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década de 1820
imprimir José Miguel Carrera 18201821
William Yates
Retirada de Carrera
[Retirada de Carrera. Sublevación de la tropa. Prisión de Carrera y otros oficiales, que son
conducidos a Mendoza. Procederes de Albín Gutiérrez. Sus antecedentes. Detalles sobre la muerte de
Carrera. Rasgos físicos y morales del mismo. Don Felipe Alvarez. Indulto de Benavente. Premios del Gobierno
de Chile a Gutiérrez y a Godoy Cruz.]
El general, vio claramente que la tropa no estaba en estado de llevar la
ofensiva y que, de hacerlo, sacrificaríanse inútilmente muchas vidas que podrían
ser útiles en otra ocasión. En consecuencia ordenó la retirada que se inició en
buen orden. Muchos soldados abandonaban sus caballos cansados y montaban
a la grupa de sus compañeros para no caer prisioneros. El enemigo nos persiguió
por espacio de tres leguas y en ese trayecto puede decirse que perdimos los
cuatrocientos setenta hombres que habían entrado en batalla, porque sólo se
salvaron veinte oficiales y ochenta soldados; en el combate habrían caído hasta
treinta hombres; todos los demás quedaron en la marcha por cansancio de sus
caballos.
Habíamos sacado diez y ocho leguas de ventaja a nuestros perseguidores y
nos preparábamos a sorprender un escuadrón que guardaba numerosos y
excelentes caballos en los potreros de Yocolí, cuando sobrevino la más fatal y
horrible de las calamidades, que nos puso en manos de nuestros opresores.
Los oficiales que habían planeado la revolución de San Luis, consideraron
oportuno aquel momento para llevar a cabo sus villanos propósitos. Al efecto
hicieron creer a los soldados que, tan pronto como Carrera se apoderara de los
caballos en Yocolí, nos abandonaría escapando a Buenos Aires con sus oficiales
favoritos, embarcándose después para Inglaterra o los Estados Unidos. 1 Se hacía
preciso, pues, prender a Carrera y sus oficiales y entregarlos en Mendoza como
único medio de evitar las represalias que esperaban a los soldados si caían
prisioneros. Los soldados creyeron en esta patraña de los conspiradores, y
entraron, aunque sin ánimos, en el plan de secuestrar al general y sus oficiales,
como lo hicieron poco después.
En la madrugada —serían aproximadamente las dos, era todavía de noche
—, fuimos sorprendidos por voces de ¡alto! que daban a la vez imperiosamente
varias personas. Pensamos que el enemigo estaba sobre nosotros y nos
detuvimos. Los conjurados Arias, Moya, Fuentes e Inchausti se abalanzaron
entonces con una escolta sobre la cabeza de la columna, gritando: — ¡Prendan al
general y al coronel! ¡Sujeten a todos los oficiales!
Al mismo tiempo sonaron algunos tiros dirigidos contra el coronel y
Ansorena, el baquiano. Estos, que iban bien montados, pudieron escapar. El
general quiso resistirse y gatillo su pistola, que no hizo fuego. Intentó entonces
dirigirse a sus soldados, pero ellos no podían oírle y además Arias le ordenó —a él
y a los oficiales— que no hablaran a la tropa bajo pena de muerte. En seguida los
amotinados mandaron una carta al ejército enemigo y otra a Godoy Cruz,
gobernador de Mendoza, informando de lo sucedido.
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Después se pusieron en camino hacia la ciudad y nosotros llegamos a
Yocolí, donde tuvimos algún descanso, el primero tras de cuarenta y ocho horas
de marcha.2
En este lugar, Moya, uno de los amotinados, pareció sentirse arrepentido de
su traición y reconoció que nada podría borrar esa mancha, pero sus cómplices le
convencieron de que debían llevar hasta el fin lo que habían comenzado. Con
todo, fue autorizado por sus tres compañeros para escribir en nombre de todos
ellos una carta oficial al gobernador de Mendoza, pidiendo que se respetara la
vida de los oficiales presos y asimismo que se les permitiera retirarse a otras
provincias como desterrados, libres de castigos y prisiones. Esta carta fue
contestada por el gobernador Godoy Cruz, accediendo a lo pedido.
Nos encaminamos entonces a Mendoza y cuando estábamos a unas dos
leguas de la ciudad, salieron varios escuadrones a recibirnos. Arias y Moya, que
habían asumido el mando, ordenaron a los soldados que entregaran las armas y
éstos, aunque de mala gana, obedecieron.
Paramos en una espaciosa finca, que servía de cuartel a la tropa enemiga;
los soldados quedaron en un patio, con doble guardia; el coronel García, jefe de
los cuarteles nos invitó a cenar con él, para separarnos de los soldados, porque
todavía les temían, a pesar de que se hallaban desarmados. García nos retuvo así
como dos horas en su alojamiento, hasta que llegó un ayudante con numerosa
guardia y nos condujo al cuartel de Santo Domingo, en Mendoza. Allí nos
introdujeron en una cuadra oscura y fría, donde nos vimos forzados a dormir
sobre los ladrillos húmedos del pavimento. Pocos días después, fuimos llevados a
la cárcel y se nos alojó en la capilla —un cuarto destinado a los condenados a
muerte, con abundancia de imágenes y objetos religiosos— donde nos cargaron
de pesados grillos.
Godoy Cruz recibió con esplendidez en su propia casa a los oficiales
dirigentes del motín y fueron después hospedados por las personas más
principales de la ciudad, amigas del gobernador, asignándoles una pequeña
pensión para sus gastos.
Por lo que hace a Carrera y al coronel Benavente (este último había sido
preso en la mañana siguiente a la revolución) se les encerró en los calabozos de la
cárcel, engrillados, y maniatados con cuerdas en forma brutal. Carrera pudo
advertir que en pocos días más correría la misma suerte que sus hermanos y
aceptó su infortunio con la misma serenidad de espíritu que le había distinguido
siempre. Parecía no importársele nada de sí mismo, pero hablaba con mucha
pena de su desdichada esposa y de los amigos que compartían su desgracia.
Albín Gutiérrez, comandante de las fuerzas de Mendoza, cesó en sus
crueldades desde que supuso que Carrera andaba fugitivo, pero en cuanto recibió
las cartas relativas al motín, dio rienda suelta a su cólera infernal. En cada alto
del camino de vuelta a Mendoza, fusilaba partidas de prisioneros y al informar a
las demás provincias sobre estas iniquidades decía que los soldados habían caído
peleando en el campo de batalla. A nosotros 3 nos dispensó más honores de los
merecidos con el fin de explotar este proceder y disimular en algo su barbarie.
Seríamos injustos con Albín Gutiérrez si no dijéramos algo sobre sus
antecedentes familiares y las primeras ocupaciones de su juventud. Como la
mayor parte de las gentes que tienen poder en América, este hombre ha surgido
de las más bajas capas sociales. Lo más que se sabe de él es que inició sus
actividades en el oficio de picador, que consiste en ir sentado en la parte delantera
de una carreta llevando una larga caña provista de un clavo en la punta para
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aguijar a los bueyes y hacerles apresurar el paso. Las carretas en que servía como
peón hacían el transporte entre Mendoza y Buenos Aires, y de ahí le vino su
afición al comercio. De picador pasó a ser arriero o mulero en el tráfico de vinos;
con sus ahorros compró una mula y sus patrones le permitieron en sus viajes a
Buenos Aires llevar un cargo o sea dos barriles de vino para venderlos por su
cuenta y riesgo. El producido de esta venta lo destinaba a la compra de efectos
que tuvieran fácil salida en el comercio de Mendoza y habiendo obtenido algunas
ganancias, dejó su ocupación de arriero para convertirse en pulpero o sea
expendedor de vino al menudeo, comercio en el que fue afortunado y acumuló un
buen capital. Pronto se estableció como comerciante en vinos, pero en mayor
escala, y como estaba familiarizado con las distintas ramas de ese negocio, desde
los trabajos de la vendimia hasta la conducción de las arrias, no es de extrañar
que en pocos años resultara uno de los hombres más ricos de Mendoza. Cuando
San Martín fue Capitán general de la provincia de Cuyo 4, le confirió el grado de
coronel de milicias, por ciertos servicios que no están muy bien averiguados.
Tal era el general que debía consumar nuestra ruina, después que
habíamos vencido a los mejores y más valientes jefes del país. Era un cobarde
redomado y tan cruel como pusilánime. Pero fue afortunado y obtuvo los honores
del triunfo.
Dijimos que Carrera mostraba la mayor resignación con su destino desde
que le hicieron prisionero. Bien se le alcanzaba que debía morir en un plazo de
cuatro o cinco días; y no obstante, conversaba, comía, bebía, dormía, como si
nada debiera ocurrirle.
Tres días después de nuestro arribo a Mendoza, el repicar de las campanas
y las salvas de artillería, anunciaban la llegada de Albín Gutiérrez. Este ordenó al
punto que se leyera la sentencia de muerte en los calabozos al general Carrera y a
los coroneles Benavente y Alvarez. Se prescindió de las formalidades del juicio
porque no podían ser juzgados por oficiales de inferior graduación y todos lo eran
en la ciudad, de manera que no existía una corte marcial 5.
Por eso la sentencia se dio en nombre del general y oficiales del ejército de
Mendoza. Godoy Cruz, el gobernador, se negó a tomar intervención en la muerte
de Carrera y manifestó que se veía forzado a cumplir la voluntad del pueblo.
Algunos sacerdotes fueron mandados a los calabozos para preparar las almas de
los condenados en su próximo trance; Carrera no quiso hablar con ninguno a
menos que se tratara del confesor de su suegra, la señora de Fuentecilla, que se
hallaba en la ciudad como emigrado de Chile. Esto no le fue permitido. Entonces
solicitó del gobernador se le permitiera una corta entrevista con su suegra y se le
concedió; pero esta señora, no sintiéndose con ánimos suficientes para resistir
una escena tan triste, renunció a verlo. Pidió solamente que le fuera entregada en
propias manos la carta que Carrera escribiría a su esposa. 6
Llegó la mañana del 5 de septiembre, día señalado para la ejecución.
Carrera escribía a su mujer la última carta cuando se presentó un ayudante en el
calabozo; venía a comunicarle que el gobierno había conmutado su condena por
la de destierro. El general no demostró mayor contento por la noticia; hizo a un
lado lo que estaba escribiendo, tomó otra hoja de papel y comenzó una nueva
carta. No habían pasado cinco minutos cuando apareció la guardia que debía
conducirlo al último suplicio. Carrera pidió entonces al oficial que esperara un
instante, apartó el papel en que escribía y tomó la carta que interrumpiera
anteriormente. La terminó para comunicar a su mujer que en ese momento le
llevaban al banco.7 En esta carta le pedía que todo su amor por él lo consagrara
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en adelante a los pequeños y en particular a su hijo varón, quien debía ser
llevado, para recibir educación, cumplidos los siete años, a Estados Unidos o
Inglaterra.
El gobierno de Mendoza, al simular la conmutación de la pena, momentos
antes de la ejecución, no tuvo otro objeto que enervar el ánimo de Carrera con un
supremo desengaño y exponerlo en ese estado a la vista del populacho que sentía
veneración por la víctima. 8
Pero este ardid no doblegó a Carrera, que marchó impávido al encuentro de
la muerte. Rechazó con menosprecio a todos los frailes que le rodearon en sus
últimos momentos para reconvertirlo y hacerlo morir como buen cristiano.
Estos agotaron su dialéctica, mientras cruzaban la plaza, demostrándole la
existencia del infierno y los tormentos de los condenados; pero Carrera los
reconvino por su descaro en prodigarle consejos que no había pedido. Marchaba
resueltamente a la vista de las tropas e hizo algunas observaciones sobre el
número de las fuerzas al oficial acompañante. Cuando llegó al sitio de la
ejecución oyó que pronunciaban su nombre. Levantó los ojos y vio que se trataba
de unas damas que habían salido al balcón para verlo, desde los altos de una
casa. Suponiendo que eran personas conocidas las saludó; ellas contestaron a su
saludo y se retiraron muy emocionadas.
Carrera, siempre inalterable, permaneció algunos momentos de pie junto al
banquillo en que murieran valientemente sus dos hermanos. Los Padres
siguieron instándole a que salvara su alma, pero él replicaba que aquello era
cuestión suya solamente. Viendo que nada conseguían pidiéronle que perdonara
a la ciudad por los daños que había sufrido con su familia y así le serían
perdonados los causados por él. Respondió que si tal perdón pudiera en algo
remediar las injusticias sufridas por su familia, lo haría de buena gana, pero
consciente de la rectitud y honestidad de sus procederes no pediría perdón a
ninguno de sus implacables enemigos, entre quienes los mendocinos se habían
distinguido por su barbarie. Se quitó entonces un rico poncho que llevaba y lo dio
con su reloj al confesor de la Señora Fuentecilla para que ésta lo pusiera en
manos de su hijo como único legado y recuerdo de su infortunado padre. Luego
se sentó en el banquillo y cuando el verdugo se acercó para ligarle los brazos,
levantóse indignado y le ordenó retirarse, preguntando al oficial que mandaba el
pelotón si había visto alguna vez a un oficial de honor atado por un rufián.
También se negó a que le vendaran los ojos y sentándose tranquilamente, se llevó
al pecho la mano derecha y pidió a los soldados que le ultimaran. Se hizo una
descarga: dos balas le dieron en la frente, otras dos le atravesaron la mano
llegando al corazón. Cayó y murió sin sufrir, casi instantáneamente. Cortáronle la
cabeza y el brazo derecho. El cuerpo lo entregaron a la suegra y fue enterrado
junto a sus hermanos. La cabeza fue exhibida en el cabildo y el brazo colgado
bajo el reloj del mismo edificio. 9
Tenía Carrera treinta y cinco años, era alto y de apostura gallarda, cabellos
negros, frente amplia, nariz aguileña y ojos oscuros de mirar penetrante. Su
continente sereno, imponía respeto a los mismos enemigos. Fue emprendedor,
honrado y valiente; abierto con sus amigos, incapaz de simulación o envidia,
compasivo y generoso para juzgar las faltas ajenas. De carácter manso e
invariable, ni la adversidad ni la fortuna alteraron nunca el temple de su espíritu.
Su benevolencia ya no era una virtud porque iba más allá de lo prudente y
degeneraba en debilidad. Mostrábase generoso con sus enemigos, por criminales
que fueran. Dióse el caso de que perdonara la vida a los mismos asesinos de
nuestros soldados, en mengua de la justicia. El mismo les facilitaba la fuga
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cuando no podía valerse de otros para hacerlo y de esta manera fomentaba, sin
quererlo, nuevas depredaciones. Las personas y bienes de casi todos sus
enemigos —desde Pueyrredón hasta el más insignificante—, estuvieron por algún
momento en sus manos 10; sin embargo, protegió a las personas y respetó las
propiedades.
Este extraño proceder de Carrera, esta clemencia absurda, sólo pueden
justificarse como hijas de alguna secreta ambición o del amor propio. Quizás
creía que tratando con bondad a sus enemigos y comprometiendo su gratitud
podría atraerlos a su causa. Si esos fueron sus propósitos, se engañaba
deplorablemente y demostró desconocer la idiosincrasia de su país. Esa
magnanimidad hubiera inmortalizado a Carrera en otras regiones; en América no
se valora, es apenas conocida y menos aun practicada.
Atribuían a miedo su generosidad y en algunos papeles públicos llegaron a
la impudencia de llamarle cobarde, después que con sólo ciento cincuenta
hombres y los recursos de su inteligencia, había hecho tambalear a varios
gobiernos desde el Atlántico hasta el Pacífico. De haber aplicado a cada traidor el
castigo que en justicia merecía, de haber mostrado generosidad únicamente a los
dignos de valorarla, no muriera como murió ni sus amigos se verían perseguidos
por delitos imaginarios. Si aspiró a que su vida quedara limpia de crímenes,
crueldades e injusticias, bien pudo vanagloriarse de ello, aunque sin duda sus
enemigos no se pararán en negarle toda buena cualidad. Durante los tres años
que duró su gobierno en Chile, comprendida toda la extensión de su campaña, no
sacrificó una sola vida. La única sentencia de muerte que dio Carrera, recayó
sobre un pariente cercano a él, cuyo crimen no merecía perdón. El congreso de
Chile pidió conmutación de la pena y el condenado fue expatriado al Brasil,
donde figura como oficial del ejército portugués.
El coronel Alvarez fue fusilado con Carrera y murió como penitente católico,
demostrando fortaleza y resignación en sus últimos momentos. También le
decapitaron y remitieron la cabeza al gobernador Bustos para ser exhibida y
terminar con las tentativas de revolución en Córdoba, donde querían mucho al
viejo Alvarez y le llamaban padre y protector. 11
En cuanto al coronel Benavente, que esperaba ser fusilado con Carrera,
sintióse muy sorprendido de que le dejaran en el calabozo, la mañana de la
ejecución. Era que su hermano, don Juan José Benavente, comerciante de
Mendoza, acompañado por los principales vecinos de la ciudad, había pedido el
indulto del coronel, a Godoy Cruz, y éste lo había concedido pero sujeto a la
confirmación de Albín Gutiérrez. Hicieron el mismo pedido a Gutiérrez, pero el
antiguo arriero se mostró inexorable y dispuesto a vengarse del hombre ante
quien hubiera temblado en otras circunstancias. Los vecinos se retiraron
disgustados con el improvisado general y sin mayores esperanzas de salvar la
vida de Benavente. Pero las damas de la ciudad hicieron otra petición en que
tuvieron éxito. La esposa de don Juan José Benavente, acompañada de las
matronas y señoritas de Mendoza, se presentaron por la mañana en casa de
Albín Gutiérrez; agasajaron al pobre diablo, convenciéndole de que era valiente y
generoso, y al fin le ablandaron hasta conseguir el indulto que buscaban. La
gentil embajada se encaminó a la cárcel y pudo comunicar a Benavente el perdón
obtenido, asegurándole que aliviarían también las incomodidades de su prisión.
El coronel se sintió tan impresionado que permaneció algunos momentos sin
atinar a responder ante aquella muestra de generosidad. Más que lo que hubiera
podido afectarle la muerte en el banquillo, le afectaba la salvación de su vida.
En cuanto a nosotros, nos mantenían bien encerrados y de un día para otro
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esperábamos el fusilamiento o el asesinato en la misma prisión. Pero no
desfallecíamos, dispuestos a morir valerosamente imitando el ejemplo de nuestro
general, que fue al encuentro de la muerte como si se tratara de un amigo
destinado a librarlo de las injurias de un país ingrato. Pero no. Chile no ha sido ni
puede ser ingrato con Carrera. La opresión y la tiranía pueden oprimir a sus
habitantes, pero sus mejores hijos hasta la más remota posteridad, honrarán el
nombre de Carrera, el primero en sacar la espada para defender los derechos de
su patria.
El gobierno de Buenos Aires reconvino al de Mendoza por su bárbaro
proceder para con nosotros, advirtiéndole que carecía de facultades para
disponer a su antojo de la vida de los americanos, y que en las sucesivas
revoluciones ocurridas en aquella ciudad, nunca se había dado un espectáculo
semejante a la muerte de Carrera. 12
Una gran parte de la opinión en Mendoza nos era favorable y muchos
vecinos declararon abiertamente que no debíamos ser ajusticiados.
Hasta los indios, que andaban inquiriendo nuestro fin, llegaron a la
frontera, en las inmediaciones de San Carlos, y enviaron a Mendoza una
comisión en demanda de nuestra libertad. El gobierno hizo retirar
inmediatamente del cabildo la cabeza y el brazo de Carrera para ser entregados a
la Señora de Fuentecilla y enterrados, antes de que los vieran los indios. A éstos
pudieron engañarlos diciendo que ninguno de nosotros estaba en la ciudad y
habíamos pasado a Chile.
Cinco oficiales nuestros cayeron prisioneros de los sanjuaninos en el
combate de Punta del Médano. Cuando lo supo el gobernador de San Juan
montó en cólera contra los jefes porque no fusilaron a los prisioneros; ya no
encontraba manera de darles muerte, siquiera aparentemente justificada. Urdió
entonces un plan para lograr sus propósitos. Los hizo sacar del cuartel en que se
hallaban y comparecer a su casa particular. Allí les dio órdenes escritas para que
fueran recibidos y alojados en distintas casas de la ciudad. Los oficiales, muy
reconocidos a esa gracia, se retiraron. Dos días después eran arrestados,
conducidos a la plaza y fusilados por conspirar contra el gobernador Sánchez, su
libertador! Una farsa semejante se preparaba contra nosotros en Mendoza, pero
corrieron rumores de revolución y el temor a una venganza les hizo desistir del
asesinato.
Albín Gutiérrez recibió del Gobierno de Chile, en recompensa de su triunfo
sobre nosotros, el grado y sueldo de Brigadier General y fue designado miembro
de la Legión del Mérito. El doctor Godoy Cruz, gobernador de Mendoza, un
motilón supersticioso 13 que nunca ciñó espada ni se vio frente al enemigo, fue
iniciado también en la Legión y obtuvo los despachos de Brigadier General de
Chile. Feliz el pueblo que puede aceptar sin protestas los honores conferidos a los
cómplices de sus tiranos.
La Gaceta de Chile publicó una relación extensa y falsa del último combate,
donde aparecíamos, el general y los oficiales, tomados como prisioneros en el
campo de batalla. Con eso pretendían cohonestar el asesinato de muchos de
nuestros soldados y oficiales, que resultaban actos de propia defensa.
P. S. —Creo que al relatar el último combate con los mendocinos en Punta
del Médano, omití el número de sus fuerzas: eran seiscientos soldados de
infantería y de quinientos a seiscientos soldados de caballería.
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Los apuntes precedentes han sido escritos, a mi pedido, por Mr. Yates,
joven caballero irlandés, que con su amigo Mr. Doolet, se alistó en el ejército de
Carrera. Muerto su jefe, ambos fueron remitidos como prisioneros a San
Martín, en el Perú. Allí, después de muchas penalidades sufridas en el pontón
que les condujo desde Chile, se les internó en la fortaleza del Callao. El Hon.
Capitán Spencer, sabiendo la miserable condición en que se encontraban, pidió
su libertad al general San Martín, quien se la otorgó pero a condición de que
no desembarcaran en territorios de la América española. De conformidad
fueron llevados a bordo de uno de los buques de guerra británicos, surtos en
aquel puerto, hasta que el Doris los condujo al Brasil, donde ambos oficiales
prestan hoy servidos en el ejército de S. M. Imperial Don Pedro.
Los originales se imprimen sin modificación alguna.
(Nota de María Graham]