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Sal Terrae 96 (2008) 869-880


                                          «Abnegación».
La abnegación, o la importancia del otro
                                         Inmaculada SOLER GIMÉNEZ*




¿Hay alguien que no quiera vivir «a tope», con intensidad, con
plenitud? ¿Hay alguien que no quiera ser feliz? Todos hambreamos la
felicidad, a veces serenamente, a veces devorando la vida: pero ¿cuál
es el secreto?; ¿cómo conseguirla?; ¿por qué la respuesta que el
Evangelio nos ofrece nos resulta tan paradójica?: «El que quiera
venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y
me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá, pero el que la pierda
por mí la encontrará» (Mt 16,24-25).
    Parece que algo estamos haciendo mal: o el Evangelio ha dejado
de ser Buena Noticia para nosotros y no creemos, en el fondo, en la
felicidad que nos promete (una felicidad crucificada), o hemos
devaluado el don, incapaces de acogerlo, asfixiados en nosotros
mismos.
    En esta sociedad nuestra, donde casi todo se vende y la publicidad
y el «marketing» tienen un papel tan importante, ¿también nosotros
tendremos que «rebajar» el Evangelio para que lo compren?


Más allá de nuestro ombligo

«Muy poca gente sabe que los demás existen», dice Simone Weil con
sus provocadoras palabras. Estamos tan centrados en nosotros mismos
que... ¡no nos enteramos! Ya el profeta nos lo advertía: «no te cierres a
tu propia carne» (Is 58,7).
    En esta cultura narcisista, consumista, hedonista, de
sobreabundancia..., ¡nos morimos de hambre! Da vergüenza decirlo
cuando tantos niños mueren de verdad por inanición cada día.
Tenemos de todo, pero no nos saciamos. ¿Quién nos sacará de
nosotros mismos? Vivimos llenos de deseos de felicidad, con hambre
de Dios (aunque no se le llame así) y hambre del otro. ¿Quizás está
ahí la clave?: dejar a Dios ser Dios, y al otro otro. O convertirlo en
alguien a quien devorar, a quien utilizo según mi conveniencia y que
participa de mi vida en la medida en que me llena, me cae bien, «me
pone», como dirían algunos jóvenes hoy, mientras «sienta algo por él
o por ella», «no me moleste ni me cree problemas», mientras «me deje
vivir en paz» y «no se meta en mi vida».Todo está en función de mí,
incluso el amor... «mientras dure».
    El Diccionario dice que «abnegación» es el sacrificio que uno
hace de su voluntad, de sus afectos o de sus intereses en servicio de
Dios o para bien del prójimo. Parece que la palabra no está muy de
moda; pero si miramos bien la realidad, veremos cuánto sacrificio hay,
entre jóvenes y no tan jóvenes, bajo promesas de éxito, libertad,
felicidad o reconocimiento. No se hacen ayunos, pero sí hay dietas
para adelgazar y conseguir el preciado 90-60-90; no hay cilicios, pero
sí gimnasios y accesorios desengrasantes; no se plantea la conversión,
pero sí el «cambio radical», programa de televisión que se hizo
famoso en poco tiempo; no se hacen colas ni hay largas esperas en los
actos religiosos (la misa, que no pase de 20 minutos) ni se hacen
vigilias largas..., pero se puede estar una noche entera a la intemperie
esperando conseguir una entrada para el concierto de algún cantante
de moda; no hay tiempo para cuidar lo importante y a aquellos que
nos importan, pero se trabaja horas y horas para tener el coche que
ofrecen en la tele... Sacrificio hay, y mortificación, y renuncia..., ¡pero
sin salir de nuestro ombligo!
    A veces andamos por la vida como «superpetroleros». Cuando tan
clavada tenemos en nuestra retina la imagen de los cayucos que llegan
a nuestras costas, a lo mejor puede ayudar a cuestionarnos este relato,
y con él la imagen que se descubre de nosotros mismos y de la
sociedad en que vivimos.
    «Se acordó de una cosa terrible que había leído una vez en un
    periódico sobre la vida en un superpetrolero: los barcos se habían ido
    haciendo más grandes, mientras las tripulaciones eran cada vez
    menos numerosas, y todo se manejaba a base de tecnología.
    Programaban un ordenador en el Golfo, o donde fuera, y el buque
    prácticamente se gobernaba sólo hasta Londres o Sydney. Era mucho
    mejor para los armadores, que se ahorraban un montón de dinero, y
    mucho mejor para la tripulación, que sólo tenía que preocuparse por
    matar el aburrimiento. La mayor parte del tiempo lo pasaban
    sentados bajo cubierta bebiendo cerveza, como Greg, por lo que
    pudo deducir. Bebiendo y viendo vídeos. Había una cosa que nunca
    podría olvidar de aquel artículo. Decía que en los viejos tiempos
    siempre había alguien arriba, en la torre de vigía o en el puente,
    vigilando. Pero, hoy en día, en los buques grandes ya no había vigía,
    o por lo menos el vigía era un hombre que miraba de cuando en
    cuando una pantalla llena de puntos luminosos móviles. En los viejos
    tiempos, si estabas perdido en el mar, a bordo de una balsa o de un
    bote de goma o algo así, y un barco pasaba cerca, tenías muchas
    posibilidades de que te rescataran. Agitabas los brazos y gritabas y
    disparabas cualquier cohete que tuvieras; ponías tu camisa en lo alto
    del mástil, y siempre había gente vigilando y atenta a localizarte.
    Ahora puedes estar semanas a la deriva en el océano, y al final se
    acerca un superpetrolero y pasa de largo. El radar no te detecta,
    porque eres demasiado pequeño, y es pura suerte si hay alguien
    inclinado sobre la barandilla vomitando. Había habido muchos casos
    de náufragos que en otros tiempos habrían sido salvados y a los que
    ahora nadie recogió; e incluso incidentes de personas a las que
    atropellaron los barcos que ellos creían que venían a rescatarlos.
    Trató de imaginar lo espantoso que sería, la terrible espera, y luego
    la sensación cuando el barco pasa de largo y no puedes hacer nada,
    porque todos los gritos quedan ahogados por el ruido de los motores.
    Eso es lo malo que le pasa al mundo, pensó. Hemos renunciado a los
    vigías. No pensamos en salvar a otras personas, navegamos hacia
    adelante confiando en nuestras máquinas. Todo el mundo está en
    cubierta, tomándose una cerveza con Greg»1.

    En este ambiente en el que prima el individualismo, la
autorrealización, el principio del placer, y en el que existe gran
dificultad para vivir la alteridad, para mirar el rostro del que tenemos
enfrente..., cualquier invitación a descentrarse, a salir, es un
atrevimiento.
Vidas negadas

No sé si abnegadas, pero sí negadas. ¡Cuántas vidas con escasas
posibilidades de afirmarse, de crecer y desarrollarse...! «Deberían
dejar –dice Roland Holst– que al menos por un minuto se hiciera un
gran silencio, y escuchar los llantos de todos los que lloran en el
mundo: los hambrientos, los pobres, los que soportan las guerras, los
enfermos, los presos... ¿Quién podría soportar tantos clamores?».
    ¡Abrir bien los ojos, los oídos, los sentidos! Andamos muchas
veces como adormecidos, «a nuestra bola», como dirían algunos
jóvenes; tan a lo nuestro que podemos pisotear por el camino a otros y
no darnos cuenta. «Debajo del puente hay un mundo de gente», dice la
canción de Pedro Guerra, y arriba del puente nos llegan las noticias
por la tele, por Internet, pero no nos afectan, no nos tocan. Nos lo
advirtió ya Jesús cuanto contó la historia de aquellos hombres que
andaban tan ocupados en sus cosas («aunque fueran buenas») que
dieron un rodeo ante el que estaba «tirado en la cuneta» y pasaron de
largo (Lc 10,25-37).
    ¡Si nos atreviéramos a salir...! ¡Hay tantas vidas que nos pueden
interpelar...! Recuerdo mi primer cumpleaños en «Villa Teresita».
Hacía pocos meses que había entrado en la comunidad, dejando que
Dios consagrara mi vida entre los más pobres, ¡Todo era nuevo!
Cumplimos años a la vez Esther y yo. Ella vivía en la casa de acogida
con su niña. Las dos empezábamos a vivir, estrenábamos los 19, pero
¡qué vidas tan distintas...! Juntas lo preparamos todo al estilo de
Esther (yo era la aprendiz: tenía que educar mi sensibilidad para no
escandalizar a los pequeños, para poder estar cerca y compartir).
Fuimos al «super» y compramos papas, aceitunas, pan de molde para
untar, refrescos... Estuvimos en la fiesta tres hermanas de la
comunidad, otras cuatro chicas y los niños, mis padres y mis dos
hermanos. ¡Éramos la familia y los amigos! Para algunas de ellas era
la primera vez en mucho tiempo que se celebraba su vida.
    Esther y yo. Entre su vida y la mía había un abismo; digo «había»,
porque se ha ido entretejiendo, con el tiempo, un puente de fraternidad
y cariño. Ella, con una infancia marcada por el abandono, por el
entorno de un barrio hostil: droga y prostitución. Yo, criada en un
pueblo de montaña, marcada por el cariño y la naturalidad, con
problemas familiares como parte de la vida, pero sostenida en un
entorno de afecto y de oportunidades para el futuro... Ella
sobreviviendo sola, con una niña de un chico que la había «dejado
preñada» (como era natural en el barrio), su madre en la cárcel, y una
hermana, «Caty», enganchada a las drogas y a la que mataron en el
barrio a los pocos días de nuestro cumpleaños.
    A mis 19 años, podía plantearme qué hacer con mi vida: si
entregarla o no. El hacerlo no dejaba de ser un ejercicio de
«ensimismamiento». Podía darme a manos llenas o dosificando mi
entrega, en gratuidad o buscando continuamente gratificaciones; pero
había algo previo que no podía poner en duda, y es que
existencialmente estaba en deuda.


¿Qué tienes que no hayas recibido? (1 Co 4,7)
Ahora que están tan de moda los «piercings» y los tatuajes, no está
mal reconocer en nuestro cuerpo las señales de la vida recibida, y
quizás el ombligo nos pueda servir de recordatorio (de los que no se
borran con el paso de los años).
     Desde el principio, alguien se abnegó por nosotros para darnos la
vida. Dependimos de otros desde los primeros días y necesitamos que
alguien nos cuidara de día y de noche: leche, cambio de pañales,
cambios de postura, abrazos y besos...: alguien veló. Más tarde, otros
nos enseñaron a leer y a escribir... Y así toda la vida.
     Lo importante de la vida lo hemos recibido. No se puede comprar
ni está en venta. Algunos lo expresan así: «Podemos comprar placer,
pero no amor; diversiones, pero no alegría; bienestar, pero no
felicidad; un esclavo, pero no un amigo...». Reconocer lo recibido,
hasta lo más básico: tener una casa, agua corriente, comida,
medicinas, un lugar donde descansar, alguien que se preocupa de
nuestra vida y nos quiere... nos tendría que llevar a ser más
agradecidos. ¡Somos privilegiados! ¡Disfrutamos de posibilidades y
experiencias que muchas criaturas de Dios sólo rozarán o soñarán! El
agradecimiento nos pone en nuestro lugar («es de bien nacidos ser
agradecidos») y nos hace experimentar que no somos propietarios de
nada: «gratis lo habéis recibido: ¡dadlo gratis!» (Mt 10,8).
     Cuando caemos en la cuenta de tanto bien y amamos al otro
concreto que Dios ha puesto en nuestra vida, sobre todo cuando éste
ha sido vulnerado en sus derechos, en su dignidad, en su infancia, en
sus posibilidades de desarrollarse como persona, cualquier gesto de
privación y entrega, vivido con amor, forma parte de una deuda
contraída, deuda de agradecimiento. Habrá abnegación suave y a
veces dolorosa, pero el peso no estará en lo que se niega, sino en lo
que se afirma. El peso lo lleva el amor. En el movimiento de ida,
negaremos algo «nuestro» para afirmar algo en el otro; y en el de
vuelta (que sólo podremos recibir como un regalo, cuando ya la mano
derecha no se acuerde de lo que hizo la izquierda), percibiremos que
hemos recibido mucho más de lo que hemos dado.
     Sin agradecimiento profundo, difícilmente entenderemos la lógica
de la abnegación ni la del amor. Ni entenderemos tampoco la
dinámica natural de darnos, de compartir y sacrificarnos por el otro.
Sin este agradecer, la abnegación puede ser un ejercicio ensayado, un
conjunto de esfuerzos y buenas intenciones que «pasen factura a los
demás», y correremos el peligro de pensar que todos están en deuda
con nosotros, de que «todo se nos debe», y estaremos tan centrados en
nosotros mismos que olvidaremos dónde estamos y dónde están los
otros, los cercanos y los lejanos. Puede que confundamos tanto la
realidad que creamos que somos abnegados porque «sacamos la
basura todos los días».
     Tomar conciencia de lo recibido es reconocer rostros, nombres. Es
aprender a dar gracias y sabernos entrelazados unos con otros,
dependientes, parte de la misma familia. Es sentir que el otro forma
parte de mí, «carne de mi misma carne». Al menos, eso es lo que
afirmamos cuando nos atrevemos a llamar a Dios «Padre Nuestro». La
abnegación, la ayuda, la solidaridad que brotan de ahí nos hermanan,
porque no nacen del heroísmo del fuerte, del que está por encima, del
que da pero no recibe, sino de la acogida del otro, de la experiencia de
la propia debilidad y la necesidad que tenemos unos de otros para
alimentarnos y sostenernos. Etty Hillesum, en el primer campo de
concentración donde estuvo detenida, expresa así su agradecimiento
por un vaso de agua: «Me sentó tan bien aquel trago que pensé:
¡ojalá pudiera caminar por ahí para dar un trago de agua a algunas
gentes, a las que más lo necesiten, las que están amontonadas a
miles».
    Lo recibido, si lo retenemos, se pudre como el agua cuando se
estanca. Se hace necesario reconocerlo para poder vivir dándolo, para
no romper la cadena, una «cadena de favores», como la preciosa
película.


Dar hasta que duela

Hemos asistido en el verano pasado a los Juegos Olímpicos de Pekín.
¡Cuánta abnegación y sacrificio...! Como diría Pablo, «para conseguir
una corona que se marchita»... Y nosotros, ¿cuál es nuestra corona? Se
nos entrena para el Triunfo: «Operación Triunfo», «Fama», etc. De
nuevo, ¡cuántas privaciones y sacrificios...! Pero ¿para qué?; ¿cuál es
la carrera en que nos jugamos la vida y la felicidad?
    En uno de sus estudios sobre los jóvenes, Javier Elzo escribe:
   «En muchos de los jóvenes de hoy existe un hiato, una falla, entre
   los valores finalistas y los instrumentales: los jóvenes de hoy
   apuestan e invierten afectiva y racionalmente en los valores finalistas
   (pacifismo, tolerancia, ecología, exigencia de lealtad...), a la par que
   presentan, sin embargo, grandes fallas en los valores instrumentales,
   sin los cuales todo lo anterior corre el gran riesgo de ser un discurso
   bonito. Son los déficits que presentan en valores como el esfuerzo, la
   autorresponsabilidad, el compromiso, la participación, la abnegación,
   la aceptación del límite... La escasa articulación entre valores
   finalistas y valores instrumentales está poniendo al descubierto la
   continua contradicción de muchos jóvenes para mantener un discurso
   y una práctica con una determinada coherencia y continuidad
   temporal allí donde se precisa un esfuerzo cuya utilidad no sea
   inmediatamente percibida»2.

    ¿Hay algo en la vida que valga la pena y no cueste? ¿Quién nos
entrenará para el servicio, para dar la vida, para el amor en la vida
cotidiana, para vivir con los cinco sentidos, poniendo en juego la vida
entera? Nos llenamos de deseos porque queremos vivir grandes
emociones, amores apasionados... ¡de película! En el fondo, vivimos
para el fin de semana, y mientras tanto nos perdemos el amor en el día
a día, en la vida real. ¿Quién nos enseñará?: los buenos días al que
tiene cara de recién levantado; el ser amables cuando nos preguntan;
el acoger al que llega; el escuchar la historia que repite cien veces el
mayor de la casa; el «echar una mano» en lo que podamos; el hacer la
vida agradable a los que están cerca; el ver el canal de tele que no nos
apetece, para dar gusto a otro; el reciclar lo que ensuciamos... El amor
sin abnegación es un amor sin consistencia, líquido, condenado a
esfumarse. La abnegación es uno de los nombres del amor en la vida
cotidiana.
    Decía la Madre Teresa: «hay que dar hasta que duela»; y duele lo
que supone algún sacrificio, lo que nos afecta. «Dar solamente
aquello que te sobra nunca fue compartir, sino dar limosna, amor. Si
no lo sabes tú, te lo digo yo», canta la letra de «Corazón partío», de
Alejandro Sanz. Todo movimiento de dar vida, de entrega, toda
vocación, supone abnegación. Si no, preguntemos a las madres, a las
abuelas. La publicidad nos engaña muchas veces, enmascara y oculta
parte de la realidad (el dolor, el conflicto, la muerte, la enfermedad...
como parte de la vida, como lugar donde el amor se muestra y es
probado), y juega con nuestros deseos de felicidad, todo sin esfuerzo,
sin espera, sin renuncia, todo con fecha de caducidad. «En una cultura
de consumo como la nuestra, partidaria de los productos listos para
uso inmediato, las soluciones rápidas, la satisfacción instantánea, los
resultados que no requieran esfuerzos prolongados, las recetas
infalibles, los seguros contra todo riesgo..., la promesa de aprender el
arte de amar es la promesa falsa, engañosa de lograr “experiencia en
el amor” como si se tratara de cualquier otra mercancía»3. ¿Y es que
se puede amar sin dolor, sin renuncia? Jesús no nos engaña con falsas
promesas, no endulza ni enmascara las dificultades; sólo preguntará o
dirá: «¿también vosotros queréis marcharos?» (Jn 6,67); «si el grano
de trigo no muere...» (Jn 12,24); «era necesario que el Hijo del
hombre...» (Mc 8,31); «felices los pobres...» (Lc 6,20); «cuando la
mujer va a dar a luz...» (Jn 16,21).
    ¿Se puede amar sin autodonación, sin negar algo de lo mío a favor
del otro?; ¿no será que vivimos «amores a medias»? «Si vuestro
miedo os hace buscar sólo la paz y el placer del amor, entonces sería
mejor que cubrierais vuestra desnudez y os alejarais de sus umbrales
hacia un mundo sin estaciones, donde reiréis, pero no con toda
vuestra risa; donde lloraréis, pero no con todas vuestras lágrimas»4.
El amor de verdad, como dice la Palabra, «es paciente, es amable, el
amor no es envidioso ni fanfarrón, no es orgulloso ni destemplado, no
busca su interés, no se irrita, no apunta las ofensas, no se alegra de
la injusticia, se alegra de la verdad. Todo lo aguanta, todo lo cree,
todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca acabará» (1 Co
13,4ss).
    Así oraba Francisco de Asís: «Oh, Señor, que no me empeñe tanto
en ser consolado como en consolar; en ser comprendido como en
comprender; en ser amado como en amar; porque dando se recibe;
olvidando se encuentra; perdonando se es perdonado; muriendo se
resucita a la vida».
    En un mundo tan cambiante, donde todo –afirma Zygmunt
Bauman– parece líquido, necesitamos entrenadores y entrenadoras que
con su vida y acompañamiento nos enseñen la naturalidad de darse,
nos enseñen a ser fieles, a permanecer en el amor cuando no hay
«subidón», cuando «no se siente nada», cuando «todo es gris»... y,
misteriosamente, tener paz y alegría. Que nos enseñen a no devolver
mal por mal, a des-centrarnos, a tener en el otro nuestro centro: el
Otro (aprendiendo a buscar Su Voluntad como secreto de la felicidad)
y los otros concretos, especialmente los no queridos, los despreciados,
los excluidos. No nos sirve cualquier entrenador. Seguro que todos
conocemos en nuestra familia, en nuestro barrio a alguno bueno;
posiblemente, ellos ni lo saben, pero los demás sí disfrutamos y
sabemos del buen sabor que nos deja su vida, su compañía, su mera
presencia.


Vidas que dejan buen sabor

Los jóvenes, en general todos, rechazamos «aquello que huela a
muerte, a rancio»; por eso, más allá de nuestros discursos (bien
formulados), están nuestras caras y el sabor que transmite nuestra
vida.
¿A qué sabe nuestra vida? A esta pregunta sólo pueden responder
los demás, los que viven a nuestro alrededor. ¿Se vive a gusto con
nosotros? ¿Generamos vida o dejamos rigideces, durezas, tensiones,
amargura...? «He venido para que tengan vida, y vida abundante».
¡Nuestro Dios es un Dios de vivos! Y Él nos envía a crear condiciones
de vida digna y justa para todos, a luchar, a hacer la vida agradable a
quienes viven con nosotros, a abajarnos para poder levantar, a aliviar
sufrimientos, a aligerar el peso: «Aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón..., porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera»
(Mt 11,28ss). Sabemos que en lo cotidiano las grandes luces se
esconden, y se nos invita a alumbrar en lo pequeño, a avivar la
esperanza que vacila, a cuidar la vida que germina, a caminar con
humildad, con la verdad nuestra y la de los otros.
    Comentan de Santa Teresa que andaba con tanto agradecimiento
por los caminos que todos gustaban de acompañarla. La abnegación
va unida al agradecimiento y a la alegría. Por eso, difícilmente
podremos hablar de abnegación a los jóvenes si no amamos la vida, si
no se nos nota en la cara, si no transmitimos un mensaje con sabor a
Buena Noticia. Javier Garrido afirma que «donde no hay capacidad de
gozo, toda renuncia es patológica»5. Por lo tanto, difícilmente el que
no sabe gozar de la vida podrá abnegarse evangélicamente.
    ¡Hay que ser muy libres para vivir abnegadamente! «Nadie me
quita la vida» (Jn 10,18), nos dice Jesús. Necesitamos una dosis alta
de libertad para amar bien. Libertad para tomar la vida en las propias
manos y libertad para elegir vivir dándola, no siendo el centro, no
buscando el propio interés, descendiendo (Flp 2,5ss).
    El otro, que es mi mayor regalo y mi responsabilidad, me salva. El
amor abnegado saca lo mejor de nosotros mismos y nos hace más
humanos; comestibles; alimento para los demás; eucaristía: «Como
mazorcas de maíz os recogerá, Os desgranará hasta dejaros
desnudos. Os cernerá hasta libraros de vuestro pellejo. Os molerá
hasta conseguir la indeleble blancura. Os amasará para que lo dócil
y lo flexible brote de vuestra dureza. Y os destinará luego al fuego
sagrado, para que podáis convertiros en el sagrado pan para el
sagrado festín de Dios. Todo eso hará el amor con vosotros, para que
conozcáis los secretos de vuestro propio corazón y así lleguéis a
convertiros en un fragmento del corazón de la Vida»6.


¿Cuál es el secreto?

El secreto no es algo, sino Alguien: Aquel que nos amó primero. La
Vida que nadie ni nada nos puede quitar. Él es el gran secreto, el
tesoro escondido, la perla preciosa, la Felicidad que se nos regala. El
que se hizo pobre para enriquecernos se abaja para levantarnos, se
niega para afirmarnos, se desvive cada día para alimentarnos y
saciarnos con su cuerpo y su palabra y se presenta ante nosotros
desnudo, hambriento, sin techo... Él es quien nos invita a seguirle, a
vivir con Él, a desvivirnos como Él.
    La lógica de la abnegación es la que está detrás de la felicidad del
Reino: morir para vivir; ser pobre para ser rico; abajarse para ser
levantado; ser último, esclavo, servidor..., para ser el primero; vender
lo que se tiene para conseguir el mayor tesoro; hacerse pequeño para
ser grande; perder la vida para encontrarla... La negación de nuestro
proyecto, de nuestro querer... para buscar lo que Dios quiere de
nosotros (nuestra felicidad) es lo que rezamos cada día en el Padre
nuestro: «que se haga tu voluntad». En el intento de responder a lo que
intuimos que Él quiere, se juega toda nuestra vida y la felicidad que
buscamos ¿Nos atreveremos a abrirnos a ella?
    Se nos ha regalado una semilla que no está en las tiendas ni se
puede comprar por Internet; es como un tesoro escondido en el
interior de cada uno; es la Vida de Dios, que pide nuestro
consentimiento para ser acogida. ¿Se lo daremos? ¿La dejaremos
crecer?
     «Por encima de la finitud, del espacio y del tiempo, el amor
     infinitamente infinito de Dios viene y nos toma. Llega justo a su
     hora. Tenemos la posibilidad de aceptarlo o de rechazarlo. Si
     permanecemos sordos, volverá una y otra vez como un mendigo;
     pero, también como un mendigo, llegará el día en que ya no vuelva.
     Si aceptamos, Dios depositará en nosotros una semillita y se irá. A
     partir de ese momento, Dios no tiene que hacer nada más, ni
     tampoco nosotros, sino esperar. Pero sin lamentarnos del
     consentimiento dado, del “sí” nupcial. Esto no es tan fácil como
     parece, pues el crecimiento de la semilla en nosotros es doloroso.
     Además, por el hecho mismo de aceptarlo no podemos dejar de
     destruir lo que le molesta; tenemos que arrancar las malas hierbas,
     cortar la grama. Y, desgraciadamente, esta grama forma parte de
     nuestra propia carne, de modo que esos cuidados de jardinero son
     una operación cruenta. Sin embargo, en cualquier caso la semilla
     crece sola. Llega un día en que el alma pertenece a Dios, en que no
     solamente da su consentimiento al amor, sino en que, de forma
     verdadera y afectiva, ama. Debe entonces, a su vez, atravesar el
     universo para llegar hasta Dios. El alma no ama como una criatura,
     con amor creado. El amor que hay en ella es divino, increado, pues
     es el amor de Dios hacia Dios que pasa por ella. Sólo Dios es capaz
     de amar a Dios. Lo único que nosotros podemos hacer es renunciar a
     nuestros propios sentimientos para dejar paso a ese amor en nuestra
     alma. Esto significa negarse a sí mismo. Sólo para este
     consentimiento hemos sido creados»7.




*    De la Comunidad «Villa Teresita». Trabaja en marginación. Madrid.
     <inmasolerg@yahoo.es>.
1.   Julian BARNES, Una historia del mundo en diez capítulos y medio, Anagrama,
     Barcelona 1994, pp 115-116.
2.   Jóvenes y valores, la clave para la sociedad del futuro, Fundación La Caixa,
     Barcelona 2006.
3.   Zygmunt BAUMAN, Amor Líquido, Fondo de Cultura Económica, Madrid 2005 p.
     22.
4.   Gibran Jalil GIBRAN, El profeta / El loco / El vagabundo, Akal bolsillo, Madrid
     1980, p 17.
5.   Javier GARRIDO, Proceso humano y gracia de Dios, Sal Terrae, Santander 1996, p
     416.
6.   Gibran Jalil GIBRAN, op. cit., p 17.
7.   S. WEIL, A la espera de Dios, Movimiento Cultural Cristiano, Madrid 1993, pp.
     53ss.

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Psjsec formacion 10.11.08

  • 1. Sal Terrae 96 (2008) 869-880 «Abnegación». La abnegación, o la importancia del otro Inmaculada SOLER GIMÉNEZ* ¿Hay alguien que no quiera vivir «a tope», con intensidad, con plenitud? ¿Hay alguien que no quiera ser feliz? Todos hambreamos la felicidad, a veces serenamente, a veces devorando la vida: pero ¿cuál es el secreto?; ¿cómo conseguirla?; ¿por qué la respuesta que el Evangelio nos ofrece nos resulta tan paradójica?: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá, pero el que la pierda por mí la encontrará» (Mt 16,24-25). Parece que algo estamos haciendo mal: o el Evangelio ha dejado de ser Buena Noticia para nosotros y no creemos, en el fondo, en la felicidad que nos promete (una felicidad crucificada), o hemos devaluado el don, incapaces de acogerlo, asfixiados en nosotros mismos. En esta sociedad nuestra, donde casi todo se vende y la publicidad y el «marketing» tienen un papel tan importante, ¿también nosotros tendremos que «rebajar» el Evangelio para que lo compren? Más allá de nuestro ombligo «Muy poca gente sabe que los demás existen», dice Simone Weil con sus provocadoras palabras. Estamos tan centrados en nosotros mismos que... ¡no nos enteramos! Ya el profeta nos lo advertía: «no te cierres a tu propia carne» (Is 58,7). En esta cultura narcisista, consumista, hedonista, de sobreabundancia..., ¡nos morimos de hambre! Da vergüenza decirlo cuando tantos niños mueren de verdad por inanición cada día. Tenemos de todo, pero no nos saciamos. ¿Quién nos sacará de nosotros mismos? Vivimos llenos de deseos de felicidad, con hambre de Dios (aunque no se le llame así) y hambre del otro. ¿Quizás está ahí la clave?: dejar a Dios ser Dios, y al otro otro. O convertirlo en alguien a quien devorar, a quien utilizo según mi conveniencia y que participa de mi vida en la medida en que me llena, me cae bien, «me pone», como dirían algunos jóvenes hoy, mientras «sienta algo por él o por ella», «no me moleste ni me cree problemas», mientras «me deje vivir en paz» y «no se meta en mi vida».Todo está en función de mí, incluso el amor... «mientras dure». El Diccionario dice que «abnegación» es el sacrificio que uno hace de su voluntad, de sus afectos o de sus intereses en servicio de Dios o para bien del prójimo. Parece que la palabra no está muy de moda; pero si miramos bien la realidad, veremos cuánto sacrificio hay, entre jóvenes y no tan jóvenes, bajo promesas de éxito, libertad, felicidad o reconocimiento. No se hacen ayunos, pero sí hay dietas
  • 2. para adelgazar y conseguir el preciado 90-60-90; no hay cilicios, pero sí gimnasios y accesorios desengrasantes; no se plantea la conversión, pero sí el «cambio radical», programa de televisión que se hizo famoso en poco tiempo; no se hacen colas ni hay largas esperas en los actos religiosos (la misa, que no pase de 20 minutos) ni se hacen vigilias largas..., pero se puede estar una noche entera a la intemperie esperando conseguir una entrada para el concierto de algún cantante de moda; no hay tiempo para cuidar lo importante y a aquellos que nos importan, pero se trabaja horas y horas para tener el coche que ofrecen en la tele... Sacrificio hay, y mortificación, y renuncia..., ¡pero sin salir de nuestro ombligo! A veces andamos por la vida como «superpetroleros». Cuando tan clavada tenemos en nuestra retina la imagen de los cayucos que llegan a nuestras costas, a lo mejor puede ayudar a cuestionarnos este relato, y con él la imagen que se descubre de nosotros mismos y de la sociedad en que vivimos. «Se acordó de una cosa terrible que había leído una vez en un periódico sobre la vida en un superpetrolero: los barcos se habían ido haciendo más grandes, mientras las tripulaciones eran cada vez menos numerosas, y todo se manejaba a base de tecnología. Programaban un ordenador en el Golfo, o donde fuera, y el buque prácticamente se gobernaba sólo hasta Londres o Sydney. Era mucho mejor para los armadores, que se ahorraban un montón de dinero, y mucho mejor para la tripulación, que sólo tenía que preocuparse por matar el aburrimiento. La mayor parte del tiempo lo pasaban sentados bajo cubierta bebiendo cerveza, como Greg, por lo que pudo deducir. Bebiendo y viendo vídeos. Había una cosa que nunca podría olvidar de aquel artículo. Decía que en los viejos tiempos siempre había alguien arriba, en la torre de vigía o en el puente, vigilando. Pero, hoy en día, en los buques grandes ya no había vigía, o por lo menos el vigía era un hombre que miraba de cuando en cuando una pantalla llena de puntos luminosos móviles. En los viejos tiempos, si estabas perdido en el mar, a bordo de una balsa o de un bote de goma o algo así, y un barco pasaba cerca, tenías muchas posibilidades de que te rescataran. Agitabas los brazos y gritabas y disparabas cualquier cohete que tuvieras; ponías tu camisa en lo alto del mástil, y siempre había gente vigilando y atenta a localizarte. Ahora puedes estar semanas a la deriva en el océano, y al final se acerca un superpetrolero y pasa de largo. El radar no te detecta, porque eres demasiado pequeño, y es pura suerte si hay alguien inclinado sobre la barandilla vomitando. Había habido muchos casos de náufragos que en otros tiempos habrían sido salvados y a los que ahora nadie recogió; e incluso incidentes de personas a las que atropellaron los barcos que ellos creían que venían a rescatarlos. Trató de imaginar lo espantoso que sería, la terrible espera, y luego la sensación cuando el barco pasa de largo y no puedes hacer nada, porque todos los gritos quedan ahogados por el ruido de los motores. Eso es lo malo que le pasa al mundo, pensó. Hemos renunciado a los vigías. No pensamos en salvar a otras personas, navegamos hacia adelante confiando en nuestras máquinas. Todo el mundo está en cubierta, tomándose una cerveza con Greg»1. En este ambiente en el que prima el individualismo, la autorrealización, el principio del placer, y en el que existe gran dificultad para vivir la alteridad, para mirar el rostro del que tenemos enfrente..., cualquier invitación a descentrarse, a salir, es un atrevimiento.
  • 3. Vidas negadas No sé si abnegadas, pero sí negadas. ¡Cuántas vidas con escasas posibilidades de afirmarse, de crecer y desarrollarse...! «Deberían dejar –dice Roland Holst– que al menos por un minuto se hiciera un gran silencio, y escuchar los llantos de todos los que lloran en el mundo: los hambrientos, los pobres, los que soportan las guerras, los enfermos, los presos... ¿Quién podría soportar tantos clamores?». ¡Abrir bien los ojos, los oídos, los sentidos! Andamos muchas veces como adormecidos, «a nuestra bola», como dirían algunos jóvenes; tan a lo nuestro que podemos pisotear por el camino a otros y no darnos cuenta. «Debajo del puente hay un mundo de gente», dice la canción de Pedro Guerra, y arriba del puente nos llegan las noticias por la tele, por Internet, pero no nos afectan, no nos tocan. Nos lo advirtió ya Jesús cuanto contó la historia de aquellos hombres que andaban tan ocupados en sus cosas («aunque fueran buenas») que dieron un rodeo ante el que estaba «tirado en la cuneta» y pasaron de largo (Lc 10,25-37). ¡Si nos atreviéramos a salir...! ¡Hay tantas vidas que nos pueden interpelar...! Recuerdo mi primer cumpleaños en «Villa Teresita». Hacía pocos meses que había entrado en la comunidad, dejando que Dios consagrara mi vida entre los más pobres, ¡Todo era nuevo! Cumplimos años a la vez Esther y yo. Ella vivía en la casa de acogida con su niña. Las dos empezábamos a vivir, estrenábamos los 19, pero ¡qué vidas tan distintas...! Juntas lo preparamos todo al estilo de Esther (yo era la aprendiz: tenía que educar mi sensibilidad para no escandalizar a los pequeños, para poder estar cerca y compartir). Fuimos al «super» y compramos papas, aceitunas, pan de molde para untar, refrescos... Estuvimos en la fiesta tres hermanas de la comunidad, otras cuatro chicas y los niños, mis padres y mis dos hermanos. ¡Éramos la familia y los amigos! Para algunas de ellas era la primera vez en mucho tiempo que se celebraba su vida. Esther y yo. Entre su vida y la mía había un abismo; digo «había», porque se ha ido entretejiendo, con el tiempo, un puente de fraternidad y cariño. Ella, con una infancia marcada por el abandono, por el entorno de un barrio hostil: droga y prostitución. Yo, criada en un pueblo de montaña, marcada por el cariño y la naturalidad, con problemas familiares como parte de la vida, pero sostenida en un entorno de afecto y de oportunidades para el futuro... Ella sobreviviendo sola, con una niña de un chico que la había «dejado preñada» (como era natural en el barrio), su madre en la cárcel, y una hermana, «Caty», enganchada a las drogas y a la que mataron en el barrio a los pocos días de nuestro cumpleaños. A mis 19 años, podía plantearme qué hacer con mi vida: si entregarla o no. El hacerlo no dejaba de ser un ejercicio de «ensimismamiento». Podía darme a manos llenas o dosificando mi entrega, en gratuidad o buscando continuamente gratificaciones; pero había algo previo que no podía poner en duda, y es que existencialmente estaba en deuda. ¿Qué tienes que no hayas recibido? (1 Co 4,7)
  • 4. Ahora que están tan de moda los «piercings» y los tatuajes, no está mal reconocer en nuestro cuerpo las señales de la vida recibida, y quizás el ombligo nos pueda servir de recordatorio (de los que no se borran con el paso de los años). Desde el principio, alguien se abnegó por nosotros para darnos la vida. Dependimos de otros desde los primeros días y necesitamos que alguien nos cuidara de día y de noche: leche, cambio de pañales, cambios de postura, abrazos y besos...: alguien veló. Más tarde, otros nos enseñaron a leer y a escribir... Y así toda la vida. Lo importante de la vida lo hemos recibido. No se puede comprar ni está en venta. Algunos lo expresan así: «Podemos comprar placer, pero no amor; diversiones, pero no alegría; bienestar, pero no felicidad; un esclavo, pero no un amigo...». Reconocer lo recibido, hasta lo más básico: tener una casa, agua corriente, comida, medicinas, un lugar donde descansar, alguien que se preocupa de nuestra vida y nos quiere... nos tendría que llevar a ser más agradecidos. ¡Somos privilegiados! ¡Disfrutamos de posibilidades y experiencias que muchas criaturas de Dios sólo rozarán o soñarán! El agradecimiento nos pone en nuestro lugar («es de bien nacidos ser agradecidos») y nos hace experimentar que no somos propietarios de nada: «gratis lo habéis recibido: ¡dadlo gratis!» (Mt 10,8). Cuando caemos en la cuenta de tanto bien y amamos al otro concreto que Dios ha puesto en nuestra vida, sobre todo cuando éste ha sido vulnerado en sus derechos, en su dignidad, en su infancia, en sus posibilidades de desarrollarse como persona, cualquier gesto de privación y entrega, vivido con amor, forma parte de una deuda contraída, deuda de agradecimiento. Habrá abnegación suave y a veces dolorosa, pero el peso no estará en lo que se niega, sino en lo que se afirma. El peso lo lleva el amor. En el movimiento de ida, negaremos algo «nuestro» para afirmar algo en el otro; y en el de vuelta (que sólo podremos recibir como un regalo, cuando ya la mano derecha no se acuerde de lo que hizo la izquierda), percibiremos que hemos recibido mucho más de lo que hemos dado. Sin agradecimiento profundo, difícilmente entenderemos la lógica de la abnegación ni la del amor. Ni entenderemos tampoco la dinámica natural de darnos, de compartir y sacrificarnos por el otro. Sin este agradecer, la abnegación puede ser un ejercicio ensayado, un conjunto de esfuerzos y buenas intenciones que «pasen factura a los demás», y correremos el peligro de pensar que todos están en deuda con nosotros, de que «todo se nos debe», y estaremos tan centrados en nosotros mismos que olvidaremos dónde estamos y dónde están los otros, los cercanos y los lejanos. Puede que confundamos tanto la realidad que creamos que somos abnegados porque «sacamos la basura todos los días». Tomar conciencia de lo recibido es reconocer rostros, nombres. Es aprender a dar gracias y sabernos entrelazados unos con otros, dependientes, parte de la misma familia. Es sentir que el otro forma parte de mí, «carne de mi misma carne». Al menos, eso es lo que afirmamos cuando nos atrevemos a llamar a Dios «Padre Nuestro». La abnegación, la ayuda, la solidaridad que brotan de ahí nos hermanan, porque no nacen del heroísmo del fuerte, del que está por encima, del que da pero no recibe, sino de la acogida del otro, de la experiencia de la propia debilidad y la necesidad que tenemos unos de otros para alimentarnos y sostenernos. Etty Hillesum, en el primer campo de concentración donde estuvo detenida, expresa así su agradecimiento
  • 5. por un vaso de agua: «Me sentó tan bien aquel trago que pensé: ¡ojalá pudiera caminar por ahí para dar un trago de agua a algunas gentes, a las que más lo necesiten, las que están amontonadas a miles». Lo recibido, si lo retenemos, se pudre como el agua cuando se estanca. Se hace necesario reconocerlo para poder vivir dándolo, para no romper la cadena, una «cadena de favores», como la preciosa película. Dar hasta que duela Hemos asistido en el verano pasado a los Juegos Olímpicos de Pekín. ¡Cuánta abnegación y sacrificio...! Como diría Pablo, «para conseguir una corona que se marchita»... Y nosotros, ¿cuál es nuestra corona? Se nos entrena para el Triunfo: «Operación Triunfo», «Fama», etc. De nuevo, ¡cuántas privaciones y sacrificios...! Pero ¿para qué?; ¿cuál es la carrera en que nos jugamos la vida y la felicidad? En uno de sus estudios sobre los jóvenes, Javier Elzo escribe: «En muchos de los jóvenes de hoy existe un hiato, una falla, entre los valores finalistas y los instrumentales: los jóvenes de hoy apuestan e invierten afectiva y racionalmente en los valores finalistas (pacifismo, tolerancia, ecología, exigencia de lealtad...), a la par que presentan, sin embargo, grandes fallas en los valores instrumentales, sin los cuales todo lo anterior corre el gran riesgo de ser un discurso bonito. Son los déficits que presentan en valores como el esfuerzo, la autorresponsabilidad, el compromiso, la participación, la abnegación, la aceptación del límite... La escasa articulación entre valores finalistas y valores instrumentales está poniendo al descubierto la continua contradicción de muchos jóvenes para mantener un discurso y una práctica con una determinada coherencia y continuidad temporal allí donde se precisa un esfuerzo cuya utilidad no sea inmediatamente percibida»2. ¿Hay algo en la vida que valga la pena y no cueste? ¿Quién nos entrenará para el servicio, para dar la vida, para el amor en la vida cotidiana, para vivir con los cinco sentidos, poniendo en juego la vida entera? Nos llenamos de deseos porque queremos vivir grandes emociones, amores apasionados... ¡de película! En el fondo, vivimos para el fin de semana, y mientras tanto nos perdemos el amor en el día a día, en la vida real. ¿Quién nos enseñará?: los buenos días al que tiene cara de recién levantado; el ser amables cuando nos preguntan; el acoger al que llega; el escuchar la historia que repite cien veces el mayor de la casa; el «echar una mano» en lo que podamos; el hacer la vida agradable a los que están cerca; el ver el canal de tele que no nos apetece, para dar gusto a otro; el reciclar lo que ensuciamos... El amor sin abnegación es un amor sin consistencia, líquido, condenado a esfumarse. La abnegación es uno de los nombres del amor en la vida cotidiana. Decía la Madre Teresa: «hay que dar hasta que duela»; y duele lo que supone algún sacrificio, lo que nos afecta. «Dar solamente aquello que te sobra nunca fue compartir, sino dar limosna, amor. Si no lo sabes tú, te lo digo yo», canta la letra de «Corazón partío», de Alejandro Sanz. Todo movimiento de dar vida, de entrega, toda vocación, supone abnegación. Si no, preguntemos a las madres, a las abuelas. La publicidad nos engaña muchas veces, enmascara y oculta
  • 6. parte de la realidad (el dolor, el conflicto, la muerte, la enfermedad... como parte de la vida, como lugar donde el amor se muestra y es probado), y juega con nuestros deseos de felicidad, todo sin esfuerzo, sin espera, sin renuncia, todo con fecha de caducidad. «En una cultura de consumo como la nuestra, partidaria de los productos listos para uso inmediato, las soluciones rápidas, la satisfacción instantánea, los resultados que no requieran esfuerzos prolongados, las recetas infalibles, los seguros contra todo riesgo..., la promesa de aprender el arte de amar es la promesa falsa, engañosa de lograr “experiencia en el amor” como si se tratara de cualquier otra mercancía»3. ¿Y es que se puede amar sin dolor, sin renuncia? Jesús no nos engaña con falsas promesas, no endulza ni enmascara las dificultades; sólo preguntará o dirá: «¿también vosotros queréis marcharos?» (Jn 6,67); «si el grano de trigo no muere...» (Jn 12,24); «era necesario que el Hijo del hombre...» (Mc 8,31); «felices los pobres...» (Lc 6,20); «cuando la mujer va a dar a luz...» (Jn 16,21). ¿Se puede amar sin autodonación, sin negar algo de lo mío a favor del otro?; ¿no será que vivimos «amores a medias»? «Si vuestro miedo os hace buscar sólo la paz y el placer del amor, entonces sería mejor que cubrierais vuestra desnudez y os alejarais de sus umbrales hacia un mundo sin estaciones, donde reiréis, pero no con toda vuestra risa; donde lloraréis, pero no con todas vuestras lágrimas»4. El amor de verdad, como dice la Palabra, «es paciente, es amable, el amor no es envidioso ni fanfarrón, no es orgulloso ni destemplado, no busca su interés, no se irrita, no apunta las ofensas, no se alegra de la injusticia, se alegra de la verdad. Todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca acabará» (1 Co 13,4ss). Así oraba Francisco de Asís: «Oh, Señor, que no me empeñe tanto en ser consolado como en consolar; en ser comprendido como en comprender; en ser amado como en amar; porque dando se recibe; olvidando se encuentra; perdonando se es perdonado; muriendo se resucita a la vida». En un mundo tan cambiante, donde todo –afirma Zygmunt Bauman– parece líquido, necesitamos entrenadores y entrenadoras que con su vida y acompañamiento nos enseñen la naturalidad de darse, nos enseñen a ser fieles, a permanecer en el amor cuando no hay «subidón», cuando «no se siente nada», cuando «todo es gris»... y, misteriosamente, tener paz y alegría. Que nos enseñen a no devolver mal por mal, a des-centrarnos, a tener en el otro nuestro centro: el Otro (aprendiendo a buscar Su Voluntad como secreto de la felicidad) y los otros concretos, especialmente los no queridos, los despreciados, los excluidos. No nos sirve cualquier entrenador. Seguro que todos conocemos en nuestra familia, en nuestro barrio a alguno bueno; posiblemente, ellos ni lo saben, pero los demás sí disfrutamos y sabemos del buen sabor que nos deja su vida, su compañía, su mera presencia. Vidas que dejan buen sabor Los jóvenes, en general todos, rechazamos «aquello que huela a muerte, a rancio»; por eso, más allá de nuestros discursos (bien formulados), están nuestras caras y el sabor que transmite nuestra vida.
  • 7. ¿A qué sabe nuestra vida? A esta pregunta sólo pueden responder los demás, los que viven a nuestro alrededor. ¿Se vive a gusto con nosotros? ¿Generamos vida o dejamos rigideces, durezas, tensiones, amargura...? «He venido para que tengan vida, y vida abundante». ¡Nuestro Dios es un Dios de vivos! Y Él nos envía a crear condiciones de vida digna y justa para todos, a luchar, a hacer la vida agradable a quienes viven con nosotros, a abajarnos para poder levantar, a aliviar sufrimientos, a aligerar el peso: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón..., porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11,28ss). Sabemos que en lo cotidiano las grandes luces se esconden, y se nos invita a alumbrar en lo pequeño, a avivar la esperanza que vacila, a cuidar la vida que germina, a caminar con humildad, con la verdad nuestra y la de los otros. Comentan de Santa Teresa que andaba con tanto agradecimiento por los caminos que todos gustaban de acompañarla. La abnegación va unida al agradecimiento y a la alegría. Por eso, difícilmente podremos hablar de abnegación a los jóvenes si no amamos la vida, si no se nos nota en la cara, si no transmitimos un mensaje con sabor a Buena Noticia. Javier Garrido afirma que «donde no hay capacidad de gozo, toda renuncia es patológica»5. Por lo tanto, difícilmente el que no sabe gozar de la vida podrá abnegarse evangélicamente. ¡Hay que ser muy libres para vivir abnegadamente! «Nadie me quita la vida» (Jn 10,18), nos dice Jesús. Necesitamos una dosis alta de libertad para amar bien. Libertad para tomar la vida en las propias manos y libertad para elegir vivir dándola, no siendo el centro, no buscando el propio interés, descendiendo (Flp 2,5ss). El otro, que es mi mayor regalo y mi responsabilidad, me salva. El amor abnegado saca lo mejor de nosotros mismos y nos hace más humanos; comestibles; alimento para los demás; eucaristía: «Como mazorcas de maíz os recogerá, Os desgranará hasta dejaros desnudos. Os cernerá hasta libraros de vuestro pellejo. Os molerá hasta conseguir la indeleble blancura. Os amasará para que lo dócil y lo flexible brote de vuestra dureza. Y os destinará luego al fuego sagrado, para que podáis convertiros en el sagrado pan para el sagrado festín de Dios. Todo eso hará el amor con vosotros, para que conozcáis los secretos de vuestro propio corazón y así lleguéis a convertiros en un fragmento del corazón de la Vida»6. ¿Cuál es el secreto? El secreto no es algo, sino Alguien: Aquel que nos amó primero. La Vida que nadie ni nada nos puede quitar. Él es el gran secreto, el tesoro escondido, la perla preciosa, la Felicidad que se nos regala. El que se hizo pobre para enriquecernos se abaja para levantarnos, se niega para afirmarnos, se desvive cada día para alimentarnos y saciarnos con su cuerpo y su palabra y se presenta ante nosotros desnudo, hambriento, sin techo... Él es quien nos invita a seguirle, a vivir con Él, a desvivirnos como Él. La lógica de la abnegación es la que está detrás de la felicidad del Reino: morir para vivir; ser pobre para ser rico; abajarse para ser levantado; ser último, esclavo, servidor..., para ser el primero; vender lo que se tiene para conseguir el mayor tesoro; hacerse pequeño para ser grande; perder la vida para encontrarla... La negación de nuestro proyecto, de nuestro querer... para buscar lo que Dios quiere de
  • 8. nosotros (nuestra felicidad) es lo que rezamos cada día en el Padre nuestro: «que se haga tu voluntad». En el intento de responder a lo que intuimos que Él quiere, se juega toda nuestra vida y la felicidad que buscamos ¿Nos atreveremos a abrirnos a ella? Se nos ha regalado una semilla que no está en las tiendas ni se puede comprar por Internet; es como un tesoro escondido en el interior de cada uno; es la Vida de Dios, que pide nuestro consentimiento para ser acogida. ¿Se lo daremos? ¿La dejaremos crecer? «Por encima de la finitud, del espacio y del tiempo, el amor infinitamente infinito de Dios viene y nos toma. Llega justo a su hora. Tenemos la posibilidad de aceptarlo o de rechazarlo. Si permanecemos sordos, volverá una y otra vez como un mendigo; pero, también como un mendigo, llegará el día en que ya no vuelva. Si aceptamos, Dios depositará en nosotros una semillita y se irá. A partir de ese momento, Dios no tiene que hacer nada más, ni tampoco nosotros, sino esperar. Pero sin lamentarnos del consentimiento dado, del “sí” nupcial. Esto no es tan fácil como parece, pues el crecimiento de la semilla en nosotros es doloroso. Además, por el hecho mismo de aceptarlo no podemos dejar de destruir lo que le molesta; tenemos que arrancar las malas hierbas, cortar la grama. Y, desgraciadamente, esta grama forma parte de nuestra propia carne, de modo que esos cuidados de jardinero son una operación cruenta. Sin embargo, en cualquier caso la semilla crece sola. Llega un día en que el alma pertenece a Dios, en que no solamente da su consentimiento al amor, sino en que, de forma verdadera y afectiva, ama. Debe entonces, a su vez, atravesar el universo para llegar hasta Dios. El alma no ama como una criatura, con amor creado. El amor que hay en ella es divino, increado, pues es el amor de Dios hacia Dios que pasa por ella. Sólo Dios es capaz de amar a Dios. Lo único que nosotros podemos hacer es renunciar a nuestros propios sentimientos para dejar paso a ese amor en nuestra alma. Esto significa negarse a sí mismo. Sólo para este consentimiento hemos sido creados»7. * De la Comunidad «Villa Teresita». Trabaja en marginación. Madrid. <inmasolerg@yahoo.es>. 1. Julian BARNES, Una historia del mundo en diez capítulos y medio, Anagrama, Barcelona 1994, pp 115-116. 2. Jóvenes y valores, la clave para la sociedad del futuro, Fundación La Caixa, Barcelona 2006. 3. Zygmunt BAUMAN, Amor Líquido, Fondo de Cultura Económica, Madrid 2005 p. 22. 4. Gibran Jalil GIBRAN, El profeta / El loco / El vagabundo, Akal bolsillo, Madrid 1980, p 17. 5. Javier GARRIDO, Proceso humano y gracia de Dios, Sal Terrae, Santander 1996, p 416. 6. Gibran Jalil GIBRAN, op. cit., p 17.
  • 9. 7. S. WEIL, A la espera de Dios, Movimiento Cultural Cristiano, Madrid 1993, pp. 53ss.