arraigo en la objetividad sacramental y magisterial de la Iglesia ± y en
el moralismo ± la fe en Cristo salvador reducida a ciertas reglas y comportamientos
morales -.

La autenticidad, en resumidas cuentas, exige conciencia de lo que debemos ser por
voluntad de Dios y coherencia con lo que debemos ser. Esta coherencia, lo sabemos
muy bien, exige una lucha continua contra todo lo que nos aparta del cumplimiento fiel
de la voluntad de Dios.

Implicaciones de una vida cristiana auténtica.

a).La oración como un medio para descubrir lo que Dios quiere de mí. La oración es un
elemento imprescindible para cultivar la conciencia clara y habitual de lo que Dios,
fuente de toda autenticidad, quiere de mí en cada momento. Es más, la oración no sólo
me ilumina sino que me proporciona también la fuerza, los motivos, para amar ese
querer divino y llevarlo a su realización. ¡Cuánto nos estimula contemplar a Jesús
absorto tantas veces en oración durante amplios ratos! Ante las grandes decisiones, en
las horas de oscuridad de su Pasión, en todo momento Cristo supo descubrir en la
oración la luz y la fuerza necesarias para perseverar en el cumplimiento de las «cosas
de su Padre». ¡Todo cambia con la oración! No podemos imaginar la fuerza
transformadora que tiene. Las penas las convierte en gozo, las tristezas en consuelo, la
debilidad en fortaleza, la preocupación en paz. Cristo se retiraba a orar. Ahí decidía, ahí
suplicaba al Padre, desde ahí nos enseñó el camino, el mejor camino de todos. Orar,
orar, orar. No cabe duda que aquí está el camino para todo. No hay que olvidar que,
junto con el cultivo de la oración, también el sabio consejo del director espiritual puede
ayudarnos a conocernos y a discernir mejor las manifestaciones concretas de este
querer de Dios.

b). Mantener una recta jerarquía de valores. La voluntad de Dios debe ser la norma
suprema, por encima de las pasiones y caprichos, de las modas y costumbres del
mundo, de las solicitudes del diablo. Es bueno lo que me ayuda a cumplir la voluntad
de Dios, y malo lo que me estorba. Los santos nos dan un maravilloso testimonio de lo
que significa vivir con coherencia esta recta jerarquía de valores. «Hay que obedecer a
Dios antes que a los hombres», confesaron valientemente Pedro y los demás
Apóstoles ante el Sanedrín (Hch 5,29). ¡Cuántas oportunidades tenemos en nuestro
trabajo y en general en nuestras relaciones sociales, para dar testimonio valiente de
esta verdad que en ocasiones puede implicar tomar decisiones difíciles o contra
corriente! José Luis tenía muy clara su jerarquía de valores: «Primero muerto, antes
que traicionar a Cristo y a mi patria», repetía a sus verdugos. Tenía bien puesto su
corazón en la patria eterna, en las palabras que Jesucristo nos dice en el Evangelio:
«¡ven, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor!» (Mt 25,21). Para vivir con
coherencia según la norma suprema de la voluntad de Dios hemos de ser fieles a la
voz del Espíritu Santo en nuestra conciencia. «La conciencia ±nos recuerda el Concilio
Vaticano II- es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente
a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla» (Gaudium et
Spes, n. 16). En ella resuena con fuerza la ley moral fundamental: hay que hacer el
bien y evitar el mal. Es ahí, en la conciencia, donde estamos a solas con el Amigo, que
a fin de cuentas sólo quiere nuestro bien, ¡nuestra felicidad verdadera!

Una de las cosas más terribles que nos pueden suceder es perder la sensibilidad de
conciencia, porque mientras ésta exista siempre habrá posibilidad de rescate, Dios nos
podrá dar la mano para sacarnos adelante. Hemos de cuidar, más que la propia salud
del cuerpo, la salud de nuestra conciencia; llamar siempre al bien, «bien» y al mal,
«mal»; que nos preocupe más una deformación de conciencia que una herida o un
comentario molesto. Nuestro Padre Fundador al respecto nos da un consejo muy
práctico: «Sea auténtico todos los días de su vida. No se acueste un solo día con
alguna rotura o deformación interior, como no sería capaz de dormir con un brazo roto.
Que le duela la fractura o torcedura y ponga remedio. No espere a que se pase el dolor
de la conciencia y se consolide la deformación. ¡Ahí sí que habría que temer! ¡Qué
resolución tan útil podríamos sacar para nuestras vidas: nunca acostarnos sin hacer un
breve examen de conciencia para ver cómo estamos respondiendo al querer concreto
de Dios en nuestra vida, para agradecerle lo bueno que hayamos hecho y rectificar
cualquier indicio de engaño o deformación! Hacer de la voluntad de Dios la norma
suprema de vida es, además, fuente de felicidad y de profunda paz, porque el alma
busca agradar a Dios en todo momento movida por el amor y no por el temor. Como
bien dice La imitación de Cristo: «La gloria del hombre bueno está en el testimonio de
una buena conciencia. Ten una conciencia recta y tendrás siempre alegría» (libro II, c.
6, n. 1-2). Ayuda mucho repasar, sobre todo con el corazón, las palabras del salmo
118: «¡cuánto amo tu Voluntad, Señor, pienso en ella, todo el día!». Es lo mismo que
nos ocurre cuando amamos a una persona: la queremos tanto y nos quiere tanto, que
el gozo de nuestro corazón es hacer lo que a Él le agrada, verle feliz y saber que
nuestra gratitud a Él se manifiesta más que en palabras, en obras de fidelidad a su
Voluntad. Por eso decimos su santa voluntad y por eso le pedimos todos los días en el
Padrenuestro que se haga SU voluntad. No hay petición mejor en nuestra vida.

c) Huir de la mentira en la vida, y por lo mismo, buscar ser buenos y no sólo
aparentarlo. Hemos de procurar actuar siempre de cara a Dios y no sólo de cara a los
demás. Un gran enemigo de la autenticidad es la vanidad, el respeto humano, el miedo
a lo que los demás puedan pensar o decir de nosotros. A veces es necesario cuidar la
propia imagen y tener en cuenta las posibles repercusiones de nuestros actos ante los
demás. Pero cuando esto me lleva a silenciar mi conciencia, a dejar de cumplir mi
deber y omitir el bien, entonces preferimos traicionar a Dios antes que quedar mal ante
los hombres. El hombre siempre ha sentido la necesidad de la careta; para reír y para
llorar. Hay muchos hombres y mujeres que la llevan. No se guíe por apariencias,
hermano. Mucha gente se acicala, sonríe, guiña el ojo al espejo...; pero con la careta
puesta. Quizá sólo cuando han apagado la luz, se atreven a quitársela por breves
instantes, pero la dejan sobre la mesilla, al alcance de la mano, para acomodársela
como primera medida del día. Lo que nos debe preocupar es la imagen que Dios tiene
de nosotros, construir nuestra vida minuto a minuto de cara a Él. Ésta es la mejor
imagen que podemos dar a los demás, la más auténtica, la que mejor «vende». «No
eres más santo porque te alaben, ni peor porque digan de ti cosas censurables. Eres
sencillamente lo que eres, y no puedes considerarte mayor de lo que Dios testifica de
ti» (La imitación de Cristo, II, c. 6, n. 12).

A Dios nuestro Señor no le podemos engañar, ya que «todo está desnudo y patente a
sus ojos» (Heb 4,13). Él es quien nos ha creado y nos juzgará. No es la suya, sin
embargo, la mirada escrutadora del policía o del inquisidor, sino la de un Padre que nos
ama, que se preocupa por nosotros y que si a veces nos corrige es sólo por nuestro
bien. ¡Cuánta paz y seguridad da al alma vivir esta realidad, actuar siempre de cara a
Dios! No hay nada que temer, no hay por qué esconderse al escuchar los pasos de
Dios en el jardín, como Adán y Eva después del pecado. Se está a gusto con Él. Se
dialoga con Él con franqueza y espontaneidad.

d) Volver a la Verdad: saber levantarse con humildad y reemprender el camino. Todos
podemos tener caídas y limitaciones, pero ello no nos hace incoherentes siempre y
cuando reconozcamos con humildad nuestra debilidad, pidamos perdón a Dios con
sinceridad y volvamos al camino recto. La confesión frecuente es el sacramento que
nos vuelve a colocar en la verdad de Dios y, junto con la Eucaristía, nos da la fuerza
para vivir en ella.
Es tan fácil autojustificarse, maquillar la propia imagen ante los demás y ante uno
mismo, con una larga letanía de excusas y lenitivos («no era mi intención, no hay que
exagerar, somos humanos, los demás también lo hacen, en estas circunstancias sí se
puede« »). La condición imprescindible para superarse en la vida, para ser un hombre
auténtico es la honestidad con uno mismo, la sinceridad que Jesucristo «camino,
verdad y vida» nos propone en el Evangelio. Hacer la verdad en el amor. «Si decimos:
³No tenemos pecado´, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si
reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y
purificarnos de toda injusticia» (1Jn 1,8-9). El placer más grande de Dios es
perdonarnos. Pero el perdón sin amor, es decir, sin arrepentimiento, corrompe. De igual
manera la autenticidad sin sinceridad es una farsa. Pidámosle a Dios que nos conceda
la gracia de ser muy honestos y humildes para que nunca permita que nos separemos
de Él ni desconfiemos de su amor.
TERCERA MEDITACIÓN:

LAS TENTACIONES
Preámbulo: Los cuatro camaradas avanzaron hasta más allá del centro de la sala donde en el gran
hogar
chisporroteaba un fuego de leña. Entonces se detuvieron. En el extremo opuesto de la sala, frente a las
puertas y mirando al norte, había un estrado de tres escalones, y en el centro del estrado se alzaba un
trono de oro. En él estaba sentado un hombre, tan encorvado por el peso de los años que casi parecía
un
enano; los cabellos blancos, largos y espesos, le caían en grandes trenzas por debajo de la fina corona
dorada que llevaba sobre la frente. En el centro de la corona, centelleaba un diamante blanco. La barba
le caía como nieve sobre las rodillas; pero un fulgor intenso le iluminaba los ojos, que relampaguearon
cuando miró a los desconocidos. Detrás del trono, de pie, había una mujer vestida de blanco. Sobre las
gradas, a los pies del rey estaba sentado un hombre enjuto y pálido, con ojos de párpados pesados y
mirada sagaz.
Hubo un silencio. El anciano permaneció inmóvil en el trono. Al fin, Gandalf habló.
-¡Salve, Théoden hijo de Thengel! He regresado. He aquí que la tempestad se aproxima y ahora
todos los amigos tendrán que unirse, o serán destruidos.
El anciano se puso de pie poco a poco, apoyándose pesadamente en una vara negra con empuñadura
de hueso blanco, y los viajeros vieron entonces que aunque muy encorvado, el hombre era alto todavía y
que en la juventud había sido sin duda erguido y arrogante.
-Yo te saludo -dijo-, y tú acaso esperas ser bienvenido. Pero a decir verdad, tu bienvenida es aquí
dudosa, señor Gandalf. Siempre has sido portador de malos augurios. Las tribulaciones te siguen como
cuervos y casi siempre las peores. No te quiero engañar: cuando supe que Sombragris había vuelto sin
su
jinete, me alegré por el regreso del caballo, pero más aún por la ausencia del caballero; y cuando Eomer
me anunció que habías partido a tu última morada, no lloré por ti. Pero las noticias que llegan de lejos
rara vez son ciertas. ¡Y ahora has vuelto! Y contigo llegan males peores que los de antes, como era de
esperar. ¿Por qué habría de darte la bienvenida, Gandalf Cuervo de la Tempestad? Dímelo. -Y
lentamente se sentó otra vez.
-Habláis con toda justicia, Señor -dijo el hombre pálido que estaba sentado en las gradas-. No hace
aún cinco días que recibimos la mala noticia de la muerte de vuestro hijo Théodred en las Marcas del
Oeste: vuestro brazo derecho, el Segundo Mariscal de la Marca. Poco podemos confiar en Eomer. De
habérsele permitido gobernar, casi no quedarían hombres que guardar vuestras murallas. Y aún ahora
nos enteramos desde Gondor que el Señor Oscuro se agita en el Este. Y ésta es precisamente la hora
que
este vagabundo elige para volver. ¿Por qué, en verdad, te recibiríamos con los brazos abiertos, Señor
Cuervo de la Tempestad? Lathspell, te nombro, Malas Nuevas, y las malas nuevas nunca son buenos
huéspedes, se dice.
Soltó una risa siniestra, mientras levantaba un instante los pesados párpados y observaba a los
extranjeros con ojos sombríos.
-Se te tiene por sabio, amigo Lengua de Serpiente, y eres sin duda un gran sostén para tu amo -dijo
Gandalf con voz dulce-. Pero hay dos formas en las que un hombre puede traer malas nuevas. Puede
ser
un espíritu maligno, O bien uno de esos que prefieren la soledad y sólo vuelven para traer ayuda en
tiempos difíciles.
-Así es -dijo Lengua de Serpiente-; pero los hay de una tercera especie: los juntacadáveres, los que
aprovechan la desgracia ajena, los que comen carroña y engordan en tiempos de guerra. ¿Qué ayuda
has
traído jamás? ¿Y qué ayuda traes ahora? Fue nuestra ayuda lo que viniste a buscar la última vez que
estuviste por aquí. Mi señor te invitó entonces a escoger el caballo que quisieras y ante el asombro de
todos tuviste la insolencia de elegir a Sombragris. Mi señor se sintió ultrajado, mas en opinión de
algunos, ese precio no era demasiado alto con tal de verte partir cuanto antes. Sospecho que una vez
más
sucederá lo mismo: que vienes en busca de ayuda, no a ofrecerla. ¿Traes hombres contigo? ¿Traes
acaso
caballos, espadas, lanzas? Eso es lo que yo llamaría ayuda, lo que ahora necesitamos. ¿Pero quiénes
son
esos que te siguen? Tres vagabundos cubiertos de harapos grises, ¡y tú el más andrajoso de los cuatro!
-La hospitalidad ha disminuido bastante en este castillo desde hace un tiempo, Théoden hijo de
Thengel - dijo Gandalf -. ¿No os ha transmitido el mensajero los nombres de mis compañeros? Rara vez
un señor de Rohan ha tenido el honor de recibir a tres huéspedes tan ilustres. Han dejado a las puertas
de
vuestra casa armas que valen por las vidas de muchos mortales, aun los más poderosos. Grises son las
ropas que llevan, es cierto, pues son los elfos quienes los han vestido y así han podido dejar atrás la
sombra de peligros terribles, hasta llegar a tu palacio.
-Entonces es verdad lo que contó Eomer: estás en connivencia con la Hechicera del Bosque de Oro -
dijo Lengua de Serpiente -. No hay por qué asombrarse: siempre se han tejido en Dwimordene telas de
supercherías.
- 309 -
Gimli dio un paso adelante, pero sintió de pronto que la mano de Gandalf lo tomaba por el hombro, y
se detuvo, inmóvil como una piedra.
En Dwimordene, en Lórien
rara vez se han posado los pies de los hombres,
pocos ojos mortales han visto la luz
que allí alumbra siempre, pura y brillante.
¡Galadriel! ¡Galadriel!
Clara es el agua de tu manantial;
blanca es la estrella de tu mano blanca,-
intactas e inmaculadas la hoja y la tierra
en Dwimordene, en Lórien
más hermosa que los pensamientos de los Hombres Mortales.
Así cantó Gandalf con voz dulce, luego, súbitamente, cambió. Despojándose del andrajoso manto, se
irguió y sin apoyarse más en la vara, habló con voz clara y fría.
-Los Sabios sólo hablan de lo que saben, Gríma hijo de Gálmód. Te has convertido en una serpiente
sin inteligencia. Calla, pues, y guarda tu lengua bífida detrás de los dientes. No me he salvado de los
horrores del fuego y de la muerte para cambiar palabras torcidas con un sirviente hasta que el rayo nos
fulmine.
Levantó la vara. Un trueno rugió a lo lejos. El sol desapareció de las ventanas del Este; la sala se
ensombreció de pronto como si fuera noche. El fuego se debilitó, hasta convertirse en unos rescoldos
oscuros. Sólo Gandalf era visible, de pie, alto y blanco ante el hogar ennegrecido.
Oyeron en la oscuridad la voz sibilante de Lengua de Serpiente. -¿No os aconsejé, señor, que no le
dejarais entrar con la vara? ¡El imbécil de Háma nos ha traicionado!
Hubo un relámpago, como si un rayo hubiera partido en dos el techo. Luego, todo quedó en silencio.
Lengua de Serpiente cayó al suelo de bruces.
-¿Me escucharéis ahora, Théoden hijo de Thengel? -dijo Gandalf-. ¿Pedís ayuda? -Levantó la vara y la
apuntó hacia una ventana alta. Allí la oscuridad pareció aclararse y pudo verse por la abertura, alto y
lejano, un brillante pedazo de cielo.- No todo es oscuridad. Tened valor, Señor de la Marca, pues mejor
ayuda no encontraréis. No tengo ningún consejo para darle a aquel que desespera. Podría sin embargo
aconsejamos a vos y hablaros con palabras. ¿Queréis escucharlas? No son para ser escuchadas por
todos
los oídos. Os invito pues a salir a vuestras puertas y a mirar a lo lejos. Demasiado tiempo habéis
permanecido entre las sombras prestando oídos a historias aviesas e instigaciones tortuosas.
Lentamente Théoden se levantó del trono. Una luz tenue volvió a iluminar la sala. La mujer corrió,
presurosa, al lado del rey y lo tomó del brazo; con paso vacilante, el anciano bajó del estrado y cruzó
despaciosamente el recinto. Lengua de Serpiente seguía tendido de cara al suelo. Llegaron a las puertas
y Gandalf golpeó.
-¡Abrid! -gritó-. ¡Aquí viene el Señor de la Marca!
Las puertas se abrieron de par en par y un aire refrescante entró silbando en la sala. El viento soplaba
sobre la colina.
-Enviad a vuestros guardias al pie de la escalera -dijo Gandalf
Y vos, Señora, dejadlo un momento a solas conmigo. Yo cuidaré de él.
-¡Ve, Eowyn, hija de hermana! -dijo el viejo rey-. El tiempo del miedo ha pasado.
La mujer dio media vuelta y entró lentamente en la casa. En el momento en que franqueaba las
puertas, volvió la cabeza y miró hacia atrás. Graves y pensativos, los ojos de Eowyn se posaron en el rey
con serena piedad. Tenía un rostro muy hermoso y largos cabellos que parecían un río dorado. Alta y
esbelta era ella en la túnica blanca ceñida de plata; pero fuerte y vigorosa a la vez, templada como el
acero, verdadera hija de reyes. Así fue como Aragorn vio por primera vez a la luz del día a Eowyn,
Señora de Rohan, y la encontró hermosa, hermosa y fría, como una clara mañana de primavera que no
ha
alcanzado aún la plenitud de la vida. Y ella de pronto lo miró: noble heredero de reyes, con la sabiduría
de muchos inviernos, envuelto en la andrajosa capa gris que ocultaba un poder que ella no podía dejar
de
sentir. Permaneció inmóvil un instante, como una estatua de piedra; luego, volviéndose rápidamente,
entró en el castillo.
-Y ahora, Señor -dijo Gandalf-, ¡contemplad vuestras tierras! ¡Respirad una vez más el aire libre!
- 310 -
Desde el pórtico, que se alzaba en la elevada terraza, podían ver, más allá del río, las campiñas verdes
de Rohan que se pierden en la lejanía gris. Cortinas de lluvia caían oblicuamente a merced del viento, y
el cielo allá arriba, en el oeste, seguía encapotado; a lo lejos retumbaba el trueno y los relámpagos
parpadeaban entre las cimas de las colinas invisibles. Pero ya el viento había virado al norte y la
tormenta que venía del este se alejaba rumbo al sur, hacia el mar. De improviso las nubes se abrieron
detrás de ellos y por una grieta asomó un rayo de sol. La cortina de lluvia brilló con reflejos de plata y a
lo lejos el río rieló como un espejo.
-No hay tanta oscuridad aquí -dijo Théoden.
-No -respondió Gandalf -. Ni los años pesan tanto sobre vuestras espaldas como algunos quisieran
que creyerais. ¡Tirad el bastón!
La vara negra cayó de las manos del rey, restallando sobre las piedras. El anciano se enderezó
lentamente, como un hombre a quien se le ha endurecido el cuerpo por haber pasado muchos años
encorvado cumpliendo alguna tarea pesada. Se irguió, alto y enhiesto, contemplando con ojos ahora
azules el cielo que empezaba a despejarse.
-Sombríos fueron mis sueños en los últimos tiempos -dijo-, pero siento como si acabara de despertar.
Ahora quisiera que hubieras venido antes, Gandalf, pues temo que sea demasiado tarde y sólo veas los
últimos días de mi casa. El alto castillo que construyera Bregon hijo de Eorl no se mantendrá en pie
mucho tiempo. El fuego habrá de devorarlo. ¿Qué podemos hacer?
-Mucho -dijo Gandalf-. Pero primero traed a Eomer. ¿Me equivoco al pensar que lo tenéis prisionero
por consejo de Gríma, aquél a quien todos excepto vos llaman Lengua de Serpiente?
-Es verdad -dijo Théoden-. Eomer se rebeló contra mis órdenes y amenazó de muerte a Gríma en mi
propio castillo.
-Un hombre puede amaros y no por ello amar a Gríma y aprobar sus consejos -dijo Gandalf.
-Es posible. Haré lo que me pides. Haz venir a Háma. Ya que como ujier no se ha mostrado digno
de mi confianza, que sea mensajero. El culpable traerá al culpable para que sea juzgado -dijo Théoden,
y
el tono era grave, pero al mirar a Gandalf le sonrió y muchas de las arrugas de preocupación que tenía
en
la cara se le borraron y no reaparecieron.
Luego que Háma fue llamado y hubo partido, Gandalf llevó a Théoden hasta un sitial de piedra y él
mismo se sentó en el escalón más alto. Aragorn y sus compañeros permanecieron de pie en las
cercanías.
-No hay tiempo para que os cuente todo cuanto tendríais que oír -dijo Gandalf -. No obstante, si el
corazón no me engaña, no tardará en llegar el día en que pueda hablaros con más largueza. Tened
presente mis palabras: estáis expuesto a un peligro mucho peor que todo cuanto la imaginación de
Lengua de Serpiente haya podido tejer en vuestros sueños. Pero ya lo veis: ahora no soñáis, vivís.
Gondor y Rohan no están solos. El enemigo es demasiado poderoso, pero confiamos en algo que él ni
siquiera sospecha.
Gandalf habló entonces rápida y secretamente, en voz baja, y nadie excepto el rey pudo oír lo que
decía. Y a medida que hablaba una luz más brillante iluminaba los ojos de Théoden; al fin el rey se
levantó, erguido en toda su estatura, y Gandalf a su lado, y ambos contemplaron al este desde el alto
sitial.
-En verdad -dijo Gandalf con voz alta, clara y sonora- ahí en lo que más tememos está nuestra
esperanza. El destino pende aún de un hilo, pero hay todavía esperanzas si resistimos un tiempo más.
También los otros volvieron entonces la mirada al Este. A través de leguas y leguas contemplaron
allá en la lejanía el horizonte, y el temor y la esperanza llevaron los pensamientos de todos todavía más
lejos, más allá de las montañas negras del País de las Sombras. ¿Dónde estaba ahora el Portador del
Anillo? ¡Qué frágil era el hilo del que pendía aún el destino! Legolas miró con atención y creyó ver un
resplandor blanco; allá, en lontananza, el sol centelleaba sobre el pináculo de la Torre de la Guardia. Y
más lejos aún, remota y sin embargo real y amenazante, flameaba una diminuta lengua de fuego.
Lentamente Théoden volvió a sentarse, como si la fatiga estuviera una vez más dominándolo, contra
la voluntad de Gandalf. Volvió la cabeza y contempló la mole imponente del castillo.
-¡Ay! -suspiró-. Que estos días aciagos sean para mí y que me lleguen ahora, en los años de mi vejez,
en lugar de la paz que creía merecer. ¡Triste destino el de Boromir el intrépido! Los jóvenes mueren
mientras los viejos se agostan lentamente. -Se abrazó las rodillas con las manos rugosas.
-Vuestros dedos recordarían mejor su antigua fuerza si empuñaran una espada -dijo Gandalf.
Théoden se levantó y se llevó la mano al costado, pero ninguna espada le colgaba del cinto.
- 311 -
-¿Dónde la habrá escondido Gríma? -murmuró a media voz. -¡Tomad ésta, amado Señor! -dijo una
voz clara-. Siempre ha estado a vuestro servicio.
Dos hombres habían subido en silencio por la escalera y ahora esperaban de pie, a unos pocos
peldaños de la cima. Allí estaba Eomer, con la cabeza descubierta, sin cota de malla, pero con una
espada desnuda en la mano; arrodillándose, le ofreció la empuñadura a su señor.
-¿Qué significa esto? -dijo Théoden severamente. Y se volvió a Eomer, y los hombres miraron
asombrados la figura ahora erguida y orgullosa. ¿Dónde estaba el anciano que dejaran abatido en el
trono
o apoyado en un bastón?
-Es obra mía, Señor -dijo Háma, temblando-. Entendí que Eomer tenía que ser puesto en libertad.
Fue tal la alegría que sintió mi corazón, que quizá me haya equivocado. Pero como estaba otra vez libre
y es Mariscal de la Marca, le he traído la espada como él me ordenó.
-Para depositarla a vuestros pies, mi Señor -dijo Eomer.
Hubo un silencio y Théoden se quedó mirando a Eomer, siempre hincado ante él. Ninguno de los dos
hizo un solo movimiento.
-¿No aceptaréis la espada? -preguntó Gandalf.
Lentamente Théoden extendió la mano. En el instante en que los dedos se cerraban sobre la
empuñadura, les pareció a todos que el débil brazo del anciano recobraba la fuerza y la firmeza. Levantó
bruscamente la espada y la agitó en el aire y la hoja silbó resplandeciendo. Luego Théoden l

³Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán, y era conducido por el Espíritu en
el desierto, durante cuarenta días, tentado por el diablo. No comió nada en aquellos
días y, al cabo de ellos, sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: «Si eres Hijo de Dios,
di a esta piedra que se convierta en pan.» Jesús le respondió: «Esta escrito: No sólo de
pan vive el hombre.» Llevándole a una altura le mostró en un instante todos los reinos
de la tierra; y le dijo el diablo: «Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque
a mí me ha sido entregada, y se la doy a quien quiero. Si, pues, me adoras, toda será
tuya.» Jesús le respondió: «Esta escrito: Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás
culto.» Le llevó a Jerusalén, y le puso sobre el alero del Templo, y le dijo: «Si eres Hijo
de Dios, tírate de aquí abajo; porque está escrito: A sus ángeles te encomendará para
que te guarden. Y: En sus manos te llevarán para que no tropiece tu pie en piedra
alguna.» Jesús le respondió: «Está dicho: No tentarás al Señor tu Dios.» Acabada toda
tentación, el diablo se alejó de él hasta un tiempo oportuno´ (Lucas 4, 1-13).

Petición: Ayúdanos a superar las seducciones que nos alejen de vivir nuestro
sacerdocio con integridad, y a poner nuestra confianza, no es nosotros mismos, y en la
potencia del mundo, sin en Dios y en su debilidad. Esta es la alternativa radical, «el
amor de sí mismo hasta el olvido de Dios, o el amor de Dios hasta el olvido de si
mismo» (san Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, XIV, 28).

Objetivo: Para realizar plenamente la propia vida en la libertad es necesario superar la
prueba que comporta la misma libertad, es decir, la tentación. Sólo si se libera de la
esclavitud de la mentira y del pecado, la persona, gracias a la obediencia de la fe que
le abre a la verdad, encuentra el sentido pleno de su existencia y alcanza la paz, el
amor y la alegría.

1. El descenso del Espíritu sobre Jesús con que termina la escena del bautismo
significa algo así como la investidura formal de su misión. Por ese motivo, los
Padres no están desencaminados cuando ven en este hecho una analogía con la
unción de los reyes y sacerdotes de Israel al ocupar su cargo. La palabra «Cristo-
Mesías» significa «el Ungido»: en la Antigua Alianza, la unción era el signo visible de la
concesión de los dones requeridos para su tarea, del Espíritu de Dios para su misión.
Por ello, en Isaías 11,2 se desarrolla la esperanza de un verdadero «Ungido», cuya
«unción» consiste precisamente en que el Espíritu del Señor desciende sobre él,
«espíritu de ciencia y discernimiento, espíritu de consejo y valor, espíritu de piedad y
temor del Señor». Según el relato de san Lucas, Jesús se presentó a sí mismo y su
misión en la Sinagoga de Nazaret con una frase similar de Isaías: «El Espíritu del
Señor está sobre mí, porque él me ha ungido» (Lc 4,18; cf. Is 61,1). La conclusión de la
escena del bautismo nos dice que Jesús ha recibido esta «unción» verdadera, que El
es el Ungido esperado, que en aquella hora se le concedió formalmente la dignidad
como rey y como sacerdote para la historia y ante Israel.


2. Desde aquel momento, Jesús queda investido de esa misión. Los tres
Evangelios sinópticos nos cuentan, para sorpresa nuestra, que la primera disposición
del Espíritu lo lleva al desierto. Aquí resuenan más fuertemente los cuarenta años que
Israel anduvo errante por el desierto. Fue éste un tiempo de prueba y a menudo de
verdadera tentación, a la que el pueblo sucumbió más de una vez. Fue también el
tiempo de ejercicio solitario de su relación con Dios, del mismo modo que los
confesores, los apóstoles y los santos cristianos con frecuencia sólo han comenzado su
misión entre los hombres después de años de desierto y de estar con Dios a solas.
Que durante este tiempo su fe se forjara definitivamente, muestra que han seguido el
camino de su Señor, que también ayunó en el desierto y se vio sometido a las
tentaciones relativas a su misión mesiánica. El ataque del tentador contra Jesús, que
comenzó durante su estancia en el desierto, culminará en los días de la pasión en el
Calvario, cuando el Crucificado triunfe definitivamente sobre el mal.
La acción está precedida por el recogimiento, y este recogimiento es necesariamente
también una lucha interior por la misión, una lucha contra sus desviaciones, que se
presentan con la apariencia de ser su verdadero cumplimiento. El descenso de Jesús
«a los infiernos» del que habla el Credo (el Símbolo de los Apóstoles) no sólo se realiza
en su muerte y tras su muerte, sino que siempre forma parte de su camino: debe
recoger toda la historia desde sus comienzos ²desde «Adán»², recorrerla y sufrirla
hasta el fondo, para poder transformarla. La Carta a los Hebreos, sobre todo, destaca
con insistencia que la misión de Jesús, su solidaridad con todos nosotros prefigurada
en el bautismo, implica también exponerse a los peligros y amenazas que comporta el
ser hombre: «Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser
compasivo y pontífice fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del
pueblo. Como él había pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora
pasan por ella» (2,17s). «No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de
nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros,
menos en el pecado» (4, 15). Así pues, el relato de las tentaciones guarda una
estrecha relación con el relato del bautismo, en el que Jesús se hace solidario con los
pecadores. Junto a eso, aparece la lucha del monte de los Olivos, otra gran lucha
interior de Jesús por su misión. Pero las «tentaciones» acompañan todo el camino de
Jesús, y el relato de las mismas aparece así ²igual que el bautismo² como una
anticipación en la que se condensa la lucha de todo su recorrido.

En su breve relato de las tentaciones, Marcos (ver 1,13) pone de relieve un paralelismo
con Adán, con la aceptación sufrida del drama humano como tal: Jesús «vivía entre
fieras salvajes, y los ángeles le servían». El desierto ²imagen opuesta al Edén² se
convierte en lugar de la reconciliación y de la salvación; las fieras salvajes, que
representan la imagen más concreta de la amenaza que comporta para los hombres la
rebelión de la creación y el poder de la muerte, se convierten en amigas como en el
Paraíso. Se restablece la paz que Isaías anuncia para los tiempos del Mesías:
«Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito.» (11, 6). Donde
el pecado es vencido, donde se restablece la armonía del hombre con Dios, se produce
la reconciliación de la creación; la creación desgarrada vuelve a ser un lugar de paz,
como dirá Pablo, que habla de los gemidos de la creación que, «expectante, está
aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8, 19).

Mateo y Lucas hablan de tres tentaciones de Jesús en las que se refleja su lucha
interior por cumplir su misión, pero al mismo tiempo surge la pregunta sobre qué es lo
que cuenta verdaderamente en la vida humana. Aquí aparece claro el núcleo de toda
tentación: apartar a Dios que, ante todo lo que parece más urgente en nuestra vida,
pasa a ser algo secundario, o incluso superfluo y molesto. Poner orden en nuestro
mundo por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente con nuestras propias
capacidades, reconocer como verdaderas sólo las realidades políticas y materiales, y
dejar a Dios de lado como algo ilusorio, ésta es la tentación que nos amenaza de
muchas maneras. Es propio de la tentación adoptar una apariencia moral: no nos invita
directamente a hacer el mal, eso sería muy burdo. Finge mostrarnos lo mejor:
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  • 1. EJERCICIOS ESPIRITUALES PARA EL PBRO. DE HERMOSILLO Marzo del 14 al 18 de 2011 en San Ignacio, Son. Expositor: P. Daniel Watts, LC PRIMERA MEDITACIÓN: TRAS DIOS, EL SACERDOTE LO ES TODO. «Erase una vez en Francia, en la provincia de Lyón, un pequeño campesino cristiano que, desde la más tierna edad, amaba la soledad y al buen Dios. Y puesto que los señores de París, que habían hecho la Revolución, impedían a la gente rezar, el pequeño y sus padres escuchaban Misa en el fondo de un granero. Los sacerdotes por aquel entonces se escondían y, cuando eran detenidos, les cortaban precisamente la cabeza. Era por eso por lo que Juan María Vianney soñaba con convertirse en sacerdote. Pero, aunque sabía rezar, le faltaba, sin embargo, instrucción. Guardaba las ovejas y trabajaba los campos. Entró demasiado tarde en el Seminario y tropezó en todos los exámenes. Pero las vocaciones entonces eran raras y, al final, lo ordenaron. Fue nombrado Cura de Ars y permaneció allí hasta la muerte. Ars era el último curato de Francia y el último pueblo del país. Sin embargo, fue enteramente un «Párroco» y esto no sucede de manera frecuente. Lo fue de manera tan completa que el último pueblo de Francia se convirtió en el primer Curato, y Francia entera se puso en camino para ir a visitarlo. Ya entonces, convertía a todos los que llegaban hasta él y, si no hubiese muerto, habría convertido a toda Francia. Curaba las almas y los cuerpos. Leía en los corazones como en un libro. La Santísima Virgen lo visitaba y el demonio lo menospreciaba, pero no conseguía impedirle ser un hombre santo. Fue ascendido a Canónigo, después a Caballero de la Legión de Honor, luego considerado santo. No obstante, mientras vivió no comprendió nunca el porqué. Ésta era la prueba más bella del hecho de que mereciese precisamente aquella gloria. Todo esto sucedía en el siglo XIX, que en el Paraíso, donde se conoce el justo valor de la gente, es llamado «el siglo del Cura de Ars». Pero Francia no se lo imagina siquiera». Este inicio de la biografía del Santo Cura de Ars, escrita por el poeta y dramaturgo francés, Henri Ghéon, nacido hace más de cien años, nos parece una fábula, tan llena de ingenuidad y de cosas maravillosas, que no nos sentimos atraídos. Y sin embargo, aunque todo es verdad, se advierte una realidad que nos llama la atención. Los episodios a los que se alude son todos verdaderos. Aquel campesino de la provincia de Lyón tiene siete años cuando en París reina el Terror y son exiliados, bajo pena de muerte, todos los sacerdotes que no se someten al cisma, además de los miles que son masacrados. Es más, las tropas de la Convención atraviesan la región de Dardilly, donde él vive, para ir a reprimir la insurrección de Lyón. La iglesia ha sido cerrada. El Párroco cede primero a todos los juramentos que le son impuestos, después deja de actuar como sacerdote. Los Vianney de vez en cuando hospedaban, arriesgando la vida, a algún sacerdote clandestino; y es en una habitación con las
  • 2. puertas entornadas y protegidas por un carro de heno oportunamente aparcado (mientras algunos campesinos hacen guardia a las puertas) donde el pequeño Juan María puede recibir la Comunión a los trece años: estamos en el denominado «segundo Terror». La vocación le viene muy pronto -como él mismo dirá-, «después de un encuentro que había tenido con un confesor de la fe», o sea, cuando comprende que hacerse sacerdote significaba también estar dispuesto a morir por el propio ministerio. Pero si el niño no podía frecuentar la parroquia, todavía menos podía frecuentar las inexistentes escuelas. La primera vez que logró sentarse en los pupitres de la escuela tenía ya 17 años. Intentó desesperadamente aprender, ayudado por un sacerdote amigo que creía en la vocación de aquel muchacho, pero los resultados fueron míseros. Dirá, después, el mismo Cura de Ars que aquel sacerdote «ha tratado durante cinco o seis años de hacerme aprender algo, pero ha sido fatiga en vano, porque no he logrado nunca meterme nada en la cabeza». Hay mucha humildad en esta expresión, pero también mucho de verdad. Las dificultades se convertirán más tarde en insuperables cuando trató de afrontar, en un seminario, los estudios de filosofía y de teología que, por lo demás, entonces debían realizarse sirviéndose de textos escritos y explicados en latín. Aun así, el párroco de Ecuilly, muy estimado en la Diócesis, le proporciona todas las facilidades posibles (de estudios y de exámenes) llegando a alcanzarle la ordenación sacerdotal, tomándolo él mismo como vicario. Fue ordenado a los 29 años. Pasó los primeros años de ministerio en la escuela de esta santo sacerdote que lo había ayudado y educado tan intensamente: «tiene una culpa - dirá después Juan María Vianney- de la que le será difícil justificarse ante Dios: la de haberme admitido a las Órdenes Sagradas». Es preciso comprender bien que, Juan María lo deseaba con todo el corazón, pero se sentía profundamente indigno. El otro, sin embargo, lo estimulaba y lo protegía, porque estaba convencido de que se trataba de una óptima vocación y que la escasa instrucción se vería compensada por una particular inteligencia de fe. Y tenía razón. Juan María, por su parte, estaba convencido de haber recibido un grandísimo e inmerecido don: «Pienso -dirá- que el Señor ha querido escoger la cabeza más dura de todos los párrocos para realizar el mayor bien posible. Si hubiese encontrado todavía uno peor, lo habría puesto en mi lugar, para mostrar su gran misericordia». El carisma de este joven sacerdote será el de desaparecer de tal manera tras su ministerio, de ser solamente sacerdote, ministro de Dios, hasta el punto que su persona se mezcle y se confunda enteramente con el don del sacerdocio. El Cura de Ars es el santo patrón de todos los sacerdotes del mundo, puesto que vivirá una desesperada necesidad de anularse frente al don inmerecido que ha recibido, de consumirse ejerciéndolo: y lo hará también de forma penitencial, consumiendo físicamente, con las más duras mortificaciones, su sustancia humana. Hacemos ejercicios espirituales como sacerdotes y son precisamente estos modelos y ejemplos los que necesitamos, para entender mejor nuestra vocación y misión, queridos hermanos sacerdotes:
  • 3. 1. Cuando era joven, un día comentó a su madre: 'Si fuese sacerdote, querría ganar muchas almas'. Las almas a las que puede ayudar a llevar una buena vida cristiana... es lo que le dio fuerza para superar todas las dificultades. 2. ¿Qué es el sacerdote? Un hombre que ocupa la plaza de Dios, un hombre revestido de todos los poderes de Dios. Vamos -dice Nuestro Señor al sacerdote-, como mi Padre me ha enviado, yo os envío. Todo el poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra. Ve a instruir a todas las naciones. Quien te escucha me escucha; quien te desprecia me desprecia. Cuando el sacerdote redime los pecados, no dice: Dios te perdona. El dice: Yo te absuelvo". "¡Oh! ¡Qué cosa es el sacerdote! Si él se percatara de ello, moriría... Dios le obedece: dice dos palabras y nuestro Señor desciende del cielo. ¡No se comprenderá la dicha que hay en decir la misa más que en el cielo!" 3. San Bernardo asegura que todo nos viene por María; se puede decir también que todo nos viene por el sacerdote: sí, todas las felicidades, todas las gracias, todos los dones celestes. Si no tuviésemos el sacramento del orden sacerdotal, no tendríamos a Nuestro Señor. ¿Quién le ha puesto ahí, en ese tabernáculo? El sacerdote. ¿Quién ha recibido el alma en su entrada a la vida? El sacerdote. ¿Quién la alimenta para darle la fuerza para hacer su peregrinación de la vida? El sacerdote. ¿Quién la preparará a presentarse ante Dios, lavando esta alma, por última vez, en la sangre de Jesucristo? El sacerdote. ¿Y si esta alma va a morir por el pecado, quién la resucitará?, ¿quién le devolverá la calma y la paz? Otra vez el sacerdote. No os podéis acordar de una buena obra de Dios, sin encontrar al lado de este recuerdo a un sacerdote. Id a confesaros a la Santa Virgen o a un ángel: ¿os absolverán? No. ¿Os darán el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor?' No. La Santa Virgen no puede hacer descender a su divino Hijo en la hostia. Podría haber doscientos ángeles ahí, que no podrían absolverle. Un simple sacerdote puede hacerlo; puede deciros: Vete en paz, te perdono. Oh, ¡qué grande es el sacerdote!". 4. Aunque hubiera podido disfrutar de muchos ratos libres y de descanso, ya que el pueblo que le fue confiado era bastante pequeño -unas pocas familias, muchas de las cuales 'pasaban' de la iglesia-, siempre estaba ocupado en algo. Desde el primer momento, vivió en Ars con un constante espíritu de conquista. Él era quien debía llevar a Dios al pueblo ya cada una de las personas del pueblo. Su tiempo era de Dios y de aquellos hombres. No lo podía perder en 'sus' cosas. Tenía un espíritu de conquista para el Buen Dios, que le llevo a trabajar donde otro se excusaría fácilmente pensando que no tenía trabajo. 5. A su llegada, en la primavera de aquel 1818 no había más remedio que comenzar dando un margen de confianza a lo más selecto de lo que heredaba: tres o cuatro ancianitas de buena voluntad. Él las invita a asistir a misa de entre semana y les propone comulgar diariamente. Les enseña a rezar el rosario a la virgen María. Las anima para que acojan en su grupo a algunas niñas, que se sienten más a gusto entre sus abuelas, que entre sus madres, tan ocupadas como están. Seis meses después el grupo ya se reúne, normalmente, los domingos por la tarde en el jardín de la casa parroquial, si hace buen tiempo; rezan un poco, aprenden cánticos, escuchan con
  • 4. agrado las familiares y entretenidas palabras del señor Cura. Este grupo de simples campesinas pronto le va a servir de contacto con otras personas; el grupo crece y se asocia en la Cofradía del Rosario. Tres años mas tarde no alberga sólo a ancianas y niñas, también forman parte de él esposas, madres de familia y jovencitas casaderas.' El santo cura, no se desanima, ni cae en lamentaciones, ni en la típica excusa de que no es fácil cambiar las cosas: trabaja, cuida las pocas personas que tiene, tira de ellas para ir llegando a mas personas; es lento, pero lo importante es no perder el espíritu de conquista. 6. Trabajó mucho. Pedía a Dios, pero ponía todos los medios para ayudar a los pocos que iban a la Iglesia a descubrir a Dios. Renard, un seminarista que fue a ayudarle a Ars un mes del primer verano, 1818, cuenta: 'Se encerraba en la sacristía para escribir su sermón del domingo y aprenderlo de memoria. No lo componía de su puño y letra, lo tomaba del libro µInstrucions familières¶, con cuidado de adaptarlo a las necesidades de sus feligreses. Allí, a solas ensayaba la entonación debida y predicaba como si estuvie- se en el púlpito'. El ponía todo de su parte y esperaba que Dios hiciese el resto. 7. Predicaba mucho en cuanto pudo, catecismo a los niños; después a los adultos; las homilías del domingo, que escribía de pe a pa, pues no se atrevía a soltarse del papel ya que no se fiaba de su memoria y temía olvidarse de todo. Pero, sobre todo, predicaba mucho con el ejemplo. Nuestro cura, comentaba la gente, hace todo lo que dice y practica lo que enseña; nunca le hemos visto tomar parte en ninguna diversión; su único placer es rogar a Dios; debe de haber en ello algún goce, puesto que él sabe en contrario; sigamos, pues, sus consejos; no desea sino nuestro bien'. 8. No se ahorró ningún esfuerzo a la hora de administrar cualquiera de los sacra- mentos. Dios necesitaba de su sacerdocio para hacer el bien a aquellas personas: "Las otras buenas obras de Dios no nos servirían de nada sin el sacerdote. ¿Para qué ser- viría una casa llena de oro, si no tenemos a nadie para que nos abra la puerta? Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. Tras Dios, ¡el sacerdote lo es todo! Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote, adorarán a las bestias. Cuando se quiere destruir la religión, se comienza por atacar al sacerdote, porque allá donde no hay sacerdote, no hay sacrificio, y donde no hay sacrificio, no hay religión". 9. Lo central de su vida, como sacerdote, era celebrar la Misa. La Misa era lo más grande para él. Durante sus cuarenta años en Ars antes de celebrar la misa -de ordinario a las siete de la mañana- se preparaba durante casi una hora de oración... ¡era tan grande lo que iba a realizar!: "Si uno tuviera suficiente fe, vería a Dios escondido en el sacerdote como una luz tras su fanal, como un vino mezclado con el agua. Hay que mirar al sacerdote, cuando está en el altar o en el púlpito, como si de Dios mismo se tratara". Vivió, también, para la eucaristía. 'La mayor alegría del Cura de Ars era repartir las sagradas hostias. Con frecuencia las repartía con lágrimas en los ojos.
  • 5. 10. Según una tradición, en Loreto se encuentra la casa de Nazaret, donde acuden muchos cristianos a rezar desde hace siglos, con la ilusión de estar entre las paredes donde se encontró María adolescente, donde concibió a Jesús. El Cura aprovecha este hecho para comparar: "Se da mucha importancia a los objetos depositados en la escudilla de la Santa Virgen y del Niño Jesús, en Loreto. Pero los dedos del sacerdote, que han tocado la carne adorable de Jesucristo, que se han sumergido en el cáliz donde ha estado su sangre, en el vaso sagrado donde ha estado su cuerpo, ¿no son más preciosos? El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús. Cuando veas al sacerdote, piensa en Nuestro Señor". El sacerdote no es sacerdote para sí mismo. El no se da la absolución. No se administra los sacramentos. No es para sí mismo, lo es para vosotros. 11. También acompañó, con la unción de los enfermos y la confesión, a todos en sus últimos momentos, sin importarle el clima, las horas o su estado de salud. Un día que se encontraba muy mal, se fue a pie a casa de un enfermo de Savigneux para oír su confesión. Estaba tan enfermo el pobre Cura, que tuvieron que llevarle hasta su casa y meterle en cama. Lo mismo le acaeció un día lluvioso de otoño, al ser solicitado su ministerio por una familia de Rancé. Calado hasta los huesos, temblando de fiebre, tuvieron que acostarle en la misma cama del enfermo. En esta postura le confesó. "Estaba más enfermo que el enfermo" -decía con humor al regresar-. Jamás se negó, jamás. Se dio siempre a los demás sin interés alguno. 'La señorita Bernard, de Fareins, enferma de un cáncer, deseaba antes de morir tener el consuelo de ver por última vez al Cura de Ars de quien oía contar maravillas. El reverendo Dubouis le escribió cuatro palabras para comunicarle los deseos de la enferma. Era el día del Jueves Santo de 1837, día en el que tenía la costumbre de pasar toda la noche en la iglesia, acompañando a Jesús en el Monumento. Sin haber dormido, partió enseguida para Fareins. Se equivocó en el camino; después de dar vueltas y vueltas, llegó cubierto de barro y muerto de fatiga. No quiso aceptar ni un vaso de agua. Como ya era conocido, la gente del pueblo le abordaba por la calle. Sin la menor queja atendió amablemente a cada persona, y se volvió a su casa sin darse importancia. Lo mismo en 1852, con 66 años, el Rdo. Beau -Cura de Jassans y confesor ordinario del Cura de Ars durante 13 años-, cayó gravemente enfermo: µMi amigo vino a visitarme. Era por la tarde del día del Corpus, el 11 de junio. Hizo el viaje a pie, con un fuerte calor y después de haber presidido en Ars la procesión del Santísimo Sacramento', contaba agradecido este sa- cerdote¶. Del nuevo cementerio, inaugurado en 1855, a trescientos metros de la iglesia y bendecido por él, el Cura de Ars gustaba de repetir: "¡ Es un relicario!". Había ayudado a bien morir a cuantos en él reposaban, aun a ciertos pecadores, de los cuales, según testimonio de los ancianos del pueblo, ninguno se le escapaba en aquel terrible trance, por lo que el Santo los creía a todos en salvo'. 12. "El sacerdote es como una madre, como una comadrona para un niño de pocos meses: ella le da su alimento: él no tiene más que abrir la boca. La madre le dice a su hijo: Toma, pequeño mío, come. El sacerdote os dice: ¡Tomad y comed el cuerpo de Cristo que os guarde y os conduzca a la vida eterna! ¡Qué palabras más bellas! Un niño, cuando ve a su madre, va hacia ella; lucha contra quienes le retienen; abre su
  • 6. boquita y tiende sus pequeñas manos para abrazada. Nuestra alma, en presencia del sacerdote, se alza naturalmente hacia Dios, sale a su encuentro". 13. Amó la confesión, pero no la confesión en general, sino el perdón y la paz que podía llevar a cada alma en la confesión. No desaprovechaba ocasión: cogía las almas al vuelo. Cuenta un testigo de entonces: "Amigo mío, haga usted venir a una señora que está en el fondo de la iglesia" y me indicó cómo la encontraría. Yo no encontré a nadie en el sitio señalado. Voy a decírselo, y "daos prisa, replica, ahora está delante de tal. Voy corriendo y doy alcance a la señora que se alejaba, desolada por no haber podido aguardar más. Una pobre mujer, que sin duda por tímida había perdido dos o tres veces su turno, llevaba ya ocho días en Ars sin poder acercarse al Rdo. Vianney. Al fin, el mismo Santo la llamó; o mejor dicho, fue a buscarla y la condujo a través de la multitud hasta la capilla de San Juan Bautista. Sintiéndose feliz, le cogía de la sotana, deslizándose por el pasillo que le iban abriendo'. Sabía por experiencia que la gracia tiene sus momentos; que puede pasar para no volver. Así, pues, cuando llegaba la ocasión cogía las almas al vuelo. En el confesionario hablaba de corazón a corazón, convencido de que "el sacerdote es como una madre". Cualquier pecador que se le pusiese delante le conmovía; se dirigía a ellos con tal cariño y con tantas ganas de curarles que le bastaban pocas palabras para darles el empujón definitivo que les ayudaba, que les elevaba, cuando se sentían incapaces de confesar algunos hechos de sus vidas. Por lo demás, fuera de casos excepcionales, como, por ejemplo, el de una confesión general, era muy expeditivo y exigía que lo fuesen. 'En cinco minutos - decía el señor Combalot- metí toda mi alma dentro de la suya. No andaba con cumplidos: decía lo que tenía que decir; cuando era del caso, decía a los hombres, fuese cual fuere su condición: "¡Tal cosa no está permitida!" 'Conocía el punto donde había que asestar el golpe y raras veces dejaba de dar en el blanco'. 14. Con el paso del tiempo, su fe en lo que es el sacerdote, en lo que era él, no cayó en la rutina ni en la costumbre. Renovaba su entrega a Dios como sacerdote. Un año, al terminar la misión, se celebró una ceremonia en la que los sacerdotes renovaban sus promesas. El Cura de Ars pronunció las palabras del ritual, y lo hizo con tanta devoción que los otros sacerdotes se emocionaron. 15. Era frecuente en aquellos tiempos organizar 'misiones' en los pueblos, unos días en los que se intensificaban los cuidados espirituales de aquella gente, con más catequesis, mas predicación y más tiempos de confesiones; normalmente se pedía a otros sacerdotes que se trasladasen allí durante esos días. El Cura de Ars, cuando tenía que acudir a alguna 'misión' a otro pueblo, siempre pedía a algún cura vecino que le reemplazase, para asegurar el servicio de su parroquia. Pero el siempre visitaba a sus feligreses una vez a la semana. Durante la misión de Trevoux, en pleno mes de enero, andaba a pie y de noche las dos leguas que le separaban de Ars. El señor Mandy, alcalde del pueblo, solía mandar a su hijo que le acompañase. 'Aún los días de nieve y frío, cuenta Antonio Mandy, raramente seguíamos el camino mas corto y mejor trillado. El señor Cura siempre, tenía que ejercer su ministerio cerca de algún enfermo. El trayecto, empero, no se me hacia largo, pues el siervo de Dios sabía hacerlo corto: amenizándolo con hechos interesantes de las vidas de los Santos. Si alguna vez hacía
  • 7. yo algún comentario sobre la crudeza del frío o dificultad de los caminos, su respuesta estaba siempre pronta: "Los Santos: amigo mío, sufrieron mucho más. Ofrezcamos esto a Dios". Cuando cesaba de hablar de cosas espirituales, se ponía a rezar el rosario. Todavía tengo el regusto del edificante recuerdo de aquellas conversaciones. Era sacerdote para todos, no sólo para los de su pueblo: sacerdote de Jesucristo para todos los hijos de Dios. Por eso, cuando algunos curas, viejos o enfermos, como los de los pueblos vecinos Villeneuve y Mizerieux, no podían atender bien sus parroquias, espontáneamente su compañero de Ars se ponía a sus órdenes. 'Iba de noche a visitar a los enfermos de Rancé de otras poblaciones. Si le llamaban en domingo, partía enseguida, después de la misa mayor, sin entrar en su casa, y volvía en ayunas al tiempo de vísperas'. 16. No le interesaba más que ser sacerdote: era ese su mayor orgullo. En la última década, el emperador le designó para nombrarle Caballero de la Legión de Honor. El nombramiento apareció en los periódicos. El alcalde, señor des Garets, le comunicó la noticia ¿Tiene asignada alguna renta esta cruz? ¿Me proporcionará dinero para mis pobres? -preguntó el Santo sin manifestar contento ni sorpresa. -No. Es solamente una distinción honorífica. Pues bien, si en ello nada a los pobres, diga usted al Emperador que no la quiero. 'He visto a Dios en un hombre', decía del Cura de Ars un viñador. Un joven peregrino decía: 'Cuando se ha tenido la dicha de conocer a este sacerdote, no concibo que sea uno capaz de ofender a Dios. Angelo Roncali, futuro Beato Juan XXIII, a los 22 años, reflexionando sobre su sistema de vida espiritual, tiene una reflexión muy jugosa sobre el ejemplo de los santos: ³A fuerza de tocarla con la mano me he convencido de una cosa: qué falso es el concepto que me he formado de la santidad aplicada a mí mismo. En cada una de mis acciones, en las pequeñas faltas advertidas rápidamente, traía a la mente la imagen de algún santo al que me proponía imitar en todas las cosas, aún en las más pequeñas, como un pintor copia exactamente un cuadro de Rafael. Decía siempre si san Luis, en este caso, haría así y así, no haría esto o aquello, etc. Pero sucedía que yo nunca lograba llegar a lo que me había imaginado poder hacer, y me inquietaba. Es un sistema equivocado. De la virtud de los santos sólo debo tomar la sustancia, no los accidentes. Yo no soy san Luis, ni debo santificarme exactamente como él lo hizo, sino como exige mi ser, que es distinto, mi carácter, mis diferentes condiciones. No debo ser la reproducción rígida y seca de un tipo, aunque perfectísimo. Dios quiere que al seguir el ejemplo de los santos absorbamos el jugo vital de la virtud para convertirlo en sangre nuestra, adaptándolo a nuestras particulares aptitudes y especial circunstancias. San Luis, si hubiera sido lo que yo soy, se hubiera santificado de un modo distinto del que siguió´ (Beato Juan XXIII, Diario del alma, 16 de enero de 1903, pp. 175 y 176). ³El secreto espiritual del beato Juan XXIII consistía en su capacidad de transformar en ocasión de bien, con la fuerza interior de la oración, todas las situaciones de su jornada, sus preocupaciones, sus alegrías, y sus tristezas, el paso de los años. En efecto, quien lee su Diario no puede por menos de sentir admiración por la riqueza de su vida espiritual, alimentada de diálogo constante con Dios en cada circunstancia, con fidelidad diaria al deber, incluso oscuro, monótono y pesado´ (Juan Pablo II, 15 de septiembre de 2000).
  • 8. Carta de Mons. Juan José Hinojosa Vela, Decano: ³Hay muchas razones para hacer ejercicios espirituales ahora; aunque los hubiéremos hecho el año pasado: Siempre nos vienen bien, pero no sólo para cumplir con el Derecho de la Iglesia, y con las responsabilidades de quienes guiamos al pueblo de Dios, sino simplemente porque lo deseamos. La legislación canónica establece que los clérigos están llamados a participar de los retiros espirituales según las disposición del derecho particular (can 276&2.4; 533&2; 550&3). Los dos modos más usuales, que podrían ser prescritos por el obispo en la propia diócesis son: el retiro espiritual de un día ±de ser posible mensual- y los ejercicios espirituales anuales. ³La práctica de los ejercicios se ha demostrado un gran don de Dios para cualquiera que los haga. Es un tiempo en el que se dejan todas las otras cosas para encontrarse con Dios y disponerse a escucharle sólo a él. Esto es sin duda una ventajosa oportunidad para el ejercitante. Por eso no se le debe presionar, sino más bien despertar en él la necesidad interior de hacer una experiencia de este tipo. Sí, en ocasiones se le puede decir a alguien: Vete donde los Camaldulenses o a Tyniec para encontrarte a ti mismo´; pero, en principio, es una decisión que ha de nacer sobre todo de una necesidad interior. La Iglesia, como institución, recomienda de modo especial a los sacerdotes que hagan los ejercicios espirituales; pero esta norma canónica es solo un elemento que se añade al impulso que proviene del corazón´ (Juan Pablo II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, p. 151). Nos retiramos unos días con Jesucristo cuyo sacerdocio ejercemos. San Carlos Borromeo fue ordenado sacerdote el 17 de julio de 1563 en Roma, en la Iglesia de San Pedro in Montorio y celebró su primera Misa el 15 de agosto. El mes de en medio hizo los ejercicios espirituales de san Ignacio. Fue el inicio verdadero de su oración y penitencia, ya profundamente estimulada de la muerte de su hermano Federico el año anterior. Escribió: ³La mano de Dios nos ha golpeado, ninguna consideración humana es capaz de consolarme´. El interpretó aquel doloroso hecho como una señal de la voluntad de Dios que lo llevó a decidir reformar su vida y pidió ser ordenado sacerdote. ³Que con un curso de Ejercicios Espirituales propiamente dichos san Carlos inaugurase aquella que puede definirse su conversión es aquello que sus biógrafos dicen unánimemente. Ellos están de acuerdo en confirmar el piadoso hábito que tenía el santo de regresar fielmente a los Ejercicios, pero no una vez, sino dos veces al año; que aquellos primeros ejercicios que hizo según el método de san Ignacio no pueden meterse en duda, del momento que los hizo bajo la guía del P. Ribera, de la Compañía de Jesús´ (Aquile Ratti, San Carlo e gli Esercizi Spirituali di Sant¶ Ignazio, Milano 1910, pp. 482-488). San José María Yermo y Parres, en A solas con Cristo, dice: ³Debo hacer de mi sacerdocio y de mi vida una sola cosa, que el Sacramento del Orden penetre en toda mi vida personal y me santifique. Necesito ser siempre fiel a Cristo, el Amigo de mi vida, pero una fidelidad indomable. Sé que soy otro Cristo y por esto llevo la bendición, la salvación y la presencia divina, aunque yo no lo sienta, y sea para mi mismo un misterio tremendo que jamás podré comprender. Comprendo bien que los sacerdotes
  • 9. necesitamos gracias especialísimas para convertirnos de veras a una vida santa, según nuestra vocación. En cada misa rogaré al Sagrado Corazón de Jesús por todos los sacerdotes, sus amigos y mis hermanos´ (Ejercicios Espirituales de 1903). Revisamos la propia vida para encontrar pistas de cómo evangelizar más al pueblo que servimos: ³El contenido esencial de la caridad pastoral es la donación de sí, la total donación de sí a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen. «La caridad pastoral es aquella virtud con la que nosotros imitamos a Cristo en su entrega de sí mismo y en su servicio. No es sólo aquello que hacemos, sino la donación de nosotros mismos lo que muestra el amor de Cristo por su grey. La caridad pastoral determina nuestro modo de pensar y de actuar, nuestro modo de comportarnos con la gente. Y resulta particularmente exigente para nosotros´ (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, nº 23). Avivamos los dones y carismas del Sacramento. Es una ocasión propicia para reconsiderar nuestra vocación, volviendo a descubrir el sentido y la grandeza que siempre nos superan (cf. Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1996, n.8). Siendo joven sacerdote, Antonio Rosmini, redactó para sí mismo, una regla de conducta, basada en el evangelio, que consistía en dos principios. 1º Primero, pensar seriamente en enmendarme de mis vicios y purificar mi alma de la iniquidad que grava sobre ella desde mi nacimiento, sin buscar otras ocupaciones u obras a favor del prójimo, encontrándome en la absoluta impotencia de hacer por mi mismo cosa alguna en su beneficio. Sin mí no podéis hacer nada (Jn 15, 5) 2º Segundo, no rechazar los servicios de caridad a favor del prójimo cuando la divina Providencia me los ofrezca y presente, dado que Dios puede servirse de cualquiera, incluso de mi, para sus obras, y en ese caso conservar una perfecta indiferencia con respecto a todas las obras de caridad, haciendo la que se me proponga con igual fervor como a cualquier otra en cuanto a mi libre voluntad. Todo lo puedo en Aquel que me conforta (Flp 4, 13). Todos sabemos que si damos más tiempo al Señor en la oración, meditación y la alabanza, se seguirá un mayor fruto en la actividad Pastoral: ³La mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra, en la celebración de los Sacramentos y en la dirección de la comunidad en la caridad. Lo afirma con claridad el Concilio: «La santidad misma de los presbíteros contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio; pues, si es cierto que la gracia de Dios puede llevar a cabo la obra de salvación aun por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere mostrar normalmente sus maravillas por obra de quienes, más dóciles al impulso e inspiración del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y la santidad de su vida, pueden decir con el Apóstol: "Pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Gál 2, 20)» (Juan Pablo II, Pastores dabo bobis, nº 25). Y, viviremos una oportunidad para afianzar la fraternidad sacramental de que habló el Concilio Vaticano II, en la Presbyterorum ordinis, 8, que habla de la unión y cooperación fraterna entre los presbíteros.
  • 10. Como demuestra la larga experiencia espiritual de la Iglesia, los ejercicios espirituales son un instrumento idóneo y eficaz para una adecuada formación permanente del clero. Conservan hoy toda su necesidad y actualidad. Contra la praxis que tiene a vaciar al hombre de todo lo que sea interioridad, el sacerdote debe encontrar a Dios y a sí mismo haciendo un reposo espiritual para sumergirse en la meditación y oración. Mi tarea entre Ud. es muy secundaria, transmitirles la Palabra de Dios, para que sea ella quien como espada de doble filo, enderece los corazones, aliente las motivaciones, les consuele y les llene de valor. ³Todos somos, en parte, niños necesitados de que nos guíe la voz viva de quien nos presenta la doctrina ya preparada´. (Juan XXIII, Diario de un alma, p. 308). Me he inspirado libremente, para las exposiciones de estos Ejercicios espirituales para sacerdotes, de la diócesis de Arq. de Hermosillo, del lunes 14 al viernes 18 de marzo del 2011, del libro Jesús de Nazaret de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI. Y aunque a nadie le gusta recibir consejos que no ha pedido, me atrevo a solicitar su benevolencia, para sugerir tres actitudes básicas: La primera es que piensen delante del Señor en estos Ejercicios hemos de tener una gran ambición de santidad sacerdotal. No importa que nos asalte a más de un el desaliento ante esta invitación: «Si estos Ejercicios son para la santidad, no son para mí, porque mi problema está muy lejos de ser un problema de santidad, me es lejana esa temática, me puede parecerme extraña, como dirigida a otras personas, pero sin embargo los ejercicios son para iniciar, continuar, y madurar la santificación que Dios empezó en nosotros por el sacramento. Así pues, un gran deseo, ambición, de colaborar con la gracia de Dios, con el Dios de la gracia, no estorbarle, no corregirle el plan, ser un discípulo en las manos del gran Maestro. La segunda es que hay que entrar en ellos con gran ánimo y liberalidad, que consisten en ofrecer libremente su voluntad para que el Señor entre en ella y la haga decidir, sin reticencias, lo que sea para su servicio: ³Mucho aprovecha entrar en ellos con grande ánimo y liberalidad con su Criador y Señor, ofreciéndole todo su querer y libertad, para que su divina Majestad, así de su persona como de todo lo que tiene, se sirva conforme a su santísima voluntad´ (EE, 5) Aprovechará, y no en cualquier grado, sino en mucho, quien entre en Ejercicios con ³grande ánimo´, deseoso de hacer grandes cosas, y no sólo con ³gran ánimo´, sino además con grande liberalidad con su Creador y Señor´, deseando hacer aquellas grandes cosas movido solamente del deseo de mostrarse generosa con su Dios y su Creador, sin pretender sus propios intereses. Esta magnanimidad y generosidad hay que ofrecerla desde el primer instante, devolviéndole a Dios, ³nuestro querer y libertad´ con el fin de que Él se sirva conforme a sus santísima voluntad, de su persona y de todo lo que tiene. La tercer es que hay que estar abiertos a las sugerencias de Dios. El beato Moisés Tovini, escribía en su diario espiritual, al terminar los ejercicios espirituales de 1895: ³Deseo seguir a Jesús entre las cruces y los sufrimientos, aunque con igual mérito podría llevar una vida cómoda. Deseo sufrir y pediré con frecuencia esta gracia.
  • 11. Cuando la obtenga daré gracias al Señor y le suplicaré que, si así lo desea, aumente mis sufrimientos y los continúe, porque sufrir por amor es suma caridad; además, nos aleja del pecado, nos obtiene grandísimos méritos para la vida eterna y nos asemeja a Jesús, cuya vida estuvo llena de sufrimiento´. El Card. José Saraiva Martins, comentó en la eucaristía de la beatificación, se consolidó en él el propósito de no contentarse con una vida mediocre, sino de dedicarse con el máximo empeño a la gloria de Dios, y al bien de las almas, así como una profunda sensibilidad para promover las clases más desfavorecidas. Conclusión: ³Los ejercicios espirituales han acabado. Recojamos las velas. También esta vez la gracia ha sobreabundado verdaderamente. Quizás nunca como hoy me he sentido verdadera y firmemente convencido de la necesidad absoluta de darme y del todo, y para siempre, a mi Señor, que quiere servirse de mi pobre persona para hacer el bien en su Iglesia y para llevar almas a su corazón amoroso´ (Angelo Roncalli, Ejercicios Espirituales del 10 al 20 de diciembre de 1902). Finalmente, el Enchiridion indulgentiarum nos indica: Plenaria indulgentia concéditur christifideli qui exercitiis spiritálibus saltem per tres íntegros dies vacaverit, definiendo el «Código de derecho canónico» (c. 992) y el «Catecismo de la Iglesia católica» (n. 1471): «La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados, en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos». Para conseguirla, además del estado de gracia, es necesario: - tener la disposición interior de un desapego total del pecado, incluso venial; - confesarse sacramentalmente de sus pecados; - recibir la sagrada Eucaristía (ciertamente, es mejor recibirla participando en la santa misa, pero para la indulgencia sólo es necesaria la sagrada Comunión); - orar según las intenciones del Romano Pontífice. La oración, según la mente del Papa, queda a elección de los fieles, pero se sugiere un «Padrenuestro» y un «Avemaría».
  • 12. SEGUNDA MEDITACIÓN: EL BAUTISMO DE JESÚS EN EL JORDÁN Preámbulos: ³Pero ahora se plantea la pregunta: ¿en qué consiste esta esperanza que, en cuanto esperanza, es « redención »? Pues bien, el núcleo de la respuesta se da en el pasaje antes citado de la Carta a los Efesios: antes del encuentro con Cristo, los Efesios estaban sin esperanza, porque estaban en el mundo « sin Dios ». Llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero, eso es lo que significa recibir esperanza. Para nosotros, que vivimos desde siempre con el concepto cristiano de Dios y nos hemos acostumbrado a él, el tener esperanza, que proviene del encuentro real con este Dios, resulta ya casi imperceptible. El ejemplo de una santa de nuestro tiempo puede en cierta medida ayudarnos a entender lo que significa encontrar por primera vez y realmente a este Dios. Me refiero a la africana Josefina Bakhita, canonizada por el Papa Juan Pablo II. Nació aproximadamente en 1869 ±ni ella misma sabía la fecha exacta± en Darfur, Sudán. Cuando tenía nueve años fue secuestrada por traficantes de esclavos, golpeada y vendida cinco veces en los mercados de Sudán. Terminó como esclava al servicio de la madre y la mujer de un general, donde cada día era azotada hasta sangrar; como consecuencia de ello le quedaron 144 cicatrices para el resto de su vida. Por fin, en 1882 fue comprada por un mercader italiano para el cónsul italiano Callisto Legnani que, ante el avance de los mahdistas, volvió a Italia. Aquí, después de los terribles dueños de los que había sido propiedad hasta aquel momento, Bakhita llegó a conocer un dueño totalmente diferente ±que llamó «paron» en el dialecto veneciano que ahora había aprendido±, al Dios vivo, el Dios de Jesucristo. Hasta aquel momento sólo había conocido dueños que la despreciaban y maltrataban o, en el mejor de los casos, la consideraban una esclava útil. Ahora, por el contrario, oía decir que había un «Paron» por encima de todos los dueños, el Señor de todos los señores, y que este Señor es bueno, la bondad en persona. Se enteró de que este Señor también la conocía, que la había creado también a ella; más aún, que la quería. También ella era amada, y precisamente por el «Paron» supremo, ante el cual todos los demás no son más que míseros siervos. Ella era conocida y amada, y era esperada. Incluso más: este Dueño había afrontado personalmente el destino de ser maltratado y ahora la esperaba «a la derecha de Dios Padre». En este momento tuvo esperanza; no sólo la pequeña esperanza de encontrar dueños menos crueles, sino la gran esperanza: yo soy definitivamzente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa. A través del conocimiento de esta esperanza ella fue redimida, ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios. Entendió lo que Pablo quería decir cuando recordó a los Efesios que antes estaban en el mundo sin esperanza y sin Dios; sin esperanza porque estaban sin Dios. Así, cuando se quiso devolverla libre a Sudán, Bakhita se negó; no estaba dispuesta a que la separaran de nuevo de su «Paron». El 9 de enero de 1890 recibió el Bautismo, la Confirmación y la primera Comunión de manos del Patriarca de Venecia.
  • 13. El 8 de diciembre de 1896 hizo los votos en Verona, en la Congregación de las hermanas Canosianas, y desde entonces ±junto con sus labores en la sacristía y en la portería del claustro± intentó sobre todo, en varios viajes por Italia, exhortar a la misión: sentía el deber de extender la liberación que había recibido mediante el encuentro con el Dios de Jesucristo; que la debían recibir otros, el mayor número posible de personas. La esperanza que en ella había nacido y la había «redimido» no podía guardársela para sí sola; esta esperanza debía llegar a muchos, llegar a todos. Bastaría esta gracia para que la persona se sintiera profundamente feliz y dichosa. Bastaría ese don para vivir eternamente agradecidos´ (Benedicto XVI, Spei salvi, nº 3). Preámbulo En la figura de Gandalf, vemos el arquetipo de un patriarca del Antiguo Testamento, su bastón aparentemente tenía el mismo poder que el de Moisés. En su aparente «muerte» y «resurrección», lo vemos emerger como una figura semejante a Cristo. Su «resurrección» se convierte en su transfiguración. Antes de entregar su vida por su amigos era Gandalf el Gris; después, se convierte en Gandalf el Blanco. Es blanqueado en la pureza de su autosacrificio y emerge más poderoso en virtud que nunca. ³Y proclamaba: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; y no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.» Y sucedió que por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. Y se oyó una voz que venía de los cielos: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Marcos 1, 7-11). Oración preparatoria: ³Reconoce, ¡oh cristiano!, tu dignidad y, ya que ahora participas de la misma naturaleza divina, no vuelvas a tu antigua vileza con una vida depravada. Recuerda de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. Ten presente que has sido arrancado del dominio de las tinieblas y transportado al reino y a la claridad de Dios. Por el sacramento del bautismo te has convertido en templo del Espíritu Santo; no ahuyentes, pues, con acciones pecaminosas un huésped tan excelso, ni te entregues otra vez como esclavo al demonio, pues el precio con que has sido comprado es la sangre de Cristo´ (San León Magno, Sermón 1 en la Natividad del Señor, nº 3). Petición: Señor, dame una profunda conciencia de mi bautismo e inserción en ti, que me lance a vivir una vida nueva y a predicarte entre mis hermanos. La renovación del bautismo es un estímulo para ³buscar las cosas de arriba donde está Cristo sentado a la diestra de Dios´ (Col 3, 1). El cristiano vive en la tierra y necesita continuar luchando, pero el hecho de que Cristo haya entrado en el cielo es una garantía de esperanza y de posibilidades para los miembros de su cuerpo. La vida pública de Jesús comienza con su bautismo en el Jordán por Juan el Bautista. 1. Yo soy la voz: Juan, el Bautista: «Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz» (Jn 1, 6-8)
  • 14. a. Coherencia de vida. Es el un nazir «no pasará la navaja por su cabeza» (Jue 13, 5) y un asceta: «su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero a sus lomos, y su comida eran langostas y miel silvestre» (Mt 3, 4). Jesús le describirá: «Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un hombre elegantemente vestido?» (Lc 7, 24-25). «No comía pan, ni bebía vino» (Lc 7, 33), «ni licor» (Lc 1, 15); pero sobre todo es el hombre consagrado totalmente al Señor. Su vida entera, desde el vientre de su madre, está inflamada por el don del Espíritu Santo, «saltó de gozo el niño en su seno» (Lc 1, 41). Como Jeremías (1, 5), como el siervo de Yavé (Is 49,1-5), como Pablo (Gál 1, 15) todo les conduce a la misión, todo su ser es para Cristo, toda su palabra es para Él; su destino es el de ser el predicador de conversión: voz que clama. b. Espiritualidad del desierto. Juan espera, al que viene, con un deseo que llena todo su ser y, al mismo tiempo, con una profunda emoción: «Detrás de mí viene el que puede más que yo y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias» (Mc 1,7). «Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo» (Jn 1, 30). «Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar» (Jn 3, 30). Un hombre anclado en la eternidad no puede decir sino la verdad y la verdad tiene el poder de hacernos libres. Herodes, no te está permitido tener a la mujer de tu hermano. Y Herodes asentía, es cierto, pero quiero tenerla: «Sin verdad, se vive mejor». Y le escuchaba con agrado en otros muchos problemas, pero no en ese. Juan era «la voz del que clama en el desierto: rectificad el camino del Señor» (Jn 1, 23). «Juan no realizó ninguna señal, pero todo lo que dijo Juan de éste, era verdad» (Jn 10, 41). c. Mensaje: «Mira envió me mensajero delante de ti, el que ha de preparar el camino. Voz del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas» (Mc 1, 3-4). Entre él y la llegada de Dios, ya no hay sitio para ningún profeta: es el último de los profetas «Elías ha venido ya y han hecho con él cuanto han querido» (Mc 9, 13). Y es más que un profeta: Es un mensajero que Dios envía delante para preparar su camino, porque Dios viene. Dios viene para poner orden, para juzgar y salvar. Para provocar una decisión básica, radical. «El hacha está puesta ya a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego» (Mt 3, 10). Ya está el bieldo en las manos de Dios, y «él aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga» (Mt 3, 12). El que así habla es alguien que está decidido a todo; no vacila en dirigirse a los grandes del pueblo con la expresión «raza de víboras, quién os ha enseñado a huir de la ira inminente» (Mt 3, 7) y en echarle en cara sus bajezas al tetrarca Herodes: «no te es lícito tenerla» (Mt 14, 4) (a Herodías, la mujer de su hermano); no tiene miedo a la cárcel y a la decapitación, en Maqueronte, «su cabeza fue traída en una bandeja y entregada a la muchacha, la cual se la llevó a su madre» (Mt 14, 11). El es voz que lo atraviesa todo, incluso los oídos taponados, un grito que nos llega nítido hasta hoy. Juan el Bautista está ante nosotros exigiendo y actuando. Él es el que llama con todo rigor a la metanoia, a transformar nuestro modo de pensar, amar y sentir. Quien quiera
  • 15. encontrar a Dios tiene que convertirse interiormente una y otra vez, una conversión continua, un crecimiento espiritual, una maduración en la fe, en la esperanza y en la caridad. Ni siquiera Juan el Bautista se eximió del difícil acontecimiento de transformar su interioridad, del deber de convertirse. ¿Quién vino en realidad? Alguien que es «manso y humilde de corazón», que «no voceará por las calles... y el pábilo vacilante no lo apagará» (Mt 11, 29; 12, 19s.), de modo que Juan cuando está en la cárcel se asombra y vacila, porque no ve nada de fuego, hacha y bieldo: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos de esperar a otro?» (Mt 11, 3). Pero Jesús le abre su mente y su corazón: mira si las promesas no están cumplidas, si por mí los orgullosos no han sido derribados de sus tronos y los pobres han sido levantados del polvo, si los que ven son ciegos y los que están ciegos ven. ¡Si en mis obras, por la presencia de Dios, no cambia el orden del mundo! 2. La aparición del Bautista llevaba consigo algo totalmente nuevo. El bautismo, al que invita, se distingue de las acostumbradas abluciones religiosas. No es repetible y debe ser la consumación concreta de un cambio que determina de modo nuevo y para siempre toda la vida. Está vinculado a un llamamiento ardiente a una nueva forma de pensar y actuar, está vinculado sobre todo al anuncio del juicio de Dios y al anuncio de alguien más Grande que ha de venir después de Juan. El cuarto Evangelio nos dice que el Bautista «no conocía» a ese más Grande a quien quería preparar el camino, pero sabe que ha sido enviado para preparar el camino a ese misterioso Otro, sabe que toda su misión está orientada a Él. En los cuatro Evangelios se describe esa misión con un pasaje de Isaías: «Una voz clama en el desierto: " ¡Preparad el camino al Señor! ¡Allanadle los caminos!"» (Is 40, 3). Marcos añade una frase compuesta de Malaquías 3, 1 y Éxodo 23, 20 que, en otro contexto, encontramos también en Mateo (11, 10) y en Lucas (1, 76; 7, 27): «Yo envío a mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino» (Mc 1,2). Todos estos textos del Antiguo Testamento hablan de la intervención salvadora de Dios, que sale de lo inescrutable para juzgar y salvar; a Él hay que abrirle la puerta, prepararle el camino. Con la predicación del Bautista se hicieron realidad todas estas antiguas palabras de esperanza: se anunciaba algo realmente grande. Podemos imaginar la extraordinaria impresión que tuvo que causar la figura y el mensaje del Bautista en la efervescente atmósfera de aquel momento de la historia de Jerusalén. Por fin había de nuevo un profeta cuya vida también le acreditaba como tal. Por fin se anunciaba de nuevo la acción de Dios en la historia. Juan bautiza con agua, pero el más Grande, Aquel que bautizará con el Espíritu Santo y con el fuego, está al llegar. Por eso, no hay que ver las palabras de san Marcos como una exageración: «Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán» (1,5). 3. ³Por entonces llegó Jesús, desde Nazaret de Galilea, a que Juan lo bautizara en el Jordán» (Mc 1, 9). Hasta entonces, no se había hablado de peregrinos venidos de Galilea; todo parecía restringirse al territorio judío. Pero lo realmente nuevo no es
  • 16. que Jesús venga de otra zona geográfica, de lejos, por así decirlo. Lo realmente nuevo es que Él ²Jesús² quiere ser bautizado, que se mezcla entre la multitud gris de los pecadores que esperan a orillas del Jordán. El bautismo era realmente un reconocimiento de los pecados y el propósito de poner fin a una vida anterior malgastada para recibir una nueva. ¿Podía hacerlo Jesús? ¿Cómo podía reconocer sus pecados? ¿Cómo podía desprenderse de su vida anterior para entrar en otra vida nueva? Los cristianos tuvieron que plantearse estas cuestiones. La discusión entre el Bautista y Jesús, de la que nos habla Mateo, expresa también la pregunta que él hace a Jesús: «Soy yo el que necesito que me bautices, ¿y tú acudes a mí?» (3, 14). Mateo nos cuenta además: «Jesús le contestó: "Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así toda justicia. Entonces Juan lo permitió» (3, 15). No es fácil llegar a descifrar el sentido de esta enigmática respuesta. Para interpretar la respuesta de Jesús, resulta decisivo el sentido que se dé a la palabra «justicia»: debe cumplirse toda «justicia». En el mundo en que vive Jesús, «justicia» es la respuesta del hombre a la Torá, la aceptación plena de la voluntad de Dios, la aceptación del «yugo del Reino de Dios», según la formulación judía. El bautismo de Juan no está previsto en la Torá, pero Jesús, con su respuesta, lo reconoce como expresión de un sí incondicional a la voluntad de Dios, como obediente aceptación de su yugo. El relato del evangelista san Lucas, que presenta a Jesús mezclado con la gente mientras se dirige a san Juan Bautista para ser bautizado. Cuando recibió también él el bautismo, -escribe san Lucas- "estaba en oración" (Lc 3, 21). Jesús habla con su Padre. Y estamos seguros de que no sólo habló por sí, sino que también habló de nosotros y por nosotros; habló también de mí, de cada uno de nosotros y por cada uno de nosotros. Después, el evangelista nos dice que sobre el Señor en oración se abrió el cielo. Jesús entra en contacto con su Padre y el cielo se abre sobre él. Cuanto más vivimos en contacto con Jesús en la realidad de nuestro bautismo, tanto más el cielo se abre sobre nosotros. Sobre Jesús el cielo está abierto. Su comunión con la voluntad del Padre, la «toda justicia» que cumple, abre el cielo, que por su propia esencia es precisamente allí donde se cumple la voluntad de Dios. Los cuatro Evangelios indican, aunque de formas diversas, que al salir Jesús de las aguas el cielo se «rasgó» (Mc), se «abrió» (Mt y Lc), que el espíritu bajó sobre Él «como una paloma» y que se oyó una voz del cielo que, según Marcos y Lucas, se dirige a Jesús: «Tú eres...», y según Mateo, dijo de él: «Éste es mi hijo, el amado, mi predilecto» (3, 17). La imagen de la paloma puede recordar al Espíritu que aleteaba sobre las aguas del que habla el relato de la creación (ver Gn 1, 2); mediante la partícula «como» (como una paloma) ésta funciona como «imagen de lo que en sustancia no se puede describir. Por lo que se refiere a la «voz», la volveremos a encontrar con ocasión de la transfiguración de Jesús, cuando se añade sin embargo el imperativo: «Escuchadle». -Tú eres mi hijo. Es la primera palabra reveladora de Jesús que Lucas refiere de forma directa mientras que Mateo lo hace de forma indirecta (Este es mi hijo) Mt 3,17). Tú eres mi hijo es la premisa para la respuesta: Padre. En tanto podemos decir Padre en
  • 17. cuanto que alguien nos ha dicho antes: Tu eres mi hijo, tu eres mi hija. El Padre Nuestro es una oración que responde a quien nos llama hijos. Tú eres mi hijo es la palabra más elevada que revela la esencia de Jesús: palabra sacada del Salmo 2. Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy (v. 7) donde se refiere a un rey protegido, cariñosamente amado. Y la respuesta a esta declaración la leemos en el salmo 89, en la bellísima oración que recoge toda la espiritualidad de la alianza y que, hablando del Mesías, del futuro rey David, dice: Él me invocará: ¡Tú, mi Padre, mi Dios y roca de mi salvación! Y yo haré de él mi primogénito, el Altísimo entre los reyes de la tierra (27- 28). Seguimos estando en el ámbito de la promesa de Natán: Yo seré para él padre, y él será para mí hijo (2 Samuel 7,14) y de Isaías 11, donde se subraya la paternidad y la filiación. Pero la cima está en la palabra dirigida a Jesús: Tú eres mi hijo. -La segunda afirmación en es añadido: predilecto, un adjetivo que no encontramos en los salmos sino en el libro del Génesis, cuando Dios, para probar a Abrahán, le dijo Toma a tu hijo, a tú único, al que amas. (22,2) La referencia de Abrahán y a Isaac nos recuerda la unicidad del Hijo, el predilecto. -En ti me he complacido. La alusión bíblica es a Isaías, 42, 1, el comienzo del siervo de Adonai: He aquí a mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre Él. El Padre se complace en Él precisamente en el acto de profunda humillación que Jesús está viviendo, ya que el bautismo era un gesto de penitencia. A la vez que Jesús está en un estado de humillación y de oración, el Padre lo proclama Hijo suyo. 4. Sólo a partir de aquí se puede entender el bautismo cristiano. La anticipación de la muerte en la cruz, que tiene lugar en el bautismo de Jesús, y la anticipación de la resurrección, anunciada en la voz del cielo, se hacen realidad para nosotros. En el Jordán, se abrieron los cielos, para indicar que el Salvador nos abrió el camino de la salvación y que podemos recorrerlo precisamente gracias al nuevo nacimiento «en el agua y en el Espíritu», que se realiza en el Bautismo. En él, quedamos introducidos en el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, morimos y resucitamos con Él, nos revestimos de Él, como subraya en varias ocasiones el apóstol Pablo. En virtud de la filiación divina conferida por el bautismo, puede decirse que para cada persona bautizada e injertada en Cristo resuena aún la voz del Padre: ³Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco´. ¿Cómo no exclamar con san Juan?: ³Mirad cómo nos amó el Padre. Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente´ (1 Jn 3, 1). ¿Cómo permanecer indiferentes ante este desafío del amor paternal de Dios que nos invita a una santidad de vida en profunda e íntima armonía con Él? Somos insertados en una compañía de amigos que no lo abandonará nunca ni en la vida ni en la muerte, porque esta compañía de amigos es la familia de Dios, que lleva en sí la promesa de eternidad. Esta compañía de amigos, esta familia de Dios, lo acompañará siempre, incluso en los días de sufrimiento, en las noches oscuras de la vida; le brindará consuelo, fortaleza y luz. Esta compañía, esta familia, le dará palabras
  • 18. de vida eterna, palabras de luz que responden a los grandes desafíos de la vida y dan una indicación exacta sobre el camino que conviene tomar. Esta compañía brinda al niño consuelo y fortaleza, el amor de Dios incluso en el umbral de la muerte, en el valle oscuro de la muerte. Le dará amistad, le dará vida. Y esta compañía, siempre fiable, no desaparecerá nunca. Ninguno de nosotros sabe lo que sucederá en el mundo, pero de una cosa estamos seguros: la familia de Dios siempre estará presente y los que pertenecen a esta familia nunca estarán solos, tendrán siempre la amistad segura de Aquel que es la vida. Un don de amistad implica un "sí" al amigo e implica un "no" a lo que no es compatible con esta amistad, a lo que es incompatible con la vida de la familia de Dios, con la vida verdadera en Cristo. ¿A qué decimos "no"? Sólo así podemos comprender a qué queremos decir "sí". En la Iglesia antigua estos "no" se resumían en una palabra que para los hombres de aquel tiempo era muy comprensible: se renuncia -así decían- a la "pompa diaboli", es decir, a la promesa de vida en abundancia, de aquella apariencia de vida que parecía venir del mundo pagano, de sus libertades, de su modo de vivir, sólo según lo que agradaba. Por tanto, era un "no" a una cultura de aparente abundancia de vida, pero que en realidad era una "anticultura" de la muerte. Era el "no" a los espectáculos donde la muerte, la crueldad, la violencia se habían transformado en diversión. Pensemos en lo que se realizaba en el Coliseo o en los jardines de Nerón, donde se quemaba a los hombres como antorchas vivas. La crueldad y la violencia se habían transformado en motivo de diversión, una verdadera perversión de la alegría, del verdadero sentido de la vida. Esta "pompa diaboli", esta "anticultura" de la muerte era una perversión de la alegría; era amor a la mentira, al fraude; era abuso del cuerpo como mercancía y como comercio. Y ahora, si reflexionamos, podemos decir que también en nuestro tiempo es necesario decir un "no" a la cultura de la muerte, ampliamente dominante. Una "anticultura" que se manifiesta, por ejemplo, en la droga, en la huida de lo real hacia lo ilusorio, hacia una felicidad falsa que se expresa en la mentira, en el fraude, en la injusticia, en el desprecio del otro, de la solidaridad, de la responsabilidad con respecto a los pobres y los que sufren; que se expresa en una sexualidad que se convierte en pura diversión sin responsabilidad, que se transforma en "cosificación" ²por decirlo así² del hombre, al que ya no se considera persona, digno de un amor personal que exige fidelidad, sino que se convierte en mercancía, en un mero objeto. A esta promesa de aparente felicidad, a esta "pompa" de una vida aparente, que en realidad sólo es instrumento de muerte, a esta "anticultura" le decimos "no", para cultivar la cultura de la vida. Por eso, el "sí" cristiano, desde los tiempos antiguos hasta hoy, es un gran "sí" a la vida. Este es nuestro "sí" a Cristo, el "sí" al vencedor de la muerte y el "sí" a la vida en el tiempo y en la eternidad. Del mismo modo que en este diálogo bautismal el "no" se articula en tres renuncias, también el "sí" se articula en tres adhesiones: "sí" al Dios vivo, es decir, a un Dios creador, a una razón creadora que da sentido al cosmos y a nuestra vida; "sí" a Cristo, es decir, a un Dios que no permaneció oculto, sino que tiene
  • 19. un nombre, tiene palabras, tiene cuerpo y sangre; a un Dios concreto que nos da la vida y nos muestra el camino de la vida; "sí" a la comunión de la Iglesia, en la que Cristo es el Dios vivo, que entra en nuestro tiempo, en nuestra profesión, en la vida de cada día. Podríamos decir también que el rostro de Dios, el contenido de esta cultura de la vida, el contenido de nuestro gran "sí", se expresa en los diez Mandamientos, que no son un paquete de prohibiciones, de "no", sino que presentan en realidad una gran visión de vida. Son un "sí" a un Dios que da sentido al vivir (los tres primeros mandamientos); un "sí" a la familia (cuarto mandamiento); un "sí" a la vida (quinto mandamiento); un "sí" al amor responsable (sexto mandamiento); un "sí" a la solidaridad, a la responsabilidad social, a la justicia (séptimo mandamiento); un "sí" a la verdad (octavo mandamiento); un "sí" al respeto del otro y de lo que le pertenece (noveno y décimo mandamientos). Esta es la filosofía de la vida, es la cultura de la vida, que se hace concreta, practicable y hermosa en la comunión con Cristo, el Dios vivo, que camina con nosotros en compañía de sus amigos, en la gran familia de la Iglesia. El bautismo es don de vida. Es un "sí" al desafío de vivir verdaderamente la vida, diciendo "no" al ataque de la muerte, que se presenta con la máscara de la vida; y es un "sí" al gran don de la verdadera vida, que se hizo presente en el rostro de Cristo, el cual se nos dona en el bautismo y luego en la Eucaristía. En el Bautismo de Cristo el mundo es santificado, los pecados son perdonados; en el agua y en el Espíritu nos convertimos en nuevas criaturas» («Antifona al Benedictus», Oficio de Laudes). De este modo, cada uno de nosotros puede aspirar a la santidad, una meta que, como ha recordado el Concilio Vaticano II, constituye la vocación de todos los bautizados. El compromiso que surge del Bautismo consiste por tanto en «escuchar» a Jesús: es decir, creer en Él y seguirle dócilmente haciendo su voluntad, la voluntad de Dios. Descubrir a la Iglesia como misterio, es decir, como pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, llevaba a descubrir también su santidad, entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquél que por excelencia es el Santo, el tres veces Santo. Confesar a la Iglesia como santa significa mostrar su rostro de Esposa de Cristo, por la cual él se entregó, precisamente para santificarla. Este don de santidad, por así decir, objetiva, se da a cada bautizado. Pero el don se plasma a su vez en un compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana: «Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: «Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor. El Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios, por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu. Preguntar a un catecúmeno, ¿quieres recibir el Bautismo?», significa al mismo tiempo preguntarle, ¿quieres ser santo? Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial » (Mt 5,48). Sería un contrasentido contentarse con
  • 20. una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos genios de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno: en nuestro caso la sacerdotal. «Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos. A cada uno de nosotros le ha sido concedido el favor divino a la medida de los dones de Cristo» (Ef 4,1-7). La santidad es don, una riqueza y una tarea: «Llega a ser lo que eres». Uno de los más graves errores de nuestra época» -señaló el Concilio Vaticano II - es el divorcio entre «la fe y la vida diaria de muchos. Es muy frecuente también la tendencia a las vidas paralelas, fragmentadas, parcializadas, en las que la familia, la educación, el trabajo, las diversiones, la política y la religión ocupan como compartimentos separados y escasamente comunicados. En la existencia de los cristianos parecen muchas veces darse dos vidas paralelas: por una parte, la llamada vida µespiritual¶, con sus valores y exigencias, y por otra, la vida llamada µsecular¶, o sea la vida de familia, de trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura. La fe recibida va quedando así reducida a episodios y fragmentos de toda la existencia. Se cae, pues en el ritualismo ± lo religioso reducido a episódicos y a veces esporádicos gestos rituales y devocionales -, en el espiritualismo ± el cristianismo evaporado en un vago sentimiento religioso -, en el pietismo ± una piedad cristiana amenazada de subjetivismo, sin arraigo en la objetividad sacramental y magisterial de la Iglesia ± y en el moralismo ± la fe en Cristo salvador reducida a ciertas reglas y comportamientos morales -. La autenticidad, en resumidas cuentas, exige conciencia de lo que debemos ser por voluntad de Dios y coherencia con lo que debemos ser. Esta coherencia, lo sabemos muy bien, exige una lucha continua contra todo lo que nos aparta del cumplimiento fiel de la voluntad de Dios. Implicaciones de una vida cristiana auténtica. a).La oración como un medio para descubrir lo que Dios quiere de mí. La oración es un elemento imprescindible para cultivar la conciencia clara y habitual de lo que Dios, fuente de toda autenticidad, quiere de mí en cada momento. Es más, la oración no sólo me ilumina sino que me proporciona también la fuerza, los motivos, para amar ese querer divino y llevarlo a su realización. ¡Cuánto nos estimula contemplar a Jesús absorto tantas veces en oración durante amplios ratos! Ante las grandes decisiones, en
  • 21. las horas de oscuridad de su Pasión, en todo momento Cristo supo descubrir en la oración la luz y la fuerza necesarias para perseverar en el cumplimiento de las «cosas de su Padre». ¡Todo cambia con la oración! No podemos imaginar la fuerza transformadora que tiene. Las penas las convierte en gozo, las tristezas en consuelo, la debilidad en fortaleza, la preocupación en paz. Cristo se retiraba a orar. Ahí decidía, ahí suplicaba al Padre, desde ahí nos enseñó el camino, el mejor camino de todos. Orar, orar, orar. No cabe duda que aquí está el camino para todo. No hay que olvidar que, junto con el cultivo de la oración, también el sabio consejo del director espiritual puede ayudarnos a conocernos y a discernir mejor las manifestaciones concretas de este querer de Dios. b). Mantener una recta jerarquía de valores. La voluntad de Dios debe ser la norma suprema, por encima de las pasiones y caprichos, de las modas y costumbres del mundo, de las solicitudes del diablo. Es bueno lo que me ayuda a cumplir la voluntad de Dios, y malo lo que me estorba. Los santos nos dan un maravilloso testimonio de lo que significa vivir con coherencia esta recta jerarquía de valores. «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres», confesaron valientemente Pedro y los demás Apóstoles ante el Sanedrín (Hch 5,29). ¡Cuántas oportunidades tenemos en nuestro trabajo y en general en nuestras relaciones sociales, para dar testimonio valiente de esta verdad que en ocasiones puede implicar tomar decisiones difíciles o contra corriente! José Luis tenía muy clara su jerarquía de valores: «Primero muerto, antes que traicionar a Cristo y a mi patria», repetía a sus verdugos. Tenía bien puesto su corazón en la patria eterna, en las palabras que Jesucristo nos dice en el Evangelio: «¡ven, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor!» (Mt 25,21). Para vivir con coherencia según la norma suprema de la voluntad de Dios hemos de ser fieles a la voz del Espíritu Santo en nuestra conciencia. «La conciencia ±nos recuerda el Concilio Vaticano II- es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla» (Gaudium et Spes, n. 16). En ella resuena con fuerza la ley moral fundamental: hay que hacer el bien y evitar el mal. Es ahí, en la conciencia, donde estamos a solas con el Amigo, que a fin de cuentas sólo quiere nuestro bien, ¡nuestra felicidad verdadera! Una de las cosas más terribles que nos pueden suceder es perder la sensibilidad de conciencia, porque mientras ésta exista siempre habrá posibilidad de rescate, Dios nos podrá dar la mano para sacarnos adelante. Hemos de cuidar, más que la propia salud del cuerpo, la salud de nuestra conciencia; llamar siempre al bien, «bien» y al mal, «mal»; que nos preocupe más una deformación de conciencia que una herida o un comentario molesto. Nuestro Padre Fundador al respecto nos da un consejo muy práctico: «Sea auténtico todos los días de su vida. No se acueste un solo día con alguna rotura o deformación interior, como no sería capaz de dormir con un brazo roto. Que le duela la fractura o torcedura y ponga remedio. No espere a que se pase el dolor de la conciencia y se consolide la deformación. ¡Ahí sí que habría que temer! ¡Qué resolución tan útil podríamos sacar para nuestras vidas: nunca acostarnos sin hacer un breve examen de conciencia para ver cómo estamos respondiendo al querer concreto de Dios en nuestra vida, para agradecerle lo bueno que hayamos hecho y rectificar cualquier indicio de engaño o deformación! Hacer de la voluntad de Dios la norma
  • 22. suprema de vida es, además, fuente de felicidad y de profunda paz, porque el alma busca agradar a Dios en todo momento movida por el amor y no por el temor. Como bien dice La imitación de Cristo: «La gloria del hombre bueno está en el testimonio de una buena conciencia. Ten una conciencia recta y tendrás siempre alegría» (libro II, c. 6, n. 1-2). Ayuda mucho repasar, sobre todo con el corazón, las palabras del salmo 118: «¡cuánto amo tu Voluntad, Señor, pienso en ella, todo el día!». Es lo mismo que nos ocurre cuando amamos a una persona: la queremos tanto y nos quiere tanto, que el gozo de nuestro corazón es hacer lo que a Él le agrada, verle feliz y saber que nuestra gratitud a Él se manifiesta más que en palabras, en obras de fidelidad a su Voluntad. Por eso decimos su santa voluntad y por eso le pedimos todos los días en el Padrenuestro que se haga SU voluntad. No hay petición mejor en nuestra vida. c) Huir de la mentira en la vida, y por lo mismo, buscar ser buenos y no sólo aparentarlo. Hemos de procurar actuar siempre de cara a Dios y no sólo de cara a los demás. Un gran enemigo de la autenticidad es la vanidad, el respeto humano, el miedo a lo que los demás puedan pensar o decir de nosotros. A veces es necesario cuidar la propia imagen y tener en cuenta las posibles repercusiones de nuestros actos ante los demás. Pero cuando esto me lleva a silenciar mi conciencia, a dejar de cumplir mi deber y omitir el bien, entonces preferimos traicionar a Dios antes que quedar mal ante los hombres. El hombre siempre ha sentido la necesidad de la careta; para reír y para llorar. Hay muchos hombres y mujeres que la llevan. No se guíe por apariencias, hermano. Mucha gente se acicala, sonríe, guiña el ojo al espejo...; pero con la careta puesta. Quizá sólo cuando han apagado la luz, se atreven a quitársela por breves instantes, pero la dejan sobre la mesilla, al alcance de la mano, para acomodársela como primera medida del día. Lo que nos debe preocupar es la imagen que Dios tiene de nosotros, construir nuestra vida minuto a minuto de cara a Él. Ésta es la mejor imagen que podemos dar a los demás, la más auténtica, la que mejor «vende». «No eres más santo porque te alaben, ni peor porque digan de ti cosas censurables. Eres sencillamente lo que eres, y no puedes considerarte mayor de lo que Dios testifica de ti» (La imitación de Cristo, II, c. 6, n. 12). A Dios nuestro Señor no le podemos engañar, ya que «todo está desnudo y patente a sus ojos» (Heb 4,13). Él es quien nos ha creado y nos juzgará. No es la suya, sin embargo, la mirada escrutadora del policía o del inquisidor, sino la de un Padre que nos ama, que se preocupa por nosotros y que si a veces nos corrige es sólo por nuestro bien. ¡Cuánta paz y seguridad da al alma vivir esta realidad, actuar siempre de cara a Dios! No hay nada que temer, no hay por qué esconderse al escuchar los pasos de Dios en el jardín, como Adán y Eva después del pecado. Se está a gusto con Él. Se dialoga con Él con franqueza y espontaneidad. d) Volver a la Verdad: saber levantarse con humildad y reemprender el camino. Todos podemos tener caídas y limitaciones, pero ello no nos hace incoherentes siempre y cuando reconozcamos con humildad nuestra debilidad, pidamos perdón a Dios con sinceridad y volvamos al camino recto. La confesión frecuente es el sacramento que nos vuelve a colocar en la verdad de Dios y, junto con la Eucaristía, nos da la fuerza para vivir en ella.
  • 23. Es tan fácil autojustificarse, maquillar la propia imagen ante los demás y ante uno mismo, con una larga letanía de excusas y lenitivos («no era mi intención, no hay que exagerar, somos humanos, los demás también lo hacen, en estas circunstancias sí se puede« »). La condición imprescindible para superarse en la vida, para ser un hombre auténtico es la honestidad con uno mismo, la sinceridad que Jesucristo «camino, verdad y vida» nos propone en el Evangelio. Hacer la verdad en el amor. «Si decimos: ³No tenemos pecado´, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1Jn 1,8-9). El placer más grande de Dios es perdonarnos. Pero el perdón sin amor, es decir, sin arrepentimiento, corrompe. De igual manera la autenticidad sin sinceridad es una farsa. Pidámosle a Dios que nos conceda la gracia de ser muy honestos y humildes para que nunca permita que nos separemos de Él ni desconfiemos de su amor.
  • 24. TERCERA MEDITACIÓN: LAS TENTACIONES Preámbulo: Los cuatro camaradas avanzaron hasta más allá del centro de la sala donde en el gran hogar chisporroteaba un fuego de leña. Entonces se detuvieron. En el extremo opuesto de la sala, frente a las puertas y mirando al norte, había un estrado de tres escalones, y en el centro del estrado se alzaba un trono de oro. En él estaba sentado un hombre, tan encorvado por el peso de los años que casi parecía un enano; los cabellos blancos, largos y espesos, le caían en grandes trenzas por debajo de la fina corona dorada que llevaba sobre la frente. En el centro de la corona, centelleaba un diamante blanco. La barba le caía como nieve sobre las rodillas; pero un fulgor intenso le iluminaba los ojos, que relampaguearon cuando miró a los desconocidos. Detrás del trono, de pie, había una mujer vestida de blanco. Sobre las gradas, a los pies del rey estaba sentado un hombre enjuto y pálido, con ojos de párpados pesados y mirada sagaz. Hubo un silencio. El anciano permaneció inmóvil en el trono. Al fin, Gandalf habló. -¡Salve, Théoden hijo de Thengel! He regresado. He aquí que la tempestad se aproxima y ahora todos los amigos tendrán que unirse, o serán destruidos. El anciano se puso de pie poco a poco, apoyándose pesadamente en una vara negra con empuñadura de hueso blanco, y los viajeros vieron entonces que aunque muy encorvado, el hombre era alto todavía y que en la juventud había sido sin duda erguido y arrogante. -Yo te saludo -dijo-, y tú acaso esperas ser bienvenido. Pero a decir verdad, tu bienvenida es aquí dudosa, señor Gandalf. Siempre has sido portador de malos augurios. Las tribulaciones te siguen como cuervos y casi siempre las peores. No te quiero engañar: cuando supe que Sombragris había vuelto sin su jinete, me alegré por el regreso del caballo, pero más aún por la ausencia del caballero; y cuando Eomer me anunció que habías partido a tu última morada, no lloré por ti. Pero las noticias que llegan de lejos rara vez son ciertas. ¡Y ahora has vuelto! Y contigo llegan males peores que los de antes, como era de esperar. ¿Por qué habría de darte la bienvenida, Gandalf Cuervo de la Tempestad? Dímelo. -Y lentamente se sentó otra vez. -Habláis con toda justicia, Señor -dijo el hombre pálido que estaba sentado en las gradas-. No hace aún cinco días que recibimos la mala noticia de la muerte de vuestro hijo Théodred en las Marcas del Oeste: vuestro brazo derecho, el Segundo Mariscal de la Marca. Poco podemos confiar en Eomer. De habérsele permitido gobernar, casi no quedarían hombres que guardar vuestras murallas. Y aún ahora nos enteramos desde Gondor que el Señor Oscuro se agita en el Este. Y ésta es precisamente la hora que este vagabundo elige para volver. ¿Por qué, en verdad, te recibiríamos con los brazos abiertos, Señor Cuervo de la Tempestad? Lathspell, te nombro, Malas Nuevas, y las malas nuevas nunca son buenos huéspedes, se dice. Soltó una risa siniestra, mientras levantaba un instante los pesados párpados y observaba a los extranjeros con ojos sombríos. -Se te tiene por sabio, amigo Lengua de Serpiente, y eres sin duda un gran sostén para tu amo -dijo Gandalf con voz dulce-. Pero hay dos formas en las que un hombre puede traer malas nuevas. Puede ser un espíritu maligno, O bien uno de esos que prefieren la soledad y sólo vuelven para traer ayuda en tiempos difíciles. -Así es -dijo Lengua de Serpiente-; pero los hay de una tercera especie: los juntacadáveres, los que aprovechan la desgracia ajena, los que comen carroña y engordan en tiempos de guerra. ¿Qué ayuda has traído jamás? ¿Y qué ayuda traes ahora? Fue nuestra ayuda lo que viniste a buscar la última vez que estuviste por aquí. Mi señor te invitó entonces a escoger el caballo que quisieras y ante el asombro de todos tuviste la insolencia de elegir a Sombragris. Mi señor se sintió ultrajado, mas en opinión de
  • 25. algunos, ese precio no era demasiado alto con tal de verte partir cuanto antes. Sospecho que una vez más sucederá lo mismo: que vienes en busca de ayuda, no a ofrecerla. ¿Traes hombres contigo? ¿Traes acaso caballos, espadas, lanzas? Eso es lo que yo llamaría ayuda, lo que ahora necesitamos. ¿Pero quiénes son esos que te siguen? Tres vagabundos cubiertos de harapos grises, ¡y tú el más andrajoso de los cuatro! -La hospitalidad ha disminuido bastante en este castillo desde hace un tiempo, Théoden hijo de Thengel - dijo Gandalf -. ¿No os ha transmitido el mensajero los nombres de mis compañeros? Rara vez un señor de Rohan ha tenido el honor de recibir a tres huéspedes tan ilustres. Han dejado a las puertas de vuestra casa armas que valen por las vidas de muchos mortales, aun los más poderosos. Grises son las ropas que llevan, es cierto, pues son los elfos quienes los han vestido y así han podido dejar atrás la sombra de peligros terribles, hasta llegar a tu palacio. -Entonces es verdad lo que contó Eomer: estás en connivencia con la Hechicera del Bosque de Oro - dijo Lengua de Serpiente -. No hay por qué asombrarse: siempre se han tejido en Dwimordene telas de supercherías. - 309 - Gimli dio un paso adelante, pero sintió de pronto que la mano de Gandalf lo tomaba por el hombro, y se detuvo, inmóvil como una piedra. En Dwimordene, en Lórien rara vez se han posado los pies de los hombres, pocos ojos mortales han visto la luz que allí alumbra siempre, pura y brillante. ¡Galadriel! ¡Galadriel! Clara es el agua de tu manantial; blanca es la estrella de tu mano blanca,- intactas e inmaculadas la hoja y la tierra en Dwimordene, en Lórien más hermosa que los pensamientos de los Hombres Mortales. Así cantó Gandalf con voz dulce, luego, súbitamente, cambió. Despojándose del andrajoso manto, se irguió y sin apoyarse más en la vara, habló con voz clara y fría. -Los Sabios sólo hablan de lo que saben, Gríma hijo de Gálmód. Te has convertido en una serpiente sin inteligencia. Calla, pues, y guarda tu lengua bífida detrás de los dientes. No me he salvado de los horrores del fuego y de la muerte para cambiar palabras torcidas con un sirviente hasta que el rayo nos fulmine. Levantó la vara. Un trueno rugió a lo lejos. El sol desapareció de las ventanas del Este; la sala se ensombreció de pronto como si fuera noche. El fuego se debilitó, hasta convertirse en unos rescoldos oscuros. Sólo Gandalf era visible, de pie, alto y blanco ante el hogar ennegrecido. Oyeron en la oscuridad la voz sibilante de Lengua de Serpiente. -¿No os aconsejé, señor, que no le dejarais entrar con la vara? ¡El imbécil de Háma nos ha traicionado! Hubo un relámpago, como si un rayo hubiera partido en dos el techo. Luego, todo quedó en silencio. Lengua de Serpiente cayó al suelo de bruces. -¿Me escucharéis ahora, Théoden hijo de Thengel? -dijo Gandalf-. ¿Pedís ayuda? -Levantó la vara y la apuntó hacia una ventana alta. Allí la oscuridad pareció aclararse y pudo verse por la abertura, alto y lejano, un brillante pedazo de cielo.- No todo es oscuridad. Tened valor, Señor de la Marca, pues mejor ayuda no encontraréis. No tengo ningún consejo para darle a aquel que desespera. Podría sin embargo aconsejamos a vos y hablaros con palabras. ¿Queréis escucharlas? No son para ser escuchadas por todos los oídos. Os invito pues a salir a vuestras puertas y a mirar a lo lejos. Demasiado tiempo habéis permanecido entre las sombras prestando oídos a historias aviesas e instigaciones tortuosas. Lentamente Théoden se levantó del trono. Una luz tenue volvió a iluminar la sala. La mujer corrió, presurosa, al lado del rey y lo tomó del brazo; con paso vacilante, el anciano bajó del estrado y cruzó despaciosamente el recinto. Lengua de Serpiente seguía tendido de cara al suelo. Llegaron a las puertas y Gandalf golpeó. -¡Abrid! -gritó-. ¡Aquí viene el Señor de la Marca!
  • 26. Las puertas se abrieron de par en par y un aire refrescante entró silbando en la sala. El viento soplaba sobre la colina. -Enviad a vuestros guardias al pie de la escalera -dijo Gandalf Y vos, Señora, dejadlo un momento a solas conmigo. Yo cuidaré de él. -¡Ve, Eowyn, hija de hermana! -dijo el viejo rey-. El tiempo del miedo ha pasado. La mujer dio media vuelta y entró lentamente en la casa. En el momento en que franqueaba las puertas, volvió la cabeza y miró hacia atrás. Graves y pensativos, los ojos de Eowyn se posaron en el rey con serena piedad. Tenía un rostro muy hermoso y largos cabellos que parecían un río dorado. Alta y esbelta era ella en la túnica blanca ceñida de plata; pero fuerte y vigorosa a la vez, templada como el acero, verdadera hija de reyes. Así fue como Aragorn vio por primera vez a la luz del día a Eowyn, Señora de Rohan, y la encontró hermosa, hermosa y fría, como una clara mañana de primavera que no ha alcanzado aún la plenitud de la vida. Y ella de pronto lo miró: noble heredero de reyes, con la sabiduría de muchos inviernos, envuelto en la andrajosa capa gris que ocultaba un poder que ella no podía dejar de sentir. Permaneció inmóvil un instante, como una estatua de piedra; luego, volviéndose rápidamente, entró en el castillo. -Y ahora, Señor -dijo Gandalf-, ¡contemplad vuestras tierras! ¡Respirad una vez más el aire libre! - 310 - Desde el pórtico, que se alzaba en la elevada terraza, podían ver, más allá del río, las campiñas verdes de Rohan que se pierden en la lejanía gris. Cortinas de lluvia caían oblicuamente a merced del viento, y el cielo allá arriba, en el oeste, seguía encapotado; a lo lejos retumbaba el trueno y los relámpagos parpadeaban entre las cimas de las colinas invisibles. Pero ya el viento había virado al norte y la tormenta que venía del este se alejaba rumbo al sur, hacia el mar. De improviso las nubes se abrieron detrás de ellos y por una grieta asomó un rayo de sol. La cortina de lluvia brilló con reflejos de plata y a lo lejos el río rieló como un espejo. -No hay tanta oscuridad aquí -dijo Théoden. -No -respondió Gandalf -. Ni los años pesan tanto sobre vuestras espaldas como algunos quisieran que creyerais. ¡Tirad el bastón! La vara negra cayó de las manos del rey, restallando sobre las piedras. El anciano se enderezó lentamente, como un hombre a quien se le ha endurecido el cuerpo por haber pasado muchos años encorvado cumpliendo alguna tarea pesada. Se irguió, alto y enhiesto, contemplando con ojos ahora azules el cielo que empezaba a despejarse. -Sombríos fueron mis sueños en los últimos tiempos -dijo-, pero siento como si acabara de despertar. Ahora quisiera que hubieras venido antes, Gandalf, pues temo que sea demasiado tarde y sólo veas los últimos días de mi casa. El alto castillo que construyera Bregon hijo de Eorl no se mantendrá en pie mucho tiempo. El fuego habrá de devorarlo. ¿Qué podemos hacer? -Mucho -dijo Gandalf-. Pero primero traed a Eomer. ¿Me equivoco al pensar que lo tenéis prisionero por consejo de Gríma, aquél a quien todos excepto vos llaman Lengua de Serpiente? -Es verdad -dijo Théoden-. Eomer se rebeló contra mis órdenes y amenazó de muerte a Gríma en mi propio castillo. -Un hombre puede amaros y no por ello amar a Gríma y aprobar sus consejos -dijo Gandalf. -Es posible. Haré lo que me pides. Haz venir a Háma. Ya que como ujier no se ha mostrado digno de mi confianza, que sea mensajero. El culpable traerá al culpable para que sea juzgado -dijo Théoden, y el tono era grave, pero al mirar a Gandalf le sonrió y muchas de las arrugas de preocupación que tenía en la cara se le borraron y no reaparecieron. Luego que Háma fue llamado y hubo partido, Gandalf llevó a Théoden hasta un sitial de piedra y él mismo se sentó en el escalón más alto. Aragorn y sus compañeros permanecieron de pie en las cercanías. -No hay tiempo para que os cuente todo cuanto tendríais que oír -dijo Gandalf -. No obstante, si el corazón no me engaña, no tardará en llegar el día en que pueda hablaros con más largueza. Tened presente mis palabras: estáis expuesto a un peligro mucho peor que todo cuanto la imaginación de Lengua de Serpiente haya podido tejer en vuestros sueños. Pero ya lo veis: ahora no soñáis, vivís. Gondor y Rohan no están solos. El enemigo es demasiado poderoso, pero confiamos en algo que él ni
  • 27. siquiera sospecha. Gandalf habló entonces rápida y secretamente, en voz baja, y nadie excepto el rey pudo oír lo que decía. Y a medida que hablaba una luz más brillante iluminaba los ojos de Théoden; al fin el rey se levantó, erguido en toda su estatura, y Gandalf a su lado, y ambos contemplaron al este desde el alto sitial. -En verdad -dijo Gandalf con voz alta, clara y sonora- ahí en lo que más tememos está nuestra esperanza. El destino pende aún de un hilo, pero hay todavía esperanzas si resistimos un tiempo más. También los otros volvieron entonces la mirada al Este. A través de leguas y leguas contemplaron allá en la lejanía el horizonte, y el temor y la esperanza llevaron los pensamientos de todos todavía más lejos, más allá de las montañas negras del País de las Sombras. ¿Dónde estaba ahora el Portador del Anillo? ¡Qué frágil era el hilo del que pendía aún el destino! Legolas miró con atención y creyó ver un resplandor blanco; allá, en lontananza, el sol centelleaba sobre el pináculo de la Torre de la Guardia. Y más lejos aún, remota y sin embargo real y amenazante, flameaba una diminuta lengua de fuego. Lentamente Théoden volvió a sentarse, como si la fatiga estuviera una vez más dominándolo, contra la voluntad de Gandalf. Volvió la cabeza y contempló la mole imponente del castillo. -¡Ay! -suspiró-. Que estos días aciagos sean para mí y que me lleguen ahora, en los años de mi vejez, en lugar de la paz que creía merecer. ¡Triste destino el de Boromir el intrépido! Los jóvenes mueren mientras los viejos se agostan lentamente. -Se abrazó las rodillas con las manos rugosas. -Vuestros dedos recordarían mejor su antigua fuerza si empuñaran una espada -dijo Gandalf. Théoden se levantó y se llevó la mano al costado, pero ninguna espada le colgaba del cinto. - 311 - -¿Dónde la habrá escondido Gríma? -murmuró a media voz. -¡Tomad ésta, amado Señor! -dijo una voz clara-. Siempre ha estado a vuestro servicio. Dos hombres habían subido en silencio por la escalera y ahora esperaban de pie, a unos pocos peldaños de la cima. Allí estaba Eomer, con la cabeza descubierta, sin cota de malla, pero con una espada desnuda en la mano; arrodillándose, le ofreció la empuñadura a su señor. -¿Qué significa esto? -dijo Théoden severamente. Y se volvió a Eomer, y los hombres miraron asombrados la figura ahora erguida y orgullosa. ¿Dónde estaba el anciano que dejaran abatido en el trono o apoyado en un bastón? -Es obra mía, Señor -dijo Háma, temblando-. Entendí que Eomer tenía que ser puesto en libertad. Fue tal la alegría que sintió mi corazón, que quizá me haya equivocado. Pero como estaba otra vez libre y es Mariscal de la Marca, le he traído la espada como él me ordenó. -Para depositarla a vuestros pies, mi Señor -dijo Eomer. Hubo un silencio y Théoden se quedó mirando a Eomer, siempre hincado ante él. Ninguno de los dos hizo un solo movimiento. -¿No aceptaréis la espada? -preguntó Gandalf. Lentamente Théoden extendió la mano. En el instante en que los dedos se cerraban sobre la empuñadura, les pareció a todos que el débil brazo del anciano recobraba la fuerza y la firmeza. Levantó bruscamente la espada y la agitó en el aire y la hoja silbó resplandeciendo. Luego Théoden l ³Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán, y era conducido por el Espíritu en el desierto, durante cuarenta días, tentado por el diablo. No comió nada en aquellos días y, al cabo de ellos, sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan.» Jesús le respondió: «Esta escrito: No sólo de pan vive el hombre.» Llevándole a una altura le mostró en un instante todos los reinos de la tierra; y le dijo el diablo: «Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque a mí me ha sido entregada, y se la doy a quien quiero. Si, pues, me adoras, toda será tuya.» Jesús le respondió: «Esta escrito: Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto.» Le llevó a Jerusalén, y le puso sobre el alero del Templo, y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo; porque está escrito: A sus ángeles te encomendará para que te guarden. Y: En sus manos te llevarán para que no tropiece tu pie en piedra
  • 28. alguna.» Jesús le respondió: «Está dicho: No tentarás al Señor tu Dios.» Acabada toda tentación, el diablo se alejó de él hasta un tiempo oportuno´ (Lucas 4, 1-13). Petición: Ayúdanos a superar las seducciones que nos alejen de vivir nuestro sacerdocio con integridad, y a poner nuestra confianza, no es nosotros mismos, y en la potencia del mundo, sin en Dios y en su debilidad. Esta es la alternativa radical, «el amor de sí mismo hasta el olvido de Dios, o el amor de Dios hasta el olvido de si mismo» (san Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, XIV, 28). Objetivo: Para realizar plenamente la propia vida en la libertad es necesario superar la prueba que comporta la misma libertad, es decir, la tentación. Sólo si se libera de la esclavitud de la mentira y del pecado, la persona, gracias a la obediencia de la fe que le abre a la verdad, encuentra el sentido pleno de su existencia y alcanza la paz, el amor y la alegría. 1. El descenso del Espíritu sobre Jesús con que termina la escena del bautismo significa algo así como la investidura formal de su misión. Por ese motivo, los Padres no están desencaminados cuando ven en este hecho una analogía con la unción de los reyes y sacerdotes de Israel al ocupar su cargo. La palabra «Cristo- Mesías» significa «el Ungido»: en la Antigua Alianza, la unción era el signo visible de la concesión de los dones requeridos para su tarea, del Espíritu de Dios para su misión. Por ello, en Isaías 11,2 se desarrolla la esperanza de un verdadero «Ungido», cuya «unción» consiste precisamente en que el Espíritu del Señor desciende sobre él, «espíritu de ciencia y discernimiento, espíritu de consejo y valor, espíritu de piedad y temor del Señor». Según el relato de san Lucas, Jesús se presentó a sí mismo y su misión en la Sinagoga de Nazaret con una frase similar de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido» (Lc 4,18; cf. Is 61,1). La conclusión de la escena del bautismo nos dice que Jesús ha recibido esta «unción» verdadera, que El es el Ungido esperado, que en aquella hora se le concedió formalmente la dignidad como rey y como sacerdote para la historia y ante Israel. 2. Desde aquel momento, Jesús queda investido de esa misión. Los tres Evangelios sinópticos nos cuentan, para sorpresa nuestra, que la primera disposición del Espíritu lo lleva al desierto. Aquí resuenan más fuertemente los cuarenta años que Israel anduvo errante por el desierto. Fue éste un tiempo de prueba y a menudo de verdadera tentación, a la que el pueblo sucumbió más de una vez. Fue también el tiempo de ejercicio solitario de su relación con Dios, del mismo modo que los confesores, los apóstoles y los santos cristianos con frecuencia sólo han comenzado su misión entre los hombres después de años de desierto y de estar con Dios a solas. Que durante este tiempo su fe se forjara definitivamente, muestra que han seguido el camino de su Señor, que también ayunó en el desierto y se vio sometido a las tentaciones relativas a su misión mesiánica. El ataque del tentador contra Jesús, que comenzó durante su estancia en el desierto, culminará en los días de la pasión en el Calvario, cuando el Crucificado triunfe definitivamente sobre el mal.
  • 29. La acción está precedida por el recogimiento, y este recogimiento es necesariamente también una lucha interior por la misión, una lucha contra sus desviaciones, que se presentan con la apariencia de ser su verdadero cumplimiento. El descenso de Jesús «a los infiernos» del que habla el Credo (el Símbolo de los Apóstoles) no sólo se realiza en su muerte y tras su muerte, sino que siempre forma parte de su camino: debe recoger toda la historia desde sus comienzos ²desde «Adán»², recorrerla y sufrirla hasta el fondo, para poder transformarla. La Carta a los Hebreos, sobre todo, destaca con insistencia que la misión de Jesús, su solidaridad con todos nosotros prefigurada en el bautismo, implica también exponerse a los peligros y amenazas que comporta el ser hombre: «Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser compasivo y pontífice fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él había pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella» (2,17s). «No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado» (4, 15). Así pues, el relato de las tentaciones guarda una estrecha relación con el relato del bautismo, en el que Jesús se hace solidario con los pecadores. Junto a eso, aparece la lucha del monte de los Olivos, otra gran lucha interior de Jesús por su misión. Pero las «tentaciones» acompañan todo el camino de Jesús, y el relato de las mismas aparece así ²igual que el bautismo² como una anticipación en la que se condensa la lucha de todo su recorrido. En su breve relato de las tentaciones, Marcos (ver 1,13) pone de relieve un paralelismo con Adán, con la aceptación sufrida del drama humano como tal: Jesús «vivía entre fieras salvajes, y los ángeles le servían». El desierto ²imagen opuesta al Edén² se convierte en lugar de la reconciliación y de la salvación; las fieras salvajes, que representan la imagen más concreta de la amenaza que comporta para los hombres la rebelión de la creación y el poder de la muerte, se convierten en amigas como en el Paraíso. Se restablece la paz que Isaías anuncia para los tiempos del Mesías: «Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito.» (11, 6). Donde el pecado es vencido, donde se restablece la armonía del hombre con Dios, se produce la reconciliación de la creación; la creación desgarrada vuelve a ser un lugar de paz, como dirá Pablo, que habla de los gemidos de la creación que, «expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8, 19). Mateo y Lucas hablan de tres tentaciones de Jesús en las que se refleja su lucha interior por cumplir su misión, pero al mismo tiempo surge la pregunta sobre qué es lo que cuenta verdaderamente en la vida humana. Aquí aparece claro el núcleo de toda tentación: apartar a Dios que, ante todo lo que parece más urgente en nuestra vida, pasa a ser algo secundario, o incluso superfluo y molesto. Poner orden en nuestro mundo por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente con nuestras propias capacidades, reconocer como verdaderas sólo las realidades políticas y materiales, y dejar a Dios de lado como algo ilusorio, ésta es la tentación que nos amenaza de muchas maneras. Es propio de la tentación adoptar una apariencia moral: no nos invita directamente a hacer el mal, eso sería muy burdo. Finge mostrarnos lo mejor: