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Apenas clareaba el alba, me levantaba raudamente
de mi lecho y partía a los potreros cercanos a buscar las
vacas para comenzar la ordeña cotidiana. Los terneros
permanecían encerrados en el galpón a la espera del
ansiado encuentro con sus madres, lo que les permitiría
alimentarse con la exquisita leche materna. Me gustaba
hacer competencia diariamente con mi papá, para ver
quién se levantaba más temprano; algunas veces le
ganaba yo, pero casi siempre me despertaba con el fuerte
bramido del toro, lo que indicaba que mi papá ya había
traído los animales. Con mis ojos somnolientos, pasaba
frente a mis padres y mi hermano mayor con el rostro
denotando la derrota y vergüenza…
En total lechábamos quince vacas, lo que nos
permitía entregar diariamente un tarro de cincuenta litros
de leche y nos sobraban alrededor de veinte litros, con lo
que mi mamá hacía un exquisito queso por día. Una vez
a la semana, también hacía mantequilla, que
devorábamos cada mañana con el pan calentito y
crujiente, recién salido del horno. Nuestra vida en el
campo era tranquila, sin grandes riquezas, pero yo
encontraba que no nos faltaba nada y por eso en Pajonal,
yo llevaba una vida feliz. Además, aunque quedaba un
poco lejos de Maullín, yo trataba de no faltar a la
escuela, aunque lloviera, porque me interesaba aprender.
Cuando la profesora nos preguntaba sobre nuestro
futuro, yo siempre decía que me gustaría ser veterinario.
Me fascinaban los animales. Nosotros teníamos de todo
un poco: más de treinta vacunos, entre vacas, terneros,
un toro y una yunta de bueyes; veinte ovejas, veintidós
chivos, cinco cerdos y tres caballos. Mi mamá tenía
gallinas, patos, gansos y pavos.
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Después de la ordeña, debíamos enyugar al
“Elegante” y al “Muchacho”, nuestra yunta de bueyes y
con el birloche, partíamos con mi hermano mayor a
dejar el tarro de leche afuera, en el camino principal,
donde pasaba el camión lechero, que lo llevaba hasta
Llanquihue. Yo me entretenía haciendo la guía de
despacho, que se adhería al tarro, donde se indicaba la
cantidad de litros entregados.
Cuando regresábamos a la casa, nos lavábamos y
seguidamente pasábamos al desayuno, donde me tomaba
dos tazas de leche con café, acompañado con harto pan
con mantequilla y queso. Regularmente, mi mamá cocía
una paila repleta de huevos frescos.
Resulta que una mañana después del desayuno,
salí a cazar pájaros, estrenando una honda con elásticos
rojos que me había regalado mi hermano mayor.
Primero recorría la arboleda en busca de zorzales y
pitíos. Confieso que a mis once años, nunca había
matado pájaro alguno. Más lo hacía por entretenerme.
Estaba convencido de mi mala puntería. En la arboleda
sólo había un par de fío-fíos, así que me decidí a
atravesar algunos potreros en busca de queltehues y
bandurrias, aunque me agradaba encontrar palomas
silvestres o alguna perdiz.
Me encontraba atravesando un pequeño bosque,
agazapado bajo unas aromáticas lumas, cuando escuché
en las alturas, en las inmediaciones del cerro TenTen, un
sonido jamás escuchado en mi corta vida, parecía el
movimiento de grandes alas y al alzar mi vista, divisé un
par de gigantescas aves blancas que pasaron sobre mi
cabeza…
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Me impresionó la hermosura y majestuosidad de
aquellas aves, aunque las perdí de vista y no las vi más.
Caminé un poco más y luego me volví, porque tenía
miedo a un enorme toro negro de un vecino, que siempre
correteaba a las personas que pasaban por allí cerca.
En la tarde de aquel día, mi hermano y otros
amigos me invitaron a buscar nalcas en la ribera del río
Puquetrín. Para ello debíamos caminar bastante y
atravesar una gran cantidad de potreros donde
abundaban los calafates, juncos y moras. Una enorme
bandada de loros cruzó por los aires con su tradicional
barullo. Con nuestras hondas les lanzamos piedras entre
todos, pero éstas apenas llegaban hasta una distancia
más reducida.
A mí me interesó ir con ellos a buscar nalcas,
porque en el trayecto debíamos pasar por la orilla de una
gran laguna que existía en el lugar. Allí siempre habían
patos silvestres y a veces encontrábamos patitos nuevos
que correteábamos de un lado a otro. Ellos se escondían
entre los juncos y nosotros no podíamos meternos al
agua porque la laguna era profunda. Así que esperaban
pacientemente que nosotros nos alejemos para salir de
nuevo. Mi papá cazó una vez con su escopeta cuatro
patos silvestres que prepararon para la cena; yo no comí
porque me dio mucha lástima…
Cuando llegamos a la laguna, mi hermano que iba
delante, hizo ademán de que nadie hiciera ruido, porque
había algo novedoso en el agua. Nos escondimos tras
unas lumas tupidas y observamos con mucho cuidado,
cual felino se prepara para atacar a su presa. Con enorme
sorpresa divisamos en medio de aquella gran laguna una
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hermosa pareja de cisnes que nadaban de aquí para allá,
buscando alimento. Para ello introducían su cabeza en el
agua y extraían el luchecillo que se formaba en el fondo.
Los cisnes destacaban por su tamaño y la blancura impe-
cable de su plumaje; además su arqueado y gracioso
cuello negro, le proporcionaba un toque de elegancia
insuperable.
Como se encontraban relativamente cerca de
nuestra posición, nos pusimos de acuerdo para
dispararles sendas pedradas con nuestras hondas. Fue así
como a una orden dada por mi hermano, apuntamos a
nuestro objetivo, fallando en los cuatro intentos. Las
aves al percatarse de nuestra presencia, comenzaron a
patalear sobre el agua y con una lentitud increíble,
debido a su peso, elevaron el vuelo, no sin antes recibir
una andanada de piedras en el aire, sin que ni una sola
las alcanzara. Nuestro corazón y especialmente el mío,
latía aceleradamente…
Nos divertimos mucho aquella tarde, porque en el
río Puquetrín había una artesa grande y nos metimos en
su interior para remar de una orilla a otra. A mis botas le
entró agua y la artesa se dio vuelta varias veces
quedando todos mojados. No nos importaba que nos
reten en la casa, sólo queríamos divertirnos. Además, las
nalcas estaban deliciosas y les llevamos varias a nuestros
padres. Al llegar solamente nos miraron y se rieron.
Al día siguiente, era domingo y después de a
ordeña, a mi papá se le ocurrió matar un chivo. A mí me
tocaba la misión de sostener la olla para recoger la
sangre, mientras mi papá le enterraba el cuchillo al
animal; siempre ocurría así: pasaba con los chanchos y
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los corderos. Pero lo que más detestaba yo, era cuando
mataban un chivo, porque el lamento de este animal era
increíble, parecía como si suplicara por su vida; era una
escena realmente conmovedora, daba mucha lástima.
Además los chivos son tan graciosos y aprenden a topar.
A mí cuando era chiquito me topó un chivo, tirándome
sobre el barro. Allí quedé tirado llorando hasta que llegó
mi mamá a rescatarme. Después, yo tenía mucho más
cuidado y me alejaba de estos animales.
Después de almuerzo, donde cominos una cazuela
de mariscos y asado de chivo al horno, le dije a mi papá
que iba a salir a cazar por los potreros cercanos. Él me
autorizó, pero me advirtió que no me alejara demasiado
y que tuviera mucho cuidado con el toro del vecino…
Mis bolsillos iban repletos de piedras redonditas
para entretenerme por varias horas tratando de cazar
algún pájaro, aunque en el fondo no quería hacerles
daño. No sé que iba a ocurrir cuando me encuentre en
aquella situación.
Anduve tras una bandada de palomas silvestres por
harto rato, pero estas son muy ariscas y apenas me
acercaba, volaban rápidamente. Sin darme cuenta, me
hallaba en las inmediaciones de la gran laguna, por lo
que decidí caminar más lento y sin hacer ruido. Tenía la
esperanza de encontrarme de nuevo a la pareja de cisnes
que habíamos avistado el día anterior. Asomé mi cabeza
a duras penas, pero no divisé nada; no había ni patos
silvestres siquiera…
Decidí que el regreso a mi casa era lo más
adecuado, porque se me hacía tarde. Sin embargo,
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cuando había avanzado unos cien metros, divisé en las
alturas a los cisnes que se aprestaban a amarizar en la
laguna. Como pude me escondí para no ser visto y evitar
espantarlos. Allí me mantuve por espacio de varios
minutos; los cisnes deambulaban de aquí para allá en
busca de su alimento. Hubo un momento en que
comenzaron a cercarse más y más hacia mi posición. Yo
agazapado, empecé a ponerme nervioso. De pronto los
tenía sólo a un par de metros y ellos no se daban cuenta
de lo que pasaba. Como pude me enderecé y miré hacia
el suelo. Allí había varias piedras de mayor tamaño que
las que llevaba en el bolsillo. Tomé una y la lancé con
inusitada fuerza, apuntándole directamente en la cabeza
a una de las aves causando gran alboroto entre ellas. Lo
que más llamó mi atención fue que un cisne comenzó a
girar descontroladamente por un rato y luego se
desplomó. Su acompañante emitía lastimeros graznidos
y trataba de ayudarlo, pero todo era inútil. A todo esto,
mis pulsaciones aumentaban considerablemente. Me
sentía culpable de una espantosa situación en la que
jamás había estado involucrado. Me quedé paralizado no
sé por cuantos minutos observando aquella escena,
tratando de encontrar una respuesta satisfactoria a mi
pésima actitud. Me acordé de mi profesora, la que en
una clase de ciencias nos dijo que los cisnes de cuello
negro se estaban escaseando y estaba prohibido cazarlos;
que había una ley que los protegía y si sorprendían a
alguien causando daño a estas aves, podían llevarlo
detenido o sacarle una multa. Miles de malos
pensamientos cruzaron por mi atribulada cabeza en esos
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instantes. Luego reaccioné, salí de mi confusión y
comencé a correr hacia mi casa, sin saber qué ocurriría
con el cisne que estaba herido. No me explico cómo
podía saltar esos cercos y cruzar las trancas con tanta
facilidad y sin lastimarme. Lo único que sé es que nunca
en mi corta vida me había asustado tanto y corrido tan
rápido.
Debe haber sido más de un kilómetro que avancé
sin mirar para atrás. Estaba totalmente transpirado; una
transpiración fría envolvía todo mi cuerpo. Recuerdo
que invoqué a Dios para que el ave se recupere y me
perdone por lo que había ocasionado. Me senté un
instante sobre un viejo tronco de coigüe para descansar,
tratando de calmarme y buscar una explicación lógica
por lo acontecido. Tomé mi cabeza con ambas manos y
mirando el suelo traté de olvidarme de lo ocurrido, pero
era imposible. La imagen intacta del cisne descontrolado
estaba en mi retina y no podía desterrarla. Confundido y
extenuado me aprestaba a ponerme de pie, cuando de
repente, mis oídos captan desde lo alto el sonido
característico del aleteo de grandes aves. Al principio
creí que se trataban de pelícanos, que a veces cruzan
hacia el océano desde el río Cariquilda, pero para
sorpresa mía se trataba de la pareja de cisnes que
volaban hacia el Norte, seguramente a juntarse con otros
ejemplares de su especie. De inmediato, una sensación
de alivio se apoderó de mí. De seguro, el cisne se había
recuperado, pues yo no tenía tanta fuerza en mi brazo
para hacerle un notorio daño con aquella piedra que le
arrojé. Pensé para mis adentros, no contarle a nadie esta
amarga experiencia vivida, por temor más que nada a las
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burlas a las que estaría expuesto.
Ya tranquilizado, recuerdo que caminaba de
regreso a mi hogar, silbando una canción de moda por
aquellos días. Iba algo despistado, cuando giro mi
cabeza hacia atrás y a unos ciento cincuenta metros,
diviso el rostro inconfundible del temido toro negro de
nuestro vecino, quien al percatarse de mi presencia,
comenzó una loca carrera tratando de alcanzarme. Yo
apenas pude reaccionar y sin perder un segundo,
emprendí la carrera con todas las fuerzas que me
quedaban, tratando por todos los medios que el animal
no me alcance, de lo contrario estaría perdido. Eran
varios los vecinos que se habían librado del ataque de
aquel aborrecible toro. Yo corría y corría, sentía que el
aire me faltaba y las piernas me flaqueaban y el toro
siempre detrás… Fueron más de doscientos cincuenta
metros de veloz carrera, cuando al llegar a una tranca,
tuve que lanzarme arrastrando bajo un cerco de alambre
de púas. Mi chomba se quedó atascada en el alambre y
yo jalaba y jalaba; el toro se acercaba furiosamente, yo
pensé que mi vida se acabaría allí, cuando siento el
vozarrón inconfundible de mi vecino, que garrote en
mano detiene al iracundo animal. Allí me ayudó a salir
de esa embarazosa situación y se alegró de haberme
encontrado a tiempo. Luego más tranquilo me dio la
noticia que el próximo mes vendería su toro, porque le
originaba muchos problemas. De esta manera, me dijo,
podrás salir a cazar sin ningún problema por estos
campos. Quizás algún día puedas cazar un cisne, que a
80
veces suelen llegar a la laguna, porque según cuentan su
carne es mucho más sabrosa y más abundante que la de
un ganso.
Yo no pude disimular mi desconcierto y tratando
de cambiar de tema, le agradecí mucho su ayuda y me
dirigí a mi casa a degustar una reconfortante once. Me
hacía falta de verdad…
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80
veces suelen llegar a la laguna, porque según cuentan su
carne es mucho más sabrosa y más abundante que la de
un ganso.
Yo no pude disimular mi desconcierto y tratando
de cambiar de tema, le agradecí mucho su ayuda y me
dirigí a mi casa a degustar una reconfortante once. Me
hacía falta de verdad…
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