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Orfeo y Eurídice
Orfeo canta.
Canta recorriendo las praderas y los bosques de su país, Tracia. Acompaña su
canto con una lira, instrumento que él perfeccionó agregándole dos cuerdas... Hoy la
lira posee nueve cuerdas. ¡Nueve cuerdas... en homenaje a las nueve musas!
El canto de Orfeo es tan bello, que las piedras del camino se apartan para no
lastimarlo, las ramas de los árboles se inclinan hacia él, y las flores se apuran a abrir
sus capullos para escucharlo mejor.
De repente, Orfeo se detiene: frente a él, hay una muchacha de gran belleza.
Sentada en la ribera del río Peneo, está peinando su larga cabellera. Pero se detiene
con la llegada del viajero. Ella viste sólo una túnica ligera, al igual que las náyades
que habitan las fuentes. Orfeo y la ninfa se encuentran cara a cara un instante,
sorprendidos y encandilados uno por el otro.
—¿Quién eres, hermosa desconocida? —le pregunta al fin Orfeo, acercándose
a ella.
—Soy Eurídice, una hamadríade.
Por el extraño y delicioso dolor que le atraviesa el corazón, Orfeo comprende
que el amor que siente por esta bella ninfa es inmenso y definitivo.
—¿Y tú? —pregunta, por fin, Eurídice—. ¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Orfeo. Mi madre es la musa Calíope y mi padre, Apolo, ¡el dios de
la Música! Soy músico y poeta.
Haciendo sonar algunos acordes en su instrumento —cuerdas tendidas en un
magnífico caparazón de tortuga—, agrega:
—¿Ves esta lira? La inventé yo y la he llamado cítara.
—Lo sé. ¿Quién no ha oído hablar de ti, Orfeo?
Orfeo se hincha de orgullo. La modestia no es su fuerte. Le encanta que la
ninfa conozca su fama.
—Eurídice —murmura inclinándose ante ella—, creo que Eros me ha lanzado
una de sus flechas...
Eros es el dios del Amor. Halagada y encantada, Eurídice estalla en una
carcajada.
—Soy sincero —insiste Orfeo—. ¡Eurídice, quiero casarme contigo!
Pero escondido entre los juncos de la ribera, hay alguien que no se ha perdido
nada de la escena. Es otro hijo de Apolo: Aristeo, que es apicultor y pastor. Él
también ama a Eurídice, aunque la bella ninfa siempre lo rechazó. Se muerde el puño
para no gritar de celos. Y jura vengarse...
¡Hoy se casan Orfeo y Eurídice!
La fiesta está en su apogeo a orillas del río Peneo. La joven novia ha invitado a
todas las hamadríades, que están bailando al son de la cítara de Orfeo. De golpe, para
hacer una broma a su flamante esposo, exclama:
—¿Podrás atraparme?
Riendo, se echa a correr entre los juncos. Abandonando su cítara, Orfeo se
lanza en su persecución. Pero la hierba está alta, y Eurídice es rápida. Una vez que su
enamorado queda fuera de su vista, se precipita en un bosquecillo para esconderse.
Allí, la apresan dos brazos vigorosos. Ella grita de sorpresa y de miedo.
—No temas —murmura una voz ronca—. Soy yo: Aristeo.
—¿Qué quieres de mí, maldito pastor? ¡Regresa con tus ovejas, tus abejas y tus
colmenas!
—¿Por qué me rechazas, Eurídice?
—¡Suéltame! ¡Te desprecio! ¡Orfeo! ¡Orfeo!
—Un beso... Dame un solo beso, y te dejaré ir.
Con un ademán brusco, Eurídice se desprende del abrazo de Aristeo y regresa
corriendo a la ribera del Peneo. Pero el pastor no se da por vencido y la persigue de
cerca.
En su huida, Eurídice pisa una serpiente. La víbora hunde sus colmillos en la
pantorrilla de la muchacha.
—¡Orfeo! —grita haciendo muecas de dolor.
Su novio acude. Entonces, Aristeo cree más prudente alejarse.
—¡Eurídice! ¿Qué ha ocurrido?
—Creo... que me mordió una serpiente.
Orfeo abraza a su novia, cuya mirada se nubla. Pronto acuden de todas partes
las hamadríades y los invitados.
—Eurídice... te suplico, ¡no me dejes!
—Orfeo, te amo, no quiero perderte...
Son las últimas palabras de Eurídice. Jadea, se ahoga. Es el fin, el veneno ha
hecho su trabajo. Eurídice ha muerto.
Alrededor de la joven muerta, resuenan ahora lamentos, gritos y gemidos.
Orfeo quiere expresar su dolor: toma su lira e improvisa un canto fúnebre que
las hamadríades repiten en coro. Es una queja tan conmovedora que las bestias salen
de sus escondites, se acercan hasta la hermosa difunta y unen sus quejas a las de los
humanos. Es un canto tan triste y tan desgarrador que, del suelo, surgen aquí y allá
miles de fuentes de lágrimas.
—¡Es culpa de Aristeo! —acusa de golpe una de las hamadríades.
—Es verdad. ¡He visto cómo la perseguía!
—Malvado Aristeo... ¡Destruyamos sus colmenas!
—Sí. Matemos todas sus abejas. ¡Venguemos a nuestra amiga Eurídice!
Orfeo no tiene consuelo. Asiste a la ceremonia fúnebre sollozando. Las
hamadríades, emocionadas, le murmuran:
—Vamos, Orfeo, ya no puedes hacer nada. Ahora, Eurídice se encuentra a
orillas del río de los infiernos, donde se reúnen las sombras.
Al oír estas palabras, Orfeo se sobresalta y exclama:
—Tienen razón. Está allí. ¡Debo ir a buscarla!
A su alrededor, se escuchan algunas protestas asombradas. ¿El dolor había
hecho a Orfeo perder la razón? ¡El reino de las sombras es un lugar del que nadie
vuelve! Su soberano, Hades, y el horrible monstruo Cerbero, su perro de tres cabezas,
velan por que los muertos no abandonen el reino de las tinieblas.
—Iré —insiste Orfeo—. Iré y la arrancaré de la muerte. El dios de los infiernos
consentirá en devolvérmela. ¡Sí, lo convenceré con el canto de mi lira y con la fuerza
de mi amor!
La entrada en los infiernos es una gruta que se abre sobre el cabo Ténaro. ¡Pero
aventurarse allí sería una locura!
Orfeo se ha atrevido a apartar la enorme roca que tapa el orificio de la caverna;
se ha lanzado sin temor en la oscuridad. ¿Desde hace cuánto tiempo que camina por
este estrecho sendero? Enseguida, gemidos lejanos lo hacen temblar. Luego, aparece
un río subterráneo: el Aqueronte, famoso río de los dolores...
Orfeo sabe que esa corriente de agua desemboca en la laguna Estigia, cuyas
orillas están pobladas por las sombras de los difuntos. Entonces, para darse ánimo,
entona un canto con su lira. ¡Y sobreviene el milagro: las almas de los muertos dejan
de gemir, los espectros acuden en muchedumbre para oír a este audaz viajero que
viene del mundo de los vivos!
De repente, Orfeo ve a un anciano encaramado sobre una embarcación.
Interrumpe su canto para llamarlo:
—¿Eres tú, Caronte? ¡Llévame hasta Hades!
Subyugado tanto por los cantos de Orfeo como por su valentía, el barquero
encargado de conducir las almas al soberano del reino subterráneo hace subir al
viajero en su barca. Poco después, lo deja en la otra orilla, frente a dos puertas de
bronce monumentales. ¡Allí están, cada uno en su trono, el temible dios de los
infiernos y su esposa Perséfone! A su lado, el repulsivo can Cerbero abre las fauces
de sus tres cabezas; sus ladridos llenan la caverna.
Hades mira despectivo al intruso:
—¿Quién eres tú para atreverte a desafiar al dios de los infiernos?
Entonces, Orfeo canta. Acompañando el canto con su lira, alza una súplica en
tono desgarrador:
—Noble Hades, ¡mi valentía nace solamente de la fuerza de mi amor! De mi
amor hacia la bella Eurídice, que me ha sido arrebatada el día mismo de mi boda.
Ahora, ella está en tu reino. Y vengo, poderoso dios, a implorar tu clemencia. ¡Sí,
devuélveme a mi Eurídice! Déjame regresar con ella al mundo de los vivos.
Hades vacila antes de echar a este atrevido. Vacila, pues incluso el terrible
Cerbero parece conmovido por ese ruego: el monstruo ha dejado de ladrar. ¡Se
arrastra por el suelo, gimiendo!
—¿Sabes, joven imprudente —declara Hades señalando las puertas— que
nadie sale de los infiernos? ¡No debería dejarte ir!
—¡Lo sé! —respondió Orfeo—. ¡No temo a la muerte! Puesto que he perdido a
mi Eurídice, perdí toda razón de vivir. ¡Y si te niegas a dejarme partir con ella,
permaneceré entonces aquí, a su lado, en tus infiernos!
Perséfone se inclina hacia su esposo para murmurarle algunas palabras al oído.
Hades agacha la cabeza, indeciso. Por fin, tras una larga reflexión, le dice a Orfeo:
—Y bien, joven temerario, tu valor y tu pena me han conmovido. Que así sea:
acepto que partas con tu Eurídice. Pero quiero poner tu amor a prueba...
Una oleada de alegría y de gratitud invade a Orfeo.
—¡Ah, poderoso Hades! ¡La más terrible de las condiciones será más dulce
que la crueldad de nuestra separación! ¿Qué debo hacer?
—No darte vuelta para mirar a tu amada hasta tanto no hayan abandonado mis
dominios. Pues serás tú mismo quien la conduzca fuera de aquí. ¿Me has
comprendido bien? ¡No debes mirarla ni hablarle! Si desobedeces, Orfeo, ¡perderás a
Eurídice para siempre!
Loco de alegría, el poeta se inclina ante los dioses.
—Ahora vete, Orfeo. Pero no olvides lo que he decretado.
Orfeo ve que las dos hojas de la pesada puerta de bronce se entreabren
chirriando.
—¡Camina delante de ella! ¡No tienes derecho a verla!
Rápidamente, Orfeo toma su lira y se dirige hacia la barca de Caronte. Lo hace
lentamente, para que Eurídice pueda seguirlo. ¿Pero, cómo estar seguro? La angustia,
la incertidumbre le arrancan lágrimas de los ojos. Está a punto de exclamar:
"¡Eurídice!", pero recuerda a tiempo la recomendación del dios y se cuida de no abrir
la boca. Apenas sube a la barca de Caronte, siente que la embarcación se bambolea
por segunda vez. ¡Eurídice, pues, se ha unido a él! Refunfuñando por el sobrepeso, el
viejo barquero emprende el camino contra la corriente.
Finalmente, Orfeo desciende en tierra y se lanza hacia el camino que conduce
al mundo de los vivos... Pronto, se detiene para oír. A pesar de las corrientes de aire
que soplan en la caverna, adivina el roce de un vestido y el ruido de pasos de mujer
que siguen por el mismo sendero. ¡Eurídice! ¡Eurídice! Escala las rocas de prisa para
reunirse con ella lo antes posible. Pero, ¿y si se está adelantando demasiado? ¿Y si
ella se extravía?
Dominando su impaciencia, disminuye la velocidad de su andar, atento a los
ruidos que, a sus espaldas, indican que Eurídice lo está siguiendo. Pero cuando
vislumbra la entrada de la caverna a lo lejos, una espantosa duda lo asalta: ¿y si no
fuera Eurídice? ¿Y si Hades lo ha engañado? Orfeo conoce la crueldad de la que son
capaces los dioses, ¡sabe cómo estos pueden burlarse de los desdichados humanos!
Para darse ánimo, murmura:
—Vamos, sólo faltan algunos pasos...
Con el corazón palpitante, Orfeo da esos pasos. ¡Y de un salto, llega al aire
libre, a la gran luz del día!
—Eurídice... ¡por fin!
No aguanta más y se da vuelta.
Y ve, en efecto, a su amada.
En la penumbra.
Pues, a pesar de que sigue sus pasos, ella aún no ha franqueado los límites del
tenebroso reino. Y Orfeo comprende súbitamente su imprudencia y su desgracia.
—Eurídice... ¡no!
Es demasiado tarde: la silueta de Eurídice ya se desdibuja, se diluye para
siempre en la oscuridad. Un eco de su voz lo alcanza:
—Orfeo... ¡adiós, mi tierno amado!
El enorme bloque se cierra sobre la entrada de la caverna. Orfeo sabe que es
inútil desandar el camino de los infiernos.
—Eurídice... ¡Por mi culpa te pierdo una segunda vez!
Orfeo está de vuelta en su país, Tracia. Ha contado sus desdichas a todos
aquellos que cruzó en su camino. La conciencia de su culpabilidad hace que su
desesperación sea ahora más intensa que antes.
—Orfeo —le dicen las hamadríades—, piensa en el porvenir, no mires hacia
atrás... Tienes que aprender a olvidar.
—¿Olvidar? ¿Cómo olvidar a Eurídice? No es mi atrevimiento lo que los
dioses han querido castigar, sino mi excesiva seguridad.
La desaparición de Eurídice no ha privado a Orfeo de su necesidad de cantar:
día y noche quiere comunicar a todos su dolor infinito... Y los habitantes de Tracia no
tardan en quejarse de ese duelo molesto y constante.
—¡De acuerdo! —declara Orfeo—. Voy a huir del mundo. Voy a retirarme
lejos del sol y de las bondades de Grecia. ¡Así, ya nadie me oirá cantar ni gemir!
Siete meses más tarde, Orfeo llega al monte Pangeo. Allí, alegres clamores
indican que una fiesta está en su plenitud. Bajo inmensas tiendas de tela, beben
numerosos convidados. Algunos, ebrios, cortejan de cerca a mujeres que han bebido
mucho también. Cuando Orfeo está dispuesto a seguir su camino, unas muchachas lo
llaman:
—¡Ven a unirte a nosotros, bello viajero!
—¡Qué magnífica lira! ¿Así que eres músico? ¡Canta para nosotros!
—Sí. ¡Ven a beber y a bailar en honor de Baco, nuestro amo!
Orfeo reconoce a esas mujeres: son las bacantes; sus banquetes terminan, a
menudo, en bailes desenfrenados. Y Orfeo no tiene ánimo para bailar ni para reír.
—No. Estoy de duelo. He perdido a mi novia.
—¡Una perdida, diez encontradas! —exclamó en una carcajada una de las
bacantes, señalando a su grupo de amigas—. ¡Toma a una de nosotras por
compañera!
—Imposible. Nunca podría amar a otra.
—¿Quieres decir que no nos crees lo suficientemente hermosas?
—¿Crees que ninguna de nosotras es digna de ti?
Orfeo no responde, desvía la mirada y hace ademán de partir. Pero las bacantes
no están dispuestas a permitírselo.
—¿Quién es este insolente que nos desprecia?
—¡Hermanas, debemos castigar este desdén!
Antes de que Orfeo pueda reaccionar, las bacantes se lanzan sobre él. Orfeo no
tiene ni energía ni deseos de defenderse. Desde que ha perdido a Eurídice, el infierno
no lo atemoriza, y la vida lo atrae menos que la muerte.
Alertados por el alboroto, los convidados acuden y dan fin al infortunado
viajero que se atrevió a rechazar a las bacantes. En su ensañamiento, las mujeres
furiosas desgarran el cuerpo del desdichado poeta. Una de ellas lo decapita y se
apodera de su cabeza, la toma por el cabello y la arroja al río más cercano. Otra
recoge su lira y también la tira al agua.
La noticia de la muerte de Orfeo se extiende por toda Grecia.
Cuando las musas se enteran, acuden al monte Pangeo, que las bacantes ya
habían abandonado. Piadosamente, las musas recogen los restos del músico.
—¡Vamos a enterrarlo al pie del monte Olimpo! —deciden—. Le edificaremos
a Orfeo un templo digno de su memoria.
—¿Pero, y su cabeza? ¿Y su lira?
—Ay, no las hemos encontrado.
Nadie volvió a ver jamás la cabeza de Orfeo ni su lira.
Pero durante la noche, cuando uno pasea por las orillas del río, a veces, sube un
canto de asombrosa belleza. Parece una voz acompañada por una lira.
Aguzando el oído, se distingue una triste queja.
Es Orfeo llamando a Eurídice.
La dolorosa historia de Orfeo y de Eurídice es mencionada por los trágicos griegos,
entre ellos Eurípides (siglo V a. C.) en su obra Las bacantes. Más adelante, esa
historia fue tema de muchas óperas, como las de Claudio Monteverdi (siglo XVII) y
las de Christoph Gluck (siglo XVIII).
Filemón y Baucis
A Zeus, el más poderoso de los dioses, le gustaba bajar a la Tierra. Disfrazado
de simple viajero, se mezclaba entonces entre los humanos para observarlos, ponerlos
a prueba o seducirlos...
Aquel día, acompañado de su hijo Hermes, que también era su cómplice,
caminaba por las rutas de Frigia. Como caía la noche, las dos divinidades entraron en
un pueblo de casas de rica apariencia.
—¡Ya era hora! —exclamó Hermes señalando el cielo, donde se acumulaban
las nubes.
Zeus se encogió de hombros. La lluvia no le preocupaba, y la tormenta aún
menos: ¿acaso él no comandaba el rayo?
—¡Bueno! —exclamó—, he aquí un pueblo que me parece próspero. Veamos
si sus habitantes nos ofrecen un techo...
Justamente, el dueño de una lujosa mansión estaba por entrar en su morada.
Zeus se dirigió a él:
—Noble señor, ¿aceptarías brindar hospitalidad a estos dos viajeros rendidos?
El hombre apenas miró a los desconocidos. Se apresuró a entrar en su casa y
cerró la puerta, cuyo pestillo de madera cayó pesadamente. Ante el rostro
desconcertado de su padre, Hermes estalló en una carcajada. Señaló sus vestimentas y
dijo:
—¡Hay que decir que con estas ropas ridículas no inspiramos demasiado
respeto! ¿Quién creería que son dioses los que se esconden detrás de estos harapos?
Llamaron a la puerta de la segunda casa, cuya fachada era tan opulenta como la
de la primera. Transcurrió un largo rato hasta que apareció, en el hueco de la puerta,
el rostro de un hombre maduro. Bordados de plata adornaban su túnica.
—¿Qué pasa? —gruñó mirándolos de arriba abajo desconfiado—. ¿Quiénes
son ustedes?
—Extranjeros que pedimos...
—¿Extranjeros? ¡Sigan de largo!
Con estas cálidas palabras, el dueño de casa les cerró la puerta en la cara. Ya
comenzaban a caer las gotas de lluvia.
—Padre —dijo Hermes—, ¿no crees que deberíamos regresar al Olimpo? Mis
sandalias aladas...
—Llama a esta otra puerta.
Suspirando, Hermes obedeció. Esta vez, les abrió un joven esclavo1; su
expresión era temerosa y, sobre sus hombros, se adivinaban marcas de latigazos.
—¡Ah, joven! —exclamó Zeus—. Mi hijo y yo estamos extenuados. ¿Tu amo
nos concedería su hospitalidad?
Los dioses vieron en la sala principal una enorme mesa bien provista alrededor
de la cual numerosos comensales celebraban un festín. Se oían cantos y risas. El
joven esclavo les susurró:
—¡Ay, las consignas son estrictas! Sólo debo dejar entrar a los invitados. Mi
amo odia a los intrusos.
—No se enterará de nada —dijo Hermes, sacando una moneda de su bolsillo
—. Seremos discretos. ¡Y un lugar en el establo nos bastará!
—Imposible... Oh, creo que ahí viene. ¡Aléjense antes de que los eche con sus
perros!
La lluvia, ahora, era intensa.
—Padre —protestó Hermes—, ¿por qué obstinarnos? ¡Vistamos, al menos,
nuestros mejores trajes! Ya que no logramos despertar compasión, inspiremos
confianza.
—De ninguna manera. Quiero saber hasta dónde llegan el egoísmo y la
arrogancia de la gente de este pueblo.
Al cabo de una hora, ya sabían a qué atenerse: ninguno de los habitantes del
pueblo los había invitado a entrar. A veces, se habían limitado a gritarles, desde detrás
de la puerta cerrada, que buscaran hospitalidad en otro sitio; otras veces, a pesar de
que luces y voces indicaban que la vivienda se hallaba habitada, no habían obtenido
respuesta a sus llamados y a sus repetidos golpes.
Zeus se sentía herido.
—¿Cómo castigar a estos groseros?
—Nos estamos empapando. ¡Regresemos al Olimpo!
—Espera. Todavía, queda una última casa...
—¿Esa choza miserable, a un lado del camino?
—Mira: se filtra una pálida luz por la ventana.
Se acercaron y llamaron a la puerta. Les abrió una pareja de ancianos. A juzgar
por su delgadez, no debían saciar su hambre todos los días. Pero su rostro expresaba
dulzura y calma. La mujer, preocupada, les dijo enseguida:
—¡Desdichados, afuera bajo la lluvia, a esta hora! Entren rápido a secarse.
Los dioses disfrazados se instalaron frente a la chimenea. El dueño de casa
tomó el último leño de una magra pila de madera para arrojarlo al hogar y reavivar el
fuego. Zeus hizo notar a su hijo el altar doméstico donde habían depositado algunas
ofrendas, prueba de que esos humanos honraban, a menudo, a los dioses.
—Cuando hayan entrado en calor —dijo su anfitrión mostrando la mesa—,
compartirán nuestra comida. Desgraciadamente, será modesta: no tenemos más que
un poco de sopa y pan para ofrecerles. ¿Baucis, puedes agregar dos cuencos?
La anciana obedeció mientras su marido partía el pan en cuatro, reservando las
partes más grandes para sus invitados.
—¿Filemón? —exclamó de golpe la mujer—. Estoy pensando: nuestro ganso...
—Tienes razón, Baucis —respondió el anciano sonriendo—. No nos
atrevíamos a matarlo, ¡pero esta es una buena ocasión!
Conmovidos por la amabilidad de su anfitrión, los dioses quisieron
impedírselo, pero este ya había salido en su busca. Al volver, sostenía por las patas a
un ganso tan delgado como sus dueños. El animal, que debía comprender lo que le
esperaba, chillaba con desesperación.
Hasta entonces, Zeus y Hermes no habían reaccionado. De común acuerdo,
decidieron revelar su identidad. Cambiaron de repente sus harapos empapados por
trajes secos y dignos de su condición. Sus anfitriones, todavía, no habían visto nada
de ese prodigio: ¡estaban demasiado ocupados corriendo detrás de su ganso! En
efecto, el ave se les acababa de escapar y corría revoloteando por la habitación. ¡Y
tenía más energía que los dos ancianos que se habían lanzado tras él! Finalmente,
terminó por refugiarse entre las piernas de los dioses, sentados cerca del hogar. Fue
recién en ese instante cuando Filemón y Baucis notaron los lujosos ropajes de sus
visitantes y la nobleza de su porte. Estupefactos, comprendieron que no habían
albergado a dos viajeros comunes y se prosternaron a sus pies. Con voz temblorosa,
Filemón balbuceó:
—¡Nobles señores, sé que esta pobre cena es indigna de ustedes! Si me
ayudaran a recuperar el ganso...
—Generoso Filemón —dijo Zeus levantándose—, me niego a que sacrifiques a
este animal. Y a ti, Baucis, te agradezco esta comida que querías compartir con
nosotros. ¡Que esté a la altura de su acogida!
En un segundo, la mesa se cubrió de carnes jugosas, de aves asadas y de vajilla
de plata que desbordaba de delicados manjares. Los dos ancianos, que jamás habían
visto nada parecido, abrieron desmesuradamente los ojos.
—Sepan, Filemón y Baucis, que se encuentran ante Zeus y Hermes. Esta
noche, compartirán la cena habitual de los dioses...
Los ancianos asistieron, sin duda, al festín más grande de sus vidas. Pero si
Zeus y Hermes habían querido recompensar la hospitalidad de la pareja, también
buscaban castigar la ingratitud de aquellos que se la habían negado. Una vez
terminada la comida, condujeron en la oscuridad a Filemón y a Baucis fuera de la
cabaña. Dóciles y temblorosos, unieron sus manos como si temieran perderse.
La lluvia había cesado. Aunque, en realidad, sólo había dejado de caer sobre
sus cabezas y, en cambio, parecía haberse redoblado en la llanura que acababan de
abandonar. Con su índice que señalaba las nubes, Zeus hizo resurgir los rayos; tronó
el cielo; y un verdadero diluvio se abatió sobre el pueblo. Abrazados uno a otro,
Filemón y Baucis se preguntaban acerca del destino que los dioses les reservaban.
Cuando llegó el alba, ya no quedaba nada del pueblo. Y una vez que las aguas
se retiraron, sólo emergió el techo de una choza.
—¡Nuestra cabaña! —exclamaron Filemón y Baucis.
—¡Que, de ahora en más, sea un templo! —decretó Zeus.
De inmediato, delante de los ojos pasmados de los ancianos, la pobre casucha
se transformó en un magnífico monumento de columnas de mármol.
—Ahora —les dijo Zeus—, quiero demostrarles mi agradecimiento. ¡Expresen
sus deseos, y se cumplirán!
Sorprendidos, Filemón y Baucis se consultaron con la mirada.
—Dios poderoso —respondió, al fin, Filemón—, déjanos convertirnos en los
guardianes de este templo, así podremos honrarte durante mucho tiempo.
Hermes no pudo evitar una broma:
—¿Mucho tiempo? ¿Pero cuántos años más esperas vivir?
—Y bien, gran Zeus —agregó entonces la anciana Baucis—, permíteme sumar
un deseo al de mi esposo: me gustaría vivir todavía la mayor cantidad de tiempo
posible junto a él.
Zeus reflexionó. Buscaba la manera de complacer el extraño pedido de
aquellos ancianos. Sólo los dioses —y, en muy rara ocasión, los héroes— podían
aspirar a la inmortalidad.
—¿Cómo? —se asombró Hermes—. ¿No están cansados el uno del otro?
—No —respondió Baucis sonriendo—. Cuando nos conocimos y nos
enamoramos, no éramos más que niños. Desde entonces, jamás nos hemos separado.
—Y durante todos estos años —preguntó Zeus—, ¿no sintieron ganas de
separarse después de una pelea...?
—No —confesó Filemón—. La Discordia, esa divinidad malhechora, nos ha
evitado siempre.
De repente, Zeus comprendió por qué esa pareja enternecedora los había
albergado tan espontáneamente: los ancianos se amaban. Quizá, residía allí el secreto
de su hospitalidad. Quien no puede brindar amor a quien está a su lado, ¿cómo podría
brindarlo a desconocidos? Al unísono, los ancianos concluyeron:
—¡Nuestro deseo más entrañable es morir al mismo tiempo!
Hermes dirigió a su padre una mirada divertida. Por una vez, simples humanos
daban a los dioses una lección de humildad. Zeus, en efecto, se peleaba a menudo con
Hera, su esposa...
—¡Que así sea! —decretó Zeus, tan conmovido como impresionado—. Me
comprometo, Filemón y Baucis, a cumplir sus deseos.
Entonces, atravesó el cielo un rayo enceguecedor.
Cuando, por fin, los dos ancianos pudieron abrir los ojos, estaban solos en la
colina.
Aún turbados por los recientes acontecimientos, dudaron largo tiempo antes de
retornar a la llanura donde se erigía el templo que sería su nueva morada. Y al llegar,
tuvieron la sorpresa de ser recibidos por un ave que avanzaba hacia ellos
contoneándose con satisfacción.
En su generosidad, Zeus había salvado al ganso.
Pasaron los años.
Tan fieles a su palabra como a su amor, Filemón y Baucis fueron hasta el fin
los guardianes del templo de Zeus. Los peregrinos que volvían año tras año
comprobaban, asombrados, que el paso del tiempo no tenía poder alguno sobre esos
ancianos acogedores y generosos.
Pero como Filemón y Baucis eran simples mortales, fue necesario que Zeus
pusiera término a sus vidas. Un día que estaban tomados de la mano cerca del templo,
constataron que sus cuerpos se iban endureciendo como si fueran de piedra. Al poco
tiempo, eran incapaces de moverse. Este hecho no alteró la serenidad de ambos.
—Creo que es el fin —dijo Filemón—. Baucis, te amo.
—Es el fin —respondió Baucis—. Te he amado siempre.
Fueron las últimas palabras que pronunciaron.
Poco a poco, sus cuerpos se cubrieron de corteza. Sus rostros se transformaron
en follaje. Sus manos se convirtieron en ramas y sus dedos, en otras ramas, pero más
pequeñas. Y, puesto que se encontraban muy cerca uno del otro, sus follajes se
enlazaron en el mismo tierno verdor.
Se volvieron tan altos y tan bellos que, enseguida, sus sombras confundidas
recubrieron el templo.
¿Cuántos siglos vivieron así, uno junto a otro? Nadie lo sabe. Con el tiempo, el
templo todo terminó por convertirse en ruinas. Pero aún hoy, donde se encontraba
Frigia, dicen que se puede ver un viejo tilo junto a un roble milenario.
Viajero, si un día pasas por allí, y ves un tilo y un roble cerca de algunas
antiguas piedras, piensa que la vegetación es como la hospitalidad: se cultiva y se
renueva. Y recuerda la historia de Filemón y de Baucis.
La historia de Filemón y de Baucis la relata el poeta latino Ovidio (siglo I) en
sus Metamorfosis.
1- Los esclavos eran, generalmente, prisioneros de guerra y, muy a menudo los
amos los maltrataban abusando de su poder.
El caballo de Troya
De espaldas a los muros de la inaccesible ciudad de Troya, Ulises pensaba, con
la mirada perdida en el mar cercano...
Pensaba en Ítaca, la isla ahora lejana de la que era rey; pensaba en Penélope, su
esposa, que había dejado allá, y en su hijo, Telémaco, que debía haber crecido mucho.
—¡Diez años! —murmuró dominando su tristeza—. Hace diez años que partí.
Diez años perdidos sitiando una ciudad. Y todo esto para hacer honor a una promesa
y para obligar a Paris a devolver a la bella Helena a su esposo Menelao...
¡Cuántas víctimas durante esa interminable guerra que seguía enfrentando a los
troyanos con los griegos! Los mejores habían perecido: Héctor, el campeón de Troya,
y el héroe griego, Aquiles. El mismo Paris había sucumbido a una flecha envenenada.
Pero Helena quedó prisionera. Y la ciudad aún no se rendía.
—Sin embargo —declaró una voz cerca de Ulises—, la guerra va a terminar
pronto, y Troya será destruida. Sí: los oráculos son precisos.
Ulises reconoció a Calcante, el viejo adivino. Y cuando iba a replicarle con una
ironía, una idea loca le pasó por la cabeza.
—¿Estás rumiando alguna astucia, verdad, Ulises? —preguntó el anciano.
El rey de Ítaca asintió, antes de agregar con fastidio:
—¿Cómo adivinas mis pensamientos antes de que los exprese?
—Olvidas —respondió Calcante— que ese es mi trabajo. Y todos sabemos
que, de nosotros, tú eres el más astuto. ¡Habla!
—No. Primero debo reflexionar; luego, presentaré mi proyecto a nuestros
aliados.
Aquella misma noche, el rey Agamenón reunió a todos los jefes de Grecia que
estaban sitiando Troya. Ulises, entonces, les declaró:
—Esta es mi idea: vamos a construir un inmenso caballo de madera...
—¿Un caballo? —exclamó Agamenón, que esperaba un plan de batalla menos
extravagante.
—Sí. Un caballo tan grande que nos permitirá meter en sus entrañas, en
secreto, a un centenar de nuestros guerreros más valientes. Mientras tanto,
desmontaremos nuestras tiendas y nos dirigiremos a nuestras naves. Es necesario que
los troyanos vean nuestros navíos alejarse de la costa.
Uno de los compañeros de Ulises, que se llamaba Sinón, exclamó,
escandalizado:
—¡Estás loco! Entonces, ¿quieres levantar el sitio?
—Espera Sinón: ¡olvidas el centenar de griegos disimulados dentro del
caballo! Por otra parte, uno de nosotros permanecerá cerca de la estatua. Después de
nuestra partida, será capturado por los troyanos. Esto es lo que el espía les dirá: hartos
del sitio, los griegos regresaron a sus patrias. Para que Atenea les sea favorable, le
han construido este caballo...
—¿Atenea? —se sorprendió Agamenón—. ¡Pero Atenea es la protectora de
nuestros enemigos! ¡Tiene su estatua en Troya, el Paladión!
—Justamente: ¡nuestros enemigos creerán que queremos congraciarnos! —
explicó Ulises. Estoy seguro de que, para no ofender a Atenea, los troyanos harán
entrar en la ciudad ese caballo que le está dedicado a ella.
—¡Ya veo! —admitió Agamenón—. ¿Quieres, pues, arrojar nuestros mejores
hombres en la boca del lobo?
—No. Quiero, por el contrario, que nos abran el corral. Pues este caballo será
tan gigantesco que no podrá pasar por ninguna de las puertas de la ciudad: ¡los
troyanos deberán derribar los muros para hacerlo entrar!
—¿Crees que se arriesgarán a eso? —preguntó el rey.
—Sí, si están convencidos de que hemos levantado campamento, ¡y si ven
desaparecer nuestras naves en el horizonte! En realidad, éstas llegarán hasta la isla de
Tenes, que está cerca de aquí. Una vez que el caballo haya entrado en la ciudad,
nuestro espía, a la noche, en el momento en que lo crea propicio, encenderá un fuego
sobre las murallas. Nuestros ejércitos desembarcarán antes del alba y penetrarán en la
ciudad.
Epeo, el carpintero que había construido las barracas, se levantó para clamar:
—¡Esta estratagema me gusta! Construir un caballo así me parece posible: el
monte Ida, que está cerca de aquí, abunda en robles centenarios.
—En cuanto a mí —agregó el valiente Sinón—, ¡me gustaría ser el que se
queda cerca del caballo! Engañaré a los troyanos: una vez que la estatua gigante esté
instalada en la ciudad, ¡haré salir de sus entrañas a los que estarán escondidos!
—Es arriesgado —murmuró Agamenón, acariciando su barba—. Los troyanos
pueden matarte, Sinón. También es posible que nunca hagan entrar ese caballo, o que
descubran muy rápidamente a los que se encuentran en su interior.
—¡Por supuesto! ¿Pero no están cansados de esta guerra? ¿Y no tienen prisa
por regresar a sus casas?
Le respondieron gritos unánimes: ese sitio había durado demasiado. A los ojos
de los griegos, todos los riesgos valían más que prolongar la espera.
Desde lo alto de las murallas de su ciudad, el rey Príamo, estupefacto,
observaba a sus enemigos: estaban quemando las barracas de sus campamentos,
plegando sus tiendas y dirigiéndose a sus naves.
—¡Los griegos se van! —se asombró—. ¡Levantan el sitio!
—Padre, no te fíes. Es una artimaña, te llevará a la derrota...
Casandra, la profetisa de la ciudad, estaba lejos de compartir el optimismo de
su padre. ¡Ay! Nadie tenía fe en sus predicciones.
Casandra era tan bella que había seducido al mismo Apolo. Le había dicho: "Te
pertenecería con gusto, pero concédeme antes el don de la profecía". Apolo había
consentido. Una vez obtenido el don, Casandra rechazó al dios burlándose de él.
Como pensaba que era indigno quitarle lo que le había dado, Apolo declaró:
—De acuerdo... Sabrás leer el futuro, Casandra, ¡pero nadie jamás creerá en tus
predicciones!
—Es una artimaña, padre, lo sé, lo siento...
—Vamos, Casandra, no digas tonterías: si los griegos quisieran regresar, ¡no
estarían destruyendo esas barracas que les llevó tanto tiempo construir! Mira, varias
naves ya están en el mar.
—Padre, ¿recuerdas lo que predije cuando Paris regresó aquí con la bella
Helena, hace ya diez años?
—¡Sí! Recuerdo que rompiste el velo de oro de tu tocado... Te arrancaste los
cabellos y lloraste profetizando la pérdida de nuestra ciudad. Te equivocaste: ¡hemos
aguantado el sitio y ganamos! Casandra —agregó Príamo—, mis ojos están
demasiado gastados para ver lo que los griegos están construyendo en la costa. ¿Qué
es?
—Parece una estatua —dijo Casandra—. Una gran estatua de madera.
Tres días más tarde, los troyanos debieron rendirse a la evidencia: ¡los griegos
habían partido! Desde lo alto de las murallas, no se distinguía sino la llanura desierta
donde tantos hombres habían caído y, allá, en el mar, las últimas velas de los navíos
enemigos. En la playa, el extraño monumento que los griegos habían abandonado
intrigaba al rey Príamo, que declaró:
—¡Vamos a ver qué es!
Por primera vez en diez años, fueron abiertas las puertas de la ciudad.
Cuando los troyanos descubrieron en la orilla del mar un suntuoso caballo de
madera más alto que un templo, no pudieron contener su sorpresa y su admiración.
—¡Príamo! —gritó un troyano que se había aventurado debajo del animal.
¡Acabamos de encontrar a un guerrero griego atado a una de las patas!
Corrieron a desatar al desconocido y lo presionaron con preguntas. Pero el
hombre se negaba a responder.
—¡Que le corten la nariz y las orejas!
Torturado, el desafortunado griego terminó confesando.
—Me llamo Sinón. ¡Sí, nuestras naves han partido! Gracias a los consejos del
adivino Calcante, los griegos han construido esta ofrenda a Atenea para que la diosa
les perdone la ofensa hecha a su ciudad. Para obtener un mar favorable, Ulises quiso
ahogarme e inmolarme a Poseidón. Pero me escapé y me refugié bajo la estatua. Para
no disgustar a Atenea, a quien le pedía protección, Ulises se conformó con atarme
allí.
—¡Una ofrenda a Atenea! —exclamó Príamo, maravillado.
—¿La dejaremos en la playa, expuesta al viento y a la lluvia? —preguntaron
varios troyanos.
—¡Sí! —dijo Casandra, estremecida—. Aún más: quemaremos esta ofrenda
impía. Es un regalo envenenado que nos han dejado nuestros enemigos.
—¡Cállate! —respondió el rey a su hija—. ¡Que se construya una plataforma!
¡Que traigan rodillos! ¡Que conduzcan este caballo a nuestra ciudad, cerca del templo
edificado en honor de la diosa!
Fue un trabajo más largo y difícil de lo previsto. Pero una noche, el caballo fue
por fin conducido triunfalmente a la ciudad, ante los troyanos reunidos sobre las
murallas. Ay, las puertas eran demasiado estrechas para que pasara. Después de echar
una mirada a la llanura desierta, Príamo ordenó:
—¡Que se derribe uno de los muros de la ciudad!
—¡Padre —predijo su hija temblando—, veo a nuestra ciudad en llamas, veo
miles de cadáveres cubriendo sus calles!
Nadie escuchaba a Casandra: los troyanos estaban subyugados por ese caballo
espléndido y monstruoso a la vez, con las orejas levantadas y los ojos incrustados de
piedras preciosas.
El animal fue empujado hasta el templo de Atenea, donde se inició una gran
fiesta que reunió a todos los troyanos sobrevivientes: la guerra había terminado, los
griegos habían partido, ¡y ese caballo llegaba justo para celebrar una victoria que ya
ninguno esperaba!
Nadie se preocupaba por Sinón, que había sido perdonado.
Deslizándose entre los festejantes, el espía griego llegó a las murallas desiertas;
construyó una gran pira y, antes de encenderla, esperó que los troyanos cayeran,
ebrios de danzas y de vino.
¡Con el correr de las horas, en el interior del caballo, Ulises y sus compañeros
comprendían que su estratagema se convertía en éxito! Habían oído el ruido de las
murallas abatidas, los gritos de alegría y de victoria de los troyanos y, luego, el
clamor de la fiesta que, ahora, se había callado. De repente, una voz de mujer surgió
bajo los pies de los guerreros silenciosos:
—Ah, queridos compatriotas, ¿por qué me han abandonado? Esposo mío,
ahora, ¿dónde estás? ¿Sabes que, después de la muerte de Paris, Deífobo, su propio
hermano, me forzó a compartir su lecho? Y tú, valiente Ulises, ¿también te has ido?
Era la bella Helena. Menelao se disponía a responderle, pero Ulises le tapó la
boca con la mano. Durante un tiempo, Helena gimió debajo del caballo. Luego, su
voz se alejó. Pero apareció otra:
—¿Ulises? ¿Diómedes? ¿Ayax? ¿Neoptólemo? ¿Menelao? ¡Soy Sinón! ¡Los
troyanos están descansando! Hace varias horas encendí la señal. Se acerca el alba...
Rápido, ¡salgan!
De inmediato, en el interior de la estatua, Epeo sacó las trabas que soportaban
el pecho. La pared vaciló. Ulises hizo caer unas cuerdas. Y cien guerreros armados
salieron uno a uno desde las entrañas del caballo. Al mismo tiempo, las naves griegas,
eran empujadas por un viento favorable, desembarcaron en la playa. Los ejércitos de
Agamenón se lanzaron hacia la Troya abierta. Mientras los griegos que surgieron del
caballo invadían la ciudad dormida, Ulises lanzaba gritos de victoria.
Los troyanos apenas tuvieron tiempo para comprender pasaba: la mayoría
murió en cuanto se despertó. Los más valientes, todavía no repuestos de la fiesta
nocturna, no opusieron más que una resistencia irrisoria. Los menos temerarios se
salvaron sólo porque huyeron.
Mientras por las calles, como por un arroyo, corría la sangre los troyanos degollados,
Neoptólemo, hijo de Aquiles, descubrió a Príamo arrodillado frente al altar de Zeus.
Sin piedad, degolló al rey. Más lejos, Menelao encontró a Helena en la habitación de
Deífobo, hermano de Paris. Lo mató de una estocada antes de arrojarse hacia su
esposa, al fin reencontrada. Áyax, al entrar en el templo, encontró a la bella Casandra
al pie de la estatua de Atenea.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Hace tanto tiempo que te quería para mí!
Mientras la hija de Príamo era privada de su honra, la diosa de piedra, según
cuentan, desvió la cabeza.
Cuando se levantó el día, no quedaba de Troya más que las ruinas; lo que no
había sido destruido, terminaba de quemarse. Los griegos ya cargaban sus naves con
el botín de la ciudad devastada. Ulises, frente al asombroso caballo que había traído
la victoria, debió apartarse de repente: una mujer de una inmensa belleza pasaba
indiferente a la matanza que indirectamente había provocado. Era Helena. Los
guerreros, mudos de admiración, se detenían para contemplarla.
Ulises sintió una extraña amargura.
—¡Vamos! —dijo de pronto a sus hombres, que estaban subiendo a la nave—.
¡Esta vez, la guerra ha terminado, regresemos a nuestra buena isla de Ítaca!
Agregó para sí: "¡Y junto a Penélope, mi querida esposa, que hace diez años
que me está esperando".
¡Ay, Ulises ignoraba que estaba lejos de regresar a su patria! Los dioses
decidieron otra cosa: habrían de pasar otros diez años antes de que regresara. El
tiempo de una larga odisea1.
'
La caída de Troya es tema de una hermosa tragedia de Eurípides llamada Las
troyanas.
Penélope y Ulises
Dando la espalda a la multitud que formaban sus pretendientes reunidos,
Penélope tejía, con la mirada perdida en el mar. A veces, un largo suspiro se escapaba
de su pecho. Pensaba en Ulises, su esposo, que había partido veinte años atrás, y se
sorprendía a veces diciendo:
—Dime, ¿cuándo volverás...?
A menudo, se dirigía así al que seguía amando, prolongando indefinidamente
el eco de su presencia.
—¡Penélope —le dijo de pronto Eurímaco—, debes elegir a uno de nosotros! A
esta altura, Ulises debe estar muerto, lo sabes perfectamente.
Penélope no creía ni una palabra. Diez años antes, se había enterado de que,
gracias a la astucia de su marido, la ciudad de Troya, por fin, había sido tomada y
devastada.
Pero a sus ojos, no habría verdadera victoria hasta el regreso de su marido.
—¡Ítaca precisa un rey! ¿Cuándo te decidirás a volver a casarte?
—¿Debo repetírtelo, Eurímaco? —respondió suavemente—. Me casaré recién
cuando haya terminado mi labor.
—¡Hace tres años que estás tejiendo esa mortaja! —refunfuñó Antínoo, otro
príncipe de la isla—. ¡Me parece que tejes de manera muy lenta!
Tejer una mortaja era un trabajo sagrado. Además, ésta estaba destinada a
Laertes, padre de Ulises, que era muy anciano.
Pérfido, Eurímaco agregó:
—Sí, tu labor avanza mal, Penélope. Según mi parecer, deberías apurarte, pues
los días de Laertes están contados.
Penélope se estremeció sin atreverse a replicar. Día a día, los pretendientes al
trono se inquietaban. En cuanto a su hijo Telémaco, había partido en busca de su
padre. Sola, Penélope tenía cada vez mayor dificultad en contener la impaciencia de
todos esos nobles que querían desposarla para tomar el poder. Fiel a Ulises, la reina
había perdido la juventud, pero no las esperanzas. Se retiró a sus aposentos sin dirigir
siquiera una mirada hacia esos hombres codiciosos.
El alba estaba aún lejos cuando Penélope se levantó. Dejó su dormitorio con
pasos sigilosos y llegó a la gran sala del palacio. Acercándose a la mortaja, tiró del
hilo que sobresalía y comenzó a destejer lo que había hecho el día anterior. Esta es la
razón por la cual su labor no avanzaba: ¡desde hacía muchos meses, Penélope
deshacía cada noche el trabajo de todo el día!
De repente oyó un ruido, se dio vuelta y reconoció a una sirvienta que,
asombrada, observaba la maniobra de su ama.
—¡Espera! —exclamó Penélope—. ¡No te vayas, voy a explicarte!;
Pero la muchacha había desaparecido. Y cuando Penélope, a la mañana, entró
en la sala del palacio, fue recibida por cien miradas severas o burlonas. Furioso,
Eurímaco exclamó:
—Penélope, ¡has estado burlándote de nosotros! ¡Tu sirvienta nos explicó la
estratagema! —agregó, señalando la mortaja—. Esta vez, ya no te escaparás por
medio de una traición. ¡Hoy te casarás con uno de nosotros!
En un rincón de la habitación, varios pretendientes se hallaban cómodamente
sentados. Otros habían traído toneles y habían comenzado a beber el vino del rey. Los
más atrevidos ya daban órdenes a los domésticos como si el palacio les perteneciera.
Penélope comprendió que estaba perdida: si no elegía un marido, esos nobles iban a
enfrentarse y a vaciar el palacio. Entre ellos, Eurímaco, el más rico y poderoso, tenía
la arrogancia del que está seguro de ser elegido.
—Ah, Ulises —murmuró Penélope desesperada—, ¿cuándo volverás?
—Pronto —le susurró al oído una voz familiar.
El muchacho que acababa de unirse a la reina no era Ulises... ¡sino Telémaco!
Su hijo único estaba por fin ahí. Penélope se arrojó a sus brazos. Los pretendientes
permanecieron un momento desconcertados por esa irrupción inesperada. El hijo de
Ulises había crecido en fuerza y en belleza; su regreso contrariaba los proyectos de
cien pretendientes. Pero Eurímaco, lleno de altanería, dijo:
—Y bien, Telémaco, ¿has encontrado a tu padre?
—No. Pero estoy seguro de que está vivo. Y sé que estará aquí dentro de poco.
—Vaya —agregó Antínoo observando a Telémaco—, tienes pelo en el mentón,
ahora... ¿Qué dices, Penélope?
La madre de Telémaco aprobó temblando. Todos sabían que antes de partir,
Ulises había dicho a su mujer: "Si no vuelvo, espera para casarte otra vez a que
nuestro hijo tenga barba".
Esta vez, Penélope no tenía más razones para retroceder. Pero elegir un
protector le resultaba odioso. Y entre esos hombres que detestaba, ninguno era mejor
que otro. Cuando estaba por contestar, un sirviente y un mendigo se presentaron:
—¡Eumeo! —exclamó Penélope sonriendo—. Entra, ¡eres bienvenido!
Eumeo era el porquerizo del palacio. Se inclinó y señaló al hombre que lo
acompañaba. Era un mendigo harapiento, mayor y aún más sucio que él.
—Gran reina —dijo Eumeo—, este viajero pide hospitalidad.
—Ven, buen hombre —dijo Penélope extendiéndole la mano al desconocido—.
Come, bebe y descansa: en mi palacio estás en tu casa.
—Este palacio —interrumpió Eurímaco— pertenecerá a partir de ahora al
hombre con el que te cases. ¡Ahora te instamos a elegirlo!
Los cien pretendientes reunidos aprobaron, amenazadores. Y mientras se
retomaba la conversación, a Penélope le intrigaba el comportamiento del viejo perro
de su esposo: el animal, que hoy estaba ciego y casi inválido, había dejado a rastras
su rincón, cercano al trono vacío del rey; cuando llegó a los pies del mendigo, alzó la
cabeza, gimió con debilidad y lamió las manos del viajero, que lo estaba acariciando.
Después de eso, el perro, que parecía sonreír, exhaló su último suspiro, acurrucado en
los brazos de aquel.
—¡Maldito pulgoso, sal de aquí! —le espetó Eurímaco.
—No —ordenó Penélope, asaltada por un presentimiento—. Euriclea, trae una
vasija con agua tibia y lávale los pies a nuestro huésped.
Euriclea era la sirvienta más anciana del palacio. Había sido la nodriza de
Ulises. Se apresuró a obedecer a su ama, que no hacía más que respetar las
tradiciones de la hospitalidad.
Antes de ir a sentarse, el mendigo se inclinó al oído de Penélope para
susurrarle:
—¡Di que te casarás con aquel que sepa tensar el arco de tu esposo!
Estupefacta, Penélope miró al desconocido junto al que Euriclea se afanaba.
No, era demasiado viejo y demasiado feo para ser su marido disfrazado. Sin embargo,
ese era su estilo, introducirse de incógnito para confundir a sus enemigos.
Alzando nuevamente la cabeza, Penélope, perturbada, repitió palabra por
palabra:
—De acuerdo: me casaré... ¡con el que sepa tensar el arco de mi esposo!
Sorprendidos, los pretendientes se consultaron con la mirada. El primero,
Eurímaco, reaccionó:
—¿Nos lanzas un desafío? ¿Y si veinte de nosotros lo lograran?
—En tal caso —replicó Telémaco—, mi madre organizaría un concurso de tiro
y se casaría con el vencedor.
Penélope miró a su hijo. No estaba en su carácter tomar iniciativas tales. La
ausencia y la experiencia, sin duda, lo habían hecho madurar. En ese instante, la vieja
nodriza de Ulises dio un grito; acababa de descubrir una cicatriz en la rodilla del
mendigo.
—Oh, es una vieja herida —dijo este—, ya no me duele.
Telémaco ya estaba regresando con el enorme arco de su padre y varias aljabas
llenas de flechas. Iba acompañado por Filecio, un fiel servidor que cargaba una
docena de hachas.
—¡Seré el primero en probarlo! —decretó Eurímaco.
Tomó la cuerda y la tensó tan fuerte, que su rostro enrojeció.
—No insistas —se burló Antínoo—. ¡La madera ni siquiera se ha doblado!
Tomó a su vez el arco y trató de tensarlo. Sin éxito.
—Dámelo —dijo otro pretendiente empujando a sus compañeros.
Fracasó como los dos primeros. Pasaron las horas. Y cuando cayó la noche,
ninguno había podido lanzar una flecha. Fue entonces cuando se alzó la voz del viejo
mendigo:
—¿Tal vez hay que ablandar ese arco? ¿Me permiten?
Antes de que alguno pensara en interponerse, Telémaco extendió el arma al
desconocido y empujó a Penélope hacia la puerta.
—Madre —le murmuró—, será mejor que partas.
Quiso protestar. Pero con una señal de su hijo, Filecio la obligó a dejar la sala;
una vez afuera, Penélope oyó que trababan la puerta. Pensativa, regresó a sus
aposentos. De repente, vio en la habitación de su hijo decenas de espadas y de lanzas
apiladas.
—Pero... ¡son las armas de mis pretendientes! ¿Quién ha ordenado que las
junten aquí? ¿Y por qué?
Provenientes de la sala del palacio, un inmenso clamor y gritos de espanto le
respondieron. Entonces, una loca esperanza invadió su corazón...
¡Delante de los pretendientes anonadados, el viejo mendigo acababa de tensar,
sin esfuerzo, el gran arco de Ulises! Aprovechando su sorpresa, Telémaco, por su
parte, había fijado en forma de estrella las doce hachas en el muro, superponiendo los
agujeros que perforaban el extremo de cada mango. El orificio único que ofrecían se
había vuelto así el centro de un pequeño blanco.
Telémaco exclamó:
—¡Recuerden! ¡Sólo mi padre podía tensar su arco! ¡Y nadie más que él pudo
nunca alcanzar un objetivo tan pequeño!
Sin turbarse, el mendigo apuntó... y tiró. La flecha atravesó la estancia y fue a
clavarse en el centro del blanco. Surgió un grito, que se multiplicó, en el que se
adivinaban el estupor y el temor:
—¡Es Ulises!
—No puede sino ser él. Sin embargo, ¡es imposible!
Entonces, el mendigo se arrancó los harapos de una vez.
—¡Sí! —tronó—. Soy yo, Ulises, ¡el amo de esta isla y de este palacio! Esta
mañana, los feacios me han dejado en la playa de Ítaca. Y gracias a Atenea, que supo
envejecerme y disfrazarme, helos aquí a ustedes engañados. ¿Codiciaban a mi
esposa? ¿Buscaban suplantarme?
—¿Quién te contó esas mentiras? —dijo Eurímaco, haciendo muecas.
—¡Eumeo, mi fiel porquerizo! Sin reconocerme, me ha recibido. Gracias a él,
supe del engaño que tramaban. Con su ayuda y la de mi hijo, ninguno de ustedes se
me escapará.
Eurímaco hizo un gesto para huir. Pero el bravo Filecio cuidaba la puerta, que
estaba trabada. Antínoo, por su parte, quiso tomar su espada. Pero al igual que los
otros pretendientes, comprendió que estaba desarmado. Entonces, se lanzó hacia las
hachas. Una flecha le atravesó la garganta y lo detuvo en su impulso. Ulises ya estaba
apuntando a otro, mientras gritaba:
—¡Telémaco, Filecio, Eumeo... apártense!
A la noche, Penélope se sobresaltó: había un desconocido en el umbral de su
habitación. Se levantó, se acercó al hombre e intentó identificarlo a la luz de la luna.
—Bien, Penélope —murmuró—, ¿no me reconoces?
Temblando de pies a cabeza, no se animaba a comprender. El viajero iba
acompañado por Telémaco y Euriclea.
—¡Es él, ama! —le aseguró la nodriza en un sollozo.
—Es él —le confirmó Telémaco—. ¿Madre, aún dudas?
Dudaba. No quería creer en esa felicidad demasiado grande que barría de golpe
tantas tristezas acumuladas.
—Vaya —susurró Ulises, con un nudo en la garganta—, sólo dos seres me han
reconocido: mi perro, que me esperó para morir; y mi nodriza, que identificó la
herida de la rodilla que antaño me hizo un jabalí. ¿Pero tú, Penélope, mi propia
esposa, no me reconoces?
No. Ese Ulises que había surgido hoy le parecía más extraño que el fantasma
familiar con el cual conversaba y cuyo recuerdo había cultivado.
—¡Atenea, ilumíname! —imploró.
La diosa lo oyó: de un golpe, Ulises fue vestido con un rico manto, y su rostro
cobró el brillo y la belleza de los héroes.
—Para probarte que no se trata de un engaño de los dioses —agregó él—, voy
a darte la prueba de que soy tu esposo: ¿ves nuestro lecho? ¿Qué otra persona sino yo
podría describirlo con precisión?
Lo hizo, y con tales detalles que Penélope, enseguida, se arrojó entre sus
brazos.
—Ulises —balbuceaba entre lágrimas, sin dejar de palpar el rostro amado—.
¡Ulises, por fin, eres tú! Sí, has regresado...
—Veinte años más tarde —concluyó él—. Y después de cuántos viajes...
—Yo —le respondió ella—, no he salido de la isla de Ítaca. ¡Sin embargo,
tengo la impresión de ser una náufraga que está errando desde hace veinte años y da
por fin con tierra firme!
Se abrazaron. Telémaco y Euriclea dejaron el dormitorio en puntas de pie. Y
Atenea, en su bondad, prolongó indefinidamente la noche del reencuentro de los
esposos.
A la mañana, cuando volvieron a la sala del trono, ya no quedaban rastros de la
masacre de la víspera. Penélope vio entonces, abandonada en un rincón, su labor
inconclusa. Se acordó de los años pasados en la espera de su esposo y suspiró.
—¿Qué es? —preguntó el rey de Ítaca palpando el tejido.
—Una tela que estaba hilando... para pasar el tiempo.
Tiró del hilo. Y era como si Penélope volviera atrás, como si se borraran,
acelerados, la impaciencia, la espera y los años. Pronto no quedó nada de la labor
tantas veces recomenzada. Sólo un recuerdo agudo y doloroso.
—¿Qué importa ahora? —dijo suspirando.
Sí: la mortaja del viejo Laertes podía esperar. Ulises, Penélope y él vivirían aún
mucho, mucho tiempo más.
1-Las más célebres aventuras de Ulises comienzan aquí. Son relatadas por Homero en
La Odisea, palabra griega {odysseus) que significa "viaje accidentado".
MIL GRULLAS
ELSA BORNEMANN
Naomi Watanabe y Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo.
Como todos los chicos.
Porque ellos eran nuevos en el mundo. Tambíen, como todos los
chicos. Pero el mundo era ya muy viejo entonces, en el año 1945, y
otra vez estaba en guerra. Naomi y Toshiro no entendían muy bien qué
era lo que estaba pasando.
Desde que ambos recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad
japonesa de Hiroshima se habían desarrollado del mismo modo: en un
clima de sobresaltos, entre adultos callados y tristes, compartiendo con
ellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa diaria y el
miedo que apretaba las reuniones familiares de cada anochecer en
torno a la noticia de la radio, que hablaban de luchas y muerte por
todas partes.
Sin embargo, creían que el mundo era nuevo y esperaban ansiosos
cada día para descubrirlo.
¡Ah... y también se estaban descubriendo uno al otro!
Se contemplaban de reojo durante la caminata hacia la escuela,
cuando suponían que sus miradas levantaban murallas y nadie más
que ellos podían transitar ese imaginario senderito de ojos a ojos.
Apenas si habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dos
no buscaba las palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio...
Pero Naomi sabía que quería a ese muchachito delgado, que más
de una vez se quedaba sin almorzar por darle a ella la ración de bata-
tas que había traído de su casa.
–No tengo hambre –le mentía Toshiro, cuando veía que la niña ape-
nas si tenía dos o tres galletitas para pasar el mediodía–. Te dejo mi vian-
da –y se iba a corretear con sus compañeros hasta la hora de regreso a
las aulas, para que Naomi no tuviera vergüenza de devorar la ración.
Naomi... Poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sue-
ños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de
golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos
aún...
El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano, que
llegó puntualmente el 21 de junio y anunció las vacaciones escolares.
Y con la misma intensidad con que otras veces habían esperado sus
soleadas mañanas, ese año los ensombreció a los dos: ni Naomi ni
Toshiro deseaban que empezara. Su comienzo significaba que tendrían
que dejar de verse durante un mes y medio inacabable.
A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos una de la
otra, sus familias no se conocían. Ni siquiera tenían entonces la posi-
bilidad de encontrarse en alguna visita. Había que esperar paciente-
mente la reanudación de las clases.
Acabó junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque...
Se fue julio, y Naomi arrancó contenta la hoja del almanaque...
Y aunque no lo supieran: “¡Por fin llegó agosto!”, pensaron los dos
al mismo tiempo.
Fue justamente el primero de ese mes cuando Toshiro viajó, junto a
sus padres, hacia la aldea de Miyashima.
Iban a pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos ceramistas que veían apilarse
vasijas en todos los rincones de su local.
Ya no vendían nada. No obstante, sus manos viejas seguían mode-
lando la arcilla con la misma dedicación de otras épocas.
–Para cuando termine la guerra... –decía el abuelo.
–Todo acaba algún día... –comentaba la abuela por lo bajo. Y
Toshiro sentía que la paz debía de ser algo muy hermoso, porque los
ojos de su madre parecían aclararse fugazmente cada vez que se refe-
rían al fin de la guerra, tal como a él se le aclaraban los suyos cuando
recordaba a Naomi.
¿Y Naomi?
El primero de agosto se despertó inquieta; acababa de soñar que
caminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a su alre-
dedor. Un desierto helado y ella atravesándolo.
Abandonó el tatami, se deslizó de puntillas entre sus dormidos her-
manos y abrió la ventana de la habitación. ¡Qué alivio! Una cálida
madrugada le rozó las mejillas. Ella le devolvió un suspiro.
El dos y el tres de agosto escribió, trabajosamente, sus primeros
haikus:
Lento se apaga el verano. Enciendo lámpara y sonrisas.
Después, achicó en rollitos ambos papeles y los guardó dentro de
una cajita de laca en la que escondía sus pequeños tesoros de la curio-
sidad de sus hermanos.
El cuatro y el cinco de agosto se lo pasó ayudando a su madre y a
las tías ¡Era tanta la ropa para remendar!
Sin embargo, esa tarea no le disgustaba. Naomi siempre sabía hallar
el modo de convertir en un juego entretenido lo que acaso resultaba
aburridísimo para otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba
que cada doscientas veintidós puntadas podía sujetar un deseo para
que se cumpliese.
La aguja iba y venía, laboriosa. Así, quedó en el pantalón de su her-
mano menor el ruego de que finalizara enseguida esa espantosa gue-
rra, y en los puños de la camisa de su papá, el pedido de que Toshiro
no la olvidara nunca...
Y los dos deseos se cumplieron.
Pero el mundo tenía sus propios planes...
Pronto florecerán los crisantemos.
Espera, corazón.
Ocho de la mañana del seis de agosto en el cielo de Hiroshima.
Naomi se ajusta el obi de su kimono
y recuerda a su amigo: “¿Qué estará haciendo ahora?”.
“Ahora”, Toshiro Pesca en la isla mientras se pregunta: “¿Qué estará haciendo
Naomi?”.
En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima.
En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba ató-
mica surca por primera vez un cielo. El cielo de Hiroshima.
Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad.
En ella, una mamá amamanta a su hijo por última vez.
Dos viejos trenzan bambúes por última vez.
Una docena de chicos canturrea: “Donguri-Koro Koro- Donguri Ko...” por última
vez.
Cientos de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez.
Miles de hombres piensan en mañana por última vez.
Naomi sale para hacer unos mandados.
Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río.
Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se
desintegran esa mañana. Y con ellos desaparecen edificios, árboles,
calles, animales, puentes y el pasado de Hiroshima.
Ya ninguno de los sobrevivientes podrán volver a reflejarse en el
mismo espejo, ni abrir nuevamente la puerta de su casa, ni retomar
ningún camino querido.
Nadie será ya quien era.
Hiroshima arrasada por un hongo atómico.
Hiroshima es el sol, ese seis de agosto de 1945. Un sol estallando.
Recién en diciembre logró Toshiro averiguar dónde estaba Naomi.
¡Y que aún estaba viva, Dios!
Ella y su familia, internados en el hospital ubicado en una localidad
próxima a Hiroshima, como tantos otros cientos de miles que también
habían sobrevivido al horror, aunque el horror estuviera ahora instala-
do dentro de ellos, en su misma sangre.
Y hacia ese hospital marchó Toshiro una mañana.
El invierno se insinuaba ya en el aire y el
muchacho no sabía si era frío exterior o su
pensamiento lo que le hacía tiritar.
Naomi se hallaba en una cama situada junto a
la ventana. De cara al techo. Ya no tenía sus trenzas.
Apenas una tenue pelusita oscura.
Sobre su mesa de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas.
–Voy a morirme, Toshiro... –susurró, no bien su amigo se paró, en
silencio, al lado de su cama–. Nunca llegaré a plegar las mil grullas que
me hacen falta...
Mil grullas... o “Semba-Tsuru”, como se dice en japonés.
Con el corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban disper-
sas sobre la mesita. Sólo veinte. Después, las juntó cuidadosamente
antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta.
–Te vas a curar, Naomi –le dijo entonces, pero su amiga no lo oía
ya: se había quedado dormida.
El muchachito salió del hospital, bebiéndose las lágrimas.
Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya casa se
encontraban temporariamente alojados) entendieron aquella noche el
porqué de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles que,
hasta ese día, había habido allí.
Hojas de diario, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos y
hasta algunos libros parecían haberse esfumado mágicamente. Pero
ya era tarde para preguntar. Todos los mayores se durmieron, sorprendidos.
En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre
las sombras. Esperó hasta que tuvo la certeza de que nadie más que él
continuaba despierto. Entonces, se incorporó con sigilo y abrió el
armario donde se solían acomodar las mantas.
Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que
había recolectado en secreto y volvió a su lecho.
La tijera, la llevaba oculta entre sus ropas.
Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro recor-
tó primero novecientos ochenta cuadraditos y luego los plegó, uno por
uno hasta completar las mil grullas que ansiaba Naomi, tras sumarles
las que ella misma había hecho. Ya amanecía, el muchacho se encon-
traba pasando hilos a través de las siluetas de papel. Separó en grupos
de diez las frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaran
el vuelo, suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una encima de la otra.
Con los dedos paspados y el corazón temblando, Toshiro colocó las
cien tiras dentro de su furoshiki y partió rumbo al hospital antes de que
su familia se despertara. Por esa única vez, tomó sin pedir permiso la
bicicleta de sus primos.
No había tiempo que perder. Imposible recorrer a pie, como el día
anterior, los kilómetros que lo separaban del hospital. La vida de
Naomi dependía de esas grullas.
–Prohibidas las visitas a esta hora –le dijo una enfermera, impidién-
dole el acceso a la enorme sala en uno de cuyos extremos estaba la
cama de su querida amiga.
Toshiro insistió:
–Sólo quiero colgar estas grullas sobre su lecho, por favor...
Ningún gesto denunció la emoción de la enfermera cuando el chico
le mostró las avecitas de papel. Con la misma aparentemente impasi-
bilidad con que momentos antes le había cerrado el paso, se hizo a un
lado y le permitió que entrara:
–Pero cinco minutos, ¿eh?
Naomi dormía.
Tratando de no hacer el mínimo ruidito, Toshiro puso una silla sobre
la mesa de luz y luego se subió.
Tuvo que estirarse a más no poder para alcanzar el cielorraso. Pero
lo alcanzó. Y en un rato estaban las mil grullas pendiendo del techo;
los cien hilos entrelazados, firmemente sujetos con alfileres.
Fue al bajarse de su improvisada escalera cuando advirtió que
Naomi lo estaba observando. Tenía la cabecita echada hacia un lado y
una sonrisa en los ojos.
Tatami: estera que se coloca sobre el piso, en las casas japonesas tradicionales.
Haiku: breve poema de diecisiete sílabas, típico de la poesía japonesa.
Obi: faja que acompaña al kimono.
Kimono: vestimenta tradicional japonesa, de amplias mangas, largas hasta los pies y
que se cruza por delante, sujetándose con una especie de faja llamada obi.
Donguri-Koro Koro: Verso de una popular canción infantil japonesa.
Miyashima: pequeña isla situada en las proximidades de la ciudad de Hiroshima.
Furoshiki: tela cuadrangular que se usa para formar una bolsa, atándola por sus cuatro
puntas después de colocar el contenido.
Semba-Tsuru (Mil grullas): una creencia popular japonesa asegura que haciendo mil
de esas aves
–según enseña a realizarlo el origami (nombre del sistema de plegado de papel)– se
logra alcanzar la larga vida y felicidad.
Taro Urashima
Urashima vivió, hace cientos y cientos de años, en una de las islas situadas al
oeste del archipiélago japonés. Era el único hijo de un matrimonio de pescadores.
Una red y una barquichuela constituían toda su fortuna. Sin embargo, el matrimonio
veía compensada su pobreza con la bondad de su hijo Urashima.
Y sucedió que cierto día el muchacho caminaba por una de las calles de la aldea,
cuando de pronto vio a unos cuantos chiquillos que maltrataban a una enorme
tortuga. De seguir de aquel modo mucho tiempo, hubieran acabado por matarla, y
Urashima decidió impedirlo. Se dirigió a los chicos, y, reprendiéndoles por su mala
acción, les quitó la tortuga. Cuando la tuvo en sus manos, pensó dejarla en libertad,
y para ello fue hacia la playa. Una vez allí, la llevó a la orilla y la dejó en el mar. Vio
cómo la tortuga se alejaba poco a poco, y cuando la perdió de vista, Urashima
regresó a su casa. Sentía una gran satisfacción por haber librado al animal de sus
pequeños verdugos.
Transcurrió algún tiempo desde aquel día. Una mañana, el muchacho se fue a
pescar. Tomó el camino que conducía a la playa y cuando llegó puso la barca en
el agua, montó en ella y remó hacia dentro. Llevaba largo rato remando y
perdió de vista la orilla; decidió echar al agua su red, y cuando tiró para sacarla
hacia fuera, notó que le pesaba más que de costumbre. Logró subirla, y con gran
sorpresa vio que dentro de la red estaba la tortuga que él mismo echó en el mar,
la cual, dirigiéndose a él, le dijo que el rey de los mares, que había visto su buen
corazón, la enviaba para conducirle a su palacio y casarle con su hija, la
princesa Otohime. A Urashima le entusiasmaban las aventuras y accedió muy
gustoso. Juntos se fueron mar adentro, hasta que llegaron a Riugú, la ciudad del
reino del mar. Era maravillosa. Sus casas eran de esmeralda y los tejidos de oro; el
suelo estaba cubierto de perlas y grandes árboles de coral daban sombra en los
jardines; sus hojas eran de nácar y sus frutos de las más bellas pedrerías. Hacia los
asombrados ojos de Urashima avanzaba una hermosísima doncella: era Otohime, la
hija del rey del mar. Le recibió como a un esposo y juntos vivieron varios días en
una completa felicidad. Todos colmaban al pescador de todo género de
atenciones, y entre tanta delicia, Urashima no sintió que el tiempo pasaba. No
podía precisar desde cuándo estaba allí. ¿Para qué había de saberlo? No debía
importarle. La vida en aquel lugar maravilloso le parecía inmejorable; nunca pudo
soñar nada semejante.
Pero sucedió que un día se acordó de sus padres. ¿Qué sería de ellos? Sin duda
sufrirían mucho sin saber lo que había sido de él. Y desde aquel momento la
tristeza se apoderó de todo su ser. Nada lograba distraerle; ya no encontraba
aquel lugar tan encantador y hasta le pareció menos bello. Sólo deseaba una cosa:
volver junto a sus queridos padres. Y así se lo comunicó una mañana a su esposa,
cuando ésta procuraba por todos los medios averiguar la causa de su pena. Al
decirle Urashima lo que quería, Otohime se entristeció; procuró convencerle de
que se quedara junto a ella, pero nada logró. El pescador estaba firme en su
propósito. Así, pues, prometió volverle a la aldea, y con un lucido cortejo le
acompañó hasta la playa. Cuando al fin llegaron, la princesa entregó a Urashima
una pequeña caja de laca, atada con un cordón de seda. Le recomendó que, si quería
volver a verla, nunca la abriese. Después se despidió de él y con su acompañamiento
se internó en el mar.
Pronto Urashima la perdió de vista. Con la cajita en sus manos, miraba fijamente a las
aguas. Así estuvo algún tiempo; después recorrió la playa. De nuevo estaba en su
pueblecito. Las mismas arenas, las rocas de siempre, el mismo sitio donde de
pequeño tantas veces había ido a jugar; le parecí a que su vida en la cuidad del mar
había sido un sueño. Qué lejos todo aquello! Entonces encaminó sus pasos hacia su
casa; pero cuando entró en la aldea no supo por dónde tirar. La encontraba
completamente cambiada: no la reconocía. Las casas eran m´s grandes; tejados de
pizarra habían sustituido a los que él vio de paja. La gente se vestía con vistosos
kimonos bordados. Parecía otro lugar. Y, sin embargo, era su pueblo; estaba seguro.
La misma playa, las mismas montañas. Sólo las casas y la gente habían cambiado.
Entonces decidió preguntar a unos muchachos en dónde se encontraba la casa del
pescador Urashima, puesto que éste era también el nombre de su padre. Los
muchachos no supieron responderle; no conocían a tal pescador. Entró en un
comercio e hizo igual pregunta al dueño; pero le dijo lo mismo que los
chicos: nunca había oído hablar de tal pescador, y eso que creía conocer a todo el
pueblo.
En esto acertó a pasar por allí un hombre que debía de tener muchos años, a
juzgar por su apariencia. Era conocido por saber mil historietas antiguas del
pueblo y conocer las vidas de sus antiguos habitantes. Urashima se dirigió a él,
por indicación del dueño de la tienda y le preguntó dónde estaba la casa del
pescador Urashima. El viejo no contestó; se quedó un momento pensativo, y al
cabo de un rato dijo que casi lo había olvidado, porque habían pasado más de cien
años desde que murió el matrimonio. Su único hijo decían que un día salió a
pescar, y a partir de entonces nadie volvió a saber lo que le sucedió.
Urashima empezó a comprender: mientras vivió en la ciudad del mar había
perdido la noción del tiempo. Lo que le habían parecido sólo unos cuantos días
habían sido más de cien años.
No supo qué hacer; se encontraba completamente solo en un pueblo que,
aunque era el suyo, le era absolutamente extraño. Entonces se dirigió a la playa;
puesto que había perdido a sus padres, volvería con la princesa Otohime. Pero ¿Cómo
llegar a ella? En su precipitación por ver a sus padres, olvidó, cuando se despidieron,
preguntarle de qué medio se valdría para volver a verla. De pronto, recordó la cajita
que tenía entre sus manos; se olvidó de que no debía abrirla, y pensó que, haciéndolo,
quizá pudiera ir junto a Otohime.
Desató sus cordones y la destapó. Al instante salió de ella una nubecilla que se
fue elevando, elevando, hasta perderse de vista. En vano Urashima intentó
alcanzarla. Entonces recordó la recomendación de la princesa; su atolondramiento le
había perdido. Ya no volvería a verla. De pronto sintió que sus fuerzas le
abandonaban, sus cabellos encanecían, innumerables arrugas surcaron su piel; su
corazón cesó de latir, y, al fin, cayó al suelo. Cuando a la mañana siguiente fueron
los muchachos a bañarse, vieron tendido en la arena a un hombre decrépito, sin vida.
era Urashima que había muerto de viejo.
Todavía hoy algunos pescadores de ciertos pueblos del Japón cuentan a sus
hijos, para que no sean distraídos, la leyenda del pescador Urashima.
JUAN SIN MIEDO
Había una vez un padre que tenía dos hijos, el mayor de los dos era listo y prudente, y
podía hacer cualquier cosa. Pero el joven, era estúpido y no podía aprender ni
entender nada, y cuando la gente lo veía pasar decían:
- Este chico dará problemas a su padre. -
Cuando había que hacer algo, era siempre el hermano mayor el que tenía que hacerlo,
pero si su padre le mandaba a traer algo cuando era tarde o en mitad de la noche, y el
camino le conducía a través del cementerio o algún otro sombrío lugar, contestaba:
- ¡Oh no padre!, no iré, me causa pavor. - Ya que tenía miedo.
Cuando se contaban historias alrededor del fuego que ponían la carne de gallina, los
oyentes algunas veces decían:
- ¡Me da miedo! -
El chico se sentaba en una esquina y escuchaba como los demás, pero no podía
imaginar lo que era tener miedo:
- Siempre dicen: "Me da miedo" o "Me causa pavor". - pensaba -Esa debe ser una
habilidad que no comprendo. -
Ocurrió que el padre le dijo un día al muchacho:
- Escúchame con atención, te estás haciendo grande y fuerte, y debes aprender algo
que te permita ganarte el pan. -
- Bien padre, - respondió el joven - la verdad es que hay algo que quiero aprender, si
se puede enseñar. Me gustaría aprender a tener miedo, no entiendo del todo lo que es
eso.-
El hermano mayor sonrió al escuchar aquello y pensó: "Dios santo, que cabeza de
adoquín es este hermano mío. Nunca servirá para nada.
El padre suspiró y le respondió: - pronto aprenderás a tener miedo, pero no vivirás de
eso.-
Poco después el sacristán fue a la casa de visita y el padre le expuso su problema,
contándole que su hijo menor estaba tan retrasado en cualquier cosa que no sabía ni
aprendía nada. -Fíjate - le dijo el padre - cuando le pregunté cómo iba a ganarse la
vida me dijo que quería aprender a tener miedo.-
- Si eso es todo. - respondió el sacristán - puede aprenderlo conmigo. Mándamelo y lo
despabilaré pronto-
El padre estaba contento de enviar a su hijo con el sacristán por que pensaba que
aquello serviría para entrenar al chico. Entonces el sacristán tomó al chico bajo su
tutela en su casa y tenía que hacer sonar la campana de la iglesia. A los dos días el
sacristán lo despertó a media noche, y lo hizo levantarse para ir a la torre de la iglesia
y tocar la campana.
"Pronto aprenderás lo que es tener miedo" pensaba el sacristán. Este sin que el chico
se diese cuenta, se le adelantó y subió a la torre. Cuando el chico estaba en lo alto de
la torre y se dio la vuelta para coger la cuerda de la campana vio una figura blanca de
pie en las escaleras al otro lado del pozo de la torre.
- ¿Quién está ahí?- gritó el chico, pero la figura no respondió ni se movió.
- Responde, - gritó el chico - o vete. No se te ha perdido nada aquí por la noche. -
El sacristán, sin embargo, continuó de pie inmóvil para que el chico pensara que era
un fantasma. El chico gritó por segunda vez:
- ¿Qué haces aquí?. Di si eres honrado o de lo contrario te tiraré por las escaleras.-
El sacristán pensó que era un farol así que no hizo ningún ruido y permaneció quieto
como una estatua de piedra. Entonces el chico le avisó por tercera vez y como no
sirvió de nada, se lanzó contra él y empujó al fantasma escaleras abajo. El "fantasma"
rodó diez escalones y se quedó tirado en una esquina. Entonces el chico hizo sonar la
campana, se fue a casa, y sin decir una palabra se fue a la cama y se durmió. La
esposa del sacristán estuvo esperando a su marido un buen rato, pero no regresó. Al
rato se inquietó y despertó al chico. Le preguntó:
-¿Sabes donde está mi marido? Subió a la torre antes que tú. -
- No lo sé. - respondió el chico - Pero alguien estaba de pie al otro lado del pozo de la
torre, y como no me respondía ni se iba, lo tomé por un ladrón y lo tiré por las
escaleras. Ve a ver si era él, sentiría que así fuese.-
La mujer salió corriendo y encontró a su marido quejándose en la esquina con una
pierna rota. Lo llevó abajo y luego llorando se apresuró a ver al padre del chico.
- Tu hijo, - gritaba ella - ha sido el causante de un desastre. Ha tirado a mi marido por
las escaleras de forma que se ha roto una pierna. Llévate a ese inútil de nuestra casa. -
El padre estaba aterrado y corrió a regañar al muchacho: -¿Qué broma perversa es
esta?, el Demonio debe habértela metido en la cabeza. -
- Padre, - respondió - escúchame. Soy inocente. Él estaba allí de pie en mitad de la
noche como si fuese a hacer algo malo. No sabía quien era y le dije que hablara o se
fuera tres veces. -
-¡Ah!- dijo el padre - sólo me traes disgustos. Vete de mi vista, no quiero verte más.-
- Sí padre, como desees, pero espera a que sea de día. Entonces partiré para aprender
lo que es tener miedo, y entonces aprenderé un oficio que me permita mantenerme. -
- Aprende lo que quieras, - dijo el padre - me da igual. Aquí tienes cincuenta monedas
para ti. Cógelas y vete por el mundo entero, pero no le digas a nadie de donde
procedes, ni quién es tu padre. Tengo razones para estar avergonzado de ti. -
- Si, padre, se hará como deseas. Si no quieres nada más que eso, puedo recordarlo
fácilmente. -
Así que al amanecer, el chico se metió las cincuenta monedas en el bolsillo y se alejó
por el camino principal diciéndose continuamente: - Si pudiera tener miedo, si
supiera lo que es temer...-
Un hombre se acercó y escuchó el monólogo que mantenía el joven, y cuando habían
caminado un poco más lejos, donde se veían los patíbulos, el hombre le dijo: - Mira,
ahí está el árbol donde siete hombres se han casado con la hija del soguero , y ahora
están a prendiendo a volar. Siéntate cerca del árbol y espera al anochecer, entonces
aprenderás a tener miedo.-
- Si eso es todo lo que hay que hacer, es fácil. - contestó el joven -Pero si aprendo a
tener miedo tan rápido , te daré mis cincuenta monedas. Vuelve mañana por la
mañana temprano. -
Entonces el joven se fue el patíbulo, se sentó al lado y esperó hasta el atardecer.
Como tenía frío encendió un fuego , pero a media noche el viento soplaba tan fuerte
que a pesar del fuego no podía calentarse. Y como el viento hacía chocar a los
ahorcados entre sí y se balanceaban de un lado para otro, pensó: "Si yo tiemblo aquí
junto al fuego, cuánto deben frío deben estar sufriendo estos que están arriba".
Como le daban pena, levantó la escalera, subió y uno a uno los fue desatando y
bajando. Entonces avivó el fuego y los dispuso a todos alrededor para que se
calentasen. Pero estuvieron sentados sin moverse y el fuego prendió sus ropas. Así
que el muchacho les dijo: - Tened cuidado u os subiré otra vez.-
Los ahorcados no le escucharon y permanecieron en silencio dejando que sus harapos
se quemaran.
Eso hizo que el joven es enfadara, y dijo: - si no queréis tener cuidado, no puedo
ayudaros, no me quemaré con vosotros. - y volvió a subirlos a todos a su sitio.
Después se sentó junto al fuego y se quedó dormido. A la mañana siguiente el hombre
vino para obtener sus cincuenta monedas, le dijo: - Bien, ahora sabes lo que es tener
miedo. -
- No, - contestó el muchacho - ¿cómo quiere que lo sepa si esos tipos de ahí arriba no
han abierto la boca?, y son tan estúpidos que dejan que los pocos y viejos harapos que
llevan encima se quemen. -
El hombre, viendo que ese día no iba a conseguir las cincuenta monedas, se alejó
diciendo:- Nunca me había encontrado con un joven así. -
El joven continuó su camino y una vez más comenzó a mascullar: - Si pudiera tener
miedo... -
Un carretero que andaba a grandes zancadas tras él lo escuchó y le preguntó: -¿quién
eres?. -
- No lo sé. - respondió el joven.
Entonces el carretero preguntó: -¿De donde eres?. -
- No lo sé.- respondió el muchacho.
-¿Quién es tu padre?- insistió.
- No puedo decírtelo. - respondió el chico.
-¿qué es eso que estás siempre murmurando entre dientes?. - preguntó el carretero.-
Ah, - respondió el joven - me gustaría aprender a tener miedo, pero nadie puede
enseñarme. -
- Deja de decir tonterías. - dijo el carretero -Vamos, ven conmigo y encontraré un
sitio para ti. -
El joven fue con el carretero y al atardecer llegaron a una posada donde pararon a
pasar la noche. A la entrada del salón el joven dijo en alto: - Si pudiera temer... -
El posadero lo escuchó y riendo dijo: - si eso es lo que quiere puede que aquí
encuentres una buena oportunidad. -
- Cállate, - dijo la posadera - muchos entrometidos ya han perdido su vida, sería una
pena y una lástima si unos ojos tan bonitos no volviesen a ver la luz del día. -
Pero el muchacho dijo: - No importa lo difícil que sea, aprenderé. Es por eso que he
viajado tan lejos.- Y no dejó en paz al posadero hasta que al final le contó que no
lejos de allí se levantaba un castillo encantado donde cualquiera podría aprender con
facilidad lo que era tener miedo, si podía permanecer allí durante tres noches. El rey
había prometido que cualquiera que lo consiguiese tendría la mano de su hija que era
la mujer más hermosa sobra la que había brillado el Sol. Por otro lado en el castillo se
encuentra un gran tesoro guardado por malvados espíritus. Ese tesoro sería liberado y
harían rico a cualquiera. Algunos hombres ya lo han intentado, pero todavía ninguno
ha salido.
A la mañana siguiente el joven fue a ver al rey y le dijo: - Si se me permite, desearía
pasar tres noches en el castillo encantado. -
El rey le observó y como el joven le agradaba le dijo: - Puedes pedir tres cosas para
llevarlas contigo al castillo, pero han de ser tres objetos inanimados. -
Entonces el chico contestó: - Pues quiero un fuego, un torno y una tabla para cortar
con el cuchillo. - EL rey hizo llevar esas cosas al castillo durante el día. Cuando se
acercaba la noche, el joven fue al castillo y encendió un brillante fuego en una de las
salas, puso la tabla y el cuchillo a su lado y se sentó junto al torno. - Si pudiera tener
miedo, - decía - pero tampoco lo aprenderé aquí. -
Hacia medianoche estaba atizando el fuego, y mientras le soplaba, algo gritó de
repente desde una esquina: - Miau, miau. Tenemos frío. -
- Tontos, - respondió él - por qué os quejáis. Si tenéis frío venid a sentaros junto al
fuego y calentaros. -
Cuando dijo esto dos enormes gatos negros salieron dando un tremendo salto y se
sentaron cada uno a un lado del joven. Los gatos lo observaban con mirada fiera y
salvaje. Al poco, cuando entraron en calor, dijeron: - Camarada, juguemos a las
cartas. -
- ¿Por qué no?. - contestó el chico - Pero primero enseñadme vuestras zarpas. -
Los gatos sacaron las garras. -¡Oh!, - dijo él - tenéis las uñas muy largas. Esperad que
os las corto en un momento. -
Entonces los cogió por el pescuezo los puso en la tabla para cortar y les ató las patas
rápidamente.
- Después de veros los dedos, - dijo - se me han pasado las ganas de jugar a las cartas.
Luego los mató y los tiró fuera al agua. Pero cuando se había desecho de ellos e iba a
sentarse junto al fuego, de cada agujero y esquina salieron gatos y perros negros con
cadenas candentes, y siguieron saliendo hasta que no se pudo mover. Aullaban
horriblemente, desparramaron el fuego y trataron de apagarlo. El joven los observó
tranquilamente durante unos instantes, pero cuando se estaban pasando de la raya,
cogió el cuchillo y gritó:
- Fuera de aquí sabandijas. - y comenzó a acuchillarlos. Algunos huyeron, mientras
que los que mató los lanzó al foso. Entonces volvió y atizó las ascuas del fuego y
entró en calor. Cuando terminó no podía mantener los ojos abiertos y le entró sueño.
Miró a su alrededor y vio una enorme cama en un rincón.
- Justo lo que necesitaba.- dijo y se metió en ella. Justo cuando iba a cerrar los ojos la
cama empezó a moverse por sí misma y le llevó por todo el castillo.
- Esto está muy bien, - dijo - pero ve más rápido. - Entonces la cama rodó como si
seis caballos tiraran de ella, arriba y abajo, por umbrales y escaleras. Pero de repente
giró sobre sí misma y cayó sobre él como una montaña. Lanzando al aire edredones y
almohadas salió y dijo: - Hoy en día dejan conducir a cualquiera. - Luego se tumbó
junto a su fuego y durmió hasta la mañana siguiente.
A la mañana siguiente el rey fue a verle y cuando lo vio tirado en el suelo, pensó que
los espíritus lo habían matado. Dijo: - Después de todo es una pena, un hombre tan
apuesto... -
El joven lo escuchó, se levantó, y dijo: - No es para tanto. -
El rey estaba perplejo, pero muy feliz, y le preguntó cómo le había ido. - La verdad es
que bastante bien. - dijo - Ya ha pasado una noche, las otras dos serán del mismo
estilo.-
Fue a ver al posadero, quien poniendo los ojos como platos dijo: - Nunca esperé
volverte a ver con vida. ¿Ya has aprendido a tener miedo?-
- No, - respondió - es inútil. Si alguien me lo pudiera explicar. -
La segunda noche volvió al viejo castillo, se sentó junto al fuego y una vez más
comenzó su cantinela: - Si pudiera tener miedo, si pudiera tener miedo... -
A medianoche se escuchó alrededor un gran alboroto que parecía como si el castillo
se viniera abajo. Al principio se escuchaba bajo, pero fue creciendo más y más. De
repente todo quedó en silencio y al rato con un gran grito, medio hombre cayó por la
chimenea justo delante de él.
- Hey, - gritó el joven - falta la mitad. Con esto no es suficiente.- Entonces el alboroto
comenzó de nuevo, se escucharon rugidos y gemidos y la otra mitad cayó también.
- Tranquilo, - dijo el joven - voy a avivarte el fuego. -
Cuando había terminado y miró alrededor, las dos piezas se habían unido y hombre
espantoso estaba sentado en su sitio.
- Eso no entraba en el trato, - dijo él - ese banco es mío. -
El hombre intentó empujarle, pero el joven no lo permitió, así que lo echó con todas
sus fuerzas y se sentó en su sitio.
Más hombres cayeron por la chimenea uno detrás de otro, cogieron nueve piernas
humanas y dos calaveras y las dispusieron para jugar a los bolos. El joven también
quería jugar: - Escuchadme, ¿Puedo jugar? -
- Si tienes dinero, sí. - respondieron ellos.-
- Si que lo tengo. - respondió - Pero vuestras bolas no son demasiado redondas. -
Cogió las calaveras, las puso en el torno y las redondeó. -Así, - dijo - ahora rodarán
mucho mejor.-
- Hurra, - dijeron los hombres - ahora nos divertiremos. -
Jugó con ellos y perdió algo de dinero, pero cuando dieron las doce todo desapareció
de su vista. Se acostó y se quedó dormido. A la mañana siguiente el rey fue a ver
como estaba: - ¿cómo te ha ido esta vez?- le preguntó.
- He estado jugando a los bolos, - respondió - y he perdido un par de monedas. -
- Entonces no has tenido miedo? - preguntó el rey.
-¿Qué?- dijo - Si me lo he pasado estupendamente. He hecho de todo menos saber lo
que es tener miedo. -
La tercera noche se sentó en su banco y entristecido dijo: - Si pudiera tener miedo...-
Cuando se hizo tarde, seis hombres muy altos entraron trayendo consigo un ataúd. Le
dijeron al joven:
- Ja, ja, ja. Es mi primo, que murió hace unos días.- y llamó con los nudillos en el
ataúd - Sal, primo, sal. -
Pusieron el ataúd en el suelo, abrieron la tapa y se vio un cadáver tumbado en su
interior. El joven le tocó la cara pero estaba fría como el hielo. - Espera, - dijo - te
calentaré un poco- Se fue al fuego, se calentó las manos y las puso en la cara del
difunto, pero esta continuó fría. Lo sacó del ataúd, lo sentó junto al fuego y lo apoyó
en su pecho frotándole los brazos para que la sangre circulara de nuevo. Como esto
tampoco funcionaba, pensó: " cuando dos personas se meten en la cama se dan calor
mutuamente". Así que se lo llevó a la cama, lo tapó y se tumbó junto a él. Al rato el
cadáver entró en calor y comenzó a moverse.
El joven el dijo:- ¿Ves primo como te he hecho entrar en calor?. -
Sin embargo el cadáver se levantó y dijo: - Te estrangularé. -
-¿Cómo?, - dijo el joven - ¿Así me lo agradeces? Pues te vas a ir a tu ataúd ahora
mismo. -
Y lo cogió en volandas, lo tiró al ataúd y cerró la tapa. Entonces los seis hombres
vinieron y se llevaron el ataúd.
- No puedo aprender a tener miedo. - dijo el muchacho - Nunca en mi vida aprenderé.
Un hombre más alto que los demás entró y tenía un aspecto terrible. Era viejo y tenía
una larga barba blanca.
- Pobre diablo,- gritó el viejo - pronto sabrás lo que es tener miedo, porque vas a
morir.-
- No tan deprisa, . respondió el muchacho - que yo tendré algo que decir en eso de
que voy a morir.-
- Pronto acabaré contigo.- dijo el demonio.
- Tómatelo con calma y no digas bravuconadas que soy tan fuerte como tú o quizá
más. -
- Lo comprobaremos. - dijo el viejo - Si eres más fuerte, te dejaré ir. Ven y lo
comprobaremos.-
Lo condujo a través de oscuros pasajes hasta una forja, allí el viejo cogió una enorme
hacha y de un tajo partió un yunque en dos.
- Puedo mejorarlo. - dijo el muchacho y se fue a otro yunque. El viejo se acercó para
observar con la barba colgando. El joven levantó el hacha, partió el yunque de un tajo
y en el camino cortó la barba del viejo.
- Te he vencido. - dijo el joven - ahora te toca morir a ti.- Y con una barra de hierro
golpeó al viejo hasta que empezó a llorar y a pedirle que parara, que si lo hacía le
daría grandes riquezas.
El joven soltó la barra de hierro y le dejó libre. El viejo lo condujo de nuevo al
castillo y en un sótano le mostró tres cofres llenos de oro.
- De todo esto, - dijo el viejo - uno es para los pobres, otro es para el rey y el tercero
es para ti.-
Entretanto dieron las doce y el espíritu desapareció y el joven se quedó a oscuras.
- Creo que podré encontrar las salida. - dijo el joven. Y tanteando consiguió encontrar
el camino hasta la sala donde estaba el fuego y durmió junto a él.
A la mañana siguiente el rey fue a verle y le dijo: - Ya tienes que haber aprendido lo
que es tener miedo. -
- No, - contestó - vino un muerto y un hombre con barba me enseño un montón de
dinero abajo, pero nadie me ha dicho lo que es tener miedo. -
- Entonces, - dijo el rey - has salvado el castillo y te casarás con mi hija. -
- Todo eso está muy bien, - dijo el joven - pero sigo sin saber lo que es tener miedo.-
Se repartió el oro y se celebró la boda. Pero por mucho que quisiese a su esposa y por
muy feliz que fuese el joven rey siempre decía: - si pudiera tener miedo, si pudiera
tener miedo... -
Eso acabó por enfadar a su esposa: "Encontraré una cura, aprenderá a tener miedo."
Fue al río que atravesaba el jardín y se trajo un cubo lleno de gobios. Por la noche,
cuando el joven rey estaba dormido, su esposa le quitó las sábanas y le vació encima
el cubo lleno de agua fría con los gobios, de manera que los pececitos se pusieron a
dar saltos sobre él. El se despertó y gritó: - ¡Qué susto! , ahora sé lo que es asustarse.
Lo que sucedió a una zorra que se tendió en la calle y se hizo la muerta
Hablando otro día el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo así:
-Patronio, un pariente mío vive en un lugar donde le hacen frecuentes atropellos, que
no puede impedir por falta de poder, y los nobles de allí querrían que hiciese alguna
cosa que les sirviera de pretexto para juntarse contra él. A mi pariente le resulta muy
penoso sufrir cuantas afrentas le hacen y está dispuesto a arriesgarlo todo antes que
seguir viviendo de ese modo. Como yo quisiera que él hiciera lo más conveniente, os
ruego que me digáis qué debo aconsejarle para que viva como mejor pueda en
aquellas tierras.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que le podáis aconsejar lo que debe
hacer, me gustaría que supierais lo sucedido a una zorra que se hizo la muerta.
El conde le preguntó cómo había pasado eso.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, una zorra entró una noche en un corral donde
había gallinas y tanto se entretuvo en comerlas que, cuando pensó marcharse, ya era
de día y las gentes estaban en las calles. Cuando comprobó que no se podía esconder,
salió sin hacer ruido a la calle y se echó en el suelo como si estuviese muerta. Al
verla, la gente pensó que lo estaba y nadie le hizo caso.
»Al cabo de un rato pasó por allí un hombre que dijo que los cabellos de la frente de
la zorra eran buenos para evitar el mal de ojo a los niños, y, así, le trasquiló con unas
tijeras los pelos de la frente.
»Después se acercó otro, que dijo lo mismo sobre los pelos del lomo; después otro,
que le cortó los de la ijada; y tantos le cortaron el pelo que la dejaron repelada. A
pesar de todo, la zorra no se movió, porque pensaba que perder el pelo no era un daño
muy grave.
»Después se acercó otro hombre, que dijo que la uña del pulgar de la zorra era muy
buena para los tumores; y se la quitó. La zorra seguía sin moverse.
»Después llegó otro que dijo que los dientes de zorra eran buenos para el dolor de
muelas. Le quitó uno, y la zorra tampoco se movió esta vez.
»Por último, pasado un rato, llegó uno que dijo que el corazón de la zorra era bueno
para el dolor del corazón, y echó mano al cuchillo para sacárselo. Viendo la zorra que
le querían quitar el corazón, y que si se lo quitaban no era algo de lo que pudiera
prescindir, y que por ello moriría, pensó que era mejor arriesgarlo todo antes que
perder ciertamente su vida. Y así se esforzó por escapar y salvó la vida.
»Y vos, señor conde, aconsejad a vuestro pariente que dé a entender que no le
preocupan esas ofensas y que las tolere, si Dios lo puso en una tierra donde no puede
evitarlas ni tampoco vengarlas como corresponde, mientras esas ofensas y agravios
los pueda soportar sin gran daño para él y sin pérdida de la honra; pues cuando uno
no se tiene por ofendido, aunque le afrenten, no sentirá humillación. Pero, en cuanto
los demás sepan que se siente humillado, si desde ese momento no hace cuanto debe
para recuperar su honor, será cada vez más afrentado y ofendido. Y por ello es mejor
soportar las ofensas leves, pues no pueden ser evitadas; pero si los ofensores
cometieren agravios o faltas a la honra, será preciso arriesgarlo todo y no soportar
tales afrentas, porque es mejor morir en defensa de la honra o de los derechos de su
estado, antes que vivir aguantando indignidades y humillaciones.
El conde pensó que este era un buen consejo.
Y don Juan lo mandó poner en este libro e hizo estos versos que dicen así:
Soporta las cosas mientras pudieras,
y véngate sólo cuando debieras.
El Príncipe Rana
Hace muchos, muchos años vivía una princesa a quien le encantaban los objetos de
oro. Su juguete preferido era una bolita de oro macizo. En los días calurosos, le
gustaba sentarse junto a un viejo pozo para jugar con la bolita de oro. Cierto día, la
bolita se le cayó en el pozo. Tan profundo era éste que la princesa no alcanzaba a ver
el fondo.
—¡Ay, qué tristeza! La he perdido —se lamentó la princesa, y comenzó a llorar.
De repente, la princesa escuchó una voz.
—¿Qué te pasa, hermosa princesa? ¿Por qué lloras?
La princesa miró por todas partes, pero no vio a nadie.
—Aquí abajo —dijo la voz.
La princesa miró hacia abajo y vio una rana que salía del agua.
—Ah, ranita —dijo la princesa—. Si te interesa saberlo, estoy triste porque mi bolita
de oro cayó en el pozo.
—Yo la podría sacar —dijo la rana—. Pero tendrías que darme algo a cambio.
La princesa sugirió lo siguiente:
—¿Qué te parecen mi perlas y mis joyas? O quizás mi corona de oro.
—¿Y qué puedo hacer yo con una corona? —dijo la rana—. Pero te ayudaré a
encontrar la bolita si me prometes ser mi mejor amiga.
—Iría a cenar a tu castillo, y me quedaría a pasar la noche de vez en cuando —
propuso la rana.
Aunque la princesa pensaba que aquello eran tonterías de la rana, accedió a ser su
mejor amiga.
Enseguida, la rana se metió en el pozo y al poco tiempo salió con la bolita de oro en
la boca.
La rana dejó la bolita de oro a los pies de la princesa. Ella la recogió rápidamente y,
sin siquiera darle las gracias, se fue corriendo al castillo.
—¡Espera! —le dijo la rana—. ¡No puedo correr tan rápido!
Pero la princesa no le prestó atención.
La princesa se olvidó por completo de la rana. Al día siguiente, cuando estaba
cenando con la familia real, escuchó un sonido bastante extraño en las escaleras de
mármol del palacio.
Luego, escuchó una voz que dijo:
—Princesa, abre la puerta.
Llena de curiosidad, la princesa se levantó a abrir. Sin embargo, al ver a la rana toda
mojada, le cerró la puerta en las narices. El rey comprendió que algo extraño estaba
ocurriendo y preguntó:
—¿Algún gigante vino a buscarte?
—Es sólo una rana —contestó ella.
—¿Y qué quiere esa rana? —preguntó el rey.
Mientras la princesa le explicaba todo a su padre, la rana seguía golpeando la puerta.
—Déjame entrar, princesa —suplicó la rana—. ¿Ya no recuerdas lo que me
prometiste en el pozo?
Entonces le dijo el rey:
—Hija, si hiciste una promesa, debes cumplirla. Déjala entrar.
A regañadientes, la princesa abrió la puerta. La rana la siguió hasta la mesa y pidió:
—Súbeme a la silla, junto a ti.
—Pero, ¿qué te has creído?
En ese momento, el rey miró con severidad a su hija y ella tuvo que acceder. Como la
silla no era lo suficientemente alta, la rana le pidió a la princesa que la subiera a la
mesa. Una vez allí, la rana dijo:
—Acércame tu plato, para comer contigo.
La princesa le acercó el plato a la rana, pero a ella se le quitó por completo el apetito.
Una vez que la rana se sintió satisfecha dijo:
—Estoy cansada. Llévame a dormir a tu habitación.
La idea de compartir su habitación con aquella rana le resultaba tan desagradable a la
princesa que se echó a llorar. Entonces, el rey le dijo:
—Llévala a tu habitación. No está bien darle la espalda a alguien que te prestó su
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Cuadernillo

  • 1. Orfeo y Eurídice Orfeo canta. Canta recorriendo las praderas y los bosques de su país, Tracia. Acompaña su canto con una lira, instrumento que él perfeccionó agregándole dos cuerdas... Hoy la lira posee nueve cuerdas. ¡Nueve cuerdas... en homenaje a las nueve musas! El canto de Orfeo es tan bello, que las piedras del camino se apartan para no lastimarlo, las ramas de los árboles se inclinan hacia él, y las flores se apuran a abrir sus capullos para escucharlo mejor. De repente, Orfeo se detiene: frente a él, hay una muchacha de gran belleza. Sentada en la ribera del río Peneo, está peinando su larga cabellera. Pero se detiene con la llegada del viajero. Ella viste sólo una túnica ligera, al igual que las náyades que habitan las fuentes. Orfeo y la ninfa se encuentran cara a cara un instante, sorprendidos y encandilados uno por el otro. —¿Quién eres, hermosa desconocida? —le pregunta al fin Orfeo, acercándose a ella. —Soy Eurídice, una hamadríade. Por el extraño y delicioso dolor que le atraviesa el corazón, Orfeo comprende que el amor que siente por esta bella ninfa es inmenso y definitivo. —¿Y tú? —pregunta, por fin, Eurídice—. ¿Cuál es tu nombre? —Me llamo Orfeo. Mi madre es la musa Calíope y mi padre, Apolo, ¡el dios de la Música! Soy músico y poeta. Haciendo sonar algunos acordes en su instrumento —cuerdas tendidas en un magnífico caparazón de tortuga—, agrega: —¿Ves esta lira? La inventé yo y la he llamado cítara. —Lo sé. ¿Quién no ha oído hablar de ti, Orfeo? Orfeo se hincha de orgullo. La modestia no es su fuerte. Le encanta que la ninfa conozca su fama. —Eurídice —murmura inclinándose ante ella—, creo que Eros me ha lanzado una de sus flechas... Eros es el dios del Amor. Halagada y encantada, Eurídice estalla en una carcajada. —Soy sincero —insiste Orfeo—. ¡Eurídice, quiero casarme contigo! Pero escondido entre los juncos de la ribera, hay alguien que no se ha perdido nada de la escena. Es otro hijo de Apolo: Aristeo, que es apicultor y pastor. Él también ama a Eurídice, aunque la bella ninfa siempre lo rechazó. Se muerde el puño para no gritar de celos. Y jura vengarse... ¡Hoy se casan Orfeo y Eurídice! La fiesta está en su apogeo a orillas del río Peneo. La joven novia ha invitado a todas las hamadríades, que están bailando al son de la cítara de Orfeo. De golpe, para hacer una broma a su flamante esposo, exclama: —¿Podrás atraparme? Riendo, se echa a correr entre los juncos. Abandonando su cítara, Orfeo se lanza en su persecución. Pero la hierba está alta, y Eurídice es rápida. Una vez que su enamorado queda fuera de su vista, se precipita en un bosquecillo para esconderse. Allí, la apresan dos brazos vigorosos. Ella grita de sorpresa y de miedo. —No temas —murmura una voz ronca—. Soy yo: Aristeo. —¿Qué quieres de mí, maldito pastor? ¡Regresa con tus ovejas, tus abejas y tus colmenas! —¿Por qué me rechazas, Eurídice? —¡Suéltame! ¡Te desprecio! ¡Orfeo! ¡Orfeo! —Un beso... Dame un solo beso, y te dejaré ir. Con un ademán brusco, Eurídice se desprende del abrazo de Aristeo y regresa corriendo a la ribera del Peneo. Pero el pastor no se da por vencido y la persigue de cerca. En su huida, Eurídice pisa una serpiente. La víbora hunde sus colmillos en la pantorrilla de la muchacha. —¡Orfeo! —grita haciendo muecas de dolor. Su novio acude. Entonces, Aristeo cree más prudente alejarse. —¡Eurídice! ¿Qué ha ocurrido? —Creo... que me mordió una serpiente. Orfeo abraza a su novia, cuya mirada se nubla. Pronto acuden de todas partes las hamadríades y los invitados. —Eurídice... te suplico, ¡no me dejes! —Orfeo, te amo, no quiero perderte... Son las últimas palabras de Eurídice. Jadea, se ahoga. Es el fin, el veneno ha hecho su trabajo. Eurídice ha muerto. Alrededor de la joven muerta, resuenan ahora lamentos, gritos y gemidos. Orfeo quiere expresar su dolor: toma su lira e improvisa un canto fúnebre que las hamadríades repiten en coro. Es una queja tan conmovedora que las bestias salen de sus escondites, se acercan hasta la hermosa difunta y unen sus quejas a las de los humanos. Es un canto tan triste y tan desgarrador que, del suelo, surgen aquí y allá miles de fuentes de lágrimas.
  • 2. —¡Es culpa de Aristeo! —acusa de golpe una de las hamadríades. —Es verdad. ¡He visto cómo la perseguía! —Malvado Aristeo... ¡Destruyamos sus colmenas! —Sí. Matemos todas sus abejas. ¡Venguemos a nuestra amiga Eurídice! Orfeo no tiene consuelo. Asiste a la ceremonia fúnebre sollozando. Las hamadríades, emocionadas, le murmuran: —Vamos, Orfeo, ya no puedes hacer nada. Ahora, Eurídice se encuentra a orillas del río de los infiernos, donde se reúnen las sombras. Al oír estas palabras, Orfeo se sobresalta y exclama: —Tienen razón. Está allí. ¡Debo ir a buscarla! A su alrededor, se escuchan algunas protestas asombradas. ¿El dolor había hecho a Orfeo perder la razón? ¡El reino de las sombras es un lugar del que nadie vuelve! Su soberano, Hades, y el horrible monstruo Cerbero, su perro de tres cabezas, velan por que los muertos no abandonen el reino de las tinieblas. —Iré —insiste Orfeo—. Iré y la arrancaré de la muerte. El dios de los infiernos consentirá en devolvérmela. ¡Sí, lo convenceré con el canto de mi lira y con la fuerza de mi amor! La entrada en los infiernos es una gruta que se abre sobre el cabo Ténaro. ¡Pero aventurarse allí sería una locura! Orfeo se ha atrevido a apartar la enorme roca que tapa el orificio de la caverna; se ha lanzado sin temor en la oscuridad. ¿Desde hace cuánto tiempo que camina por este estrecho sendero? Enseguida, gemidos lejanos lo hacen temblar. Luego, aparece un río subterráneo: el Aqueronte, famoso río de los dolores... Orfeo sabe que esa corriente de agua desemboca en la laguna Estigia, cuyas orillas están pobladas por las sombras de los difuntos. Entonces, para darse ánimo, entona un canto con su lira. ¡Y sobreviene el milagro: las almas de los muertos dejan de gemir, los espectros acuden en muchedumbre para oír a este audaz viajero que viene del mundo de los vivos! De repente, Orfeo ve a un anciano encaramado sobre una embarcación. Interrumpe su canto para llamarlo: —¿Eres tú, Caronte? ¡Llévame hasta Hades! Subyugado tanto por los cantos de Orfeo como por su valentía, el barquero encargado de conducir las almas al soberano del reino subterráneo hace subir al viajero en su barca. Poco después, lo deja en la otra orilla, frente a dos puertas de bronce monumentales. ¡Allí están, cada uno en su trono, el temible dios de los infiernos y su esposa Perséfone! A su lado, el repulsivo can Cerbero abre las fauces de sus tres cabezas; sus ladridos llenan la caverna. Hades mira despectivo al intruso: —¿Quién eres tú para atreverte a desafiar al dios de los infiernos? Entonces, Orfeo canta. Acompañando el canto con su lira, alza una súplica en tono desgarrador: —Noble Hades, ¡mi valentía nace solamente de la fuerza de mi amor! De mi amor hacia la bella Eurídice, que me ha sido arrebatada el día mismo de mi boda. Ahora, ella está en tu reino. Y vengo, poderoso dios, a implorar tu clemencia. ¡Sí, devuélveme a mi Eurídice! Déjame regresar con ella al mundo de los vivos. Hades vacila antes de echar a este atrevido. Vacila, pues incluso el terrible Cerbero parece conmovido por ese ruego: el monstruo ha dejado de ladrar. ¡Se arrastra por el suelo, gimiendo! —¿Sabes, joven imprudente —declara Hades señalando las puertas— que nadie sale de los infiernos? ¡No debería dejarte ir! —¡Lo sé! —respondió Orfeo—. ¡No temo a la muerte! Puesto que he perdido a mi Eurídice, perdí toda razón de vivir. ¡Y si te niegas a dejarme partir con ella, permaneceré entonces aquí, a su lado, en tus infiernos! Perséfone se inclina hacia su esposo para murmurarle algunas palabras al oído. Hades agacha la cabeza, indeciso. Por fin, tras una larga reflexión, le dice a Orfeo: —Y bien, joven temerario, tu valor y tu pena me han conmovido. Que así sea: acepto que partas con tu Eurídice. Pero quiero poner tu amor a prueba... Una oleada de alegría y de gratitud invade a Orfeo. —¡Ah, poderoso Hades! ¡La más terrible de las condiciones será más dulce que la crueldad de nuestra separación! ¿Qué debo hacer? —No darte vuelta para mirar a tu amada hasta tanto no hayan abandonado mis dominios. Pues serás tú mismo quien la conduzca fuera de aquí. ¿Me has comprendido bien? ¡No debes mirarla ni hablarle! Si desobedeces, Orfeo, ¡perderás a Eurídice para siempre! Loco de alegría, el poeta se inclina ante los dioses. —Ahora vete, Orfeo. Pero no olvides lo que he decretado. Orfeo ve que las dos hojas de la pesada puerta de bronce se entreabren chirriando. —¡Camina delante de ella! ¡No tienes derecho a verla! Rápidamente, Orfeo toma su lira y se dirige hacia la barca de Caronte. Lo hace lentamente, para que Eurídice pueda seguirlo. ¿Pero, cómo estar seguro? La angustia, la incertidumbre le arrancan lágrimas de los ojos. Está a punto de exclamar: "¡Eurídice!", pero recuerda a tiempo la recomendación del dios y se cuida de no abrir
  • 3. la boca. Apenas sube a la barca de Caronte, siente que la embarcación se bambolea por segunda vez. ¡Eurídice, pues, se ha unido a él! Refunfuñando por el sobrepeso, el viejo barquero emprende el camino contra la corriente. Finalmente, Orfeo desciende en tierra y se lanza hacia el camino que conduce al mundo de los vivos... Pronto, se detiene para oír. A pesar de las corrientes de aire que soplan en la caverna, adivina el roce de un vestido y el ruido de pasos de mujer que siguen por el mismo sendero. ¡Eurídice! ¡Eurídice! Escala las rocas de prisa para reunirse con ella lo antes posible. Pero, ¿y si se está adelantando demasiado? ¿Y si ella se extravía? Dominando su impaciencia, disminuye la velocidad de su andar, atento a los ruidos que, a sus espaldas, indican que Eurídice lo está siguiendo. Pero cuando vislumbra la entrada de la caverna a lo lejos, una espantosa duda lo asalta: ¿y si no fuera Eurídice? ¿Y si Hades lo ha engañado? Orfeo conoce la crueldad de la que son capaces los dioses, ¡sabe cómo estos pueden burlarse de los desdichados humanos! Para darse ánimo, murmura: —Vamos, sólo faltan algunos pasos... Con el corazón palpitante, Orfeo da esos pasos. ¡Y de un salto, llega al aire libre, a la gran luz del día! —Eurídice... ¡por fin! No aguanta más y se da vuelta. Y ve, en efecto, a su amada. En la penumbra. Pues, a pesar de que sigue sus pasos, ella aún no ha franqueado los límites del tenebroso reino. Y Orfeo comprende súbitamente su imprudencia y su desgracia. —Eurídice... ¡no! Es demasiado tarde: la silueta de Eurídice ya se desdibuja, se diluye para siempre en la oscuridad. Un eco de su voz lo alcanza: —Orfeo... ¡adiós, mi tierno amado! El enorme bloque se cierra sobre la entrada de la caverna. Orfeo sabe que es inútil desandar el camino de los infiernos. —Eurídice... ¡Por mi culpa te pierdo una segunda vez! Orfeo está de vuelta en su país, Tracia. Ha contado sus desdichas a todos aquellos que cruzó en su camino. La conciencia de su culpabilidad hace que su desesperación sea ahora más intensa que antes. —Orfeo —le dicen las hamadríades—, piensa en el porvenir, no mires hacia atrás... Tienes que aprender a olvidar. —¿Olvidar? ¿Cómo olvidar a Eurídice? No es mi atrevimiento lo que los dioses han querido castigar, sino mi excesiva seguridad. La desaparición de Eurídice no ha privado a Orfeo de su necesidad de cantar: día y noche quiere comunicar a todos su dolor infinito... Y los habitantes de Tracia no tardan en quejarse de ese duelo molesto y constante. —¡De acuerdo! —declara Orfeo—. Voy a huir del mundo. Voy a retirarme lejos del sol y de las bondades de Grecia. ¡Así, ya nadie me oirá cantar ni gemir! Siete meses más tarde, Orfeo llega al monte Pangeo. Allí, alegres clamores indican que una fiesta está en su plenitud. Bajo inmensas tiendas de tela, beben numerosos convidados. Algunos, ebrios, cortejan de cerca a mujeres que han bebido mucho también. Cuando Orfeo está dispuesto a seguir su camino, unas muchachas lo llaman: —¡Ven a unirte a nosotros, bello viajero! —¡Qué magnífica lira! ¿Así que eres músico? ¡Canta para nosotros! —Sí. ¡Ven a beber y a bailar en honor de Baco, nuestro amo! Orfeo reconoce a esas mujeres: son las bacantes; sus banquetes terminan, a menudo, en bailes desenfrenados. Y Orfeo no tiene ánimo para bailar ni para reír. —No. Estoy de duelo. He perdido a mi novia. —¡Una perdida, diez encontradas! —exclamó en una carcajada una de las bacantes, señalando a su grupo de amigas—. ¡Toma a una de nosotras por compañera! —Imposible. Nunca podría amar a otra. —¿Quieres decir que no nos crees lo suficientemente hermosas? —¿Crees que ninguna de nosotras es digna de ti? Orfeo no responde, desvía la mirada y hace ademán de partir. Pero las bacantes no están dispuestas a permitírselo. —¿Quién es este insolente que nos desprecia? —¡Hermanas, debemos castigar este desdén! Antes de que Orfeo pueda reaccionar, las bacantes se lanzan sobre él. Orfeo no tiene ni energía ni deseos de defenderse. Desde que ha perdido a Eurídice, el infierno no lo atemoriza, y la vida lo atrae menos que la muerte. Alertados por el alboroto, los convidados acuden y dan fin al infortunado viajero que se atrevió a rechazar a las bacantes. En su ensañamiento, las mujeres furiosas desgarran el cuerpo del desdichado poeta. Una de ellas lo decapita y se apodera de su cabeza, la toma por el cabello y la arroja al río más cercano. Otra recoge su lira y también la tira al agua. La noticia de la muerte de Orfeo se extiende por toda Grecia.
  • 4. Cuando las musas se enteran, acuden al monte Pangeo, que las bacantes ya habían abandonado. Piadosamente, las musas recogen los restos del músico. —¡Vamos a enterrarlo al pie del monte Olimpo! —deciden—. Le edificaremos a Orfeo un templo digno de su memoria. —¿Pero, y su cabeza? ¿Y su lira? —Ay, no las hemos encontrado. Nadie volvió a ver jamás la cabeza de Orfeo ni su lira. Pero durante la noche, cuando uno pasea por las orillas del río, a veces, sube un canto de asombrosa belleza. Parece una voz acompañada por una lira. Aguzando el oído, se distingue una triste queja. Es Orfeo llamando a Eurídice. La dolorosa historia de Orfeo y de Eurídice es mencionada por los trágicos griegos, entre ellos Eurípides (siglo V a. C.) en su obra Las bacantes. Más adelante, esa historia fue tema de muchas óperas, como las de Claudio Monteverdi (siglo XVII) y las de Christoph Gluck (siglo XVIII). Filemón y Baucis A Zeus, el más poderoso de los dioses, le gustaba bajar a la Tierra. Disfrazado de simple viajero, se mezclaba entonces entre los humanos para observarlos, ponerlos a prueba o seducirlos... Aquel día, acompañado de su hijo Hermes, que también era su cómplice, caminaba por las rutas de Frigia. Como caía la noche, las dos divinidades entraron en un pueblo de casas de rica apariencia. —¡Ya era hora! —exclamó Hermes señalando el cielo, donde se acumulaban las nubes. Zeus se encogió de hombros. La lluvia no le preocupaba, y la tormenta aún menos: ¿acaso él no comandaba el rayo? —¡Bueno! —exclamó—, he aquí un pueblo que me parece próspero. Veamos si sus habitantes nos ofrecen un techo... Justamente, el dueño de una lujosa mansión estaba por entrar en su morada. Zeus se dirigió a él: —Noble señor, ¿aceptarías brindar hospitalidad a estos dos viajeros rendidos? El hombre apenas miró a los desconocidos. Se apresuró a entrar en su casa y cerró la puerta, cuyo pestillo de madera cayó pesadamente. Ante el rostro desconcertado de su padre, Hermes estalló en una carcajada. Señaló sus vestimentas y dijo: —¡Hay que decir que con estas ropas ridículas no inspiramos demasiado respeto! ¿Quién creería que son dioses los que se esconden detrás de estos harapos? Llamaron a la puerta de la segunda casa, cuya fachada era tan opulenta como la de la primera. Transcurrió un largo rato hasta que apareció, en el hueco de la puerta, el rostro de un hombre maduro. Bordados de plata adornaban su túnica. —¿Qué pasa? —gruñó mirándolos de arriba abajo desconfiado—. ¿Quiénes son ustedes? —Extranjeros que pedimos... —¿Extranjeros? ¡Sigan de largo! Con estas cálidas palabras, el dueño de casa les cerró la puerta en la cara. Ya comenzaban a caer las gotas de lluvia. —Padre —dijo Hermes—, ¿no crees que deberíamos regresar al Olimpo? Mis sandalias aladas... —Llama a esta otra puerta. Suspirando, Hermes obedeció. Esta vez, les abrió un joven esclavo1; su expresión era temerosa y, sobre sus hombros, se adivinaban marcas de latigazos. —¡Ah, joven! —exclamó Zeus—. Mi hijo y yo estamos extenuados. ¿Tu amo nos concedería su hospitalidad? Los dioses vieron en la sala principal una enorme mesa bien provista alrededor de la cual numerosos comensales celebraban un festín. Se oían cantos y risas. El joven esclavo les susurró: —¡Ay, las consignas son estrictas! Sólo debo dejar entrar a los invitados. Mi amo odia a los intrusos. —No se enterará de nada —dijo Hermes, sacando una moneda de su bolsillo —. Seremos discretos. ¡Y un lugar en el establo nos bastará! —Imposible... Oh, creo que ahí viene. ¡Aléjense antes de que los eche con sus perros! La lluvia, ahora, era intensa. —Padre —protestó Hermes—, ¿por qué obstinarnos? ¡Vistamos, al menos, nuestros mejores trajes! Ya que no logramos despertar compasión, inspiremos confianza. —De ninguna manera. Quiero saber hasta dónde llegan el egoísmo y la arrogancia de la gente de este pueblo.
  • 5. Al cabo de una hora, ya sabían a qué atenerse: ninguno de los habitantes del pueblo los había invitado a entrar. A veces, se habían limitado a gritarles, desde detrás de la puerta cerrada, que buscaran hospitalidad en otro sitio; otras veces, a pesar de que luces y voces indicaban que la vivienda se hallaba habitada, no habían obtenido respuesta a sus llamados y a sus repetidos golpes. Zeus se sentía herido. —¿Cómo castigar a estos groseros? —Nos estamos empapando. ¡Regresemos al Olimpo! —Espera. Todavía, queda una última casa... —¿Esa choza miserable, a un lado del camino? —Mira: se filtra una pálida luz por la ventana. Se acercaron y llamaron a la puerta. Les abrió una pareja de ancianos. A juzgar por su delgadez, no debían saciar su hambre todos los días. Pero su rostro expresaba dulzura y calma. La mujer, preocupada, les dijo enseguida: —¡Desdichados, afuera bajo la lluvia, a esta hora! Entren rápido a secarse. Los dioses disfrazados se instalaron frente a la chimenea. El dueño de casa tomó el último leño de una magra pila de madera para arrojarlo al hogar y reavivar el fuego. Zeus hizo notar a su hijo el altar doméstico donde habían depositado algunas ofrendas, prueba de que esos humanos honraban, a menudo, a los dioses. —Cuando hayan entrado en calor —dijo su anfitrión mostrando la mesa—, compartirán nuestra comida. Desgraciadamente, será modesta: no tenemos más que un poco de sopa y pan para ofrecerles. ¿Baucis, puedes agregar dos cuencos? La anciana obedeció mientras su marido partía el pan en cuatro, reservando las partes más grandes para sus invitados. —¿Filemón? —exclamó de golpe la mujer—. Estoy pensando: nuestro ganso... —Tienes razón, Baucis —respondió el anciano sonriendo—. No nos atrevíamos a matarlo, ¡pero esta es una buena ocasión! Conmovidos por la amabilidad de su anfitrión, los dioses quisieron impedírselo, pero este ya había salido en su busca. Al volver, sostenía por las patas a un ganso tan delgado como sus dueños. El animal, que debía comprender lo que le esperaba, chillaba con desesperación. Hasta entonces, Zeus y Hermes no habían reaccionado. De común acuerdo, decidieron revelar su identidad. Cambiaron de repente sus harapos empapados por trajes secos y dignos de su condición. Sus anfitriones, todavía, no habían visto nada de ese prodigio: ¡estaban demasiado ocupados corriendo detrás de su ganso! En efecto, el ave se les acababa de escapar y corría revoloteando por la habitación. ¡Y tenía más energía que los dos ancianos que se habían lanzado tras él! Finalmente, terminó por refugiarse entre las piernas de los dioses, sentados cerca del hogar. Fue recién en ese instante cuando Filemón y Baucis notaron los lujosos ropajes de sus visitantes y la nobleza de su porte. Estupefactos, comprendieron que no habían albergado a dos viajeros comunes y se prosternaron a sus pies. Con voz temblorosa, Filemón balbuceó: —¡Nobles señores, sé que esta pobre cena es indigna de ustedes! Si me ayudaran a recuperar el ganso... —Generoso Filemón —dijo Zeus levantándose—, me niego a que sacrifiques a este animal. Y a ti, Baucis, te agradezco esta comida que querías compartir con nosotros. ¡Que esté a la altura de su acogida! En un segundo, la mesa se cubrió de carnes jugosas, de aves asadas y de vajilla de plata que desbordaba de delicados manjares. Los dos ancianos, que jamás habían visto nada parecido, abrieron desmesuradamente los ojos. —Sepan, Filemón y Baucis, que se encuentran ante Zeus y Hermes. Esta noche, compartirán la cena habitual de los dioses... Los ancianos asistieron, sin duda, al festín más grande de sus vidas. Pero si Zeus y Hermes habían querido recompensar la hospitalidad de la pareja, también buscaban castigar la ingratitud de aquellos que se la habían negado. Una vez terminada la comida, condujeron en la oscuridad a Filemón y a Baucis fuera de la cabaña. Dóciles y temblorosos, unieron sus manos como si temieran perderse. La lluvia había cesado. Aunque, en realidad, sólo había dejado de caer sobre sus cabezas y, en cambio, parecía haberse redoblado en la llanura que acababan de abandonar. Con su índice que señalaba las nubes, Zeus hizo resurgir los rayos; tronó el cielo; y un verdadero diluvio se abatió sobre el pueblo. Abrazados uno a otro, Filemón y Baucis se preguntaban acerca del destino que los dioses les reservaban. Cuando llegó el alba, ya no quedaba nada del pueblo. Y una vez que las aguas se retiraron, sólo emergió el techo de una choza. —¡Nuestra cabaña! —exclamaron Filemón y Baucis. —¡Que, de ahora en más, sea un templo! —decretó Zeus. De inmediato, delante de los ojos pasmados de los ancianos, la pobre casucha se transformó en un magnífico monumento de columnas de mármol. —Ahora —les dijo Zeus—, quiero demostrarles mi agradecimiento. ¡Expresen sus deseos, y se cumplirán! Sorprendidos, Filemón y Baucis se consultaron con la mirada. —Dios poderoso —respondió, al fin, Filemón—, déjanos convertirnos en los guardianes de este templo, así podremos honrarte durante mucho tiempo. Hermes no pudo evitar una broma: —¿Mucho tiempo? ¿Pero cuántos años más esperas vivir? —Y bien, gran Zeus —agregó entonces la anciana Baucis—, permíteme sumar un deseo al de mi esposo: me gustaría vivir todavía la mayor cantidad de tiempo posible junto a él.
  • 6. Zeus reflexionó. Buscaba la manera de complacer el extraño pedido de aquellos ancianos. Sólo los dioses —y, en muy rara ocasión, los héroes— podían aspirar a la inmortalidad. —¿Cómo? —se asombró Hermes—. ¿No están cansados el uno del otro? —No —respondió Baucis sonriendo—. Cuando nos conocimos y nos enamoramos, no éramos más que niños. Desde entonces, jamás nos hemos separado. —Y durante todos estos años —preguntó Zeus—, ¿no sintieron ganas de separarse después de una pelea...? —No —confesó Filemón—. La Discordia, esa divinidad malhechora, nos ha evitado siempre. De repente, Zeus comprendió por qué esa pareja enternecedora los había albergado tan espontáneamente: los ancianos se amaban. Quizá, residía allí el secreto de su hospitalidad. Quien no puede brindar amor a quien está a su lado, ¿cómo podría brindarlo a desconocidos? Al unísono, los ancianos concluyeron: —¡Nuestro deseo más entrañable es morir al mismo tiempo! Hermes dirigió a su padre una mirada divertida. Por una vez, simples humanos daban a los dioses una lección de humildad. Zeus, en efecto, se peleaba a menudo con Hera, su esposa... —¡Que así sea! —decretó Zeus, tan conmovido como impresionado—. Me comprometo, Filemón y Baucis, a cumplir sus deseos. Entonces, atravesó el cielo un rayo enceguecedor. Cuando, por fin, los dos ancianos pudieron abrir los ojos, estaban solos en la colina. Aún turbados por los recientes acontecimientos, dudaron largo tiempo antes de retornar a la llanura donde se erigía el templo que sería su nueva morada. Y al llegar, tuvieron la sorpresa de ser recibidos por un ave que avanzaba hacia ellos contoneándose con satisfacción. En su generosidad, Zeus había salvado al ganso. Pasaron los años. Tan fieles a su palabra como a su amor, Filemón y Baucis fueron hasta el fin los guardianes del templo de Zeus. Los peregrinos que volvían año tras año comprobaban, asombrados, que el paso del tiempo no tenía poder alguno sobre esos ancianos acogedores y generosos. Pero como Filemón y Baucis eran simples mortales, fue necesario que Zeus pusiera término a sus vidas. Un día que estaban tomados de la mano cerca del templo, constataron que sus cuerpos se iban endureciendo como si fueran de piedra. Al poco tiempo, eran incapaces de moverse. Este hecho no alteró la serenidad de ambos. —Creo que es el fin —dijo Filemón—. Baucis, te amo. —Es el fin —respondió Baucis—. Te he amado siempre. Fueron las últimas palabras que pronunciaron. Poco a poco, sus cuerpos se cubrieron de corteza. Sus rostros se transformaron en follaje. Sus manos se convirtieron en ramas y sus dedos, en otras ramas, pero más pequeñas. Y, puesto que se encontraban muy cerca uno del otro, sus follajes se enlazaron en el mismo tierno verdor. Se volvieron tan altos y tan bellos que, enseguida, sus sombras confundidas recubrieron el templo. ¿Cuántos siglos vivieron así, uno junto a otro? Nadie lo sabe. Con el tiempo, el templo todo terminó por convertirse en ruinas. Pero aún hoy, donde se encontraba Frigia, dicen que se puede ver un viejo tilo junto a un roble milenario. Viajero, si un día pasas por allí, y ves un tilo y un roble cerca de algunas antiguas piedras, piensa que la vegetación es como la hospitalidad: se cultiva y se renueva. Y recuerda la historia de Filemón y de Baucis. La historia de Filemón y de Baucis la relata el poeta latino Ovidio (siglo I) en sus Metamorfosis. 1- Los esclavos eran, generalmente, prisioneros de guerra y, muy a menudo los amos los maltrataban abusando de su poder. El caballo de Troya De espaldas a los muros de la inaccesible ciudad de Troya, Ulises pensaba, con la mirada perdida en el mar cercano... Pensaba en Ítaca, la isla ahora lejana de la que era rey; pensaba en Penélope, su esposa, que había dejado allá, y en su hijo, Telémaco, que debía haber crecido mucho. —¡Diez años! —murmuró dominando su tristeza—. Hace diez años que partí. Diez años perdidos sitiando una ciudad. Y todo esto para hacer honor a una promesa y para obligar a Paris a devolver a la bella Helena a su esposo Menelao... ¡Cuántas víctimas durante esa interminable guerra que seguía enfrentando a los troyanos con los griegos! Los mejores habían perecido: Héctor, el campeón de Troya, y el héroe griego, Aquiles. El mismo Paris había sucumbido a una flecha envenenada. Pero Helena quedó prisionera. Y la ciudad aún no se rendía.
  • 7. —Sin embargo —declaró una voz cerca de Ulises—, la guerra va a terminar pronto, y Troya será destruida. Sí: los oráculos son precisos. Ulises reconoció a Calcante, el viejo adivino. Y cuando iba a replicarle con una ironía, una idea loca le pasó por la cabeza. —¿Estás rumiando alguna astucia, verdad, Ulises? —preguntó el anciano. El rey de Ítaca asintió, antes de agregar con fastidio: —¿Cómo adivinas mis pensamientos antes de que los exprese? —Olvidas —respondió Calcante— que ese es mi trabajo. Y todos sabemos que, de nosotros, tú eres el más astuto. ¡Habla! —No. Primero debo reflexionar; luego, presentaré mi proyecto a nuestros aliados. Aquella misma noche, el rey Agamenón reunió a todos los jefes de Grecia que estaban sitiando Troya. Ulises, entonces, les declaró: —Esta es mi idea: vamos a construir un inmenso caballo de madera... —¿Un caballo? —exclamó Agamenón, que esperaba un plan de batalla menos extravagante. —Sí. Un caballo tan grande que nos permitirá meter en sus entrañas, en secreto, a un centenar de nuestros guerreros más valientes. Mientras tanto, desmontaremos nuestras tiendas y nos dirigiremos a nuestras naves. Es necesario que los troyanos vean nuestros navíos alejarse de la costa. Uno de los compañeros de Ulises, que se llamaba Sinón, exclamó, escandalizado: —¡Estás loco! Entonces, ¿quieres levantar el sitio? —Espera Sinón: ¡olvidas el centenar de griegos disimulados dentro del caballo! Por otra parte, uno de nosotros permanecerá cerca de la estatua. Después de nuestra partida, será capturado por los troyanos. Esto es lo que el espía les dirá: hartos del sitio, los griegos regresaron a sus patrias. Para que Atenea les sea favorable, le han construido este caballo... —¿Atenea? —se sorprendió Agamenón—. ¡Pero Atenea es la protectora de nuestros enemigos! ¡Tiene su estatua en Troya, el Paladión! —Justamente: ¡nuestros enemigos creerán que queremos congraciarnos! — explicó Ulises. Estoy seguro de que, para no ofender a Atenea, los troyanos harán entrar en la ciudad ese caballo que le está dedicado a ella. —¡Ya veo! —admitió Agamenón—. ¿Quieres, pues, arrojar nuestros mejores hombres en la boca del lobo? —No. Quiero, por el contrario, que nos abran el corral. Pues este caballo será tan gigantesco que no podrá pasar por ninguna de las puertas de la ciudad: ¡los troyanos deberán derribar los muros para hacerlo entrar! —¿Crees que se arriesgarán a eso? —preguntó el rey. —Sí, si están convencidos de que hemos levantado campamento, ¡y si ven desaparecer nuestras naves en el horizonte! En realidad, éstas llegarán hasta la isla de Tenes, que está cerca de aquí. Una vez que el caballo haya entrado en la ciudad, nuestro espía, a la noche, en el momento en que lo crea propicio, encenderá un fuego sobre las murallas. Nuestros ejércitos desembarcarán antes del alba y penetrarán en la ciudad. Epeo, el carpintero que había construido las barracas, se levantó para clamar: —¡Esta estratagema me gusta! Construir un caballo así me parece posible: el monte Ida, que está cerca de aquí, abunda en robles centenarios. —En cuanto a mí —agregó el valiente Sinón—, ¡me gustaría ser el que se queda cerca del caballo! Engañaré a los troyanos: una vez que la estatua gigante esté instalada en la ciudad, ¡haré salir de sus entrañas a los que estarán escondidos! —Es arriesgado —murmuró Agamenón, acariciando su barba—. Los troyanos pueden matarte, Sinón. También es posible que nunca hagan entrar ese caballo, o que descubran muy rápidamente a los que se encuentran en su interior. —¡Por supuesto! ¿Pero no están cansados de esta guerra? ¿Y no tienen prisa por regresar a sus casas? Le respondieron gritos unánimes: ese sitio había durado demasiado. A los ojos de los griegos, todos los riesgos valían más que prolongar la espera. Desde lo alto de las murallas de su ciudad, el rey Príamo, estupefacto, observaba a sus enemigos: estaban quemando las barracas de sus campamentos, plegando sus tiendas y dirigiéndose a sus naves. —¡Los griegos se van! —se asombró—. ¡Levantan el sitio! —Padre, no te fíes. Es una artimaña, te llevará a la derrota... Casandra, la profetisa de la ciudad, estaba lejos de compartir el optimismo de su padre. ¡Ay! Nadie tenía fe en sus predicciones. Casandra era tan bella que había seducido al mismo Apolo. Le había dicho: "Te pertenecería con gusto, pero concédeme antes el don de la profecía". Apolo había consentido. Una vez obtenido el don, Casandra rechazó al dios burlándose de él. Como pensaba que era indigno quitarle lo que le había dado, Apolo declaró: —De acuerdo... Sabrás leer el futuro, Casandra, ¡pero nadie jamás creerá en tus predicciones! —Es una artimaña, padre, lo sé, lo siento... —Vamos, Casandra, no digas tonterías: si los griegos quisieran regresar, ¡no estarían destruyendo esas barracas que les llevó tanto tiempo construir! Mira, varias naves ya están en el mar.
  • 8. —Padre, ¿recuerdas lo que predije cuando Paris regresó aquí con la bella Helena, hace ya diez años? —¡Sí! Recuerdo que rompiste el velo de oro de tu tocado... Te arrancaste los cabellos y lloraste profetizando la pérdida de nuestra ciudad. Te equivocaste: ¡hemos aguantado el sitio y ganamos! Casandra —agregó Príamo—, mis ojos están demasiado gastados para ver lo que los griegos están construyendo en la costa. ¿Qué es? —Parece una estatua —dijo Casandra—. Una gran estatua de madera. Tres días más tarde, los troyanos debieron rendirse a la evidencia: ¡los griegos habían partido! Desde lo alto de las murallas, no se distinguía sino la llanura desierta donde tantos hombres habían caído y, allá, en el mar, las últimas velas de los navíos enemigos. En la playa, el extraño monumento que los griegos habían abandonado intrigaba al rey Príamo, que declaró: —¡Vamos a ver qué es! Por primera vez en diez años, fueron abiertas las puertas de la ciudad. Cuando los troyanos descubrieron en la orilla del mar un suntuoso caballo de madera más alto que un templo, no pudieron contener su sorpresa y su admiración. —¡Príamo! —gritó un troyano que se había aventurado debajo del animal. ¡Acabamos de encontrar a un guerrero griego atado a una de las patas! Corrieron a desatar al desconocido y lo presionaron con preguntas. Pero el hombre se negaba a responder. —¡Que le corten la nariz y las orejas! Torturado, el desafortunado griego terminó confesando. —Me llamo Sinón. ¡Sí, nuestras naves han partido! Gracias a los consejos del adivino Calcante, los griegos han construido esta ofrenda a Atenea para que la diosa les perdone la ofensa hecha a su ciudad. Para obtener un mar favorable, Ulises quiso ahogarme e inmolarme a Poseidón. Pero me escapé y me refugié bajo la estatua. Para no disgustar a Atenea, a quien le pedía protección, Ulises se conformó con atarme allí. —¡Una ofrenda a Atenea! —exclamó Príamo, maravillado. —¿La dejaremos en la playa, expuesta al viento y a la lluvia? —preguntaron varios troyanos. —¡Sí! —dijo Casandra, estremecida—. Aún más: quemaremos esta ofrenda impía. Es un regalo envenenado que nos han dejado nuestros enemigos. —¡Cállate! —respondió el rey a su hija—. ¡Que se construya una plataforma! ¡Que traigan rodillos! ¡Que conduzcan este caballo a nuestra ciudad, cerca del templo edificado en honor de la diosa! Fue un trabajo más largo y difícil de lo previsto. Pero una noche, el caballo fue por fin conducido triunfalmente a la ciudad, ante los troyanos reunidos sobre las murallas. Ay, las puertas eran demasiado estrechas para que pasara. Después de echar una mirada a la llanura desierta, Príamo ordenó: —¡Que se derribe uno de los muros de la ciudad! —¡Padre —predijo su hija temblando—, veo a nuestra ciudad en llamas, veo miles de cadáveres cubriendo sus calles! Nadie escuchaba a Casandra: los troyanos estaban subyugados por ese caballo espléndido y monstruoso a la vez, con las orejas levantadas y los ojos incrustados de piedras preciosas. El animal fue empujado hasta el templo de Atenea, donde se inició una gran fiesta que reunió a todos los troyanos sobrevivientes: la guerra había terminado, los griegos habían partido, ¡y ese caballo llegaba justo para celebrar una victoria que ya ninguno esperaba! Nadie se preocupaba por Sinón, que había sido perdonado. Deslizándose entre los festejantes, el espía griego llegó a las murallas desiertas; construyó una gran pira y, antes de encenderla, esperó que los troyanos cayeran, ebrios de danzas y de vino. ¡Con el correr de las horas, en el interior del caballo, Ulises y sus compañeros comprendían que su estratagema se convertía en éxito! Habían oído el ruido de las murallas abatidas, los gritos de alegría y de victoria de los troyanos y, luego, el clamor de la fiesta que, ahora, se había callado. De repente, una voz de mujer surgió bajo los pies de los guerreros silenciosos: —Ah, queridos compatriotas, ¿por qué me han abandonado? Esposo mío, ahora, ¿dónde estás? ¿Sabes que, después de la muerte de Paris, Deífobo, su propio hermano, me forzó a compartir su lecho? Y tú, valiente Ulises, ¿también te has ido? Era la bella Helena. Menelao se disponía a responderle, pero Ulises le tapó la boca con la mano. Durante un tiempo, Helena gimió debajo del caballo. Luego, su voz se alejó. Pero apareció otra: —¿Ulises? ¿Diómedes? ¿Ayax? ¿Neoptólemo? ¿Menelao? ¡Soy Sinón! ¡Los troyanos están descansando! Hace varias horas encendí la señal. Se acerca el alba... Rápido, ¡salgan! De inmediato, en el interior de la estatua, Epeo sacó las trabas que soportaban el pecho. La pared vaciló. Ulises hizo caer unas cuerdas. Y cien guerreros armados salieron uno a uno desde las entrañas del caballo. Al mismo tiempo, las naves griegas, eran empujadas por un viento favorable, desembarcaron en la playa. Los ejércitos de Agamenón se lanzaron hacia la Troya abierta. Mientras los griegos que surgieron del caballo invadían la ciudad dormida, Ulises lanzaba gritos de victoria. Los troyanos apenas tuvieron tiempo para comprender pasaba: la mayoría murió en cuanto se despertó. Los más valientes, todavía no repuestos de la fiesta
  • 9. nocturna, no opusieron más que una resistencia irrisoria. Los menos temerarios se salvaron sólo porque huyeron. Mientras por las calles, como por un arroyo, corría la sangre los troyanos degollados, Neoptólemo, hijo de Aquiles, descubrió a Príamo arrodillado frente al altar de Zeus. Sin piedad, degolló al rey. Más lejos, Menelao encontró a Helena en la habitación de Deífobo, hermano de Paris. Lo mató de una estocada antes de arrojarse hacia su esposa, al fin reencontrada. Áyax, al entrar en el templo, encontró a la bella Casandra al pie de la estatua de Atenea. —¡Ah! —exclamó—. ¡Hace tanto tiempo que te quería para mí! Mientras la hija de Príamo era privada de su honra, la diosa de piedra, según cuentan, desvió la cabeza. Cuando se levantó el día, no quedaba de Troya más que las ruinas; lo que no había sido destruido, terminaba de quemarse. Los griegos ya cargaban sus naves con el botín de la ciudad devastada. Ulises, frente al asombroso caballo que había traído la victoria, debió apartarse de repente: una mujer de una inmensa belleza pasaba indiferente a la matanza que indirectamente había provocado. Era Helena. Los guerreros, mudos de admiración, se detenían para contemplarla. Ulises sintió una extraña amargura. —¡Vamos! —dijo de pronto a sus hombres, que estaban subiendo a la nave—. ¡Esta vez, la guerra ha terminado, regresemos a nuestra buena isla de Ítaca! Agregó para sí: "¡Y junto a Penélope, mi querida esposa, que hace diez años que me está esperando". ¡Ay, Ulises ignoraba que estaba lejos de regresar a su patria! Los dioses decidieron otra cosa: habrían de pasar otros diez años antes de que regresara. El tiempo de una larga odisea1. ' La caída de Troya es tema de una hermosa tragedia de Eurípides llamada Las troyanas. Penélope y Ulises Dando la espalda a la multitud que formaban sus pretendientes reunidos, Penélope tejía, con la mirada perdida en el mar. A veces, un largo suspiro se escapaba de su pecho. Pensaba en Ulises, su esposo, que había partido veinte años atrás, y se sorprendía a veces diciendo: —Dime, ¿cuándo volverás...? A menudo, se dirigía así al que seguía amando, prolongando indefinidamente el eco de su presencia. —¡Penélope —le dijo de pronto Eurímaco—, debes elegir a uno de nosotros! A esta altura, Ulises debe estar muerto, lo sabes perfectamente. Penélope no creía ni una palabra. Diez años antes, se había enterado de que, gracias a la astucia de su marido, la ciudad de Troya, por fin, había sido tomada y devastada. Pero a sus ojos, no habría verdadera victoria hasta el regreso de su marido. —¡Ítaca precisa un rey! ¿Cuándo te decidirás a volver a casarte? —¿Debo repetírtelo, Eurímaco? —respondió suavemente—. Me casaré recién cuando haya terminado mi labor. —¡Hace tres años que estás tejiendo esa mortaja! —refunfuñó Antínoo, otro príncipe de la isla—. ¡Me parece que tejes de manera muy lenta! Tejer una mortaja era un trabajo sagrado. Además, ésta estaba destinada a Laertes, padre de Ulises, que era muy anciano. Pérfido, Eurímaco agregó: —Sí, tu labor avanza mal, Penélope. Según mi parecer, deberías apurarte, pues los días de Laertes están contados. Penélope se estremeció sin atreverse a replicar. Día a día, los pretendientes al trono se inquietaban. En cuanto a su hijo Telémaco, había partido en busca de su padre. Sola, Penélope tenía cada vez mayor dificultad en contener la impaciencia de todos esos nobles que querían desposarla para tomar el poder. Fiel a Ulises, la reina había perdido la juventud, pero no las esperanzas. Se retiró a sus aposentos sin dirigir siquiera una mirada hacia esos hombres codiciosos. El alba estaba aún lejos cuando Penélope se levantó. Dejó su dormitorio con pasos sigilosos y llegó a la gran sala del palacio. Acercándose a la mortaja, tiró del hilo que sobresalía y comenzó a destejer lo que había hecho el día anterior. Esta es la razón por la cual su labor no avanzaba: ¡desde hacía muchos meses, Penélope deshacía cada noche el trabajo de todo el día!
  • 10. De repente oyó un ruido, se dio vuelta y reconoció a una sirvienta que, asombrada, observaba la maniobra de su ama. —¡Espera! —exclamó Penélope—. ¡No te vayas, voy a explicarte!; Pero la muchacha había desaparecido. Y cuando Penélope, a la mañana, entró en la sala del palacio, fue recibida por cien miradas severas o burlonas. Furioso, Eurímaco exclamó: —Penélope, ¡has estado burlándote de nosotros! ¡Tu sirvienta nos explicó la estratagema! —agregó, señalando la mortaja—. Esta vez, ya no te escaparás por medio de una traición. ¡Hoy te casarás con uno de nosotros! En un rincón de la habitación, varios pretendientes se hallaban cómodamente sentados. Otros habían traído toneles y habían comenzado a beber el vino del rey. Los más atrevidos ya daban órdenes a los domésticos como si el palacio les perteneciera. Penélope comprendió que estaba perdida: si no elegía un marido, esos nobles iban a enfrentarse y a vaciar el palacio. Entre ellos, Eurímaco, el más rico y poderoso, tenía la arrogancia del que está seguro de ser elegido. —Ah, Ulises —murmuró Penélope desesperada—, ¿cuándo volverás? —Pronto —le susurró al oído una voz familiar. El muchacho que acababa de unirse a la reina no era Ulises... ¡sino Telémaco! Su hijo único estaba por fin ahí. Penélope se arrojó a sus brazos. Los pretendientes permanecieron un momento desconcertados por esa irrupción inesperada. El hijo de Ulises había crecido en fuerza y en belleza; su regreso contrariaba los proyectos de cien pretendientes. Pero Eurímaco, lleno de altanería, dijo: —Y bien, Telémaco, ¿has encontrado a tu padre? —No. Pero estoy seguro de que está vivo. Y sé que estará aquí dentro de poco. —Vaya —agregó Antínoo observando a Telémaco—, tienes pelo en el mentón, ahora... ¿Qué dices, Penélope? La madre de Telémaco aprobó temblando. Todos sabían que antes de partir, Ulises había dicho a su mujer: "Si no vuelvo, espera para casarte otra vez a que nuestro hijo tenga barba". Esta vez, Penélope no tenía más razones para retroceder. Pero elegir un protector le resultaba odioso. Y entre esos hombres que detestaba, ninguno era mejor que otro. Cuando estaba por contestar, un sirviente y un mendigo se presentaron: —¡Eumeo! —exclamó Penélope sonriendo—. Entra, ¡eres bienvenido! Eumeo era el porquerizo del palacio. Se inclinó y señaló al hombre que lo acompañaba. Era un mendigo harapiento, mayor y aún más sucio que él. —Gran reina —dijo Eumeo—, este viajero pide hospitalidad. —Ven, buen hombre —dijo Penélope extendiéndole la mano al desconocido—. Come, bebe y descansa: en mi palacio estás en tu casa. —Este palacio —interrumpió Eurímaco— pertenecerá a partir de ahora al hombre con el que te cases. ¡Ahora te instamos a elegirlo! Los cien pretendientes reunidos aprobaron, amenazadores. Y mientras se retomaba la conversación, a Penélope le intrigaba el comportamiento del viejo perro de su esposo: el animal, que hoy estaba ciego y casi inválido, había dejado a rastras su rincón, cercano al trono vacío del rey; cuando llegó a los pies del mendigo, alzó la cabeza, gimió con debilidad y lamió las manos del viajero, que lo estaba acariciando. Después de eso, el perro, que parecía sonreír, exhaló su último suspiro, acurrucado en los brazos de aquel. —¡Maldito pulgoso, sal de aquí! —le espetó Eurímaco. —No —ordenó Penélope, asaltada por un presentimiento—. Euriclea, trae una vasija con agua tibia y lávale los pies a nuestro huésped. Euriclea era la sirvienta más anciana del palacio. Había sido la nodriza de Ulises. Se apresuró a obedecer a su ama, que no hacía más que respetar las tradiciones de la hospitalidad. Antes de ir a sentarse, el mendigo se inclinó al oído de Penélope para susurrarle: —¡Di que te casarás con aquel que sepa tensar el arco de tu esposo! Estupefacta, Penélope miró al desconocido junto al que Euriclea se afanaba. No, era demasiado viejo y demasiado feo para ser su marido disfrazado. Sin embargo, ese era su estilo, introducirse de incógnito para confundir a sus enemigos. Alzando nuevamente la cabeza, Penélope, perturbada, repitió palabra por palabra: —De acuerdo: me casaré... ¡con el que sepa tensar el arco de mi esposo! Sorprendidos, los pretendientes se consultaron con la mirada. El primero, Eurímaco, reaccionó: —¿Nos lanzas un desafío? ¿Y si veinte de nosotros lo lograran? —En tal caso —replicó Telémaco—, mi madre organizaría un concurso de tiro y se casaría con el vencedor. Penélope miró a su hijo. No estaba en su carácter tomar iniciativas tales. La ausencia y la experiencia, sin duda, lo habían hecho madurar. En ese instante, la vieja nodriza de Ulises dio un grito; acababa de descubrir una cicatriz en la rodilla del mendigo. —Oh, es una vieja herida —dijo este—, ya no me duele. Telémaco ya estaba regresando con el enorme arco de su padre y varias aljabas llenas de flechas. Iba acompañado por Filecio, un fiel servidor que cargaba una docena de hachas. —¡Seré el primero en probarlo! —decretó Eurímaco.
  • 11. Tomó la cuerda y la tensó tan fuerte, que su rostro enrojeció. —No insistas —se burló Antínoo—. ¡La madera ni siquiera se ha doblado! Tomó a su vez el arco y trató de tensarlo. Sin éxito. —Dámelo —dijo otro pretendiente empujando a sus compañeros. Fracasó como los dos primeros. Pasaron las horas. Y cuando cayó la noche, ninguno había podido lanzar una flecha. Fue entonces cuando se alzó la voz del viejo mendigo: —¿Tal vez hay que ablandar ese arco? ¿Me permiten? Antes de que alguno pensara en interponerse, Telémaco extendió el arma al desconocido y empujó a Penélope hacia la puerta. —Madre —le murmuró—, será mejor que partas. Quiso protestar. Pero con una señal de su hijo, Filecio la obligó a dejar la sala; una vez afuera, Penélope oyó que trababan la puerta. Pensativa, regresó a sus aposentos. De repente, vio en la habitación de su hijo decenas de espadas y de lanzas apiladas. —Pero... ¡son las armas de mis pretendientes! ¿Quién ha ordenado que las junten aquí? ¿Y por qué? Provenientes de la sala del palacio, un inmenso clamor y gritos de espanto le respondieron. Entonces, una loca esperanza invadió su corazón... ¡Delante de los pretendientes anonadados, el viejo mendigo acababa de tensar, sin esfuerzo, el gran arco de Ulises! Aprovechando su sorpresa, Telémaco, por su parte, había fijado en forma de estrella las doce hachas en el muro, superponiendo los agujeros que perforaban el extremo de cada mango. El orificio único que ofrecían se había vuelto así el centro de un pequeño blanco. Telémaco exclamó: —¡Recuerden! ¡Sólo mi padre podía tensar su arco! ¡Y nadie más que él pudo nunca alcanzar un objetivo tan pequeño! Sin turbarse, el mendigo apuntó... y tiró. La flecha atravesó la estancia y fue a clavarse en el centro del blanco. Surgió un grito, que se multiplicó, en el que se adivinaban el estupor y el temor: —¡Es Ulises! —No puede sino ser él. Sin embargo, ¡es imposible! Entonces, el mendigo se arrancó los harapos de una vez. —¡Sí! —tronó—. Soy yo, Ulises, ¡el amo de esta isla y de este palacio! Esta mañana, los feacios me han dejado en la playa de Ítaca. Y gracias a Atenea, que supo envejecerme y disfrazarme, helos aquí a ustedes engañados. ¿Codiciaban a mi esposa? ¿Buscaban suplantarme? —¿Quién te contó esas mentiras? —dijo Eurímaco, haciendo muecas. —¡Eumeo, mi fiel porquerizo! Sin reconocerme, me ha recibido. Gracias a él, supe del engaño que tramaban. Con su ayuda y la de mi hijo, ninguno de ustedes se me escapará. Eurímaco hizo un gesto para huir. Pero el bravo Filecio cuidaba la puerta, que estaba trabada. Antínoo, por su parte, quiso tomar su espada. Pero al igual que los otros pretendientes, comprendió que estaba desarmado. Entonces, se lanzó hacia las hachas. Una flecha le atravesó la garganta y lo detuvo en su impulso. Ulises ya estaba apuntando a otro, mientras gritaba: —¡Telémaco, Filecio, Eumeo... apártense! A la noche, Penélope se sobresaltó: había un desconocido en el umbral de su habitación. Se levantó, se acercó al hombre e intentó identificarlo a la luz de la luna. —Bien, Penélope —murmuró—, ¿no me reconoces? Temblando de pies a cabeza, no se animaba a comprender. El viajero iba acompañado por Telémaco y Euriclea. —¡Es él, ama! —le aseguró la nodriza en un sollozo. —Es él —le confirmó Telémaco—. ¿Madre, aún dudas? Dudaba. No quería creer en esa felicidad demasiado grande que barría de golpe tantas tristezas acumuladas. —Vaya —susurró Ulises, con un nudo en la garganta—, sólo dos seres me han reconocido: mi perro, que me esperó para morir; y mi nodriza, que identificó la herida de la rodilla que antaño me hizo un jabalí. ¿Pero tú, Penélope, mi propia esposa, no me reconoces? No. Ese Ulises que había surgido hoy le parecía más extraño que el fantasma familiar con el cual conversaba y cuyo recuerdo había cultivado. —¡Atenea, ilumíname! —imploró. La diosa lo oyó: de un golpe, Ulises fue vestido con un rico manto, y su rostro cobró el brillo y la belleza de los héroes. —Para probarte que no se trata de un engaño de los dioses —agregó él—, voy a darte la prueba de que soy tu esposo: ¿ves nuestro lecho? ¿Qué otra persona sino yo podría describirlo con precisión? Lo hizo, y con tales detalles que Penélope, enseguida, se arrojó entre sus brazos. —Ulises —balbuceaba entre lágrimas, sin dejar de palpar el rostro amado—. ¡Ulises, por fin, eres tú! Sí, has regresado... —Veinte años más tarde —concluyó él—. Y después de cuántos viajes... —Yo —le respondió ella—, no he salido de la isla de Ítaca. ¡Sin embargo, tengo la impresión de ser una náufraga que está errando desde hace veinte años y da
  • 12. por fin con tierra firme! Se abrazaron. Telémaco y Euriclea dejaron el dormitorio en puntas de pie. Y Atenea, en su bondad, prolongó indefinidamente la noche del reencuentro de los esposos. A la mañana, cuando volvieron a la sala del trono, ya no quedaban rastros de la masacre de la víspera. Penélope vio entonces, abandonada en un rincón, su labor inconclusa. Se acordó de los años pasados en la espera de su esposo y suspiró. —¿Qué es? —preguntó el rey de Ítaca palpando el tejido. —Una tela que estaba hilando... para pasar el tiempo. Tiró del hilo. Y era como si Penélope volviera atrás, como si se borraran, acelerados, la impaciencia, la espera y los años. Pronto no quedó nada de la labor tantas veces recomenzada. Sólo un recuerdo agudo y doloroso. —¿Qué importa ahora? —dijo suspirando. Sí: la mortaja del viejo Laertes podía esperar. Ulises, Penélope y él vivirían aún mucho, mucho tiempo más. 1-Las más célebres aventuras de Ulises comienzan aquí. Son relatadas por Homero en La Odisea, palabra griega {odysseus) que significa "viaje accidentado". MIL GRULLAS ELSA BORNEMANN Naomi Watanabe y Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo. Como todos los chicos. Porque ellos eran nuevos en el mundo. Tambíen, como todos los chicos. Pero el mundo era ya muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y Toshiro no entendían muy bien qué era lo que estaba pasando. Desde que ambos recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se habían desarrollado del mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos callados y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa diaria y el miedo que apretaba las reuniones familiares de cada anochecer en torno a la noticia de la radio, que hablaban de luchas y muerte por todas partes. Sin embargo, creían que el mundo era nuevo y esperaban ansiosos cada día para descubrirlo. ¡Ah... y también se estaban descubriendo uno al otro! Se contemplaban de reojo durante la caminata hacia la escuela, cuando suponían que sus miradas levantaban murallas y nadie más que ellos podían transitar ese imaginario senderito de ojos a ojos. Apenas si habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio... Pero Naomi sabía que quería a ese muchachito delgado, que más de una vez se quedaba sin almorzar por darle a ella la ración de bata- tas que había traído de su casa. –No tengo hambre –le mentía Toshiro, cuando veía que la niña ape- nas si tenía dos o tres galletitas para pasar el mediodía–. Te dejo mi vian- da –y se iba a corretear con sus compañeros hasta la hora de regreso a las aulas, para que Naomi no tuviera vergüenza de devorar la ración. Naomi... Poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sue- ños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún... El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente el 21 de junio y anunció las vacaciones escolares. Y con la misma intensidad con que otras veces habían esperado sus soleadas mañanas, ese año los ensombreció a los dos: ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezara. Su comienzo significaba que tendrían que dejar de verse durante un mes y medio inacabable. A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos una de la otra, sus familias no se conocían. Ni siquiera tenían entonces la posi- bilidad de encontrarse en alguna visita. Había que esperar paciente- mente la reanudación de las clases. Acabó junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque... Se fue julio, y Naomi arrancó contenta la hoja del almanaque... Y aunque no lo supieran: “¡Por fin llegó agosto!”, pensaron los dos al mismo tiempo. Fue justamente el primero de ese mes cuando Toshiro viajó, junto a sus padres, hacia la aldea de Miyashima. Iban a pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos ceramistas que veían apilarse vasijas en todos los rincones de su local. Ya no vendían nada. No obstante, sus manos viejas seguían mode- lando la arcilla con la misma dedicación de otras épocas. –Para cuando termine la guerra... –decía el abuelo. –Todo acaba algún día... –comentaba la abuela por lo bajo. Y Toshiro sentía que la paz debía de ser algo muy hermoso, porque los ojos de su madre parecían aclararse fugazmente cada vez que se refe- rían al fin de la guerra, tal como a él se le aclaraban los suyos cuando recordaba a Naomi. ¿Y Naomi?
  • 13. El primero de agosto se despertó inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a su alre- dedor. Un desierto helado y ella atravesándolo. Abandonó el tatami, se deslizó de puntillas entre sus dormidos her- manos y abrió la ventana de la habitación. ¡Qué alivio! Una cálida madrugada le rozó las mejillas. Ella le devolvió un suspiro. El dos y el tres de agosto escribió, trabajosamente, sus primeros haikus: Lento se apaga el verano. Enciendo lámpara y sonrisas. Después, achicó en rollitos ambos papeles y los guardó dentro de una cajita de laca en la que escondía sus pequeños tesoros de la curio- sidad de sus hermanos. El cuatro y el cinco de agosto se lo pasó ayudando a su madre y a las tías ¡Era tanta la ropa para remendar! Sin embargo, esa tarea no le disgustaba. Naomi siempre sabía hallar el modo de convertir en un juego entretenido lo que acaso resultaba aburridísimo para otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que cada doscientas veintidós puntadas podía sujetar un deseo para que se cumpliese. La aguja iba y venía, laboriosa. Así, quedó en el pantalón de su her- mano menor el ruego de que finalizara enseguida esa espantosa gue- rra, y en los puños de la camisa de su papá, el pedido de que Toshiro no la olvidara nunca... Y los dos deseos se cumplieron. Pero el mundo tenía sus propios planes... Pronto florecerán los crisantemos. Espera, corazón. Ocho de la mañana del seis de agosto en el cielo de Hiroshima. Naomi se ajusta el obi de su kimono y recuerda a su amigo: “¿Qué estará haciendo ahora?”. “Ahora”, Toshiro Pesca en la isla mientras se pregunta: “¿Qué estará haciendo Naomi?”. En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima. En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba ató- mica surca por primera vez un cielo. El cielo de Hiroshima. Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad. En ella, una mamá amamanta a su hijo por última vez. Dos viejos trenzan bambúes por última vez. Una docena de chicos canturrea: “Donguri-Koro Koro- Donguri Ko...” por última vez. Cientos de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez. Miles de hombres piensan en mañana por última vez. Naomi sale para hacer unos mandados. Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río. Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se desintegran esa mañana. Y con ellos desaparecen edificios, árboles, calles, animales, puentes y el pasado de Hiroshima. Ya ninguno de los sobrevivientes podrán volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino querido. Nadie será ya quien era. Hiroshima arrasada por un hongo atómico. Hiroshima es el sol, ese seis de agosto de 1945. Un sol estallando. Recién en diciembre logró Toshiro averiguar dónde estaba Naomi. ¡Y que aún estaba viva, Dios! Ella y su familia, internados en el hospital ubicado en una localidad próxima a Hiroshima, como tantos otros cientos de miles que también habían sobrevivido al horror, aunque el horror estuviera ahora instala- do dentro de ellos, en su misma sangre. Y hacia ese hospital marchó Toshiro una mañana. El invierno se insinuaba ya en el aire y el muchacho no sabía si era frío exterior o su pensamiento lo que le hacía tiritar. Naomi se hallaba en una cama situada junto a la ventana. De cara al techo. Ya no tenía sus trenzas. Apenas una tenue pelusita oscura. Sobre su mesa de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas. –Voy a morirme, Toshiro... –susurró, no bien su amigo se paró, en silencio, al lado de su cama–. Nunca llegaré a plegar las mil grullas que me hacen falta... Mil grullas... o “Semba-Tsuru”, como se dice en japonés. Con el corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban disper- sas sobre la mesita. Sólo veinte. Después, las juntó cuidadosamente antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta. –Te vas a curar, Naomi –le dijo entonces, pero su amiga no lo oía ya: se había quedado dormida. El muchachito salió del hospital, bebiéndose las lágrimas. Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya casa se encontraban temporariamente alojados) entendieron aquella noche el porqué de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles que, hasta ese día, había habido allí. Hojas de diario, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos libros parecían haberse esfumado mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos los mayores se durmieron, sorprendidos. En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre las sombras. Esperó hasta que tuvo la certeza de que nadie más que él continuaba despierto. Entonces, se incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar las mantas. Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en secreto y volvió a su lecho.
  • 14. La tijera, la llevaba oculta entre sus ropas. Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro recor- tó primero novecientos ochenta cuadraditos y luego los plegó, uno por uno hasta completar las mil grullas que ansiaba Naomi, tras sumarles las que ella misma había hecho. Ya amanecía, el muchacho se encon- traba pasando hilos a través de las siluetas de papel. Separó en grupos de diez las frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaran el vuelo, suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una encima de la otra. Con los dedos paspados y el corazón temblando, Toshiro colocó las cien tiras dentro de su furoshiki y partió rumbo al hospital antes de que su familia se despertara. Por esa única vez, tomó sin pedir permiso la bicicleta de sus primos. No había tiempo que perder. Imposible recorrer a pie, como el día anterior, los kilómetros que lo separaban del hospital. La vida de Naomi dependía de esas grullas. –Prohibidas las visitas a esta hora –le dijo una enfermera, impidién- dole el acceso a la enorme sala en uno de cuyos extremos estaba la cama de su querida amiga. Toshiro insistió: –Sólo quiero colgar estas grullas sobre su lecho, por favor... Ningún gesto denunció la emoción de la enfermera cuando el chico le mostró las avecitas de papel. Con la misma aparentemente impasi- bilidad con que momentos antes le había cerrado el paso, se hizo a un lado y le permitió que entrara: –Pero cinco minutos, ¿eh? Naomi dormía. Tratando de no hacer el mínimo ruidito, Toshiro puso una silla sobre la mesa de luz y luego se subió. Tuvo que estirarse a más no poder para alcanzar el cielorraso. Pero lo alcanzó. Y en un rato estaban las mil grullas pendiendo del techo; los cien hilos entrelazados, firmemente sujetos con alfileres. Fue al bajarse de su improvisada escalera cuando advirtió que Naomi lo estaba observando. Tenía la cabecita echada hacia un lado y una sonrisa en los ojos. Tatami: estera que se coloca sobre el piso, en las casas japonesas tradicionales. Haiku: breve poema de diecisiete sílabas, típico de la poesía japonesa. Obi: faja que acompaña al kimono. Kimono: vestimenta tradicional japonesa, de amplias mangas, largas hasta los pies y que se cruza por delante, sujetándose con una especie de faja llamada obi. Donguri-Koro Koro: Verso de una popular canción infantil japonesa. Miyashima: pequeña isla situada en las proximidades de la ciudad de Hiroshima. Furoshiki: tela cuadrangular que se usa para formar una bolsa, atándola por sus cuatro puntas después de colocar el contenido. Semba-Tsuru (Mil grullas): una creencia popular japonesa asegura que haciendo mil de esas aves –según enseña a realizarlo el origami (nombre del sistema de plegado de papel)– se logra alcanzar la larga vida y felicidad. Taro Urashima Urashima vivió, hace cientos y cientos de años, en una de las islas situadas al oeste del archipiélago japonés. Era el único hijo de un matrimonio de pescadores. Una red y una barquichuela constituían toda su fortuna. Sin embargo, el matrimonio veía compensada su pobreza con la bondad de su hijo Urashima. Y sucedió que cierto día el muchacho caminaba por una de las calles de la aldea, cuando de pronto vio a unos cuantos chiquillos que maltrataban a una enorme tortuga. De seguir de aquel modo mucho tiempo, hubieran acabado por matarla, y Urashima decidió impedirlo. Se dirigió a los chicos, y, reprendiéndoles por su mala acción, les quitó la tortuga. Cuando la tuvo en sus manos, pensó dejarla en libertad, y para ello fue hacia la playa. Una vez allí, la llevó a la orilla y la dejó en el mar. Vio cómo la tortuga se alejaba poco a poco, y cuando la perdió de vista, Urashima regresó a su casa. Sentía una gran satisfacción por haber librado al animal de sus pequeños verdugos. Transcurrió algún tiempo desde aquel día. Una mañana, el muchacho se fue a pescar. Tomó el camino que conducía a la playa y cuando llegó puso la barca en el agua, montó en ella y remó hacia dentro. Llevaba largo rato remando y perdió de vista la orilla; decidió echar al agua su red, y cuando tiró para sacarla hacia fuera, notó que le pesaba más que de costumbre. Logró subirla, y con gran sorpresa vio que dentro de la red estaba la tortuga que él mismo echó en el mar, la cual, dirigiéndose a él, le dijo que el rey de los mares, que había visto su buen corazón, la enviaba para conducirle a su palacio y casarle con su hija, la princesa Otohime. A Urashima le entusiasmaban las aventuras y accedió muy gustoso. Juntos se fueron mar adentro, hasta que llegaron a Riugú, la ciudad del reino del mar. Era maravillosa. Sus casas eran de esmeralda y los tejidos de oro; el suelo estaba cubierto de perlas y grandes árboles de coral daban sombra en los jardines; sus hojas eran de nácar y sus frutos de las más bellas pedrerías. Hacia los asombrados ojos de Urashima avanzaba una hermosísima doncella: era Otohime, la hija del rey del mar. Le recibió como a un esposo y juntos vivieron varios días en una completa felicidad. Todos colmaban al pescador de todo género de atenciones, y entre tanta delicia, Urashima no sintió que el tiempo pasaba. No podía precisar desde cuándo estaba allí. ¿Para qué había de saberlo? No debía importarle. La vida en aquel lugar maravilloso le parecía inmejorable; nunca pudo soñar nada semejante. Pero sucedió que un día se acordó de sus padres. ¿Qué sería de ellos? Sin duda sufrirían mucho sin saber lo que había sido de él. Y desde aquel momento la
  • 15. tristeza se apoderó de todo su ser. Nada lograba distraerle; ya no encontraba aquel lugar tan encantador y hasta le pareció menos bello. Sólo deseaba una cosa: volver junto a sus queridos padres. Y así se lo comunicó una mañana a su esposa, cuando ésta procuraba por todos los medios averiguar la causa de su pena. Al decirle Urashima lo que quería, Otohime se entristeció; procuró convencerle de que se quedara junto a ella, pero nada logró. El pescador estaba firme en su propósito. Así, pues, prometió volverle a la aldea, y con un lucido cortejo le acompañó hasta la playa. Cuando al fin llegaron, la princesa entregó a Urashima una pequeña caja de laca, atada con un cordón de seda. Le recomendó que, si quería volver a verla, nunca la abriese. Después se despidió de él y con su acompañamiento se internó en el mar. Pronto Urashima la perdió de vista. Con la cajita en sus manos, miraba fijamente a las aguas. Así estuvo algún tiempo; después recorrió la playa. De nuevo estaba en su pueblecito. Las mismas arenas, las rocas de siempre, el mismo sitio donde de pequeño tantas veces había ido a jugar; le parecí a que su vida en la cuidad del mar había sido un sueño. Qué lejos todo aquello! Entonces encaminó sus pasos hacia su casa; pero cuando entró en la aldea no supo por dónde tirar. La encontraba completamente cambiada: no la reconocía. Las casas eran m´s grandes; tejados de pizarra habían sustituido a los que él vio de paja. La gente se vestía con vistosos kimonos bordados. Parecía otro lugar. Y, sin embargo, era su pueblo; estaba seguro. La misma playa, las mismas montañas. Sólo las casas y la gente habían cambiado. Entonces decidió preguntar a unos muchachos en dónde se encontraba la casa del pescador Urashima, puesto que éste era también el nombre de su padre. Los muchachos no supieron responderle; no conocían a tal pescador. Entró en un comercio e hizo igual pregunta al dueño; pero le dijo lo mismo que los chicos: nunca había oído hablar de tal pescador, y eso que creía conocer a todo el pueblo. En esto acertó a pasar por allí un hombre que debía de tener muchos años, a juzgar por su apariencia. Era conocido por saber mil historietas antiguas del pueblo y conocer las vidas de sus antiguos habitantes. Urashima se dirigió a él, por indicación del dueño de la tienda y le preguntó dónde estaba la casa del pescador Urashima. El viejo no contestó; se quedó un momento pensativo, y al cabo de un rato dijo que casi lo había olvidado, porque habían pasado más de cien años desde que murió el matrimonio. Su único hijo decían que un día salió a pescar, y a partir de entonces nadie volvió a saber lo que le sucedió. Urashima empezó a comprender: mientras vivió en la ciudad del mar había perdido la noción del tiempo. Lo que le habían parecido sólo unos cuantos días habían sido más de cien años. No supo qué hacer; se encontraba completamente solo en un pueblo que, aunque era el suyo, le era absolutamente extraño. Entonces se dirigió a la playa; puesto que había perdido a sus padres, volvería con la princesa Otohime. Pero ¿Cómo llegar a ella? En su precipitación por ver a sus padres, olvidó, cuando se despidieron, preguntarle de qué medio se valdría para volver a verla. De pronto, recordó la cajita que tenía entre sus manos; se olvidó de que no debía abrirla, y pensó que, haciéndolo, quizá pudiera ir junto a Otohime. Desató sus cordones y la destapó. Al instante salió de ella una nubecilla que se fue elevando, elevando, hasta perderse de vista. En vano Urashima intentó alcanzarla. Entonces recordó la recomendación de la princesa; su atolondramiento le había perdido. Ya no volvería a verla. De pronto sintió que sus fuerzas le abandonaban, sus cabellos encanecían, innumerables arrugas surcaron su piel; su corazón cesó de latir, y, al fin, cayó al suelo. Cuando a la mañana siguiente fueron los muchachos a bañarse, vieron tendido en la arena a un hombre decrépito, sin vida. era Urashima que había muerto de viejo. Todavía hoy algunos pescadores de ciertos pueblos del Japón cuentan a sus hijos, para que no sean distraídos, la leyenda del pescador Urashima. JUAN SIN MIEDO Había una vez un padre que tenía dos hijos, el mayor de los dos era listo y prudente, y podía hacer cualquier cosa. Pero el joven, era estúpido y no podía aprender ni entender nada, y cuando la gente lo veía pasar decían: - Este chico dará problemas a su padre. - Cuando había que hacer algo, era siempre el hermano mayor el que tenía que hacerlo, pero si su padre le mandaba a traer algo cuando era tarde o en mitad de la noche, y el camino le conducía a través del cementerio o algún otro sombrío lugar, contestaba: - ¡Oh no padre!, no iré, me causa pavor. - Ya que tenía miedo. Cuando se contaban historias alrededor del fuego que ponían la carne de gallina, los oyentes algunas veces decían: - ¡Me da miedo! - El chico se sentaba en una esquina y escuchaba como los demás, pero no podía imaginar lo que era tener miedo: - Siempre dicen: "Me da miedo" o "Me causa pavor". - pensaba -Esa debe ser una habilidad que no comprendo. - Ocurrió que el padre le dijo un día al muchacho: - Escúchame con atención, te estás haciendo grande y fuerte, y debes aprender algo que te permita ganarte el pan. - - Bien padre, - respondió el joven - la verdad es que hay algo que quiero aprender, si se puede enseñar. Me gustaría aprender a tener miedo, no entiendo del todo lo que es eso.- El hermano mayor sonrió al escuchar aquello y pensó: "Dios santo, que cabeza de adoquín es este hermano mío. Nunca servirá para nada. El padre suspiró y le respondió: - pronto aprenderás a tener miedo, pero no vivirás de eso.- Poco después el sacristán fue a la casa de visita y el padre le expuso su problema, contándole que su hijo menor estaba tan retrasado en cualquier cosa que no sabía ni aprendía nada. -Fíjate - le dijo el padre - cuando le pregunté cómo iba a ganarse la vida me dijo que quería aprender a tener miedo.-
  • 16. - Si eso es todo. - respondió el sacristán - puede aprenderlo conmigo. Mándamelo y lo despabilaré pronto- El padre estaba contento de enviar a su hijo con el sacristán por que pensaba que aquello serviría para entrenar al chico. Entonces el sacristán tomó al chico bajo su tutela en su casa y tenía que hacer sonar la campana de la iglesia. A los dos días el sacristán lo despertó a media noche, y lo hizo levantarse para ir a la torre de la iglesia y tocar la campana. "Pronto aprenderás lo que es tener miedo" pensaba el sacristán. Este sin que el chico se diese cuenta, se le adelantó y subió a la torre. Cuando el chico estaba en lo alto de la torre y se dio la vuelta para coger la cuerda de la campana vio una figura blanca de pie en las escaleras al otro lado del pozo de la torre. - ¿Quién está ahí?- gritó el chico, pero la figura no respondió ni se movió. - Responde, - gritó el chico - o vete. No se te ha perdido nada aquí por la noche. - El sacristán, sin embargo, continuó de pie inmóvil para que el chico pensara que era un fantasma. El chico gritó por segunda vez: - ¿Qué haces aquí?. Di si eres honrado o de lo contrario te tiraré por las escaleras.- El sacristán pensó que era un farol así que no hizo ningún ruido y permaneció quieto como una estatua de piedra. Entonces el chico le avisó por tercera vez y como no sirvió de nada, se lanzó contra él y empujó al fantasma escaleras abajo. El "fantasma" rodó diez escalones y se quedó tirado en una esquina. Entonces el chico hizo sonar la campana, se fue a casa, y sin decir una palabra se fue a la cama y se durmió. La esposa del sacristán estuvo esperando a su marido un buen rato, pero no regresó. Al rato se inquietó y despertó al chico. Le preguntó: -¿Sabes donde está mi marido? Subió a la torre antes que tú. - - No lo sé. - respondió el chico - Pero alguien estaba de pie al otro lado del pozo de la torre, y como no me respondía ni se iba, lo tomé por un ladrón y lo tiré por las escaleras. Ve a ver si era él, sentiría que así fuese.- La mujer salió corriendo y encontró a su marido quejándose en la esquina con una pierna rota. Lo llevó abajo y luego llorando se apresuró a ver al padre del chico. - Tu hijo, - gritaba ella - ha sido el causante de un desastre. Ha tirado a mi marido por las escaleras de forma que se ha roto una pierna. Llévate a ese inútil de nuestra casa. - El padre estaba aterrado y corrió a regañar al muchacho: -¿Qué broma perversa es esta?, el Demonio debe habértela metido en la cabeza. - - Padre, - respondió - escúchame. Soy inocente. Él estaba allí de pie en mitad de la noche como si fuese a hacer algo malo. No sabía quien era y le dije que hablara o se fuera tres veces. - -¡Ah!- dijo el padre - sólo me traes disgustos. Vete de mi vista, no quiero verte más.- - Sí padre, como desees, pero espera a que sea de día. Entonces partiré para aprender lo que es tener miedo, y entonces aprenderé un oficio que me permita mantenerme. - - Aprende lo que quieras, - dijo el padre - me da igual. Aquí tienes cincuenta monedas para ti. Cógelas y vete por el mundo entero, pero no le digas a nadie de donde procedes, ni quién es tu padre. Tengo razones para estar avergonzado de ti. - - Si, padre, se hará como deseas. Si no quieres nada más que eso, puedo recordarlo fácilmente. - Así que al amanecer, el chico se metió las cincuenta monedas en el bolsillo y se alejó por el camino principal diciéndose continuamente: - Si pudiera tener miedo, si supiera lo que es temer...- Un hombre se acercó y escuchó el monólogo que mantenía el joven, y cuando habían caminado un poco más lejos, donde se veían los patíbulos, el hombre le dijo: - Mira, ahí está el árbol donde siete hombres se han casado con la hija del soguero , y ahora están a prendiendo a volar. Siéntate cerca del árbol y espera al anochecer, entonces aprenderás a tener miedo.- - Si eso es todo lo que hay que hacer, es fácil. - contestó el joven -Pero si aprendo a tener miedo tan rápido , te daré mis cincuenta monedas. Vuelve mañana por la mañana temprano. - Entonces el joven se fue el patíbulo, se sentó al lado y esperó hasta el atardecer. Como tenía frío encendió un fuego , pero a media noche el viento soplaba tan fuerte que a pesar del fuego no podía calentarse. Y como el viento hacía chocar a los ahorcados entre sí y se balanceaban de un lado para otro, pensó: "Si yo tiemblo aquí junto al fuego, cuánto deben frío deben estar sufriendo estos que están arriba". Como le daban pena, levantó la escalera, subió y uno a uno los fue desatando y bajando. Entonces avivó el fuego y los dispuso a todos alrededor para que se calentasen. Pero estuvieron sentados sin moverse y el fuego prendió sus ropas. Así que el muchacho les dijo: - Tened cuidado u os subiré otra vez.- Los ahorcados no le escucharon y permanecieron en silencio dejando que sus harapos se quemaran. Eso hizo que el joven es enfadara, y dijo: - si no queréis tener cuidado, no puedo ayudaros, no me quemaré con vosotros. - y volvió a subirlos a todos a su sitio. Después se sentó junto al fuego y se quedó dormido. A la mañana siguiente el hombre vino para obtener sus cincuenta monedas, le dijo: - Bien, ahora sabes lo que es tener miedo. - - No, - contestó el muchacho - ¿cómo quiere que lo sepa si esos tipos de ahí arriba no han abierto la boca?, y son tan estúpidos que dejan que los pocos y viejos harapos que llevan encima se quemen. - El hombre, viendo que ese día no iba a conseguir las cincuenta monedas, se alejó diciendo:- Nunca me había encontrado con un joven así. - El joven continuó su camino y una vez más comenzó a mascullar: - Si pudiera tener miedo... - Un carretero que andaba a grandes zancadas tras él lo escuchó y le preguntó: -¿quién eres?. - - No lo sé. - respondió el joven. Entonces el carretero preguntó: -¿De donde eres?. - - No lo sé.- respondió el muchacho. -¿Quién es tu padre?- insistió. - No puedo decírtelo. - respondió el chico. -¿qué es eso que estás siempre murmurando entre dientes?. - preguntó el carretero.- Ah, - respondió el joven - me gustaría aprender a tener miedo, pero nadie puede enseñarme. - - Deja de decir tonterías. - dijo el carretero -Vamos, ven conmigo y encontraré un sitio para ti. -
  • 17. El joven fue con el carretero y al atardecer llegaron a una posada donde pararon a pasar la noche. A la entrada del salón el joven dijo en alto: - Si pudiera temer... - El posadero lo escuchó y riendo dijo: - si eso es lo que quiere puede que aquí encuentres una buena oportunidad. - - Cállate, - dijo la posadera - muchos entrometidos ya han perdido su vida, sería una pena y una lástima si unos ojos tan bonitos no volviesen a ver la luz del día. - Pero el muchacho dijo: - No importa lo difícil que sea, aprenderé. Es por eso que he viajado tan lejos.- Y no dejó en paz al posadero hasta que al final le contó que no lejos de allí se levantaba un castillo encantado donde cualquiera podría aprender con facilidad lo que era tener miedo, si podía permanecer allí durante tres noches. El rey había prometido que cualquiera que lo consiguiese tendría la mano de su hija que era la mujer más hermosa sobra la que había brillado el Sol. Por otro lado en el castillo se encuentra un gran tesoro guardado por malvados espíritus. Ese tesoro sería liberado y harían rico a cualquiera. Algunos hombres ya lo han intentado, pero todavía ninguno ha salido. A la mañana siguiente el joven fue a ver al rey y le dijo: - Si se me permite, desearía pasar tres noches en el castillo encantado. - El rey le observó y como el joven le agradaba le dijo: - Puedes pedir tres cosas para llevarlas contigo al castillo, pero han de ser tres objetos inanimados. - Entonces el chico contestó: - Pues quiero un fuego, un torno y una tabla para cortar con el cuchillo. - EL rey hizo llevar esas cosas al castillo durante el día. Cuando se acercaba la noche, el joven fue al castillo y encendió un brillante fuego en una de las salas, puso la tabla y el cuchillo a su lado y se sentó junto al torno. - Si pudiera tener miedo, - decía - pero tampoco lo aprenderé aquí. - Hacia medianoche estaba atizando el fuego, y mientras le soplaba, algo gritó de repente desde una esquina: - Miau, miau. Tenemos frío. - - Tontos, - respondió él - por qué os quejáis. Si tenéis frío venid a sentaros junto al fuego y calentaros. - Cuando dijo esto dos enormes gatos negros salieron dando un tremendo salto y se sentaron cada uno a un lado del joven. Los gatos lo observaban con mirada fiera y salvaje. Al poco, cuando entraron en calor, dijeron: - Camarada, juguemos a las cartas. - - ¿Por qué no?. - contestó el chico - Pero primero enseñadme vuestras zarpas. - Los gatos sacaron las garras. -¡Oh!, - dijo él - tenéis las uñas muy largas. Esperad que os las corto en un momento. - Entonces los cogió por el pescuezo los puso en la tabla para cortar y les ató las patas rápidamente. - Después de veros los dedos, - dijo - se me han pasado las ganas de jugar a las cartas. Luego los mató y los tiró fuera al agua. Pero cuando se había desecho de ellos e iba a sentarse junto al fuego, de cada agujero y esquina salieron gatos y perros negros con cadenas candentes, y siguieron saliendo hasta que no se pudo mover. Aullaban horriblemente, desparramaron el fuego y trataron de apagarlo. El joven los observó tranquilamente durante unos instantes, pero cuando se estaban pasando de la raya, cogió el cuchillo y gritó: - Fuera de aquí sabandijas. - y comenzó a acuchillarlos. Algunos huyeron, mientras que los que mató los lanzó al foso. Entonces volvió y atizó las ascuas del fuego y entró en calor. Cuando terminó no podía mantener los ojos abiertos y le entró sueño. Miró a su alrededor y vio una enorme cama en un rincón. - Justo lo que necesitaba.- dijo y se metió en ella. Justo cuando iba a cerrar los ojos la cama empezó a moverse por sí misma y le llevó por todo el castillo. - Esto está muy bien, - dijo - pero ve más rápido. - Entonces la cama rodó como si seis caballos tiraran de ella, arriba y abajo, por umbrales y escaleras. Pero de repente giró sobre sí misma y cayó sobre él como una montaña. Lanzando al aire edredones y almohadas salió y dijo: - Hoy en día dejan conducir a cualquiera. - Luego se tumbó junto a su fuego y durmió hasta la mañana siguiente. A la mañana siguiente el rey fue a verle y cuando lo vio tirado en el suelo, pensó que los espíritus lo habían matado. Dijo: - Después de todo es una pena, un hombre tan apuesto... - El joven lo escuchó, se levantó, y dijo: - No es para tanto. - El rey estaba perplejo, pero muy feliz, y le preguntó cómo le había ido. - La verdad es que bastante bien. - dijo - Ya ha pasado una noche, las otras dos serán del mismo estilo.- Fue a ver al posadero, quien poniendo los ojos como platos dijo: - Nunca esperé volverte a ver con vida. ¿Ya has aprendido a tener miedo?- - No, - respondió - es inútil. Si alguien me lo pudiera explicar. - La segunda noche volvió al viejo castillo, se sentó junto al fuego y una vez más comenzó su cantinela: - Si pudiera tener miedo, si pudiera tener miedo... - A medianoche se escuchó alrededor un gran alboroto que parecía como si el castillo se viniera abajo. Al principio se escuchaba bajo, pero fue creciendo más y más. De repente todo quedó en silencio y al rato con un gran grito, medio hombre cayó por la chimenea justo delante de él. - Hey, - gritó el joven - falta la mitad. Con esto no es suficiente.- Entonces el alboroto comenzó de nuevo, se escucharon rugidos y gemidos y la otra mitad cayó también. - Tranquilo, - dijo el joven - voy a avivarte el fuego. - Cuando había terminado y miró alrededor, las dos piezas se habían unido y hombre espantoso estaba sentado en su sitio. - Eso no entraba en el trato, - dijo él - ese banco es mío. - El hombre intentó empujarle, pero el joven no lo permitió, así que lo echó con todas sus fuerzas y se sentó en su sitio. Más hombres cayeron por la chimenea uno detrás de otro, cogieron nueve piernas humanas y dos calaveras y las dispusieron para jugar a los bolos. El joven también quería jugar: - Escuchadme, ¿Puedo jugar? - - Si tienes dinero, sí. - respondieron ellos.- - Si que lo tengo. - respondió - Pero vuestras bolas no son demasiado redondas. - Cogió las calaveras, las puso en el torno y las redondeó. -Así, - dijo - ahora rodarán mucho mejor.- - Hurra, - dijeron los hombres - ahora nos divertiremos. - Jugó con ellos y perdió algo de dinero, pero cuando dieron las doce todo desapareció de su vista. Se acostó y se quedó dormido. A la mañana siguiente el rey fue a ver como estaba: - ¿cómo te ha ido esta vez?- le preguntó.
  • 18. - He estado jugando a los bolos, - respondió - y he perdido un par de monedas. - - Entonces no has tenido miedo? - preguntó el rey. -¿Qué?- dijo - Si me lo he pasado estupendamente. He hecho de todo menos saber lo que es tener miedo. - La tercera noche se sentó en su banco y entristecido dijo: - Si pudiera tener miedo...- Cuando se hizo tarde, seis hombres muy altos entraron trayendo consigo un ataúd. Le dijeron al joven: - Ja, ja, ja. Es mi primo, que murió hace unos días.- y llamó con los nudillos en el ataúd - Sal, primo, sal. - Pusieron el ataúd en el suelo, abrieron la tapa y se vio un cadáver tumbado en su interior. El joven le tocó la cara pero estaba fría como el hielo. - Espera, - dijo - te calentaré un poco- Se fue al fuego, se calentó las manos y las puso en la cara del difunto, pero esta continuó fría. Lo sacó del ataúd, lo sentó junto al fuego y lo apoyó en su pecho frotándole los brazos para que la sangre circulara de nuevo. Como esto tampoco funcionaba, pensó: " cuando dos personas se meten en la cama se dan calor mutuamente". Así que se lo llevó a la cama, lo tapó y se tumbó junto a él. Al rato el cadáver entró en calor y comenzó a moverse. El joven el dijo:- ¿Ves primo como te he hecho entrar en calor?. - Sin embargo el cadáver se levantó y dijo: - Te estrangularé. - -¿Cómo?, - dijo el joven - ¿Así me lo agradeces? Pues te vas a ir a tu ataúd ahora mismo. - Y lo cogió en volandas, lo tiró al ataúd y cerró la tapa. Entonces los seis hombres vinieron y se llevaron el ataúd. - No puedo aprender a tener miedo. - dijo el muchacho - Nunca en mi vida aprenderé. Un hombre más alto que los demás entró y tenía un aspecto terrible. Era viejo y tenía una larga barba blanca. - Pobre diablo,- gritó el viejo - pronto sabrás lo que es tener miedo, porque vas a morir.- - No tan deprisa, . respondió el muchacho - que yo tendré algo que decir en eso de que voy a morir.- - Pronto acabaré contigo.- dijo el demonio. - Tómatelo con calma y no digas bravuconadas que soy tan fuerte como tú o quizá más. - - Lo comprobaremos. - dijo el viejo - Si eres más fuerte, te dejaré ir. Ven y lo comprobaremos.- Lo condujo a través de oscuros pasajes hasta una forja, allí el viejo cogió una enorme hacha y de un tajo partió un yunque en dos. - Puedo mejorarlo. - dijo el muchacho y se fue a otro yunque. El viejo se acercó para observar con la barba colgando. El joven levantó el hacha, partió el yunque de un tajo y en el camino cortó la barba del viejo. - Te he vencido. - dijo el joven - ahora te toca morir a ti.- Y con una barra de hierro golpeó al viejo hasta que empezó a llorar y a pedirle que parara, que si lo hacía le daría grandes riquezas. El joven soltó la barra de hierro y le dejó libre. El viejo lo condujo de nuevo al castillo y en un sótano le mostró tres cofres llenos de oro. - De todo esto, - dijo el viejo - uno es para los pobres, otro es para el rey y el tercero es para ti.- Entretanto dieron las doce y el espíritu desapareció y el joven se quedó a oscuras. - Creo que podré encontrar las salida. - dijo el joven. Y tanteando consiguió encontrar el camino hasta la sala donde estaba el fuego y durmió junto a él. A la mañana siguiente el rey fue a verle y le dijo: - Ya tienes que haber aprendido lo que es tener miedo. - - No, - contestó - vino un muerto y un hombre con barba me enseño un montón de dinero abajo, pero nadie me ha dicho lo que es tener miedo. - - Entonces, - dijo el rey - has salvado el castillo y te casarás con mi hija. - - Todo eso está muy bien, - dijo el joven - pero sigo sin saber lo que es tener miedo.- Se repartió el oro y se celebró la boda. Pero por mucho que quisiese a su esposa y por muy feliz que fuese el joven rey siempre decía: - si pudiera tener miedo, si pudiera tener miedo... - Eso acabó por enfadar a su esposa: "Encontraré una cura, aprenderá a tener miedo." Fue al río que atravesaba el jardín y se trajo un cubo lleno de gobios. Por la noche, cuando el joven rey estaba dormido, su esposa le quitó las sábanas y le vació encima el cubo lleno de agua fría con los gobios, de manera que los pececitos se pusieron a dar saltos sobre él. El se despertó y gritó: - ¡Qué susto! , ahora sé lo que es asustarse. Lo que sucedió a una zorra que se tendió en la calle y se hizo la muerta Hablando otro día el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo así: -Patronio, un pariente mío vive en un lugar donde le hacen frecuentes atropellos, que no puede impedir por falta de poder, y los nobles de allí querrían que hiciese alguna cosa que les sirviera de pretexto para juntarse contra él. A mi pariente le resulta muy penoso sufrir cuantas afrentas le hacen y está dispuesto a arriesgarlo todo antes que seguir viviendo de ese modo. Como yo quisiera que él hiciera lo más conveniente, os ruego que me digáis qué debo aconsejarle para que viva como mejor pueda en aquellas tierras. -Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que le podáis aconsejar lo que debe hacer, me gustaría que supierais lo sucedido a una zorra que se hizo la muerta. El conde le preguntó cómo había pasado eso. -Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, una zorra entró una noche en un corral donde había gallinas y tanto se entretuvo en comerlas que, cuando pensó marcharse, ya era de día y las gentes estaban en las calles. Cuando comprobó que no se podía esconder, salió sin hacer ruido a la calle y se echó en el suelo como si estuviese muerta. Al verla, la gente pensó que lo estaba y nadie le hizo caso. »Al cabo de un rato pasó por allí un hombre que dijo que los cabellos de la frente de la zorra eran buenos para evitar el mal de ojo a los niños, y, así, le trasquiló con unas tijeras los pelos de la frente.
  • 19. »Después se acercó otro, que dijo lo mismo sobre los pelos del lomo; después otro, que le cortó los de la ijada; y tantos le cortaron el pelo que la dejaron repelada. A pesar de todo, la zorra no se movió, porque pensaba que perder el pelo no era un daño muy grave. »Después se acercó otro hombre, que dijo que la uña del pulgar de la zorra era muy buena para los tumores; y se la quitó. La zorra seguía sin moverse. »Después llegó otro que dijo que los dientes de zorra eran buenos para el dolor de muelas. Le quitó uno, y la zorra tampoco se movió esta vez. »Por último, pasado un rato, llegó uno que dijo que el corazón de la zorra era bueno para el dolor del corazón, y echó mano al cuchillo para sacárselo. Viendo la zorra que le querían quitar el corazón, y que si se lo quitaban no era algo de lo que pudiera prescindir, y que por ello moriría, pensó que era mejor arriesgarlo todo antes que perder ciertamente su vida. Y así se esforzó por escapar y salvó la vida. »Y vos, señor conde, aconsejad a vuestro pariente que dé a entender que no le preocupan esas ofensas y que las tolere, si Dios lo puso en una tierra donde no puede evitarlas ni tampoco vengarlas como corresponde, mientras esas ofensas y agravios los pueda soportar sin gran daño para él y sin pérdida de la honra; pues cuando uno no se tiene por ofendido, aunque le afrenten, no sentirá humillación. Pero, en cuanto los demás sepan que se siente humillado, si desde ese momento no hace cuanto debe para recuperar su honor, será cada vez más afrentado y ofendido. Y por ello es mejor soportar las ofensas leves, pues no pueden ser evitadas; pero si los ofensores cometieren agravios o faltas a la honra, será preciso arriesgarlo todo y no soportar tales afrentas, porque es mejor morir en defensa de la honra o de los derechos de su estado, antes que vivir aguantando indignidades y humillaciones. El conde pensó que este era un buen consejo. Y don Juan lo mandó poner en este libro e hizo estos versos que dicen así: Soporta las cosas mientras pudieras, y véngate sólo cuando debieras. El Príncipe Rana Hace muchos, muchos años vivía una princesa a quien le encantaban los objetos de oro. Su juguete preferido era una bolita de oro macizo. En los días calurosos, le gustaba sentarse junto a un viejo pozo para jugar con la bolita de oro. Cierto día, la bolita se le cayó en el pozo. Tan profundo era éste que la princesa no alcanzaba a ver el fondo. —¡Ay, qué tristeza! La he perdido —se lamentó la princesa, y comenzó a llorar. De repente, la princesa escuchó una voz. —¿Qué te pasa, hermosa princesa? ¿Por qué lloras? La princesa miró por todas partes, pero no vio a nadie. —Aquí abajo —dijo la voz. La princesa miró hacia abajo y vio una rana que salía del agua. —Ah, ranita —dijo la princesa—. Si te interesa saberlo, estoy triste porque mi bolita de oro cayó en el pozo. —Yo la podría sacar —dijo la rana—. Pero tendrías que darme algo a cambio. La princesa sugirió lo siguiente: —¿Qué te parecen mi perlas y mis joyas? O quizás mi corona de oro. —¿Y qué puedo hacer yo con una corona? —dijo la rana—. Pero te ayudaré a encontrar la bolita si me prometes ser mi mejor amiga. —Iría a cenar a tu castillo, y me quedaría a pasar la noche de vez en cuando — propuso la rana. Aunque la princesa pensaba que aquello eran tonterías de la rana, accedió a ser su mejor amiga. Enseguida, la rana se metió en el pozo y al poco tiempo salió con la bolita de oro en la boca. La rana dejó la bolita de oro a los pies de la princesa. Ella la recogió rápidamente y, sin siquiera darle las gracias, se fue corriendo al castillo. —¡Espera! —le dijo la rana—. ¡No puedo correr tan rápido! Pero la princesa no le prestó atención. La princesa se olvidó por completo de la rana. Al día siguiente, cuando estaba cenando con la familia real, escuchó un sonido bastante extraño en las escaleras de mármol del palacio. Luego, escuchó una voz que dijo: —Princesa, abre la puerta. Llena de curiosidad, la princesa se levantó a abrir. Sin embargo, al ver a la rana toda mojada, le cerró la puerta en las narices. El rey comprendió que algo extraño estaba ocurriendo y preguntó: —¿Algún gigante vino a buscarte? —Es sólo una rana —contestó ella. —¿Y qué quiere esa rana? —preguntó el rey. Mientras la princesa le explicaba todo a su padre, la rana seguía golpeando la puerta. —Déjame entrar, princesa —suplicó la rana—. ¿Ya no recuerdas lo que me prometiste en el pozo? Entonces le dijo el rey: —Hija, si hiciste una promesa, debes cumplirla. Déjala entrar. A regañadientes, la princesa abrió la puerta. La rana la siguió hasta la mesa y pidió: —Súbeme a la silla, junto a ti. —Pero, ¿qué te has creído? En ese momento, el rey miró con severidad a su hija y ella tuvo que acceder. Como la silla no era lo suficientemente alta, la rana le pidió a la princesa que la subiera a la mesa. Una vez allí, la rana dijo: —Acércame tu plato, para comer contigo. La princesa le acercó el plato a la rana, pero a ella se le quitó por completo el apetito. Una vez que la rana se sintió satisfecha dijo: —Estoy cansada. Llévame a dormir a tu habitación. La idea de compartir su habitación con aquella rana le resultaba tan desagradable a la princesa que se echó a llorar. Entonces, el rey le dijo: —Llévala a tu habitación. No está bien darle la espalda a alguien que te prestó su