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I Trimestre de 2015
Proverbios
Notas de Elena G. de White
Lección 6
7 de febrero 2015
Lo que consigues
no es lo que ves:
Sábado 31 de enero
No es Dios quien ciega los ojos de los hombres y endurece su corazón.
Él les manda luz para corregir sus errores, y conducirlos por sendas segu-
ras; es por el rechazamiento de esta luz como los ojos se ciegan y el cora-
zón se endurece. Con frecuencia, esto se realiza gradual y casi impercepti-
blemente. Viene luz al alma por la Palabra de Dios, por sus siervos, o por la
intervención directa de su Espíritu; pero cuando un rayo de luz es despre-
ciado, se produce un embotamiento parcial de las percepciones espirituales,
y se discierne menos claramente la segunda revelación de la luz. Así au-
mentan las tinieblas, hasta que anochece en el alma (El Deseado de todas
las gentes, p. 289). Nos esperan tiempos peligrosos. Todo aquel que tiene
conocimiento de la verdad deberá despertarse y entregarse en cuerpo, alma
y mente, bajo la disciplina de Dios. El enemigo nos persigue; debemos estar
bien despiertos y prevenidos contra él; debemos revestir la armadura com-
pleta de Dios; debemos seguir las direcciones que nos han sido dadas por el
espíritu de profecía. Debemos amar la verdad presente y obedecerla. Esto
nos preservará de aceptar graves errores (Joyas de los testimonios, t. 3, p.
275).
El no poseer las gracias del Espíritu es triste en verdad; pero es una con-
dición aun más terrible hallarnos así, destituidos de la espiritualidad y de
Cristo y, sin embargo, tratar de justificarnos diciendo a aquellos que se
alarman por nosotros que no necesitamos sus temores y compasión. ¡Terri-
ble es el poder del engaño en la mente humana! ¡Qué ceguera la que pone
la luz en lugar de las tinieblas y las tinieblas en lugar de la luz! El Testigo
Fiel nos aconseja que compremos de él oro afinado en el fuego, vestiduras
blancas y colirio. El oro probado en el fuego que se recomienda aquí, es la
fe y el amor. Enriquece el corazón, porque se lo ha refinado hasta su máxi-
ma pureza, y cuanto más se lo prueba, tanto más resplandece. La vestidura
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blanca es la pureza de carácter, la justicia de Cristo impartida al pecador. Es
a la verdad una vestidura de tejido celestial, que puede comprarse única-
mente de Cristo, para una vida de obediencia voluntaria. El colirio es aque-
lla sabiduría y gracia que nos habilitan para discernir entre lo malo y lo
bueno, y para reconocer el pecado bajo cualquier disfraz. Dios ha dado a su
iglesia ojos que él quiere que sean ungidos con sabiduría para que vean
claramente; pero muchos sacarían los ojos de la iglesia si pudiesen, porque
no quieren que sus obras salgan a luz, no sea que resulten reprendidos. El
colirio divino impartirá claridad al entendimiento. Cristo es el depositario
de todas las gracias. Él dice: "Yo te amonesto que de mi compres" (Apoca-
lipsis 3:18) (Joyas de los testimonios, t. 1, pp. 478, 479).
Domingo 1 de febrero: La certeza del necio
Caminemos en las huellas de Cristo con toda la humildad de la fe verda-
dera. Pongamos a un lado la confianza propia, consagrándonos al Salvador
día tras día y hora tras hora, para recibir e impartir constantemente su gra-
cia. Ruego a los que profesan creer en Cristo que caminen humildemente
delante de Dios. El orgullo y la exaltación propia lo ofenden. "Si alguno
quiere venir en pos mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame" (S.
Mateo 16:24). Solo a los que obedecen esta orden reconocerá él como sus
creyentes (Cada día con Dios, p. 373). La historia de los israelitas nos pre-
senta el grave peligro del engaño. Muchos no se dan cuenta del carácter
pecaminoso de su propia naturaleza ni de lo que es la gracia del perdón.
Están en las tinieblas de su naturaleza, sujetos a tentaciones y gran engaño.
Viven lejos del Señor, y sin embargo están muy satisfechos de su vida,
cuando Dios aborrece su conducta. Esta clase de personas guerreará siem-
pre contra la dirección del Espíritu de Dios, especialmente con la repren-
sión. No quiere ser perturbada. Ocasionalmente experimenta temores egoís-
tas y buenos propósitos y a veces pensamientos de ansiedad y convicción;
pero no tiene experiencia profunda porque no está ligada con la Roca eter-
na. Esta clase de personas no ve nunca la necesidad del testimonio claro. El
pecado no le parece tan grave, porque no anda en la luz como Cristo está en
la luz (Joyas de los testimonios, t. 1,p. 345). El peligro acecha en medio de
la prosperidad. A través de los siglos, las riquezas y los honores han hecho
peligrar la humildad y la espiritualidad. No es la copa vacía la que nos
cuesta llevar; es la que rebosa la que debe ser llevada con cuidado. La aflic-
ción y la adversidad pueden ocasionar pesar; pero es la prosperidad la que
resulta más peligrosa para la vida espiritual. A menos que el subdito hu-
mano esté constantemente sometido a la voluntad de Dios, a menos que
esté santificado por la verdad, la prosperidad despertará la inclinación natu-
ral a la presunción. En el valle de la humillación, donde los hombres de-
penden de que Dios les enseñe y guíe cada uno de sus pasos, están compa-
rativamente seguros. Pero los hombres que están, por así decirlo, en un alto
pináculo, y quienes, a causa de su posición, son considerados como posee¬
dores de gran sabiduría, éstos son los que arrostran el peligro mayor. A
menos que tales hombres confien en Dios, caerán. Cuando quiera que se
entreguen al orgullo y la ambición, su vida se mancilla; porque el orgulloso,
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no sintiendo necesidad alguna, cierra su corazón a las bendiciones infinitas
del Cielo. El que procura glorificarse a sí mismo se encontrará destituido de
la gracia de Dios, mediante cuya eficiencia se adquieren las riquezas más
reales y los goces más satisfactorios (Profetas y reyes, p. 43).
Lunes 2 de febrero: El temor del sabio
A fin de ser sabios, los que quieran tener la sabiduría de Dios deben lle-
gar a parecer insensatos con respecto al conocimiento pecaminoso de esta
época. Deben cerrar los ojos para no ver ni aprender el mal. Deben taparse
los oídos, para no percibir lo malo ni obtener un conocimiento que manci-
llaría la pureza de sus pensamientos y actos. Y deben guardar su lengua
para no expresar comunicaciones corruptas y para que no se halle engaño
en su boca (El hogar cristiano, p. 367). Enoc poseía una mente poderosa,
bien cultivada, y profundos conocimientos. Dios le había honrado con reve-
laciones especiales; sin embargo, por el hecho de que estaba en continua
comunión con el cielo, y reconocía constantemente la grandeza y perfec-
ción divinas, fue uno de los hombres más humildes. Cuanto más íntima era
su unión con Dios, tanto más profundo era el sentido de su propia debilidad
e imperfección. Afligido por la maldad creciente de los impíos, y temiendo
que la infidelidad de esos hombres pudiese aminorar su veneración hacia
Dios, Enoc eludía el asociarse continuamente con ellos, y pasaba mucho
tiempo en la soledad, dedicándose a la meditación y a la oración. Así espe-
raba ante el Señor, buscando un conocimiento más claro de su voluntad a
fin de cumplirla. Para él la oración era el aliento del alma. Vivía en la mis-
ma atmósfera del cielo (Patriarcas y profetas, pp. 72, 73). A medida que la
mente se espacia en Cristo, el carácter es modelado a la semejanza divina.
Los pensamientos son saturados en un sentido de su bondad, de su amor.
Contemplamos su carácter, y así él está en todos nuestros pensamientos. Su
amor nos abarca. Aun al observar un momento el sol en su gloria meridia-
na, cuando apartamos nuestros ojos, su imagen aparecerá en todo cuanto
veamos. Así ocurre cuando contemplamos a Jesús; todo lo que miramos
refleja su imagen, la imagen del Sol de justicia. No podemos ver ninguna
otra cosa, ni hablar de ninguna otra cosa. Su imagen está impresa en los
ojos del alma, y afecta toda porción de nuestra vida diaria, suavizando y
subyugando toda nuestra naturaleza. Al contemplar, somos conformados a
la semejanza divina, a la semejanza de Cristo. Ante todos aquellos con
quienes nos asociamos reflejamos los brillantes y alegres rayos de su justi-
cia. Hemos sido transformados en carácter; pues el corazón, el alma, la
mente, han sido irradiados por el reflejo de Aquel que nos amó y dio su
vida por nosotros. Aquí de nuevo se manifiesta una influencia viva y perso-
nal que mora en nuestros corazones por la fe... Cristo Jesús lo es todo para
nosotros: el primero, el último, el mejor en todas las cosas. Jesucristo, su
espíritu, su carácter, da color a todas las cosas; es la trama y urdimbre, la
misma textura de nuestro ser entero... Al continuar mirando a Jesús, refle-
jamos su imagen hacia todos los que nos rodean (Reflejemos a Jesús, p.
302).
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Martes 3 de febrero: Los ojos de Jehová"
Satanás deseaba hacer creer que este conocimiento del bien mezclado
con el mal sería una bendición, y que al prohibirles que tomasen del fruto
del árbol Dios los privaba de un gran bien. Argüía que Dios les había
prohibido probarlo a causa de las maravillosas propiedades que tenía para
impartir sabiduría y poder, que de ese modo trataba de impedir que alcanza-
ran un desarrollo más noble y hallasen mayor felicidad. Declaró que el ha-
bía comido del fruto prohibido y que el resultado había sido la adquisición
de la facultad de hablar, y que si ellos también comían de ese árbol alcanza-
rían una esfera más elevada de existencia, y entrarían en un campo más
vasto de conocimiento. Aunque Satanás decía haber recibido mucho bien
por haber comido del fruto prohibido, ocultó el hecho de que a causa de la
transgresión había sido arrojado del ciclo. Esa mentira estaba de tal modo
escondida bajo una apariencia de verdad, que Eva, infatuada, halagada y
hechizada, no descubrió el engaño. Codició lo que Dios había prohibido;
desconfió de su sabiduría. Echó a un lado la fe, la llave del conocimiento
(La educación, p. 24). Vi que hasta el espíritu de perjurio, capaz de trocar la
verdad en mentira, lo bueno en malo, la inocencia en crimen, está ahora
activo. Satanás se regocija por esta condición de los que profesan ser pue-
blo de Dios. Mientras muchos están descuidando sus propias almas, buscan
ávidamente una oportunidad de criticar y condenar a otros. Todos tienen
defectos de carácter, y no es difícil hallar algo que los celos puedan inter-
pretar para su perjuicio. "Ahora -dicen éstos que se han constituido en jue-
ces- tenemos los hechos. Vamos a basar en ellos una acusación de la cual
no se podrán limpiar". Esperan una oportunidad adecuada, y entonces pre-
sentan su fardo de chismes y sacan sus calumnias (Joyas de los testimonios,
t. 2, p. 22). Vivimos en tiempos peligrosos. Los adventistas profesan ser el
pueblo de Dios que guarda los mandamientos, pero están perdiendo su espí-
ritu de devoción. El espíritu de reverencia a Dios enseña a los hombres
cómo deben aproximarse a su Hacedor: con santidad y respeto mediante la
fe, no en sí mismos, sino en un Mediador. Así es como el hombre se man-
tiene seguro bajo cualquier circunstancia en que se lo coloque. El hombre
debe ponerse de rodillas, como un subdito de la gracia, cuando suplica ante
el estrado de la misericordia. Y puesto que recibe diariamente los dones de
la mano de Dios, siempre debería tener gratitud en el corazón y expresarla
en palabras de agradecimiento y alabanza por esos favores inmerecidos.
Los ángeles han guardado su camino durante toda su vida, y no ha visto
muchas de las trampas de las que ha sido librado. Y en vista de esa protec-
ción y esos cuidados prestados por seres cuyos ojos nunca dormitan ni
duermen, debe reconocer en cada oración el servicio que Dios realiza por él
(Mensajes selectos, t. 2, p. 363).
Miércoles 4 de febrero: El gozo de Dios
Es una ley de la naturaleza que nuestros pensamientos y sentimientos re-
sultan alentados y fortalecidos al darles expresión. Aunque las palabras
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expresan los pensamientos, éstos a su vez siguen a las palabras. Si diéramos
más expresión a nuestra fe, si nos alegrásemos más de las bendiciones que
sabemos que tenemos: la gran misericordia y el gran amor de Dios, ten-
dríamos más fe y gozo. Ninguna lengua puede expresar, ninguna mente
finita puede concebir la bendición resultante de la debida apreciación de la
bondad y el amor de Dios. Aun en la tierra puede ser nuestro gozo como
una fuente inagotable, alimentada por las corrientes que manan del trono de
Dios. Enseñemos, pues, a nuestros corazones y a nuestros labios a alabar a
Dios por su incomparable amor. Enseñemos a nuestras almas a tener espe-
ranza, y a vivir en la luz que irradia de la cruz del Calvario. Nunca debemos
olvidar que somos hijos del Rey celestial, del Señor de los ejércitos. Es
nuestro privilegio confiar reposadamente en Dios. "La paz de Dios gobierne
en vuestros corazones... y sed agradecidos" (Colosenses 3:15.) Olvidando
nuestras propias dificultades y molestias, alabemos a Dios por la oportuni-
dad de vivir para la gloria de su nombre. Despierten las frescas bendiciones
de cada nuevo día la alabanza en nuestro corazón por estos indicios de su
cuidado amoroso. Al abrir vuestros ojos por la mañana, dad gracias a Dios
por haberos guardado durante la noche. Dadle gracias por la paz con que
llena vuestro corazón. Por la mañana, al medio día y por la noche, suba
vuestro agradecimiento hasta el cielo cual dulce perfume. Cuando se os
pregunte cómo os sentís, no os pongáis a pensar en cosas tristes que podáis
decir para captar simpatías. No mencionéis vuestra falta de fe ni vuestros
pesares y padecimientos. El tentador se deleita al oír tales cosas. Cuando
habláis de temas lóbregos, glorificáis al maligno. No debemos espaciarnos
en el gran poder que tiene Satanás para vencernos. Muchas veces nos en-
tregamos en sus manos con solo referirnos a su poder. Conversemos más
bien del gran poder de Dios para unir todos nuestros intereses con los su-
yos. Contemos lo relativo al incomparable poder de Cristo, y hablemos de
su gloria. El cielo entero se interesa por nuestra salvación. Los ángeles de
Dios, que son millares de millares y millones de millones, tienen la misión
de atender a los que han de ser herederos de la salvación. Nos guardan del
mal y repelen las fuerzas de las tinieblas que procuran destruirnos. ¿No
tenemos motivos de continuo agradecimiento, aun cuando haya aparentes
dificultades en nuestro camino? (El ministerio de curación, pp. 195, 196).
Jueves 5 de febrero: La soberanía de Dios
Muchos dicen: "¿Cómo me entregaré a Dios?" Deseáis hacer su volun-
tad, mas sois moralmente débiles, sujetos a la duda y dominados por los
hábitos de vuestra mala vida. Vuestras promesas y resoluciones son tan
frágiles como telas de araña. No podéis gobernar vuestros pensamientos,
impulsos y afectos. El conocimiento de vuestras promesas no cumplidas y
de vuestros votos quebrantados debilita vuestra confianza en vuestra propia
sinceridad y os induce a sentir que Dios no puede aceptaros; mas no necesi-
táis desesperar. Lo que necesitáis comprender es la verdadera fuerza de la
voluntad. Este es el poder que gobierna en la naturaleza del hombre: el po-
der de decidir o de elegir. Todas las cosas dependen de la correcta acción
de la voluntad. Dios ha dado a los hombres el poder de elegir; depende de
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ellos el ejercerlo. No podéis cambiar vuestro corazón, ni dar por vosotros
mismos sus afectos a Dios; pero podéis elegir servirle. Podéis darle vuestra
voluntad, para que él obre en vosotros, tanto el querer como el hacer, según
su voluntad. De ese modo vuestra naturaleza entera estará bajo el dominio
del Espíritu de Cristo, vuestros afectos se concentrarán en él y vuestros
pensamientos se pondrán en armonía con él (El camino a Cristo, p. 47).
Cristo consiente en llevar nuestras cargas solo cuando confiamos en él.
Él dice: "Venid a mí todos los que estáis cargados; dadme vuestra carga;
confiad en que puedo hacer lo que resulta imposible para el instrumento
humano". Confiemos en él (La maravillosa gracia de Dios, p. 113). La con-
goja continua desgasta las fuerzas vitales. Nuestro Señor desea que pongan
a un lado ese yugo de servidumbre. Los invita a aceptar su yugo, y dice:
"Mi yugo es fácil, y ligera mi carga". Los invita a buscar primeramente el
reino de Dios y su justicia, y les promete que todas las cosas que les sean
necesarias para esta vida les serán añadidas. La congoja es ciega, y no pue-
de discernir lo futuro; pero Jesús ve el fin desde el principio. En toda difi-
cultad, tiene un camino preparado para traer alivio. Nuestro Padre celestial
tiene, para proveernos de lo que necesitamos, mil maneras de las cuales no
sabemos nada. Los que aceptan el principio de dar al servicio y la honra de
Dios el lugar supremo, verán desvanecerse las perplejidades y percibirán
una clara senda delante de sus pies (El Deseado de todas las gentes, p. 297).
...
Las tinieblas y el desánimo a veces vendrán sobre el alma y nos amena-
zarán con abrumarnos; pero no debemos perder nuestra confianza. Hemos
de mantener nuestros ojos fijos en Jesús, ora sintamos o no. Debemos tratar
de realizar fielmente todo deber conocido, y entonces descansar con tran-
quilidad en las promesas de Dios. A veces un profundo sentimiento de
nuestra indignidad estremecerá nuestra alma con una conmoción de terror;
pero esto no es una evidencia de que Dios ha cambiado hacia nosotros, o
nosotros hacia Dios. No debe hacerse ningún esfuerzo para que el alma
alcance cierta intensidad de emoción. Podemos hoy no sentir la paz y el
gozo que sentimos ayer; pero por la fe debemos asirnos de la mano de Cris-
to, y confiar en él tan plenamente en las tinieblas como en la luz. Satanás
puede susurrar: "Eres un pecador demasiado grande para que Cristo te sal-
ve". Aun cuando reconozcáis que sois verdaderamente pecadores e indig-
nos, debéis hacer frente al tentador con el clamor: "En virtud de la expia-
ción, yo reclamo a Cristo como mi Salvador. No confío en mis propios mé-
ritos, sino en la preciosa sangre de Jesús, que me limpia. En esta circuns-
tancia aferró mi alma impotente a Cristo" (La maravillosa gracia de Dios, p.
84).
Cuando renuncies a tu voluntad propia, a tu sabiduría propia y aprendas
de Cristo, hallarás admisión en el reino de Dios. Él requiere una entrega
entera y sin reservas. Entrégale tu vida para que él la ordene, modele y dis-
ponga. Toma su yugo sobre tu cuello. Sométete para ser guiado y enseñado
por él. Aprende que a menos que seas como un niñito, nunca podrás entrar
en el reino de los ciclos. Morar en Cristo es elegir únicamente el carácter de
Cristo, de modo que los intereses de él se identifiquen con los tuyos. Mora
en él para ser y hacer solo lo que él quiere. Estas son las condiciones del