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Cuento de Navidad 2012.
.Para los niños y niñas de catequesis.
.Y para sus catequistas.
.Para mi querida parroquia de
Ntra. Sra. del Carmen.
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A
hora que habían llegado las vacaciones, tenía que quedarme con
la abuela como todos los años, porque mi madre trabajaba unas
horas por la mañana. Conmigo de la mano repetía diariamente el
mismo recorrido, que incluía un cafelito con las amigas, algunas compras para la
comida y dar vueltas para ver si se encontraba con alguien y poder exclamar:
-“¡Que casualidad! ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Quién me iba a decir a mí
que estarías hoy por aquí? Pues, fíjate, que yo casi nunca paso por esta
calle…”
Después venía la retahíla que repetía siempre a todo el mundo: que si “no
pasan los años por ti”, que “qué bien te conservas”… Y los consiguientes
“¿no sabes qué le ha pasado a fulanita?”... a lo que seguían varios “¡Oooooh!”
y algunos “¡no me digas!”. Hablaran de lo que hablasen, los encuentros
terminaban siempre igual:
“¡Qué mala está la vida! ¡No sé a dónde vamos a llegar!”. Cuando yo
oía esas palabras es que ya nos íbamos.
Pero al final de todo, antes de volver a casa, la visita a sus santos, eso sí
que no faltaba nunca. Era una iglesia pequeña y muy bonita, que tenía varias
imágenes, ¡menos mal!, porque mi abuela se veía obligada a contentarlas a todas
con alguna oración, y encendiendo lamparillas a las más privilegiadas.
Seguramente pensando que era un lugar más seguro, me soltaba de la mano, y
así, mientras ella hacía sus rezos, yo andaba distraída fijándome en los detalles,
en las caras, y en los demás visitantes.
Mi lugar preferido era el Belén y allí pasaba la mayor parte de mi tiempo
libre. Desde el primer día me di cuenta de que este año habían colocado a los
pies del misterio una gran cesta con un cartel: “Estamos en crisis, deposite aquí
su comida para los pobres”. Hay tantas personas buenas que la cesta rebosaba e
incluso casi la tapaban los paquetes de legumbres, pasta y botellas de aceite, que
había a su alrededor.
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U
n día a la semana, explicó mi abuela, la llevan a las monjitas o
a Cáritas y ellos lo reparten entre los más necesitados”.
Aunque no entendía mucho, sí sabía que algo iba mal y que
muchas personas no tenían trabajo ni podían mantener a su familia. Los mayores
siempre hablaban de eso y terminaban, como la abuela con sus amigas, diciendo
que qué mala está la vida y que a dónde vamos a llegar.
A la hora de comer me acordaba de esos niños, que a lo mejor ni se
sentaban a la mesa, porque no habría nada que poner en los platos. Yo quería
saber por qué pasaban estas cosas y las preguntaba, pero a los mayores no les
gustaba mucho o no sabían qué responder, porque me mandaban callar o me
hacían mirar la tele -“mira, mira que animal tan bonito”- como si yo fuera tonta.
pensaba que María, José y el Niño, aunque les alegrara un poco la generosidad
de tantas personas, estarían tristes al ver tanto sufrimiento, porque había
observado que algunos no solamente no traían nada que ofrecer, sino que
miraban con deseo los alimentos de la cesta. Y estoy segura de que ellos, sobre
todo María, se habrían fijado en este detalle mucho antes que yo.
La que entró en la capilla era una madre joven con cara de estar sufriendo
mucho, que casi arrastraba a su hija pequeña agarrada de la mano, llevando en la
otra un carrito, que por sus arrugas se notaba a la legua que estaba vacío. Yo me
imaginaba lo que le estaba pidiendo a los santos, porque se fue arrodillando de
uno en otro. Cuando pasaba frente al Portal, la niña pareció despertar de su
letargo, tiró de la falda de su madre y gritó como un náufrago que hubiera
divisado tierra:
-“Mira, mamá, ¡¡son galletas de coco!!”
E hizo ademán de coger el envoltorio de papel de celofán, que alguien
había depositado pensando sin duda en endulzar la merienda de algún niño. Su
madre, primero le hizo con el dedo el signo de silencio para que bajara la voz,
pero la niña debía insistir, porque ella hacía gestos de que no podían cogerlas
así sin más y de que tampoco tenía dinero para comprárselas.
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E
sto lo subrayaba ostensiblemente poniendo el monedero boca
abajo, no tanto para convencer a la niña, sino para que lo
vieran la Virgen, San José y el Niño. Vamos, eso creo yo.
Seguro que cuando se cerraba la puerta y se quedaban tranquilos del
bullicio y el ajetreo, María y José dejarían al Niño gatear un rato mientras ellos
comentaban lo sucedido durante el día. Y desde luego que el centro sería aquella
niña y su madre.
-“A punto estuve de dejar la vara, salir del portal y darle las galletas”,
diría José.
-“Imagínate qué revuelo, ¡y que susto para la pobre niña!, respondería
María con una sonrisa y sin quitarle ojo a las correrías del Niño.
-“Pues como un día me eche a la cara a uno de estos Herodes del siglo
XXI, voy a decirle unas palabritas…”
-“José, José, no te hagas el valiente. De sobra sabes que ésos no vienen
por aquí. Nosotros hacemos lo que podemos: Hablamos al corazón de las
personas y les invitamos a no ser egoístas y a no causarse daño los unos a los
otros. Cuando nos escuchan las cosas van mejor”.
Como era mi costumbre, también aquella mañana me fui directa al Portal.
Ya habrían repartido los alimentos, porque en la cesta sólo quedaba un humilde
paquete de lentejas. Entonces me vinieron al pensamiento las galletas y la niña.
No voy a decir que estaba enfadada con ellos, pero sí que pensaba que no
hubiera sido tan difícil aprovechar un descuido de la gente y decirle:
-“Señora, cójalas, tiene permiso de todo el Portal “.
Allí pasé mucho rato pensando en estas cosas. José estaba un poco
distraído y el Niño jugueteaba con los dedos de los pies, pero María dejó por un
momento la costura, levantó la cabeza y me sonrió. Yo comencé a sentir un
calor por todo mi cuerpo, el corazón me ardía y una idea iba apareciendo
claramente en mi cabeza. Haciendo un gesto afirmativo con la cabeza, le dije:
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C
laro, ahora lo entiendo”.
Ella suspiró aliviada y volvió a su costura, como si nada.
En la visita al supermercado, yo insistí en que quería comprar
algo con mis ahorros. Mi abuela se mostraba muy extrañada, pero a
la cajera le hizo gracia y me dijo:
-“Toma, guapa, tu ticket y tu bolsa”.
sentía la persona más feliz del mundo, caminaba dando saltitos y me parecieron
eternos los saludos y las ponderaciones de esta mañana, esperando ansiosa que
dijeran lo malo que está el mundo para irnos. Mientras mi abuela hacía su
recorrido de rezos, yo esperaba en el banco con el envoltorio sobre mis rodillas
y miraba de reojo a María, que parecía no haberme visto. Pero en todo el Portal
había un revuelo y una alegría que no podían disimular, incluso en un momento
volví la cabeza y sorprendí a José cuchicheando con un pastor y señalándome
con el dedo. Cuando se dieron cuenta de que los había visto intentaron disimular
así con un silbidito y mirando las musarañas.
Y en éstas aparecieron. La madre tiraba con una mano del carrito de la compra,
tan vacío que se adivinaban los hierros de la parte opuesta; con la otra casi
arrastraba a la niña.
Entonces llegó la ocasión que estaba esperando: me acerque y dejé caer
suavemente mi bolsa dentro del carro. No te lo vas a creer, pero escuche como
un aplauso y varios ¡¡¡muy bien!!! que procedían del Nacimiento. ¡Yo me
sentía tan feliz!
Hoy he abierto el cofrecito donde conservo las cosas más queridas, mis
secretos. Y allí, entre una estampa de primera comunión y una postal de la
nieve, que me envió mi mejor amiga, lo he guardado para que no se arrugue.
Ahora es mi mejor tesoro. Aunque es feo porque está lleno de letras y cifras
borrosas, el ticket termina diciendo:
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-“Galletitas de coco”.
Precio 1,66 €.
Gracias por su visita.
Feliz Navidad”.
-“¿No es maravilloso?”
Tumbada en la cama, cierro los ojos y me imagino la alegría de la niña y
la sorpresa de su madre. Seguro que mañana le dará las gracias a la Virgen. Y
tendrá razón al hacerlo, porque fue ella quien me dijo al oído lo que tenía que
hacer.
FIN.
(Según datos recientes publicados por UNICEF, 2.260.000 niños viven
actualmente en España bajo el umbral de la pobreza.)
José Palomas Agout.
Navidad 2012.
FELIZ NAVIDAD