Este capítulo presenta a Lucrecia regresando a la Ciudad de México después de 20 años en Europa. Mientras viaja en automóvil al hotel, recuerda cómo a los 15 años llegó a trabajar en una hacienda en Chiapas y conoció a Piero y Casandra, unos empresarios italianos de cosméticos. También recuerda la noche en que perdió su inocencia. La historia luego describe cómo Lucrecia le explica a Piero que sabe hacer perfumes usando ingredientes de la selva chiapaneca como flores, plantas y grasa de pato
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Inocencia perdida (capítulo gratis)
Embarazo, VIH, puta, sexo, mujer, amor, niño o niña, parir o abortar, abue-
lo o padre, comprometerse o ser independiente: palabras que están pre-
sentes en la vida de muchos seres humanos. Algunas les suenan familiares,
otras las observan desde arriba: forman parte de la vida diaria. Pero en la
vida de Lucrecia no habían existido, empezaban a formar parte. Ahora re-
voloteaban en la mente de Lucrecia.
Se veía obligada a hacer un alto, una parada completa. ¿Obligada, o ella
la había provocado? ¿Acaso siempre buscaba esa vida, pedía a gritos sufrir
para autoflagelarse por tener tanta belleza, suerte y éxito? ¿Realmente lo
vivido era eso, suerte y éxito, o eran éstas una maldición?
Sumida en un mar de confusión, se planteaba las interrogantes que todo
humano se hace en algún momento de su vida: ¿Quién soy: una mujer que
no puede escapar de las leyes eternas o una mujer que había forjado su
destino? ¿El destino era solamente destino, y no había forma de cambiar-
lo? ¿O se construía paso a paso, cincelada tras cincelada como el escultor
construye y da forma a las más duras rocas, forma figuras del bronce o
transforma el acero?
Las interrogantes eran miles y acudían sin piedad, sin tocar puertas; simple-
mente llegaban, una tras otra. La respuesta… las respuestas no las encontra-
ba, formaban un laberinto interminable con muchos caminos, pero sin salida.
Lesbiana, puta, amorosa, santa o simplemente una mujer. Sí, era ella; su
nombre lo decía todo: Lucrecia.
Vivía con la filosofía de amar al prójimo como a sí misma; entonces, ¿en
dónde se equivocó? ¿O simplemente nunca se equivocó?
Ella misma pretendía juzgar su vida; similar al pintor que, con pincel y man-
to, crea su obra, la observa, la retoca, le aplica más claro u obscuro, más
o menos color hasta lograr lo que quiere, ahora ella observaba su propia
obra y quería saber en qué instante había aplicado inadecuadamente los
colores de su vida.
¿Cómo sería juzgada por la sociedad? Tal y como sucede con la obra del
artista, este simplemente da rienda suelta a su creatividad, pero posterior-
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mente es juzgado por el espectador, como una obra maestra o como una
pintura sin trascendencia. Una obra que pasa desapercibida en una época y
que en otra deja una huella imborrable; que mueve las fibras más sensibles
de quien observa y desea poseerla, recrearse en ella una y otra vez; que
otros pintores reproducen con su sello específico o que copian fielmente
para capturarla en la eternidad.
Anteriormente, poco le había interesado la opinión de la gente a su alrede-
dor, simplemente vivía para amar; si opinaban que amaba mucho a muchos
o demasiado, esa era cuestión de los demás.
Ahora era diferente; reflexionaba en el futuro de un mundo realmente me-
jor, lejos del discurso de los políticos, ambientalistas que buscan enrique-
cerse con campañas para salvar el planeta, religiosos en guerra que usan
el nombre de su Dios para matar o que siembran confusión esperando la
flaqueza de un seguidor para convertirlo en un adepto y ganar la batalla.
A su parecer, había creado su mundo perfecto; sin embargo, el cristal de la
burbuja que formó no resistía más.
En las últimas horas, se rompía la burbuja; segundo a segundo, minuto a
minuto, el tiempo la destrozaba. Escuchaba el aparatoso estruendo de los
pedazos caer y estrellarse sin piedad.
Respiraba profundo y resistía, pero los cristales laceraban su piel debilitan-
do el cuerpo hasta penetrar al corazón, clavándose con crueldad.
Recobró fuerza, estaba dispuesta a luchar, era una guerrera; así lo decidió
la naturaleza de la selva chiapaneca al nacer ella.
¿Cómo llegó a semejante encrucijada? Algunas semanas antes, Lu había
regresado de Europa a la ciudad de México.
Aroma exótico, cabellos revueltos, lentes obscuros, labios rosas y unas finas
zapatillas marcaban los pasos de Lucrecia al bajar del vuelo proveniente
de Italia. Hombres, mujeres, jóvenes, niños y ancianos no resistían mirar
aquella delicada y exótica flor que pasaba frente a ellos. Algunos por admi-
ración, otros por libido; por simpatía, por curiosidad, pero todos tenían un
porqué: era la princesa del perfume.
Lucrecia caminó con cabal seguridad por el recién restaurado aeropuerto
del Distrito Federal, que conservaba su esencia. El frío invernal le acarició el
rostro, queriendo quedarse por siempre en la piel de aquella mujer.
El recuerdo de sus pasos alejándose veinte años atrás vino a su mente.
La emoción de subir por primera vez a un gran avión aquel día de diciem-
bre, en el cual su cuerpo, su mente, su esencia completa dejaban atrás una
historia, una familia y una inocencia perdida.
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Una tarde fría, similar a la de su regreso, había salido rumbo a Londres para
reunirse con su querido protector, Piero, y la hermosa Casandra. El destino
era incierto; en el aeropuerto las personas ni siquiera se percataron de su
existencia. Al subir al gran pájaro volador, como ella le decía, el miedo a
lo desconocido la invadió; quería correr… Tanta gente fina y distinguida
alrededor, el fuerte sonido de la máquina del aeroplano, las indicaciones
de las azafatas.
Tristeza, dolor por dejar a sus seres queridos, alegría de ir hacia un mundo
lleno de esperanzas, tantas emociones encontradas.
Qué diferencia tan abismal: regresaba convertida en una exitosa empresa-
ria de la industria de los cosméticos; precisamente venía a presentar la más
reciente fragancia: Látigo.
La esperaba un séquito de ejecutivos para darle la bienvenida y posterior-
mente trasladarla a la suite del hotel ubicado en el Paseo Reforma.
Sepultó los recuerdos, guardándolos en un rincón del alma y ocultó la me-
lancolía tras unas gafas oscuras que le tapaban la mitad del rostro y que la
hacían lucir aún más distinguida e irreal, como un personaje sacado de las
revistas que cuentan historias de reinas y princesas. Exactamente era eso…
una princesa ante la cual se rendían las miradas, tanto de féminas como de
varones.
En el auto que la guiaba por el Paseo de la Reforma hacia el hotel, evocó la
noche en que perdió dulcemente su inocencia para despertar a los placeres
inefables de la sensualidad.
A los quince años había llegado para trabajar como empleada en una ha-
cienda cafetalera.
Por el camino la acompañaban árboles frondosos que se mantenían con or-
gullo arraigados a la tierra que los vio nacer; musgos, tulipanes y orquídeas
le regalaban aromas de selva y dulzura.
Tomada de la mano por plantas húmedas que transpiraban por cada poro
el sudor de la selva, fue guiada hasta la resplandeciente casa de amplios
corredores coronados con tejas francesas.
Con el cuerpo temblando por temor a lo inesperado, subió los seis esca-
lones que conducían al corredor de la entrada principal. En la sala vio un
hermoso piano de cola, ante el cual una figura varonil de rasgos firmes, na-
riz recta, mirada de gato y un pequeño lunar que adornaba su sonrisa por
encima de la comisura de sus labios, le dio la bienvenida con desparpajo.
—Ciao, io sono Piero. Y tú, ¿quién eres?
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Las palabras quedaron sepultadas, los ojos parecían saltarle del rostro, que-
dó admirada ante una figura que, con alzar el brazo podría tocar el techo.
La piel era dorada como el atardecer en verano, los cabellos resplandecían,
la ropa se veía muy fresca y dejaba al descubierto los brazos que semejaban
los árboles de buena madera que habitan en la selva. Ella enmudeció, no
supo qué decir.
Al verla turbada, Piero, con sonrisa de oreja a oreja, le dijo en un español
perfecto:
—Bienvenida… Tranquila, aquí no comemos jovencitas.
—Soy Lucrecia —logró balbucear—; me mandó mi tía Petra para ver si uste-
des necesitan a alguien que les ayude a limpiar la casa.
—Una hermosa niña no debería trabajar jamás en los quehaceres del hogar.
Piero miró al cielo diciendo:
—Qué injusta es la vida.
—Perdone usted señor, pero es que le dijeron a mi tía que necesitaban a
alguien para barrer, limpiar, sacudir, hacer comida. También sé hacer per-
fumes y suero antiviperino, para tenerlo a mano en caso de mordedura de
serpiente.
Suplicante, le dijo:
—Por favor, necesito trabajar…
Una estruendosa carcajada hizo callar a Lucrecia. A él le había causado mu-
cha gracia el hecho de que asegurara saber hacer perfumes.
—¿Perfumes, realmente sabes hacer perfumes? —la cuestionó Piero con
incredulidad, pues creyó que ella estaba bromeando, y sobre todo por tra-
tarse de un tema tan común para él.
Piero era un empresario de la industria del cosmético que había decidido
pasar algunos años en Chiapas con su inseparable amor en busca de un hi-
jo, a quien le habían perdido la pista en Centroamérica.
Siguiendo los pasos de su hijo, Piero y Casandra llegaron a Guatemala sin
obtener éxito en la búsqueda; al llegar a tierras mexicanas, se enamoraron
de la selva chiapaneca y decidieron establecerse en la serranía, ya que ahí
encontraron materia prima inigualable para su industria.
Casandra sabía que para ella los días estaban contados; le agradó la idea de
vivir en contacto con la naturaleza, guardando la esperanza de encontrar
a su hijo Enzo. Sin embargo, Piero desconocía la tragedia que celosamente
guardaba su amada.
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Para seguir platicando con aquella valiente jovencita, Piero le preguntó cómo
hacían el perfume; la sorpresa fue grata al escuchar la narración de Lucrecia:
—Primero mi mamá Mari, o sea mi abuelita, va guardando toda la grasa de
los patos que criamos y que luego nos comemos en caldo o asados. Guarda
la grasa, sobre todo la más blanca —acotó entusiasmada—. Después nos
internamos en la profundidad de la selva y buscamos las orquídeas rojas;
las más coloraditas tienen un aroma que hechiza a los hombres y endulza
el carácter de las mujeres.
También guardamos diferentes plantas olorosas y helechos. Las
bromelias, con sus centros de corazones sonrojados, huelen a cielo;
las cúrcumas de amarillo intenso también tienen lo suyo; la flor del
platanillo tiene aroma dulce. Las musas, las blancas, son las que
tienen el olor más intenso; piñas, musgos y otras más… la selva está
llena de tesoros que huelen a paraíso…
Por la tarde, cuando se está ocultando el sol, vamos con los baldes
hasta el ojo de agua cerca del río; mi abuela dice que es el mejor
líquido para hacer perfumes. A su fogón le ponemos mucha leña
para calentar hasta cinco baldes con agua; les echamos las flores,
plantas olorosas y naranjas, limones o café, dependiendo del aroma
que quiera hacer mi mamá Mari.
Luego le ponemos lentamente grasa a una tela, de ésas de
pabellones que ya no sirven porque van quedando raídos de tanto
que los hemos colgado para que no nos piquen los mosquitos. Y con
esta tela cubrimos el balde para que el vapor que sale del agua, con
el aroma de las hierbas y las flores, quede atrapado.
Después escurrimos todas las gotitas y las guardamos por separado
en botellas de vidrio que recogemos cuando vamos a Palenque… Mi
abuelita dice que son la esencia; luego, estas mezclas las revolvemos
con agua y algunas gotas de alcohol que hemos dejado reposar
durante semanas.
Hacemos perfumes especiales para las mujeres que se van a casar:
con miel de palo, polen y pétalos de orquídeas que crecen cerca de
las colmenas.
Mi abuela me contó que el día que mi padre conoció a mi mamá,
habían hecho este líquido especial y, que por accidente, este se había
derramado sobre las enaguas de mi madre. Ella se lo untó por todita
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la piel y se colocó coquetamente una orquídea en el cabello. No
sabía que aquella tarde llegaría el grupo de antropólogos que quería
conocer la forma de vida de los indígenas chiapanecos.
Al verla, cuando fue por agua al río de Las Margaritas, el extranjero
—como le decían a mi padre— no pudo separar los ojos de Ponciana
(así se llama mi mamá). Su gusto fue mayor al acercarse para tomarle
fotos y sentir el irresistible aroma que despedía la piel de mi madre.
Durante los meses siguientes, el grupo de extranjeros
montó un campamento; tomaron fotos, preguntaron
mucho. Guardaban todo tipo de cosas, desde semillas
hasta los hilos del telar, y anotaban los nombres sobre
las bolsitas donde las protegían de la lluvia, el polvo y los
avechuchos.
Ponciana y el extranjero vivieron un amor auténtico; imagínese:
mi madre tiene, alrededor del ombligo, tatuado el nombre y las
iniciales del apellido de mi padre, junto a una serpiente y un jaguar
entrelazados con una hermosa orquídea.
Me contó la abuela que él a su vez también se tatuó el nombre de
mi madre en el hombro, junto a la feroz cabeza de un jaguar. Uno
de los compañeros del campamento les hizo esos dibujos pues,
según decían, había aprendido en el Lejano Oriente el arte de
pintar en piel.
Una hermosa mujer distrajo la atención de Lucrecia: por el arco que dividía
la sala hacia el corredor, como una verdadera aparición de la virgen de la
ermita de Las Margaritas, entró Casandra.
Era de ojos grandes y negros como las noches sin luna, enmarcados con
sombras frondosas como los árboles de la selva, cabello como el atardecer
del otoño, piel blanquísima y suave como las ciruelas. Lu creyó por un mo-
mento que un ángel le hablaba. Ella le dijo:
—Bienvenida. Escuché toda tu historia… Por supuesto que necesitamos a
alguien que nos ayude, no precisamente para las labores de la casa, pero
puedes quedarte.
Día tras día, Piero y Casandra fueron educando a Lucrecia, quien parecía
estar viviendo en un sueño.
Pero cuando realmente dormía, una misma pesadilla la despertaba: soñaba
que regresaba su padrastro… Afortunadamente era solo en sueños. Te-
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miendo que al dormirse regresara la pesadilla, empezaba a deambular por
la oscuridad; disfrutaba el canto de los búhos, el sonido de saraguatos,
mapaches, venados, y disfrutaba del mágico espectáculo de las luciérnagas
que bailaban con la noche.
Un buen día, sonidos extraños la acercaron a la habitación de Piero y Casan-
dra; la curiosidad la hizo observar por la puerta entreabierta: en la cama,
detrás de los pabellones, dos figuras se entrelazaban con besos y caricias;
con respiración agitada repetían una y otra vez movimientos que a ella se
le antojaban de ángeles celestiales que luego se transformaban en jaguares
copulando. Lo que ella había vivido era diferente a lo que observaba.
Algunas veces las pesadillas se alejaban, pero el deseo de observar la des-
pertaba. Y noche tras noche, se convirtió en su pasatiempo favorito: obser-
var y soñar que ella formaba parte del vuelo de los ángeles y de los feroces
encuentros de jaguares. Su piel ardía con cada respiración, en el vientre
sentía el calor del Sol en primavera y, en las noches de Luna Llena, corría
hasta el río para apagar el fuego que la invadía.
Después del séptimo plenilunio desde que Lucrecia llegó, Piero y Casandra,
sabedores de que eran observados, decidieron integrarla; deseosa de sen-
tir, ella se dejó seducir por las expertas manos de ellos.
Las caricias con plumas de faisán alrededor de las aureolas de sus firmes
senos causaban erizamiento en la piel de la joven, haciéndola gemir de
placer; la humedad en el vientre inexplorado emanaba como manantial.
Los labios expertos de Casandra recorrían el torso desnudo de Lu, mientras
la boca de Piero le besaba el cuello, exhalando en las orejas su agitada res-
piración, acción que le producía un excitante cosquilleo.
Los labios de Casandra bajaron poco a poco por el cuerpo de Lu y, como
quien encuentra un tesoro, descubrió el pequeño punto que al rozarlo,
presionar, rozarlo, presionar, rozarlo, una y otra vez, acelerando y frenando
el movimiento de la lengua, hizo a Lu sumergirse en sensaciones descono-
cidas y sumamente placenteras.
Lucrecia estaba lista para ser penetrada; los labios de Casandra exploraron
centímetros más abajo, pero se toparon con un tesoro cubierto con el frágil ve-
lo de la juventud. Casandra detuvo a Piero, a lo que Lu rogó que continuaran.
Sin embargo los dos decidieron retirarse, estupefactos por la situación.
Creyeron que tenía experiencia; ella les explicó que la situación no le era
desconocida porque había observado muchas veces a los animales de la sel-
va cruzarse para reproducirse. También les platicó lo ocurrido en casa con
su padrastro, motivo por el cual había decidido alejarse de su familia.
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La luz crepuscular de la Luna se durmió para dar paso a los primeros rayos
del Sol.
Lu se sentía aliviada de haber confiado su secreto a la pareja de amantes;
ellos le explicaron las consecuencias de sus actos. Sin embargo, si de con-
secuencias se trataba, estaba dispuesta a afrontarlas: la piel y su vientre lo
pedían a gritos.
La calidez de la mañana los obligó a volver a la realidad, una realidad de
la cual Lu quería formar parte. Y, con poder de convencimiento e infinita
sensualidad, ahora fue ella quien los sedujo.
Durante meses los amantes se dejaban conducir hacia el placer absoluto,
ardiente, incansable, haciendo florecer la belleza de la sensualidad eterna.
Besos, caricias, aromas, figuras caprichosas, siluetas en movimientos sin fre-
nos habitaron la alcoba, provocando curiosidad hasta en los mismos ani-
males de la selva que, al volar o pasar cerca de la casa, atisbaban por la
ventana que siempre se mantenía abierta para que el contacto con la na-
turaleza fuera total.
Lu, Piero y Casandra sonreían al ver a algún pájaro retorciendo el cuello pa-
ra mirarlos, o al osado saraguato que, desde el árbol de mango, se detenía
a rascarse la cabeza mientras los observaba.
Casandra reflexionaba continuamente sobre las consecuencias de la situa-
ción; sin embargo, sabía que le quedaba poco tiempo, y su instinto le dicta-
ba que aquella indefensa jovencita era la persona indicada para que, en su
ausencia, le diera valor a su amado Piero para continuar viviendo.
¿Qué pasaba con Casandra? ¿No sentía celos? ¿Era de libre pensamiento?
Una mujer, cuando ama y está segura que su amor es correspondido, solo
quiere amor para la persona amada… esa era la realidad. El mundo donde
había sido educada era diferente, y los tabúes en ese sentido eran cosa del
pasado. Piero lo sabía, y Lucrecia lo daba por un hecho.
En la lejanía en la que habitaban todo era nuevo y, para Lu, normal.
Los recuerdos de Lucrecia se interrumpieron cuando el ejecutivo de la com-
pañía le dijo:
—Servida, señorita; llegamos al hotel.
Un elegante bell boy le abrió la puerta. Ella se registró y de inmediato fue
conducida a la zona exclusiva del hotel.
Tras una sonrisa seductora, sus labios se abrieron para decirle al botones
“Gracias”, al instante que acariciaba su mano al darle la propina.
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Él, completamente confundido, sin saber si aquello era por amabilidad o
seducción, respondió un tanto desconcertado y con atrevimiento:
—Para servirle… Soy Juan; solo tiene que marcar el cero-seis, y estaré con
usted en muy pocos segundos.
El viaje había sido agotador. Tenía hambre en todos los sentidos.
Levantó el auricular y pidió al restaurante una ensalada de corazones tier-
nos de lechuga con carne de costillar de pollo a la parrilla y aderezo de
queso azul. También ordenó una botella de Néctar, de Moët & Chandon, y
fresas con chocolate.
Acostumbrada al placer, quería celebrar el retorno a sus raíces; ¿sola o
acompañada? Eso era cuestión de tiempo.
14. Acerca de la autora
Rosaura de Fátima Gutiérrez
E-mail: proyectoalfa10@hotmail.com
Nació en Emiliano Zapata, Tabasco, México, el 11 de
septiembre de 1971. Estudió Técnica Profesional en
Turismo, licenciatura en Ciencias de la Comunica-
ción, locución para radio y televisión, y posee una
maestría en Educación, cursada en Chetumal, Quin-
tana Roo. Tiene tres diplomados: en Imagen Corpo-
rativa, en Periodismo Cultural y en Educación con
aplicación de nuevas tecnologías.
Ha tomado cursos de literatura con el maestro Ramón Iván Suárez Caamal,
entre otros, y dirigió la revista Fuerza Joven, Reflejos y Reflejos de la Cultura
en Quintana Roo. Ha realizado colaboraciones literarias en revistas cultura-
les y diversos medios de comunicación en el sureste de México. Se desem-
peñó como catedrática en la Universidad Interamericana para el Desarrollo
del Consorcio Anáhuac; y desde hace seis años labora en la Dirección de Co-
municación Social de la Secretaría de Cultura del Estado de Quintana Roo.
15. Editorial LibrosEnRed
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