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Un gran susto en pajonal
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Un gran susto en pajonal

  1. 72 Apenas clareaba el alba, me levantaba raudamente de mi lecho y partía a los potreros cercanos a buscar las vacas para comenzar la ordeña cotidiana. Los terneros permanecían encerrados en el galpón a la espera del ansiado encuentro con sus madres, lo que les permitiría alimentarse con la exquisita leche materna. Me gustaba hacer competencia diariamente con mi papá, para ver quién se levantaba más temprano; algunas veces le ganaba yo, pero casi siempre me despertaba con el fuerte bramido del toro, lo que indicaba que mi papá ya había traído los animales. Con mis ojos somnolientos, pasaba frente a mis padres y mi hermano mayor con el rostro denotando la derrota y vergüenza… En total lechábamos quince vacas, lo que nos permitía entregar diariamente un tarro de cincuenta litros de leche y nos sobraban alrededor de veinte litros, con lo que mi mamá hacía un exquisito queso por día. Una vez a la semana, también hacía mantequilla, que devorábamos cada mañana con el pan calentito y crujiente, recién salido del horno. Nuestra vida en el campo era tranquila, sin grandes riquezas, pero yo encontraba que no nos faltaba nada y por eso en Pajonal, yo llevaba una vida feliz. Además, aunque quedaba un poco lejos de Maullín, yo trataba de no faltar a la escuela, aunque lloviera, porque me interesaba aprender. Cuando la profesora nos preguntaba sobre nuestro futuro, yo siempre decía que me gustaría ser veterinario. Me fascinaban los animales. Nosotros teníamos de todo un poco: más de treinta vacunos, entre vacas, terneros, un toro y una yunta de bueyes; veinte ovejas, veintidós chivos, cinco cerdos y tres caballos. Mi mamá tenía gallinas, patos, gansos y pavos.
  2. 73 Después de la ordeña, debíamos enyugar al “Elegante” y al “Muchacho”, nuestra yunta de bueyes y con el birloche, partíamos con mi hermano mayor a dejar el tarro de leche afuera, en el camino principal, donde pasaba el camión lechero, que lo llevaba hasta Llanquihue. Yo me entretenía haciendo la guía de despacho, que se adhería al tarro, donde se indicaba la cantidad de litros entregados. Cuando regresábamos a la casa, nos lavábamos y seguidamente pasábamos al desayuno, donde me tomaba dos tazas de leche con café, acompañado con harto pan con mantequilla y queso. Regularmente, mi mamá cocía una paila repleta de huevos frescos. Resulta que una mañana después del desayuno, salí a cazar pájaros, estrenando una honda con elásticos rojos que me había regalado mi hermano mayor. Primero recorría la arboleda en busca de zorzales y pitíos. Confieso que a mis once años, nunca había matado pájaro alguno. Más lo hacía por entretenerme. Estaba convencido de mi mala puntería. En la arboleda sólo había un par de fío-fíos, así que me decidí a atravesar algunos potreros en busca de queltehues y bandurrias, aunque me agradaba encontrar palomas silvestres o alguna perdiz. Me encontraba atravesando un pequeño bosque, agazapado bajo unas aromáticas lumas, cuando escuché en las alturas, en las inmediaciones del cerro TenTen, un sonido jamás escuchado en mi corta vida, parecía el movimiento de grandes alas y al alzar mi vista, divisé un par de gigantescas aves blancas que pasaron sobre mi cabeza…
  3. 74 Me impresionó la hermosura y majestuosidad de aquellas aves, aunque las perdí de vista y no las vi más. Caminé un poco más y luego me volví, porque tenía miedo a un enorme toro negro de un vecino, que siempre correteaba a las personas que pasaban por allí cerca. En la tarde de aquel día, mi hermano y otros amigos me invitaron a buscar nalcas en la ribera del río Puquetrín. Para ello debíamos caminar bastante y atravesar una gran cantidad de potreros donde abundaban los calafates, juncos y moras. Una enorme bandada de loros cruzó por los aires con su tradicional barullo. Con nuestras hondas les lanzamos piedras entre todos, pero éstas apenas llegaban hasta una distancia más reducida. A mí me interesó ir con ellos a buscar nalcas, porque en el trayecto debíamos pasar por la orilla de una gran laguna que existía en el lugar. Allí siempre habían patos silvestres y a veces encontrábamos patitos nuevos que correteábamos de un lado a otro. Ellos se escondían entre los juncos y nosotros no podíamos meternos al agua porque la laguna era profunda. Así que esperaban pacientemente que nosotros nos alejemos para salir de nuevo. Mi papá cazó una vez con su escopeta cuatro patos silvestres que prepararon para la cena; yo no comí porque me dio mucha lástima… Cuando llegamos a la laguna, mi hermano que iba delante, hizo ademán de que nadie hiciera ruido, porque había algo novedoso en el agua. Nos escondimos tras unas lumas tupidas y observamos con mucho cuidado, cual felino se prepara para atacar a su presa. Con enorme sorpresa divisamos en medio de aquella gran laguna una
  4. 75 hermosa pareja de cisnes que nadaban de aquí para allá, buscando alimento. Para ello introducían su cabeza en el agua y extraían el luchecillo que se formaba en el fondo. Los cisnes destacaban por su tamaño y la blancura impe- cable de su plumaje; además su arqueado y gracioso cuello negro, le proporcionaba un toque de elegancia insuperable. Como se encontraban relativamente cerca de nuestra posición, nos pusimos de acuerdo para dispararles sendas pedradas con nuestras hondas. Fue así como a una orden dada por mi hermano, apuntamos a nuestro objetivo, fallando en los cuatro intentos. Las aves al percatarse de nuestra presencia, comenzaron a patalear sobre el agua y con una lentitud increíble, debido a su peso, elevaron el vuelo, no sin antes recibir una andanada de piedras en el aire, sin que ni una sola las alcanzara. Nuestro corazón y especialmente el mío, latía aceleradamente… Nos divertimos mucho aquella tarde, porque en el río Puquetrín había una artesa grande y nos metimos en su interior para remar de una orilla a otra. A mis botas le entró agua y la artesa se dio vuelta varias veces quedando todos mojados. No nos importaba que nos reten en la casa, sólo queríamos divertirnos. Además, las nalcas estaban deliciosas y les llevamos varias a nuestros padres. Al llegar solamente nos miraron y se rieron. Al día siguiente, era domingo y después de a ordeña, a mi papá se le ocurrió matar un chivo. A mí me tocaba la misión de sostener la olla para recoger la sangre, mientras mi papá le enterraba el cuchillo al animal; siempre ocurría así: pasaba con los chanchos y
  5. 76 los corderos. Pero lo que más detestaba yo, era cuando mataban un chivo, porque el lamento de este animal era increíble, parecía como si suplicara por su vida; era una escena realmente conmovedora, daba mucha lástima. Además los chivos son tan graciosos y aprenden a topar. A mí cuando era chiquito me topó un chivo, tirándome sobre el barro. Allí quedé tirado llorando hasta que llegó mi mamá a rescatarme. Después, yo tenía mucho más cuidado y me alejaba de estos animales. Después de almuerzo, donde cominos una cazuela de mariscos y asado de chivo al horno, le dije a mi papá que iba a salir a cazar por los potreros cercanos. Él me autorizó, pero me advirtió que no me alejara demasiado y que tuviera mucho cuidado con el toro del vecino… Mis bolsillos iban repletos de piedras redonditas para entretenerme por varias horas tratando de cazar algún pájaro, aunque en el fondo no quería hacerles daño. No sé que iba a ocurrir cuando me encuentre en aquella situación. Anduve tras una bandada de palomas silvestres por harto rato, pero estas son muy ariscas y apenas me acercaba, volaban rápidamente. Sin darme cuenta, me hallaba en las inmediaciones de la gran laguna, por lo que decidí caminar más lento y sin hacer ruido. Tenía la esperanza de encontrarme de nuevo a la pareja de cisnes que habíamos avistado el día anterior. Asomé mi cabeza a duras penas, pero no divisé nada; no había ni patos silvestres siquiera… Decidí que el regreso a mi casa era lo más adecuado, porque se me hacía tarde. Sin embargo,
  6. 77 cuando había avanzado unos cien metros, divisé en las alturas a los cisnes que se aprestaban a amarizar en la laguna. Como pude me escondí para no ser visto y evitar espantarlos. Allí me mantuve por espacio de varios minutos; los cisnes deambulaban de aquí para allá en busca de su alimento. Hubo un momento en que comenzaron a cercarse más y más hacia mi posición. Yo agazapado, empecé a ponerme nervioso. De pronto los tenía sólo a un par de metros y ellos no se daban cuenta de lo que pasaba. Como pude me enderecé y miré hacia el suelo. Allí había varias piedras de mayor tamaño que las que llevaba en el bolsillo. Tomé una y la lancé con inusitada fuerza, apuntándole directamente en la cabeza a una de las aves causando gran alboroto entre ellas. Lo que más llamó mi atención fue que un cisne comenzó a girar descontroladamente por un rato y luego se desplomó. Su acompañante emitía lastimeros graznidos y trataba de ayudarlo, pero todo era inútil. A todo esto, mis pulsaciones aumentaban considerablemente. Me sentía culpable de una espantosa situación en la que jamás había estado involucrado. Me quedé paralizado no sé por cuantos minutos observando aquella escena, tratando de encontrar una respuesta satisfactoria a mi pésima actitud. Me acordé de mi profesora, la que en una clase de ciencias nos dijo que los cisnes de cuello negro se estaban escaseando y estaba prohibido cazarlos; que había una ley que los protegía y si sorprendían a alguien causando daño a estas aves, podían llevarlo detenido o sacarle una multa. Miles de malos pensamientos cruzaron por mi atribulada cabeza en esos
  7. 78 instantes. Luego reaccioné, salí de mi confusión y comencé a correr hacia mi casa, sin saber qué ocurriría con el cisne que estaba herido. No me explico cómo podía saltar esos cercos y cruzar las trancas con tanta facilidad y sin lastimarme. Lo único que sé es que nunca en mi corta vida me había asustado tanto y corrido tan rápido. Debe haber sido más de un kilómetro que avancé sin mirar para atrás. Estaba totalmente transpirado; una transpiración fría envolvía todo mi cuerpo. Recuerdo que invoqué a Dios para que el ave se recupere y me perdone por lo que había ocasionado. Me senté un instante sobre un viejo tronco de coigüe para descansar, tratando de calmarme y buscar una explicación lógica por lo acontecido. Tomé mi cabeza con ambas manos y mirando el suelo traté de olvidarme de lo ocurrido, pero era imposible. La imagen intacta del cisne descontrolado estaba en mi retina y no podía desterrarla. Confundido y extenuado me aprestaba a ponerme de pie, cuando de repente, mis oídos captan desde lo alto el sonido característico del aleteo de grandes aves. Al principio creí que se trataban de pelícanos, que a veces cruzan hacia el océano desde el río Cariquilda, pero para sorpresa mía se trataba de la pareja de cisnes que volaban hacia el Norte, seguramente a juntarse con otros ejemplares de su especie. De inmediato, una sensación de alivio se apoderó de mí. De seguro, el cisne se había recuperado, pues yo no tenía tanta fuerza en mi brazo para hacerle un notorio daño con aquella piedra que le arrojé. Pensé para mis adentros, no contarle a nadie esta amarga experiencia vivida, por temor más que nada a las
  8. 79 burlas a las que estaría expuesto. Ya tranquilizado, recuerdo que caminaba de regreso a mi hogar, silbando una canción de moda por aquellos días. Iba algo despistado, cuando giro mi cabeza hacia atrás y a unos ciento cincuenta metros, diviso el rostro inconfundible del temido toro negro de nuestro vecino, quien al percatarse de mi presencia, comenzó una loca carrera tratando de alcanzarme. Yo apenas pude reaccionar y sin perder un segundo, emprendí la carrera con todas las fuerzas que me quedaban, tratando por todos los medios que el animal no me alcance, de lo contrario estaría perdido. Eran varios los vecinos que se habían librado del ataque de aquel aborrecible toro. Yo corría y corría, sentía que el aire me faltaba y las piernas me flaqueaban y el toro siempre detrás… Fueron más de doscientos cincuenta metros de veloz carrera, cuando al llegar a una tranca, tuve que lanzarme arrastrando bajo un cerco de alambre de púas. Mi chomba se quedó atascada en el alambre y yo jalaba y jalaba; el toro se acercaba furiosamente, yo pensé que mi vida se acabaría allí, cuando siento el vozarrón inconfundible de mi vecino, que garrote en mano detiene al iracundo animal. Allí me ayudó a salir de esa embarazosa situación y se alegró de haberme encontrado a tiempo. Luego más tranquilo me dio la noticia que el próximo mes vendería su toro, porque le originaba muchos problemas. De esta manera, me dijo, podrás salir a cazar sin ningún problema por estos campos. Quizás algún día puedas cazar un cisne, que a
  9. 80 veces suelen llegar a la laguna, porque según cuentan su carne es mucho más sabrosa y más abundante que la de un ganso. Yo no pude disimular mi desconcierto y tratando de cambiar de tema, le agradecí mucho su ayuda y me dirigí a mi casa a degustar una reconfortante once. Me hacía falta de verdad… F I N
  10. 80 veces suelen llegar a la laguna, porque según cuentan su carne es mucho más sabrosa y más abundante que la de un ganso. Yo no pude disimular mi desconcierto y tratando de cambiar de tema, le agradecí mucho su ayuda y me dirigí a mi casa a degustar una reconfortante once. Me hacía falta de verdad… F I N
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