El documento presenta tres historias sobre la oración. La primera historia cuenta sobre un campesino que, al quedarse sin su libro de oraciones, decide rezar recitando el alfabeto y dejando que Dios forme las palabras. La segunda historia describe a tres ancianos que viven en una isla aislados y ocupados en tareas diarias, pero un obispo les enseña sobre la importancia de la oración. La tercera historia enfatiza que la oración verdadera es la que motiva el servicio a los demás.
1. LA ORACIÓN DEL ALFABETO
Regresaba un campesino a la casa con su carreta , cuando, de repente, se le
salió una rueda. Como llegó la hora de hacer sus oraciones y aún no había
superado el problema, el campesino abandonó la reparación de la rueda y se
dispuso a rezar. Para su sorpresa, descubrió que había dejado olvidado en su
casa el libro de oraciones y, como tenía muy mala memoria, decidió rezar del
siguiente modo:
-Señor, como no
traje el libro de
oraciones, voy a
recitar varias
veces el alfabeto
y tú formas con
mis letras las
palabras que
más te gusten,
de modo que te
digas a ti mismo
las cosas que
quieras, cosas
que yo sería
incapaz de
decirte pues soy
un hombre torpe
y necio.
Cuando el campesino concluyó, el Señor dijo a uno de los ángeles que lo
acompañaban:
-De todas las oraciones que he escuchado hoy, esta ha sido sin duda la mejor,
pues ha brotado de un corazón sencillo y sincero.
(Cuento de la secta de los Jassidim, tomado de “Cuentos de humor, ingenio y
sabiduría”, de Armando José Sequera).
* * * Un obispo recientemente nombrado en los mares del Sur, quería visitar
cada rincón de su vasta diócesis. Hacia el final de la gira, divisó una pequeña
isla. -¿Está habitada? –preguntó.
-Sí, pero solamente por tres viejos pescadores –le respondieron-. No vale la
pena que su Excelencia pierda su tiempo visitándolos. Viven aislados de todos,
como primitivos, casi como salvajes. Algunos dicen que están chiflados.
-De todas formas, querría visitarlos –insistió el Obispo.
Cambiaron así la ruta y se dirigieron a la isla. El obispo quiso desembarcar solo
y fue recibido con toda amabilidad por los tres extraños ancianos, que le
brindaron a su excelencia sus mejores frutos y toda su gentileza.
-Hijos míos –les preguntó el obispo- ¿pueden decirme cómo gastan el tiempo
en esta isla?
-Yo estoy muy ocupado –dijo el primero-. Desde muy temprano voy a pescar
para que mis hermanos tengan qué comer. Además, las redes están ya muy
viejas y gasto mucho tiempo remendándolas.
-También yo me la paso muy ocupado –dijo el segundo-. Desde temprano me
voy a cazar a la montaña. Con la piel de los animales salvajes hago zapatos y
2. vestidos para cubrirnos el cuerpo. Las plumas las usamos para colchones y
almohadas. Si cazo un animal comestible, nos comemos su carne...
-En cuanto a mí –dijo el tercero-, yo construí esta humilde cabaña y la
mantengo arreglada y limpia, y procuro que, cuando regresan mis dos
hermanos, tengan la comida lista –procuro prepararle a cada uno lo que más le
gusta-, y el agua para lavarse y refrescarse. En estas tareas, el tiempo se me
pasa en un instante.
El obispo asentía con su cabeza y, cuando hubieron terminado, les preguntó:
-Pero, ¿cuándo rezan?
Los tres ancianos se miraron con perplejidad. “¿Rezar? ¿Qué cosa es esa?
Nosotros somos ignorantes, no entendemos ¿Cómo se hace para rezar?”
Entonces el obispo, con una gran paciencia, les estuvo explicando lo que era la
oración. “Hay que rezar para que Dios nos ayude. Dios es el padre de todos
nosotros, y le tenemos que pedir la fuerza para vivir todos los días como
hermanos. Debemos rezar para no ser egoístas, para no caer en la tentación,
para que sepamos ayudarnos y perdonarnos”.
Los tres ancianos le asentían en silencio, apesadumbrados y perplejos.
-Les dejaría estos libros de oraciones, pero probablemente no saben leer.
-No, no sabemos –dijeron los ancianos un tanto entristecidos.
El obispo intentó en vano enseñarles la memorización de algunas oraciones
sencillas. Por mucho que se esforzaban, los ancianos no podían retenerlas.
Sintiéndose fracasado, el obispo no tuvo más remedio que despedirse de ellos.
Los ancianos se quedaron tristes.
En la placidez de su alcoba, el obispo daba vueltas en su cama sin poder
dormir. Por fin, escuchó una voz vigorosa que le decía:
-¿Por qué te metiste con mis hijos predilectos? ¿Cómo te atreviste a
enseñarles a orar si ellos se la pasan rezando todo el día? Levántate y vuelve
de inmediato a la isla. Devuélveles la alegría diciéndoles que su oración me
agrada mucho.
(Versión libre de una historia de Bernard Bro)
En un mundo y una cultura que proponen sin el menor pudor el individualismo y
el egoísmo como valores fundamentales para sobresalir y triunfar, que
presentan el consumir y acaparar cosas como medios de lograr la auténtica
realización personal, necesitamos hoy mucho de la oración. Una oración que
transforme la vida, que dé fruto, que se traduzca en disposición a cambiar, en
fuerza para seguir remando contra la corriente, en cercanía y servicio a los
demás. Necesitamos orar mucho para ser fuertes, para atrevernos a ser libres,
para comprometernos radicalmente en la entrega y el amor. Una oración que
no mueva al servicio, que no se traduzca en cercanía con el prójimo, es una
oración estéril.
La oración que agrada a Dios, es la que brota de un corazón sincero e impulsa
a ser cada día mejor. Una oración que se traduce en obras. Orar y no
comprometerse en el servicio al hermano es encontrar un diálogo narcisista
con uno mismo. De la oración, si es sincera, debemos salir fortalecidos , más
comprensivos, más buenos, más serviciales. Rezar implica el compromiso de
intentar vivir de acuerdo a la oración. De muy poco sirve pedir por los pobres,
por los alumnos y sus familias, si no hacemos nada por ellos, si no estamos
pendientes de sus necesidades y nos comprometemos a remediarlas.
Recuerda a aquel hombre que, al ver la miseria de los niños de la calle, las
3. necesidades de los mendigos, los tormentos y dolores de tantas personas
inocentes, levantó un día los puños al cielo y retó a Dios de esta manera:
“¡Cómo puedes ser tan cruel! ¡Cómo es posible que no hagas nada ante tanto
sufrimiento!”. De pronto, se abrieron los cielos y bajó de ellos la respuesta a su
queja : “¡Cómo puedes decir que no hago nada. Te he hecho a tí”.