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Economia Política. Uma introdução crítica. Netto, José Paulo y Braz, 
Marcelo. San Pablo, Cortez Editora, 2006. 
Traducción: Silvina Pantanali y María de las Mercedes Utrera 
Capítulo 9 
El capitalismo contemporáneo 
La configuración del capitalismo que designamos como contemporáneo se inicia en los años setenta del siglo 
XX y continúa teniendo en el centro de su dinámica el protagonismo de los monopolios - vale decir que el 
capitalismo contemporáneo constituye el tercer período de la fase imperialista. Sin embargo, las 
alteraciones experimentadas por la economía que el capital monopolista comanda son de tal orden que, para 
caracterizarla, incluso ya se propuso la expresión nuevo imperialismo (Harvey). 
En efecto, la profundización de la crisis que, en la transición de la década de los 60 a 70, puso fin a los “años 
dorados” llevó al capital monopolista a un conjunto articulado de respuestas que transformó ampliamente la 
escena mundial: cambios económicos, sociales, políticos y culturales ocurrieron y están ocurriendo a un 
ritmo extremadamente veloz y sus impactos sobre Estados y naciones se muestran sorprendentes para 
muchos cientistas sociales. 
Se consumó, en ese período de casi 30 años, la mundialización del capital, entendida ahora estrictamente 
como “el cuadro político e institucional que permitió el ascenso, bajo la égida de los EEUU, de un modo de 
funcionamiento específico del capitalismo, predominantemente financiero y rentista, situado en el […] 
prolongamiento directo de la fase imperialista” (Chesnais, 1997:46). El dominio del capital parece 
incontestado y a finales de los años 80, indujo a algunos de sus representantes a anunciar el “fin de la 
historia”: puestos como única alternativa el reino del mercado y la democracia política representativa,1 la 
evolución de la sociedad humana habría alcanzado un nivel a partir del cual ninguna transformación 
estructural sería pensable y deseable. 
Como el lector ha de ver, nada está más lejos de la realidad que una proyección como esa. 
9.1. Los “años dorados”: la ilusión llega a su fin. 
Enfrentando críticas y cuestionamientos, el capitalismo monopolista ingresó en los años 60 mostrando 
crecimiento económico y tasas de lucro compensadoras (Capitulo 8, Item 8.8). Tales cuestionamientos y 
críticas, parecían fuera de lugar: en los países capitalistas centrales, a pesar de las enormes desigualdades 
sociales, se prometía a los trabajadores una “sociedad rica” – además de la protección social asegurada por el 
Welfare State, se apuntaba a la posibilidad de un consumo de masas, cuyo símbolo mayor era el automóvil; 
en los países periféricos, los proyectos industrializadores aparecieron como la vía para superar el 
subdesarrollo. En los centros, se llegó a proclamar la “integración de la clase obrera”; en las periferias, el 
“desarrollismo” era la receta para curar los males del atraso económico-social. 
Aparentemente, el taylorismo-fordismo y el keynesianismo, hechos el uno para el otro, consolidarían el 
“capitalismo democrático”: la producción en gran escala encontraría un mercado en expansión infinita y la 
1 No se olvida que, simultáneamente a la implementación del conjunto de respuestas a que hicimos referencia, y que estudiaremos a 
continuación, ocurrió el colapso de las experiencias de transición socialista.
intervención reguladora del Estado habría de controlar las crisis. Se anunciaba un capitalismo sin 
contradicciones, apenas conflictivo – pero en el cuadro de conflictos que serían resueltos sobre la base del 
consenso, capaz de ser construido mediante los mecanismos de la democracia representativa. 
Esa idealización de la dinámica capitalista procuraba justificarse a partir de la acumulación que provino del 
período posterior a la derrota del fascismo, de la reconstrucción que se dio luego de la Segunda Guerra 
Mundial, cuando se trazaron nuevas líneas de convivencia política y económica para el mundo que surgía de 
las ruinas de la mayor tragedia del siglo XX y que incluía nuevas instituciones - en la política, la 
Organización de las Naciones Unidas/ONU; en el plano económico, con los acuerdos de Bretton Woods, el 
Banco Mundial/BM y el Fondo Monetario Internacional/FMI. 
Pero su verdadero sostén, en el dominio de la economía, era una onda larga expansiva, en la cual “los 
períodos cíclicos de prosperidad [son] más largos e intensos, y más cortas y más superficiales las crisis 
cíclicas” (Mandel, 1982:85): las crisis no fueron suprimidas, pero sus impactos se vieron reducidos (en lugar 
de depresiones, recesiones) y las recuperaciones fueron rápidas e intensas; se puede decir que las crisis 
constituirían una serie de pequeños episodios en un arco en el que el crecimiento económico se mostraba 
dominante. Los “años dorados” expresan exactamente esta onda larga de expansión económica (que no fue 
la primera en registrarse en la historia del capitalismo), durante los cuales el crecimiento económico y las 
tasas de lucro se mantuvieron ascendentes entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y la segunda mitad de 
los años 60. 
A partir de esos años, sin embargo, la onda larga expansiva se agotó. La tasa de lucro, rápidamente, comenzó 
a declinar: entre 1968 y 1973 cayó en Alemania Occidental, de 16,3 a 14,2%, en Gran Bretaña, del 11,9 al 
11,2 %, en Italia del 14, 2 al 12,1, en los Estados Unidos del 18,2 al 17,1 % y en Japón del 26,2 al 20,3%. 
También el crecimiento económico se redujo: ningún país capitalista central consiguió mantener las tasas 
del período anterior. Entre 1971 y 1973, dos detonadores (cf. en nota 3 del Capítulo 7) anunciaron que la 
ilusión del “capitalismo democrático” llegaba a su fin: el colapso del orden financiero mundial, con la 
decisión norteamericana de desvincular el dólar del oro (rompiendo así con los acuerdos de Bretton Woods 
en el que, luego de la Segunda Guerra Mundial, acordaron el patrón-oro para el comercio internacional y la 
convertibilidad del dólar en oro) y la crisis del petróleo, con la suba de los precios determinada por la 
Organizaciónde los Países Exportadores del Petroleo/OPEP. 
Sin embargo, subyacentes a esos detonadores, no figuraba sólo la fuerte reducción del ritmo de crecimiento y 
la caída de las tasas de lucro. Se contaba todavía con vectores sociopolíticos de importancia, de los cuales la 
presión organizada de los trabajadores era el más decisivo: a lo largo de los años 60 y a principio de los 70, el 
peso del movimiento sindical aumentó significativamente en los países centrales, demandando no solamente 
mejoras salariales, más aún cuestionando la organización de la producción en los moldes taylorista-fordista 
(la movilización francesa de 1968 y la italiana de 1969 fueron extremadamente significativas al respecto). 
Más allá de eso, modificaciones culturales que tenían sus raíces en los años inmediatamente anteriores – 
marcadas por la contracultura, por la revolución de las costumbres etc. –lanzaron nuevos sujetos a la escena 
política, con movimientos de categorías sociales específicas, mal llamadas “minorías”, en los cuales existían 
componentes anticapitalistas (en los años 60, la revuelta estudiantil fue notable, así como la movilización de 
los negros en norteamericanos en defensa de los derechos civiles, se hizo más visible también el movimiento 
feminista). 
La ilusión de los “años dorados” es enterrada en 1974-1975: en un proceso inédito en la posguerra, se registra 
entonces una recesión generalizada, que incluye simultáneamente a todas las grandes potencias imperialistas
y siguió otra en 1980-1982, en la cual se constató que “las tasas de lucro volvieron a caer aun más” y el 
“retroceso del crecimiento fue todavía más nítido que en 1974-1975” (Husson, 1999:32). La onda larga 
expansiva es sustituida por una onda larga recesiva: a partir de allí y hasta la actualidad, se invierte el 
diagrama de la dinámica capitalista: ahora, las crisis vuelven a ser dominantes, y las recuperaciones 
son episódicas. 
De cara a esa inversión, el capital monopolista formuló e implementó un conjunto de respuestas al que 
aludimos al comienzo de este capítulo. Y 30 años después, en el inicio del siglo XXI, tales respuestas no 
alteraron el perfil de la onda larga recesiva: el crecimiento permanece reducido y las crisis se estrecharon; 
sin embargo, las tasas de lucro fueron restauradas –por lo tanto, únicamente bajo ese aspecto crucial, no hay 
dudas de que las respuestas del capital fueron exitosas. 
Tales respuestas configuraban la restauración del capital, de acuerdo a la feliz expresión de Braga (1996). Es 
posible, en nuestra evaluación, sintetizar tales respuestas como una estrategia articulada sobre un trípode: la 
reestructuración productiva, la financierización y la ideología neoliberal. 
9.2 El capital: de la defensiva a la ofensiva. 
La coyuntura de los años 1967-1973 fue desfavorable para el imperialismo. Las movilizaciones 
anticapitalistas registraron en ese entonces su auge, tanto en el centro (como vimos hace poco) como en la 
periferia, donde concluía la liquidación de los imperios coloniales – mas allá de eso, las experiencias 
socialistas todavía no explicitaban su crisis y la derrota de la principal potencia imperialista en Vietnam ya 
era irreversible. En resumen, en el plano político el capital monopolista se encontraba a la defensiva. 
En el dominio de la economía, el cuadro tampoco le era favorable. Se constataba, como vimos, una 
desaceleración del crecimiento, así como una rápida caída de las tasas de lucro, y aumentaron los costos de 
las garantías conquistadas por el trabajo, mediante el reconocimiento de los derechos sociales (como 
resultado de las luchas realizadas por los trabajadores), implicando una carga tributaria que el capital había 
aceptado cuando las tasas de lucro eran más altas. 
La recesión generalizada de 1974-1975 enciende un alerta rojo para el capital monopolista que, a partir de 
entonces, implementa una estrategia política global para revertir la coyuntura que le es francamente 
negativa. El primer paso es un ataque al movimiento sindical, uno de los soportes del sistema de regulación 
social encarnados en los varios tipos de Welfare State – con el capital atribuyendo a las conquistas del 
movimiento sindical la responsabilidad del gasto público con las garantías sociales y la caída de las tasas de 
lucro a sus demandas salariales. A finales de los años 70, ese ataque se da por medio de medidas legales 
restrictivas, que reducen el poder de intervención del movimiento sindical; en los años 80, el asalto de la 
patronal adquiere formas claramente represivas – como ejemplo son las acciones de los gobiernos de 
Thatcher (Inglaterra) y Reagan (EEUU). 
Simultáneamente, comienzan a introducirse cambios en el circuito productivo que mueven cada vez más el 
patrón que se consolidó en los “años dorados”: se agota el modelo de acumulación denominado rígido, 
propio del taylorismo-fordismo, y comenzó a instaurarse aquel modelo que va a caracteriza al tercer período 
de la fase imperialista, la acumulación flexible. 
Aclara un norteamericano que se dedicó a estudiarla:
La acumulación flexible […] se apoya en la flexibilidad de los procesos de trabajo, de los mercados de trabajo, 
de los productos y de los patrones de consumo. Se caracteriza por el surgimiento de sectores de producción 
enteramente nuevos, nuevas maneras de suministro de servicios financieros, nuevos mercados y sobre todo, 
tasas altamente intensificadas de innovación comercial, tecnológica y organizacional (Harvey, 1993:140). 
Sobre la base de esa flexibilidad - que para muchos, señalaría la fase del “pos-fordismo” se opera la 
reestructuración productiva. Por un lado, la producción “rígida” (taylorista-fordista) es sustituida por un tipo 
diferenciado de producción, que al igual que la anterior, mantiene la característica de producción a gran 
escala; se destina a mercados específicos e intenta romper con la estandarización, buscando atender 
variabilidades culturales y regionales y haciendo hincapié en las peculiaridades de “nichos” particulares de 
consumo. Por otro lado, el capital se lanza a un movimiento de desconcentración industrial: se promueve la 
desterritorialización de la producción – unidades productivas (completas o desmembradas) son movidas a 
nuevos espacios territoriales (especialmente áreas subdesarrolladas o periféricas), donde la explotación de la 
fuerza de trabajo puede ser más intensa (ya sea por su bajo precio, o por la ausencia de legislación protectora 
del trabajo o de tradiciones de lucha sindical)2. Dicha desterritorialización acentúa todavía más el carácter 
desigual y combinado de la dinámica capitalista (cf. Capitulo 8, ítem 8.5). 
Fue esencial para la reestructuración productiva una intensiva incorporación de la producción de tecnologías 
resultantes de avances técnico científicos, determinando un desarrollo de las fuerzas productivas que reduce 
enormemente la demanda de la fuerza de trabajo vivo. Muy especialmente, la introducción de la 
microelectrónica y de los recursos informáticos y robóticos en los circuitos productivos vienen cambiando 
los procesos de trabajo y afectando fuertemente al contingente de trabajadores dedicados a la producción. El 
impacto de ese desarrollo de las fuerzas productivas es de tal orden, que algunos investigadores llegan al 
punto de nombrar una “tercera revolución industrial” o incluso una “revolución informática” – de hecho, la 
base productiva viene cambiando rápidamente de los soportes electromecánicos a los electro-electrónicos. 
Tres han sido las implicaciones inmediatas de este cambio. La primera respecto del trabajador colectivo (cf. 
Capitulo 4, ítem 4.6.) –efectivamente, las nuevas condiciones impuestas por este cambio en el proceso 
productivo han implicado una expansión de las fronteras del trabajador colectivo, dado que se hacen cada 
vez más amplias y complejas las operaciones y las actividades intelectuales requeridas para la producción 
material. Esa ampliación del trabajador colectivo, sin embargo, no está directamente vinculada a los que 
algunos autores llaman “trabajo inmaterial”. 
La segunda implicación se refiere a las exigencias impuestas por la fuerza de trabajo directamente ligada a la 
producción – los trabajadores allí insertos requieren de una calificación más alta y al mismo tiempo la 
capacidad de participar en múltiples actividades. O sea, esa fuerza de trabajo debe ser calificada y 
polivalente. De hecho, en los sectores de producción de punta, “el trabajador calificado ya no es más un 
obrero que maneja máquinas complejas […], sino un ´controlador´, ´aplicador´ y manipulador de comandos 
cibernéticos” (Dreifuss, 1996:35). Cabe resaltar, sin embargo, que paralelamente a aquellas exigencias, 
ocurre un movimiento inverso: muchas actividades laborales son descalificadas, de forma tal de emplear una 
fuerza de trabajo que pueda ser sustituida en cualquier momento. Así, en el conjunto de los trabajadores, se 
encuentra una parte extremadamente calificada, que en general consigue un mínimo de seguridad en el 
empleo y una gran parcela de trabajadores precarizados. 
2 Un ejemplo elocuente de desterritorialización es dado por los monopolios japoneses, que “exportaron” industrias (incluso a 
China) en gran escala: si, en 1990, había cerca de 3.500 unidades productivas en Japón, en 2002 ese número había caído a cerca de 
1.000 (Valor Económico, Sao Paulo, edición 13-15 de mayo de 2005). Es más, ya “en 1982, todas las empresas fabricantes de 
automóviles de Estados Unidos tenían sus principales matrices productoras en México” (Navarro in Laurell, org., 1995: 98)
La tercera se relaciona con la gestión de esa fuerza de trabajo: en los procesos de trabajo diferentes de 
aquellos propios de la acumulación rígida, la organización taylorista-fordista es reciclada – el control de la 
fuerza de trabajo por el capital recorre las formas diversas de aquellas del despotismo de la fábrica, apelando 
a la “participación” y a la “implicación” de los trabajadores, valorando la “comunicación” y la reducción de 
las jerarquías mediante el uso de “equipos de trabajo”; es en ese cuadro que el toyotismo gana importancia en 
las relaciones de trabajo, inclusive con un fuerte estímulo del “sindicalismo de la empresa” (o “de 
resultados”). El capital se empeña en quebrar la conciencia de clase de los trabajadores: utilizando el discurso 
de que la empresa es su “casa” y que ellos deben vincular su éxito personal al éxito de la empresa; no por 
casualidad, los capitalistas ya no se refieren a ellos como “obreros” o “empleados” - ahora, son 
“colaboradores”, “cooperadores”, “asociados” etc. 
El perfil industrial, en el marco de esas y de otras transformaciones, cambió profundamente. Por una parte, 
los grupos monopolistas tratan de exteriorizar costos, manteniendo el control del conjunto de la producción, 
pero pasando a otras empresas (tercerización etc.) la efectivización de ella, de modo de constituir una especie 
de constelación, en la cual gravitan en torno al monopolio, como si fueran satélites dependientes, un 
sinnúmero de negocios de menor porte. Por otra parte, la desterritorialización ya mencionada permite el 
control del conjunto de la producción por un monopolio que, no produce nada en sí mismo – del que es 
ejemplo mundial Nike.3 Mientras tanto, y esto es lo más importante, los monopolios incluidos en una 
estrategia política global a la que hacemos referencia al comienzo de este ítem, también se configuran como 
corporaciones estratégicas: ellas pasan a asumir “funciones de dirección general (sociopolíticas, 
tecnoculturales) que se extienden más allá del horizonte económico de la producción y del ámbito financiero. 
Asumen el papel de sistemas de acción tecnopolítica, desarrollando la gestión concentrada – ahora 
descentralizada espacialmente – y articulada por medios de comunicación sofisticados, que permiten una fase 
superior de comando, control y coordinación” (Dreifuss 1996:84). Teniendo corporaciones de ese tipo, los 
monopolios disponen de un poder potencial que es superior a buena parte de los Estados nacionales- basta 
recordar “que de apenas 200 megacorporaciones transnacionales, el 96% de ellas con sus casas matrices en 
apenas 8 países, tienen un volumen combinado de ventas que supera el PBI de todos los países del planeta 
(excepto los nueves mayores!)” (Borón, 2002:150-151). 
Todas las transformaciones implementadas por el capital tienen como objeto revertir la caída de la 
tasa de lucro y crear condiciones renovadas para la explotación de la fuerza de trabajo. Se comprende 
entonces que las cargas de todas ellas recaigan fuertemente sobre los trabajadores – de la reducción salarial 
(un ejemplo: en los EEUU, entre 1973 y 1992, el precio de la hora de trabajo de aquellos incluidos 
directamente en la producción cayó de US$ 10,37 a US$ 8,80) a la precarización del empleo. Aquí, por otra 
parte, residen uno de los aspectos más expresivos de la ofensiva del capital contra el trabajo: la retórica del 
“pleno empleo” en los “años dorados” fue sustituida, en el discurso de los defensores del capital, por la 
defensa de formas precarias de empleo (sin ninguna garantía social) y del empleo de tiempo parcial (también 
frecuentemente sin garantías), que obliga al trabajador a buscar su sustento, simultáneamente en varias 
ocupaciones.4 En esa ofensiva del capital, sus portavoces afirman que la “flexibilización” y la 
“desregulación” de las relaciones de trabajo (esto es, la reducción o la supresión de las garantías del trabajo) 
3 “La Nike, una de las ¨grandes¨ en el mercado mundial de tenis, no produce siquiera un cordón, y sus 9 mil funcionarios direct os 
se constituyen en una organización de estrategia mercadológica, desarrollo del producto y contratación de servicios y producción 
que, a través de la tercerización de sus actividades, genera 75.000 empleos en otras empresas ” (Dreifuss, 1996: 54) 
4 En la segunda mitad de los noventa, en Francia, “la suma de los que se encuentran en situación precaria (3 millones) y de los que 
son obligados a aceptar tiempo parcial (3,2 millones) llega al doble de la cifra estimada para los oficialmente desempleados (3 
millones) Desempleados, ´´precarizados¨ y trabajadores de tiempo parcial representan cerca de 37,5 de la población 
económicamente activa de Francia” (Belluzzo in Oliveira y Mattoso (org.), 1997: 13-14). Principalmente en los países periféricos, 
pero incidiendo también en los países centrales, se expandió la llamada informalidad del trabajo –que no es más que un enorme 
contingente de trabajadores sin ninguna relación contractual y entonces sin ningún derecho.
ampliaría las oportunidades de empleo (o sea, expandiría el mercado de trabajo) – argumentación 
ampliamente desmentida por los hechos: también en todos los países donde el trabajo fue “flexibilizado”, 
eso ocurrió juntamente con el crecimiento del desempleo. 
En verdad, bajo el capitalismo contemporáneo, el mercado de trabajo fue sustantivamente alterado: con la 
reestructuración productiva, en las grandes empresas el conjunto de trabajadores calificados y polivalentes 
que mencionamos hace poco y que disponen de garantías y derechos constituyen un pequeño núcleo; el 
grueso de los otros trabajadores, que conforman una especia de anillo en torno a ese pequeño núcleo, muchas 
veces está vinculado a otras empresas (mediante la tercerización de actividades y servicios) y sometido a 
condiciones de trabajo muy diferentes a las ofrecidas a aquel núcleo – alta rotación, salarios bajos, garantías 
disminuidas o inexistentes, etc. 
En el período contemporáneo de la fase imperialista, la estrategia del capital impactó fuertemente en los 
trabajadores – y se tornó en lugar común destacar las transformaciones del “mundo del trabajo”, entre las 
cuales sobresalen la crisis del movimiento sindical y la reducción del contingente de obreros industriales. En 
el primer caso, cuenta la disminución de los sindicalizados y la pérdida de fuerza del sindicalismo; ese 
proceso es innegable y sus consecuencias son expresivas, en la medida en que afectan la capacidad de 
resistencia de los trabajadores; sin embargo, no hay elementos consistentes para diseñar proyecciones que 
descarten la importancia del movimiento sindical en el futuro próximo. Con respecto a la reducción numérica 
de la clase obrera, resultante del desarrollo de las fuerzas productivas bajo el comando del capital, ha sido 
frecuentemente utilizada para sostener el “fin del trabajo” y en la misma línea argumentativa, afirmar la 
“muerte del sujeto revolucionario”, puesto que, históricamente, las propuestas más consecuentes de 
transformación socialista de la sociedad han visto en el proletariado la clase capaz de promover la supresión 
del capitalismo. Si esa tesis del “fin del trabajo” es enteramente falsa, como ya señalamos (cf. en el Capítulo 
1, los tres últimos párrafos del ítem 1.4), es necesario reconocer que la reducción cuantitativa del contingente 
proletario exige repensar las condiciones de su protagonismo político5 – así se mantenga, como es el caso de 
los autores de este libro, la convicción teórica de que solamente el proletariado está abierto a la posibilidad 
de conducir consecuentemente la lucha contra el capitalismo contemporáneo, capitalismo que representa, en 
las elocuentes palabras de una periodista francesa, el horror económico. 
En ese plano, entonces, lo más significativo es el hecho de que el capitalismo contemporáneo ha 
transformado el desempleo masivo en fenómeno permanente – si en los períodos anteriores, el desempleo 
oscilaba entre “tasas aceptables” y tasas muy altas, ahora todos los indicadores aseguran que la creciente 
enormidad del ejército industrial de reserva se torna irreversible. Incluso los ideólogos de la burguesía dejan 
de lado ese fenómeno – se trata de naturalizarlo, como si no hubiese otra alternativa que convivir con él. 
Es necesario resaltar, luego de esas consideraciones acerca de la ofensiva del capital sobre el trabajo, que una 
de las características más marcadas del capitalismo contemporáneo es la exponenciación del la “cuestión 
social”6 (también esta continúa siendo naturalizada, pero acompañada de la criminalización de la pobreza y 
de los pobres – por lo tanto la represión se expande, de las exigencias de la “tolerancia cero” al crecimiento 
5 Es este, en fin, el lugar para esclarecer una cuestión que viene atravesando las páginas de este libo –la relación entre proletarios y 
trabajadores. La clase proletaria (o proletariado) es constituida por los obreros urbanos y rurales que se incluyen en el conjunto 
más amplio de trabajadores asalariados (que no constituye, estrictamente, una clase; en ese sentido, rigurosamente, obrero no es lo 
mismo que trabajador – todo proletario es trabajador, no todo trabajador es proletario. Es por eso, además, que evitamos la 
expresión clase trabajadora, aunque autores clásicos la utilicen. 
6 Véase la situación de los inmigrantes –a lo largo de toda la historia del capitalismo, la superexplotación de los inmigrantes 
siempre fue acentuada; en el capitalismo contemporáneo la situación de esos trabajadores viene sufriendo un brutal deterior, y al 
mismo tiempo, el ejército de inmigrantes, en Europa occidental y América del Norte, aumentó considerablemente.
de las soluciones carcelarias). Aquello que parecía estar bajo control en los “años dorados”, adquiere en el 
tercer período de la fase imperialista una magnitud extraordinaria y explicita dimensiones que antes, eran 
más discretas. La precarización y la “informalización” de las relaciones de trabajo trajeron de vuelta formas 
de explotación que parecían propias del pasado (aumento de las jornadas, trabajo infantil, salario 
diferenciado para hombres y mujeres, trabajo semi-esclavo o esclavo) y al final del siglo XX, al cabo de 20 
años de ofensiva del capital, la masa trabajadores padece no sólo en las periferias – también en los países 
centrales la ley general de acumulación capitalista muestra su efecto implacable: 
[…] En 1997, la proporción de la población que vivía en la pobreza llegaba a 16,5 % en los EEUU y al 15,1 % 
en el Reino Unido. […] Los dos países símbolo del neoliberalismo son […] los campeones de la pobreza entre 
los países industrializados […]. En Gran Bretaña, la desigualdad de ingresos […] en 1990 era más flagrante que 
nunca desde la Segunda Guerra Mundial y se agravó más rápidamente que en la mayoría de los demás países 
[…]7: en 20 años, el 10% de ingresos más bajos perdieron 20% de su poder adquisitivo, mientras que los de los 
10% más altos aumentaban 65% […]. En los EEUU, la parcela del PBI destinada al 5% más favorecido de la 
población pasó de 16,5 % en 1974 a 21% en 1994, en tanto que la de los más pobres caía de 4,3 % al 3,6% 
(Passet, 2002: 184-186). 
Si se recuerda que esos efectos se dieron en el cuadro de un crecimiento económico mediocre, residual y 
también negativo8, el escenario de pauperización contemporánea se completa – tornándose también más 
evidente en las periferias, del cual son ejemplo los países latinoamericanos que, entre 1980 y el fin de siglo, 
registraron la siguiente caída del PBI per cápita, en dólares americanos: Argentina, de 3359 a 2862; México 
de 2872 a 2588; Uruguay de 3221 a 2989; Bolivia de 983 a 724; Nicaragua de 1147 a 819; Brasil de 2481 a 
2449; Perú de 1716 a 1503 y Costa Rica de 2394 a 2235 (Dreifuss, 1996:12). 
9.3. Los nuevos dominios del capital y la concentración del poder. 
Tuvimos la ocasión de mencionar (Capitulo 8, ítem 8.8) la hipertrofia del sector de servicios en la fase 
imperialista – pero, en los años dorados, pocos se atrevieron a pensar que aquella gigantesca invasión del 
capital en dominios anteriormente a salvo de su control pudiese avanzar todavía más. Y es tal invasión la que 
se viene verificando espectacularmente en el capitalismo contemporáneo. 
En áreas donde el comando del capital ya existía, se registraron expansiones, que dada su grandeza, 
reconfiguraron el escenario precedente. Es el caso, por ejemplo, de la “industria cultural”, extendida a los 
campos de la telecomunicación, del entretenimiento, del turismo, del ocio y del deporte, en una conjugación 
que incluye actividades estrictamente industriales (la producción de equipamientos) y de servicios y permite 
la conexión entre varias ramas productivas, posibilitando –gracias a los procesos de la microelectrónica y de 
la informática – un nuevo entrelazamiento de actividades productivas e improductivas. También en la 
publicidad y en la prestación de servicios educacionales y médico-hospitalarios hay un lugar importante para 
el capital. En todos esos casos, el control le cabe al gran capital, comandando monopolísticamente la 
dinámica de esas áreas – por eso, en ellas igualmente se constata la tendencia a la concentración y a la 
centralización. Mientras tanto, la hipertrofia más impactante que ocurrió fue en el ámbito de las actividades 
financieras, en razón de lo que en adelante trataremos – el movimiento de financierización. 
7 La frase en itálico es citada de otra fuente. 
8 La única excepción mundial expresiva de ese cuadro de crecimiento mediocre es la República Popular de China – el gran país de 
Oriente viene presentando tasas de crecimiento mucho más altas, despuntando como un probable gigante económico de las 
primeras décadas del siglo XXI. Para un abordaje inicial del panorama chino, cf. El ensayo de Carlos A. Medeiros in FIori, org. 
(1999).
El peso enorme de los servicios en la economía del capitalismo contemporáneo es de tal orden que algunos 
analistas pretendieron ver el surgimiento de una “sociedad pos-industrial”, con las actividades “terciarias” 
convirtiéndose en el eje de la dinámica económica. Esto es un error y lo contrario es lo cierto: controlados 
por el gran capital, los servicios pasan a obedecer a una lógica industrial – primero, porque “no hay 
crecimiento de actividades de servicio […] sin crecimiento de actividades industriales” (Lojkine, 1995:242); 
segundo, porque los servicios ahora se desarrollan bajo una industrialización generalizada: “la 
mecanización, la estandarización, la super-especialización y la fragmentación del trabajo, que en el pasado 
determinaran solamente el reino de la producción de mercaderías en la industria propiamente dicha, penetran 
ahora todos los sectores de la vida social” (Mandel 1982:269; la cursiva no es original).9 
Sin embargo, tomando los servicios en los nuevos dominios en que ingresa es donde la expansión del capital 
tiene su alcance más extraordinario.10 Se multiplican las industrias que operan nuevos materiales, procesando 
componentes vitrocerámicos y termoplásticos y otros generados por la ingeniería molecular, en la secuencia, 
todavía, de desarrollos de la biotecnología (que comprende la ingeniería genética, que abre la vía para la 
producción de drogas inteligentes y para la terapia genética, y las energías alternativas, que ponen, entre 
otras cosas, la posibilidad de convertir, a través de placas de plástico piezoeléctrico ancladas en el fondo del 
mar, el movimiento de las olas en electricidad) y de la nanotecnología (gracias a la cual pueden producirse 
dispositivos inteligentes hiperminiaturizados). 
Es en esos dominios que el mando del capital se afirma impetuosamente, siempre con la dirección 
monopolista asegurándole no sólo ganancias extraordinarias (especialmente las derivadas de las rentas 
tecnológicas que, según Mandel, se basan en la reducción de costos por la introducción de nuevas 
tecnologías), pero sobretodo el control estratégico de nuevos recursos necesarios a la producción de punta. 
Ese control estratégico es garantizado, en primer lugar, por el asombroso grado de concentración y 
centralización a la que llegó la economía mundial11 – sin perjuicio, simultáneamente, de la continuidad de la 
competencia intercapitalista y de la aparición de nuevas formas de asociación. En segundo lugar, y a 
consecuencia de esa concentración y centralización, los grupos monopolistas (anclados en organizaciones 
que se tornaron corporaciones megaempresariales) desarrollaron interacciones nuevas (bien descriptas por 
Dreifuss, 1996: 94-126), en el que la competencia y la cooperación encuentran mecanismos de articulación 
que les aseguran un poder de decisión especial. En la cima de esas articulaciones, figura un restringido 
círculo de hombres (y unas pocas mujeres) que constituyen una nueva oligarquía, concentradora de una 
9 Esa industrialización generalizada incluye también las actividades agrícolas: “Todos los trazos de ese complejo proceso de 
transformación en la agricultura contemporánea – la creciente productividad del trabajo, la penetración del gran capital; los 
emprendimientos a gran escala; la división acelerada del trabajo- pueden ser sintetizados bajo la rúbrica industrialización creciente 
de la agricultura” (Mandel, 1982: 266). 
10 Es en ese contexto donde se comprende la avidez con que los grupos monopolistas pretenden el control de la biodiversidad 
mundial. En él también se torna inteligible el avance de grupos monopolistas sobre recursos naturales hasta entonces poco 
alcanzados por la lógica del capital, como el agua –cf. la contribución de Francois Polet a Amin y Houtart, orgs. (2003) - objeto de 
creciente control por empresas como Nestlé y Coca-Cola. 
11 Datos reunidos en materia de Brasil de Fato (Sao Paulo, año 4, n. 160, marzo 2006) muestran que grupos de monopolios 
comandan, en escala mundial, los siguientes sectores: biotecnología(Amgen, Monsanto, Genentech, Serono, Biogen Idec, 
Genzyme, Applied Byosistems, Chiron, Gilead Sciencies, Medimmune); productos veterinarios (Pfizer, Merial, Intervet, DSM, 
Bayer, BASF, Fort Dodge, Elanco, Schering-Plough, Novartis); semillas (Monsanto, Du Pont, Syngenta, KWS Ag, Land O¨Lakes, 
Sakata, Bayer, Taikki, DLF Trifolium); agrotóxicos (Bayer, Syngenta, BASF, Dow, Monsanto, Du Pont, Koor, Sumitomo, 
Nufarm, Arysta); productos farmaceúticos (Pfizer, Glaxo Smith Kline, Johnson & Johnson, Merck, Astra Seneca, Hoffman-La 
Roche, Novartis, Bristol Meyers Squibb, Wyeth); alimentos y bebidas (Nestlé, Archer Daniel Midlands, Altria, Pepsico, Unilever, 
Tyson Foods, Cargill, Coca-Cola, Mars, Danone). La misma concentración se verifica en el circuito de distribución, con redes 
comerciales de amplitud mundial, donde los grupos dominantes son: Wal-Mart, Carrefour, Metro AG, Ahold, Tesco, Kroger, 
Costco, ITM Enterprises, Albetson¨s y Edeka Zentrale. Los movimientos de concentración y centralización de capital se revelaron 
intensísimos en los últimos trinta años en todas las ramas y sectores económicos, abarcando la producción, la circulación y 
actividades relativas a la reproducción social; para datos generales, consultar Chesnais (1996) y para específicos Moraes (1998) y 
Reis in Ramos, M.G.R., org. (2002) sobre medios, entretenimiento y publicidad y Dreifuss (1996) sobre fin anzas, industria de 
informática, telecomunicaciones y equipamientos aeronaút icos. Un ejemplo de esos movimientos es el que abarca la industria 
automovilística, emblemática de los “años dorados”: las 50 empresas que existían en el mundo en 1964, a mediados de los años 
noventa no eran más que 20 (de las europeas que eran cerca de 40 sólo quedan 7).
enorme poder económico y político; véase la síntesis ofrecida por un cientista político: representantes del 
gran capital y formadores de “nueva elites”, 
Esos hombres, los más influyentes del planeta, poseedores de poderes jamás vistos en la historia de la 
humanidad, se encuentran regularmente en centros de conferencias virtuales y en “espacios” privilegiados de 
articulación, seguros y alejados del “ojo público”. […] Con una visión global y referencias mentales 
supranacionales, las nuevas elites orgánicas actúan trasnacionalmente […], evitan Estados nacionales y 
gobiernos, reafirmando la autonomía política de las corporaciones estratégicas y contribuyendo para la 
formación de […] un “pensamiento único”. [… Ese tipo de articulación] viabiliza y perpetúa el secreto 
político estratégico, sustrayendo las cuestiones vitales de la mirada publica […]. Por otro lado, muchos de los 
tradicionales lugares de representación y agregación de demandas sociales (congresos, parlamentos, 
gobiernos provinciales, autarquías estatales, asociaciones e instancias políticas diversas) se muestran 
ineficaces, en tanto los mecanismos y las prácticas convencionales de la política pasan a ser vistos como 
inadecuados (Dreifuss, 1996: 175-176). 
La concentración del poder económico condujo y está conduciendo a una enorme concentración de 
poder político. Aquí, claramente, se revela el carácter antidemocrático del capitalismo y en especial, del 
capitalismo monopolista ( cf. la nota 7 del Capítulo 8): al mismo tiempo en que se descalifica la política, 
sitiando las instancias representativas (parlamentos, asambleas legislativas) o en ellas haciendo sentir el peso 
de sus lobbies, esas “elites orgánicas” del gran capital – empresarios, ejecutivos, analistas, cientistas, 
ingenieros – realizan su política, tomando decisiones estratégicas que afectan la vida de billones de seres 
humanos, sin ningún conocimiento o participación de estos. Y no es preciso aclarar la característica corrupta 
de esa política.12 
La política conducida por esas “elites orgánicas”, notoriamente a partir de los años setenta del siglo pasado, 
pasó a operar también a través de instituciones, agencias y entidades de carácter supranacional – como el 
Fondo Monetario Internacional, o el Banco Mundial y organismos vinculados a la Organización de las 
Naciones Unidas. Así, además de sus propios dispositivos, el gran capital va instrumentalizando 
directamente la acción de esos órganos para implementar las estrategias que le son adecuadas. El poder de 
presión de esas instituciones sobre los Estados capitalistas más débiles es enorme y les permite imponer 
desde la orientación macroeconómica, frecuentemente direccionada a los llamados “ajustes estructurales”, 
hasta disposiciones y medidas de menor envergadura. 
9.4. Neoliberalismo: el capital sin controles sociales mínimos 
Toda nuestra argumentación, a lo largo de este libro, se esforzó por mostrar que cualquier tipo de control o 
regulación repugna a la naturaleza del capital – él no avanza según su lógica si encuentra otras barreras y 
límites que aquellos que derivan de la estructura de su propio movimiento. De sus límites y trabas 
inmanentes (que se expresan en las crisis), él no puede librarse; de regulaciones y frenos socio-políticos, él 
puede liberarse, como lo prueba la historia de los últimos treinta años. 
Realmente, el capitalismo contemporáneo se particulariza por el hecho de, en él, el capital estar 
destruyendo las regulaciones que le fueran impuestas como resultado de las luchas del movimiento 
12 La corrupción que particulariza la acción política de grupos monopolistas es “democrática”: incluye peces gordos en todos los 
cuadrantes. La lista de escándalos con pocos protagonistas castigados, es infinita: Anthony Gebauer (lobbista norte-americano), 
Bernard Tapie (empresario y exministro francés), Roh Tae Woo (expresidente de Corea del Sur), Pierre Suard (expresidente 
ejecutivo de la corporación Alcatel Alsthom), Paolo Berlusconi (hermano del exprimer ministro italiano), Willy Clae s (exsecretario 
general de la OTAN), Toshio Yamaguchi (exministro japonés), Thorstein Molard (expresidente del Banco Central de Noruega)…
obrero y de las capas trabajadoras. El desmontaje (total o parcial) de los varios tipos de Welfare State es el 
ejemplo emblemático de la estrategia del capital en los días corrientes, que prioriza la supresión de derechos 
sociales arduamente conquistados (presentados como “privilegios” de trabajadores) y la liquidación de las 
garantías del trabajo en nombre de la “flexibilización” ya referida. 
Sin embargo, a escala mundial, la estrategia del gran capital apunta a romper con todas las barreras socio-políticas, 
y no solamente con aquellas relacionadas con el trabajo, donde el empeño de las corporaciones 
monopolistas está en la completa desregulación de las actividades económicas. Incluso las defensas 
aduaneras que los países centrales mantuvieron en períodos anteriores de la fase imperialista (y que hasta 
hoy mantienen respecto a los países periféricos, especialmente de sus productos agrícolas) son ahora 
consideradas “anacrónicas”: el gran capital quiere romper con ellas, con su “rigidez”, para obtener la mayor 
libertad posible. La pretensión del gran capital es clara: destruir cualquier traba extra-económica a sus 
movimientos. 
Para legitimar esa estrategia, el gran capital fomentó y patrocinó la divulgación masiva del conjunto 
ideológico que se difundió con la designación de neoliberalismo – la diseminación de las tesis, 
profundamente conservadoras, originalmente defendidas desde los años cuarenta por el economista austríaco 
F. Hayek (1899-1992), que dividió en 1974 el Premio Nobel de Economía con Gunnar Myrdal. Lo que se 
puede denominar ideología neoliberal comprende una concepción de hombre (considerado atomistícamente 
como posesivo, competitivo y calculador), una concepción de sociedad (tomada como un agregado fortuito, 
medio para el individuo realizar sus propósitos privados) fundada en la idea de la natural y necesaria 
desigualdad entre los hombres y una visión rastrera de libertad (vista como función de la libertad de 
mercado). Vulgarizando las formulaciones de Hayek, la ideología neoliberal, masivamente generalizada por 
los medios de comunicación social a partir de los años ochenta del siglo pasado, conformó una especie de 
sentido común entre los sirvientes del capital (entre los cuales se cuentan ingenieros, economistas, 
administradores, gerentes, periodistas, etc.) e incluso entre significativos sectores de la población de los 
países centrales y periféricos. 
Esa ideología legitima precisamente el proyecto del capital monopolista de romper con las restricciones 
sociopolíticas que limitan su libertad de movimiento. Su primer blanco lo constituyó la intervención del 
Estado en la economía: el Estado fue demonizado por los neoliberales y presentado como un gravamen 
anacrónico que debía ser reformado – y por primera vez en la historia del capitalismo, la palabra reforma 
perdió su sentido tradicional de conjunto de cambios para ampliar derechos; a partir de los años ochenta del 
siglo XX, bajo el rótulo de reforma(s) lo que viene siendo conducido por el gran capital es un gigantesco 
proceso de contra-reforma(s), destinado a la supresión o reducción de derechos y garantías sociales. 
La ideología neoliberal, sustentando la necesidad de “disminuir” el Estado y cortar sus “gorduras”, justifica 
el ataque que el gran capital viene moviendo contra las dimensiones democráticas de la intervención del 
Estado en la economía. Con todo, mejor que nadie, los representantes de los monopolios saben que la 
economía capitalista no puede funcionar sin la intervención estatal; por eso mismo, el gran capital continua 
demandando esa intervención. 
En la protección de sus mercados consumidores […]; en la garantía de acceso privilegiado (vía contratos 
públicos en sectores estratégicos de alta tecnología […]); en la obtención de incentivos fiscales […]; en el 
apoyo y asistencia regulatoria (comercial, diplomática, política y cobertura militar); y en el apoyo para 
condicionar a los países huéspedes y consumidores (Dreifuss, 1996: 226-227).
Desmintiendo la retórica neoliberal, las demandas del capital al Estado continúan incidiendo en el campo 
(ligado a la industria bélica) de la investigación; por ejemplo en los años noventa del siglo XX, en “Estados 
Unidos más del 80% de la investigación en ingeniería eléctrica, 70% en materiales y metalúrgica y 55% en 
ciencias de la computación son sustentados por programas de investigación militar aplicada del gobierno (id., 
ibid.: 227). 
Es claro, por lo tanto, que el objetivo real del capital monopolista no es la “disminución” del Estado, sino la 
disminución de las funciones estatales cohesivas, precisamente aquellas que responden a la satisfacción de 
derechos sociales. En verdad, al proclamar la necesidad de un “Estado mínimo”, lo que pretenden los 
monopolios y sus representantes es nada más que un Estado mínimo para el trabajo y máximo para el 
capital. 
El ataque del gran capital a las dimensiones democráticas de intervención del Estado comenzó teniendo 
como blanco las regulaciones de las relaciones de trabajo (la “flexibilización” comentada en el ítem 
precedente) y avanzó en el sentido de reducir, mutilar y privatizar los sistemas de seguridad social. Prosiguió 
extendiéndose la intervención del Estado en la economía: el gran capital impuso “reformas” que retiraron del 
control estatal empresas y servicios –se trata del proceso de privatización, mediante el cual el Estado entregó 
al gran capital, para explotación privada y lucrativa, complejos industriales enteros (siderurgia, industria 
naval y automotriz, petroquímica) y servicios de primera importancia (distribución de energía, transportes, 
telecomunicaciones, saneamiento básico, bancos y seguros). Esa monumental transferencia de riqueza social, 
construida con recursos generados por la masa de población, para el control de grupos monopolistas se operó 
en países centrales, pero especialmente en países periféricos –donde, en general, significó una profunda 
desnacionalización de la economía y se realizó por medio de procedimientos profundamente corruptos (del 
que es ejemplo paradigmático la Argentina de Menem). Un competente analista muestra la importancia, para 
los sectores monopolistas, de la privatización, mediante la cual retornaron a la esfera mercantil servicios 
controlados por el Estado: “Actualmente, es en el movimiento de transferencia, para la esfera mercantil, de 
actividades que hasta entonces eran estrictamente reguladas o administradas por el Estado, que el 
movimiento de mundialización del capital encuentra sus mayores oportunidades de invertir” (Chesnais, 
1996:186). 
Entretanto, caracterizando su movimiento contemporáneo como globalización, el gran capital quiere imponer 
una desregulación universal –que va mucho más allá de la “desregulación” de las relaciones de trabajo. El 
objetivo declarado de los monopolios es garantizar una plena libertad en escala mundial, para que los flujos 
de mercancías y capitales no sean limitados por ningún dispositivo. No empleamos la expresión objetivo 
declarado por casualidad: es que, si los grupos monopolistas y los Estados que los representan declaran que 
pretenden el fin de todas las barreras a las mercancías y capitales, en la práctica de las relaciones 
internacionales ellos continúan manteniendo barreras y límites que protegen a sus mercados nacionales- los 
interminables debates que se realizan en los marcos de la Organización Internacional del Comercio/OMC, 
contraponiendo países centrales y países periféricos, muestran claramente que los países imperialistas 
difícilmente “desregulan” sus mercados internos; la receta que recomiendan es para “uso externo”, o sea, 
para los países dependientes y periféricos. 
Por otra parto, en cuanto desenvuelven la demagogia de la globalización (tal cual viene siendo conducida por 
ellos) como un “progreso” para la integración del conjunto de la humanidad en el capitalismo e insisten en la 
necesidad de poner fin a cualquier restricción en los flujos internacionales, los países imperialistas crean 
progresivamente nuevas barreras a los flujos de fuerza de trabajo, instaurando verdaderos “cordones 
sanitarios” en sus fronteras. Para el gran capital, lo que interesa es su libre movilidad.
9.5. La financierización del capital 
Flujos económicos mundiales siempre marcaron el capitalismo y, si la fase imperialista los acentuó, el 
período contemporáneo los amplió aún más. Entretanto, ahora ellos se presentan con particularidades que no 
resultan apenas de su gran expansión. 
Las interacciones comerciales, por ejemplo, se intensificaron especialmente entre los propios países centrales 
– ellas hoy son mucho más significativas que entre los centros y las periferias. Los tres grupos de países que 
lideran el campo imperialista, constituyentes de la llamada Tríada (Estados Unidos, Unión Europea y 
Japón), realizan entre si el grueso de las transacciones comerciales, fundamentalmente operadas por los 
grandes monopolios y procesadas entre sus matrices y filiales/subsidiarias (se trata del comercio llamado 
intracorporativo). 
Otro elemento diferencial de las relaciones económicas internacionales, propio del capitalismo 
contemporáneo, es la estructuración de bloques supranacionales que pasan a constituir espacios 
geoeconómicos regionales, contando con normas específicas para sus transacciones y promoviendo la 
integración, bajo el comando monopolista, de inversiones y mercados. En esos bloques, hay articulaciones de 
distinta naturaleza, desde las más abarcativas (es el caso de la Unión Europea) a las más limitadas (casos de 
Nafta, envolviendo Estados Unidos, Canadá y México y de APEC, que incluye países del área del Pacífico – 
Asia y Oceanía- e incluso Estados Unidos y Chile). 
Sin embargo, la más importante de las transformaciones por la que viene pasando la economía del 
imperialismo, en este tercer período todavía en desarrollo, consiste en el proceso que algunos analistas 
designan como financierización del capital – tomándola como la cara contemporánea del capitalismo y dando 
como su punto de partida el año 1973, el profesor norteamericano David Harvey constata que ella 
es en todo espectacular por su estilo especulativo y predatorio. Valorizaciones fraudulentas de acciones, falsos 
esquemas de enriquecimiento inmediato, la destrucción estructurada de activos por medio de la inflación, la 
dilapidación de activos mediante fusiones y adquisiciones y la promoción de niveles de obligaciones de 
deudas que reducen poblaciones enteras, incluso en países capitalistas avanzados, a prisioneros de deuda, por 
no decir nada del fraude corporativo y del desvío de fondos […] resultado de manipulaciones de crédito y de 
acciones- todo eso son características centrales de la cara del capitalismo contemporáneo (Harvey, 2004: 
123). 
Propiciado por los recursos internacionales, que garantizan comunicaciones instantáneas entre agentes 
económicos situados en los más distantes rincones del planeta, ese proceso tiene soportes en la gigantesca 
concentración del sistema bancario y financiero. Esta, a lo largo de los últimos treinta años, acompañó la 
concentración general operada en la economía capitalista; con todo, tiene efectos específicos, dado la 
amplitud que las actividades especulativas adquirieron en ese mismo lapso de tiempo: menos de 300 bancos 
(y corredores de acciones y títulos) globales controlan, a fines del siglo XX, las finanzas internacionales. 
Pero la razón esencial de la financierización es otra: ella resulta de la superacumulación e, incluso, de la 
caída de las tasas de lucros de las inversiones industriales registrada entre los años setenta y mediados de los 
ochenta. En la medida en que “el capitalismo es un sistema que prefiere no producir en vez de producir sin 
lucro, se comprende que un monto fabuloso de capital se disponibilizó entonces bajo la forma de capital-dinero 
(o capital monetario-cf. Cap.5, ítem 5.2). Parte de ese capital fue invertido en la producción, y 
especialmente, en el sector de servicios en otros países por las corporaciones imperialistas (representando la
llamada inversión externa directa/IED), por cierto uno de los dínamos de la mundialización. Parte 
substantiva, sin embargo, permaneció en el circuito de la circulación buscando valorizarse en esta esfera. 
Insistimos repetidamente, en pasajes anteriores de este libro, que sólo en la producción se crea valor –en la 
circulación no hay generación de valor, pero también vimos que la realización de los valores se expresa en la 
circulación, como verificamos al estudiar el movimiento del capital.(Cap. 4, ítem 4.7 y Cap. 5, ítem 5.2): él 
sale de la circulación (D) y a ella regresa(D´). Eso significa que: 1) valorizándose realmente en la 
producción, el capital aparece realizado en la circulación y 2) que cualquier ganancia efectiva en la esfera de 
la circulación sólo puede resultar de valores creados en la esfera de la producción. En suma: D sólo puede 
transformarse en D´ por la mediación de la producción – por eso, al mencionar el reparto de plusvalía 
(Cap.4, ítem 4.7), indicamos, por ejemplo, que los intereses constituyen una deducción de plusvalía creada en 
la producción. 
La existencia de una cierta masa de capital bajo la forma de capital dinero es indispensable a la dinámica del 
capitalismo y esa masa es remunerada a través de los intereses. A medida que el capitalismo se desarrolló, un 
segmento de capitalistas pasó a vivir exclusivamente de ese capital que conservaron bajo la forma monetaria 
–se trata de la capa de capitalistas rentistas, que no se responsabilizan por inversiones productivas. Lo que se 
ve en el capitalismo contemporáneo es el fabuloso crecimiento (en función de la superacumulación y de la 
caída de las tasas de lucros) de esa masa de capital dinero que no es invertida productivamente, pero que 
succiona sus ganancias (intereses) de la plusvalía global –se trata, como se ve, de una succión parasitaria. 
A ese fenómeno se agrega en el capitalismo contemporáneo, el brutal crecimiento del capital ficticio. Se 
entiende por capital ficticio “las acciones, las obligaciones y otros títulos de valor que no poseen valor en sí 
mismo. Representan apenas un título de propiedad, que da derecho a un rendimiento […]” (Koslov, dir., 1, 
1981: 217). Así como el capitalismo no puede funcionar sin una cierta masa de capital conservada en cuanto 
capital dinero, tampoco puede funcionar sin capitales ficticios –incluso, del mismo modo que 
contemporáneamente aquella masa creció de forma espectacular, igualmente creció de modo asombroso, el 
monto de capital ficticio. Ese crecimiento ha sido de carácter nítidamente especulativo: o sea: no guarda la 
menor correspondencia con la masa de valores reales. 
La financierización del capitalismo contemporáneo se debe a que las transacciones financieras (esto es: las 
operaciones situadas en la esfera de la circulación) se tornaron en todos los sentidos hipertrofiadas y 
desproporcionales en relación a la producción real de valores – se tornaron dominantemente especulativas. 
Los rentistas y los poseedores de capital ficticio (acciones, cuotas de fondos de inversiones, títulos de deudas 
públicas) extraen ganancias sobre valores frecuentemente imaginarios –y sólo descubren eso cuando en las 
crisis de “mercado financiero”, papeles que, a la noche, “valían” X, en la bella mañana siguiente pasan a 
“valer” –X o, literalmente, a no “valer” nada, como fue el caso de los compradores de títulos de la 
norteamericana Enron, en un escándalo que explotó en 2001 y que no fue el único, pero se inscribió en el 
cuadro de la apertura de este siglo en los Estados Unidos, así descripto por un analista: 
Los escándalos corporativos se sucedían en cascada e imperios empresariales aparentemente sólidos se 
disolvían literalmente de la noche a la mañana. Errores contables (bien como la corrupción pura y simple) 
[…] estaban desmoralizando Wall Street y las acciones y otros activos estaban derrumbándose. Los fondos de 
pensión perdieron entre un cuarto y un tercio de su valor – cuando no se evaporaban de una vez, como 
ocurrió con los fondos de los empleados de la Enron […]. (Harvey, 2004: 20) 
Sin Embargo, entre una crisis y otra – y “burbujas financieras” estallan inesperadamente, a gusto de los 
intereses de los grandes especuladores y derivan en crisis reales: 1995 (México), 1997 (Asia), 1999 (Rusia),
2001 (Argentina)-, esas ganancias financieras, más allá obviamente de hacer a la riqueza rápida de los 
especuladores, refuerzan la percepción falsa y socialmente dañina de que la esfera de la circulación genera 
valores y es autónoma en relación a la esfera productiva. Tales ganancias generalizan la idea de que la 
conversión de D en D´ se opera sin la mediación de la producción; en verdad, conduce al límite la 
fetichización del dinero (cf. Cap. 3, ítem 3.6), como si él tuviera la facultad de reproducirse ampliadamente a 
sí mismo. 
Las finanzas pasaron a constituir, en los últimos treinta años, el sistema nervioso del capitalismo – en ellas se 
espejan, particularmente, la inestabilidad y los desequilibrios de etse período de la fase imperialista. 
Envolviendo intereses monumentales e instituciones tentaculares, la oligarquía que las controla (no más de 
500 “inversores”) dispone de un poder que desafía la soberanía de los Estados nacionales y la autoridad de 
sus bancos centrales; se debe a ese poder la libre movilidad de que los capitales puramente especulativos 
(“capitales volátiles”) pasaran a disfrutar y, con ella, a su capacidad de arruinar economías nacionales 
enteras –especialmente a través de su acción sobre el mercado de divisas. Las dimensiones de esos “capitales 
volátiles” fueron realzadas por un respetado economista egipcio: 
Se puede tener una idea de la enormidad de sus dimensiones […] comparando dos cifras: la del comercio 
mundial, del orden de 3 billones de dólares al año, y la de los movimientos internacionales de capitales 
volátiles, del orden de 80 a 100 billones, vale decir, treinta veces más importante (Amin 2003: 32) 
Es también en el marco de la financierización del capitalismo que se tornan inteligibles la cuestión de la 
deuda externa de muchos países periféricos y también las propuestas de “ajuste” de sus economías, a través 
de las reformas recomendadas y monitoreadas por agencias internacionales, centralmente el Fondo Monetario 
Internacional, que representan justamente los intereses de la oligarquía de las finanzas. 
Aunque tenga orígenes bien anteriores, la deuda externa de los países periféricos y dependientes ganó la 
dimensión que hoy posee a partir de mediados de los años setenta del siglo XX: voluminosos capitales de los 
países centrales, tornados excesivos por la superacumulación y por la caída de las tasa de lucro, fueron 
puestas al alcance de los tomadores (deudores) a intereses variables, determinados por los acreedores. Sólo 
esta prescripción ya aprisionaba a los deudores; pero ella no bastó a los acreedores: estos condicionaron 
largamente los préstamos, de forma de compelir a los tomadores a compras o inversiones siguiendo sus 
intereses. El resultado fue el siguiente: por una parte, la tasa de intereses osciló en general a favor de los 
acreedores; por otra, el quantum que efectivamente sirvió a los intereses de los acreedores fue siempre muy 
inferior al monto de los préstamos (Kucinski y Brandford, 1987; Mandel, 1990, cap. XXIX). 
En esas condiciones la deuda creció astronómicamente y a los acreedores no les interesa sino el pago de los 
intereses – su total acumulado atraviesa de lejos lo principal de la deuda, que, de tan significativos, muchas 
veces implicaron nuevos préstamos para saldarlos. El caso latinoamericano es emblemático: si, en 1975, la 
deuda externa de nuestros países era estimada en 300 billones de dólares, en 2005 ella llegaba a 730 billones 
de dólares – a pesar de, en esos mismos treinta años, nuestros países haber pagado un total de 1 trillón de 
dólares. 
Los gastos estatales, cuando no cubiertos por las recetas, resultan en el llamado déficit público –en vista del 
cual el Estado puede emitir sin límite (cf. Cap.8, ítem 8.8), desencadenando directamente procesos 
inflacionarios, o puede lanzar papeles (títulos de deuda pública) en el mercado, ofreciendo intereses 
atrayentes a los inversores. La oligarquía financiera es la principal detentora de esos títulos y, naturalmente 
utiliza todo su poder para, primero mantener elevados aquellos intereses y segundo, recibirlos puntualmente. 
Cuando los Estados periféricos y dependientes, por una razón u otra, encuentran dificultades para mantener el
flujo de recursos para los detentadores de los títulos, estos presionan en el sentido de reducir los gastos 
estatales, de modo de constituir un superávit que les permita continuar succionando valores bajo forma 
monetaria. No es preciso observar que ese superávit se obtiene mediante la disminución de inversiones (en 
infraestructura, salud, educación, etc.), lo que reduce las posibilidades de crecimiento económico. Las 
propuestas de “reformas” y “ajustes estructurales” presentadas a los estados periféricos y dependientes 
combinan la recomendación de “recortar gastos” con la de privatización –y por eso, tales “reformas” y 
“ajustes” resultan siempre en ganancias para la oligarquía financiera y los grupos monopolistas, penalizando 
fuertemente a las masas trabajadoras (Chossudovsky, 1999). 
Teniendo en cuenta todo lo que anotamos hasta aquí, no hay razón para que el lector se espante con el 
siguiente hecho: en los últimos treinta años, los países dependientes y periféricos se tornaron 
exportadores de capital para los países centrales –según cálculos del sociólogo mexicano Pablo Gonzalez 
Casanova, entre 1972 y 1995, el volumen de excedentes transferidos de la periferia capitalista para el 
capitalismo central “llegó a la fabulosa cifra de 4,5 trillones de dólares” (Borón, 2002: 148). 
9.6. El “mundo nuevo” del capitalismo contemporáneo 
El mundo en que vivimos, en la entrada del siglo XXI, es muy diferente de aquel que despuntaba en la 
segunda mitad del siglo XX –si, cronológicamente, de él nos separan poco más de tres décadas, desde el 
punto de vista societario la impresión que se tiene es la de que experimentamos un “mundo nuevo”. 
Más allá de haber surgido un “mercado mundial de bienes simbólicos”, mercancías nuevas se generalizaron 
(piénsese en productos y subproductos de la electrónica, de las computadoras de uso personal a los teléfonos 
celulares), cambiaron mucho las formas de su circulación (del comercio disperso a los shopping centers y, 
ahora, vía internet) y hábitos y patrones de consumo se alteraron radicalmente –el fetiche del automóvil fue 
dislocado por los gadgets electrónicos en una cultura de consumo (Featherstone, 1995). Sobre todo, se 
constata que el universo de la mercantilización, ya amplificado en el período anterior de la fase imperialista, 
creció hasta el límite de lo insondable: está lejos de la exageración afirmar que actualmente todo es 
efectivamente pasible de transacción mercantil, de los cuidados de los enfermos de SIDA al paseo matinal de 
animales domésticos- en “servicios” (inclusive los sexuales) que se insertan en la industrialización 
generalizada antes mencionada. 
La velocidad no envuelve sólo la circulación de cosas y materialidades, mercancías y personas: las infovías 
permiten que informaciones, imágenes, sonidos y toda una simbología giren rápidamente por la Tierra, ahora 
si transformada en la aldea global mencionada por el canadiense Marshall MacLuhan (1911-1980). Los 
recursos informacionales estimulan la constitución de referencias culturales comunes, desterritorializadas, y 
nuevas modalidades de interacción social, que se operan en el plano de la virtualidad, alteran relaciones y 
valores (ecualizando, en el límite, la guerra a los games). Los mismos recursos informacionales inciden en 
dominios directamente relacionados a la vida económica – los ejemplos más obvios son aquellos que afectan 
las actividades bancarias y financieras (la “volatilidad” de los capitales referida más arriba y su acción 
especulativa se explica también por aquellos recursos). Esa velocidad es responsable de la emergencia de una 
nueva percepción del espacio y del tiempo –fenómeno que Harvey (1993:219) caracterizó como compresión 
del tiempo-espacio: “el espacio parece encoger en una “aldea global” de telecomunicaciones […] y los 
horizontes temporales se reducen a un punto en que sólo existe el presente […]”.
Si, en los “años dorados”, las ciudades se metropolizaron –en la resultante de un proceso de urbanización 
general que reveló cómo las fuerzas productivas comandadas por el capital “producen el espacio” (Lefebvre, 
1999: 177)-, en el capitalismo contemporáneo ellas pasan por “reestructuraciones” piloteadas por la 
“reestructuración productiva”. Urbanización y suburbanización se mezclan, se confunden y se invierten y son 
refuncionalizadas según lógicas que concretizan procesos de segregación socioespacial. 
La experiencia de un “mundo nuevo” es sobre todo impactante en la esfera de la producción. Si la fábrica 
fordista ni de lejos desapareció, es un hecho que en sectores de punta los procesos de trabajo sufrieron una 
profunda metamorfosis: más allá de nuevos materiales, “la robótica, máquinas de comando numérico 
computarizado, controladores lógico-programables (CLP´s), sistemas digitales de control distribuido 
(SDCD´s) y demás aplicaciones de microelectrónica, de informática y de teleinformática” (Ferrari, 2005: 41), 
así como las nuevas formas de control y encuadramiento de la fuerza de trabajo, configuran modalidades y 
espacios productivos hasta entonces desconocidos. 
Justamente esa metamorfosis está en la base del conjunto de extraordinarios cambios que sustentan el 
“mundo nuevo” –alteraciones en el proletariado, en el conjunto de los asalariados, en la reconfiguración de la 
estructura de clases, en los sistemas de poder, en fin en la totalidad social que es constituida por la sociedad 
burguesa. Es imposible, aquí, siquiera esbozar un resumen de los trazos pertinentes al “nuevo mundo”. 
Importante y decisivo es señalar que ese mundo resulta de la ofensiva del capital sobre el trabajo y, por eso 
mismo, significa una regresión social casi inimaginable hace treinta años. 
La ofensiva del capital, en el proceso de su mundialización, no resultó sólo en la creación del mayor 
contingente histórico de desempleados, subempleados y empleados precarizados y en la exponenciación de la 
“cuestión social”; ni en el anverso del “pos-fordismo” y solamente la restauración de explotación de hombres 
y mujeres que el propio capitalismo parecía tener superado. Igualmente, no resultó sólo en la creación del 
mito de la “sociedad de consumo” ni en una retórica según la cual el ciudadano consumidor debe ser el 
centro de atención de las empresas –resultó incluso en la realidad de las empresas que se valen, a través de la 
publicidad, de todos los recursos posibles para engañar y manipular a los consumidores, ocultando el hecho 
de planear la obsolescencia de sus mercancías (Haug, 1997). 
El capital parece victorioso: en todas partes, la competitividad y el mercado se imponen y, al cabo de cerca 
de veinticinco años de su ofensiva, las tasas de lucro volvieron al nivel de los “años dorados”, sin embargo, 
no sólo las tasas de crecimiento permanecen mediocres, pero las crisis se multiplican, pulverizadas y 
frecuentemente bajo la forma de crisis financieras localizadas: son las crisis típicas de la financierización. Y 
si las megacorporaciones adquirieron poder planetario, la contrapartida de eso es que varias decenas de 
Estados nacionales fueron obligados a renunciar a cualquier pretensión de soberanía, tornándose verdaderos 
“Estados-enanos”. 
El saldo de la ofensiva del capital, apreciado brevemente, explicita las tres cuestiones que aparecen como 
propias del “mundo nuevo”: “el creciente alargamiento de la distancia entre el mundo rico y el pobre (y […] 
dentro del mundo rico, entre sus ricos y sus pobres); el ascenso del racismo y la xenofobia; y la crisis 
ecológica del globo, que nos afectará a todos” (Hobsbawm, in Blackburn, org., 1992: 104). Ninguna de esas 
cuestiones puede ser resuelta en los marcos del capitalismo contemporáneo. 
Pero el capitalismo contemporáneo, al exacerbar todas las contradicciones del modo de producción 
capitalista, creó también la condición necesaria para su superación por otra organización societaria, capaz de 
efectivamente instaurar un –sin comillas- mundo nuevo. El florecimiento de las fuerzas productivas, con el 
soporte de un fantástico crecimiento del acervo científico y técnico, elevó a niveles altísimos la productividad
del trabajo, y socializó al límite la producción de riquezas; las relaciones sociales capitalistas, conservando la 
apropiación privada de esa riqueza, funcionan como un poderoso freno al desarrollo social. Se constata, por 
lo tanto, que está puesto el primer requisito para una época de revolución social. (cf. Cap. 2, ítem 2.2.). De 
hecho, en el capitalismo contemporáneo, 
el monopolio del capital se torna un obstáculo para el modo de producción capitalista que floreció con él y 
bajo él. La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo alcanzan un punto en que 
se vuelven incompatibles con su envoltorio capitalista. […] Suena la hora final de la propiedad privada 
capitalista (Marx, 1984, I, 2: 294). 
Conclusión 
En la entrada del siglo XXI, el análisis de la historia y de las perspectivas del modo de producción capitalista 
pone a hombres y mujeres tal vez aquel que sea el mayor de los desafíos ya enfrentados por la humanidad: la 
elección entre una nueva barbarie, representada por la continuidad del capitalismo, o la construcción de un 
orden social que, “en lugar de la vieja sociedad burguesa con sus clases y sus antagonismos de clases”, 
instaure “una asociación en que el libre desarrollo de cada uno es la condición para el libre desarrollo de 
todos” (Marx y Engels, 1998: 31). 
En efecto, la organización fundada en el modo producción capitalista –la sociedad burguesa- ya explicitó, al 
cabo de su existencia más que secular, el pleno agotamiento de sus potencialidades progresistas. La 
liquidación de las instituciones opresivas de la feudalidad, la emancipación política de los hombres, la 
liberación y el fomento de las fuerzas productivas, el estímulo a la investigación científica y la incorporación 
de sus resultados a la producción, la unificación de la humanidad mediante la constitución de una economía-mundo 
–todos esos procesos de avance fueron promovidos por el desarrollo capitalista. En las páginas de este 
libro, vimos cuan onerosas fueron esas conquistas y los sujetos sociales sobre los cuales recaerían las 
mayores penalizaciones –los proletarios y el conjunto de los trabajadores. Con todo, la enormidad de ese 
costo no puede obscurecer el papel objetivamente progresista que el capitalismo desempeñó. 
Mientras las relaciones sociales de producción burguesas estimularon el desarrollo de las fuerzas productivas 
(recuerde el lector lo que escribimos en el Capítulo 2, ítem 2.2), ese papel objetivamente progresista fue de 
extraordinaria importancia para la humanidad. Pero este es un capítulo de la historia que parece 
definitivamente cerrado: en la entrada del siglo XXI, las relaciones sociales de producción burguesa o 
traban el desarrollo de las fuerzas productivas, o cuando lo estimulan, restringen fuertemente sus 
potencialidades emancipatorias. Todas las contradicciones propias del modo de producción capitalista 
llegan al auge en la fase imperialista, y en su período contemporáneo, exhiben el carácter destructivo de la 
producción capitalista (Mészáros, 2002, caps. 15 y 16), sea en vista de la propia sociedad, sea en vista de la 
naturaleza. 
La ley general de la acumulación capitalista (que estudiamos en el Capítulo 5, ítem 5.5) revela su vigencia 
de modo incontestable: mientras se exponencia la posibilidad de producción de riquezas, un tercio de la 
humanidad vive en condiciones animalescas. Mientras, para las clases dominantes de los países centrales y de 
las periferias, el “consumo conspicuo” y el derroche en trastos de lujo se tornan un modo de vida, los 
trabajadores engrosan el contingente de subempleados, empleados temporarios y desempleados e inmensas 
masas poblacionales (medidas en cifras de centenas y centenas de millones) subsisten en el pauperismo. La
pobreza se ve naturalizada y ya no se pone la cuestión de suprimirla: lo que el orden burgués tiene para 
ofrecerle, para reducirla, es una asistencia social refilantropizada. 
Las barreras y obstáculos que el dinamismo capitalista genera necesariamente, ahora acentuados con la 
acumulación y la concentración del capital (que tematizamos en el Capítulo 5, ítem 5.3) elevadas a la 
enésima potencia, se expresan en crisis cuyos efectos acumulativos introducen en la vida económica 
elementos de inseguridad y de inestabilidad anteriormente desconocidos. La superacumulación (observada 
en el Capítulo 5, ítem 5.1) deriva hoy en un torbellino especulativo que transforma el mundo en un verdadero 
casino global. La naturaleza parasitaria de la burguesía contemporánea se torna cada vez más acentuada. 
Las garantías al trabajo son reducidos e incluso eliminadas. Formas de explotación del trabajo (infantil, 
femenino, de inmigrantes) que parecían reliquias de la historia son reactualizadas –inclusive el trabajo 
semiesclavo. En los “sótanos de la globalización” (Dreifuss), florecen las diversas mafias (la Yakusa 
japonesa, las italianas Cosa Nostra, Camorra, N´drangheta y Sacra Corona Unita, las asociaciones 
criminales surgidas de la desintegración de la Unión Soviética, los “señores de la guerra” en el Extremo 
Oriente, los barones del narcotráfico norte-americanos y latino-americanos), moviendo una economía gris 
que anualmente “lava”, en los paraísos fiscales (Islas Caimán y Vírgenes), cerca de un trillón de dólares. 
Ideas que ya se comprobaron profundamente lesivas a la humanidad (como el racismo, el chovinismo, la 
xenofobia) retornan a la escena política. El vaciamiento de las instancias democráticas acompaña la 
reconversión del Estado en servicial de un mercado que, de hecho, es manipulado por una oligarquía 
financiera mundial. El “mundo nuevo” del capitalismo contemporáneo puede ser así señalado: 
Los países ricos, que representan apenas el 15% de la población mundial, controlan más del 80% de la renta 
global, siendo que aquellos del hemisferio sur, con el 58% de los habitantes de la Tierra, no llegan al 5% de 
la renta total. Considerada, sin embargo, la población mundial en su conjunto, los números del apartheid 
global se estampan con mayor claridad: los 20% más pobres disponen del 0,5 % de la renta mundial, mientras 
que los más ricos de 79%. Basta para eso pensar que un único banco de inversión, el Goldman Sachs, divide 
anualmente el lucro de US$ 2,5 billones entre 161 personas, mientras un país africano, como Tanzania, con 
un PBI de apenas US$ 2,2 billones, tiene que sustentar 25 millones de habitantes. La concentración (de la 
riqueza) llegó al punto que el patrimonio conjunto de los raros 447 billonarios que hay en el mundo es 
equivalente a la renta sumada de la mitad más pobre de la población mundial –cerca de 2,8 billones de 
personas. (Mello, 1999: 260. Itálicos no constan del original; suprimimos las referencias hechas por el autor). 
Ese cuadro del capitalismo contemporáneo es determinado, en última instancia, por las relaciones sociales de 
la producción burguesa y, en la medida que tales relaciones fueron mantenidas, él será agravado y 
cronificado. Ninguna reforma del capitalismo tiene condiciones de revertirlo: él es la resultante, en las 
condiciones contemporáneas, del movimiento del capital y de su comando sobre la sociedad. Y constituye, 
precisamente, la nueva barbarie a que nos referimos. 
La humanidad, sin embargo, no está condenada inexorablemente a esa barbarie. Albert Einstein (1879-1955), 
Premio Nobel de Física/1921 y uno de los mayores genios de toda la historia, partió de un correcto análisis 
de la barbarie y concluyó por la alternativa a ella: 
La anarquía económica de la sociedad capitalista, como existe actualmente, es, en mi opinión, el verdadero 
origen del mal. […] El capital privado tiende a concentrarse en pocas manos. El resultado […] es una 
oligarquía del capital privado cuyo enorme poder no puede ser eficazmente controlado realmente por una 
sociedad política democráticamente organizada […] Estoy convencido que sólo hay una forma de eliminar 
estos serios males, a saber a través de la constitución de una economía socialista {…]. En esta economía, los 
medios de producción son tenidos por la propia sociedad y son utilizados de forma planificada. Una
economía planificada, que adaptase la producción a las necesidades de la comunidad, distribuiría el trabajo a 
ser hecho entre aquellos que pueden trabajar y garantizaría el sustento de todos los hombres, mujeres y niños 
[…]. 
La alternativa apuntada por Einstein, el socialismo –transición hacia una sociedad que sea capaz de 
garantizar el libre desarrollo de cada individuo como condición para el libre desarrollo de todos los 
individuos- no es una utopía ni un sueño de teóricos. Sus bases objetivas fueron preparadas por el propio 
desarrollo capitalista, y en esto reside una contradicción más del modo de producción: al llegar a la 
organización monopolista contemporánea, el capitalismo no sólo pone a la humanidad en el umbral de una 
nueva barbarie – también coloca las condiciones materiales para ser sustituido por una organización 
societaria superior y más avanzada. En efecto, el desarrollo de las fuerzas productivas, la elevación del 
carácter social de la producción a su clímax y la acumulación científica y técnica propiciada por el 
capitalismo crearon objetivamente la base material que permite la supresión de un orden social engendrado 
por él. En la actualidad, el socialismo –para el cual no se dispone de cualquier receta ya lista- es una 
posibilidad, una alternativa concreta abierta a la humanidad. 
Sin embargo, la conversión de una posibilidad en realidad no obedece a ningún determinismo histórico –ella 
es función de elecciones conscientes operadas por masa de millones y millones de hombres y mujeres, 
elecciones que direccionan su acción política en el marco complejo de las luchas de clases. Históricamente, 
la conducción de la lucha contra el capitalismo fue realizada por el proletariado, liderando al conjunto de los 
trabajadores –y no hay ningún indicio de que el éxito de la lucha anticapitalista pueda prescindir del 
protagonismo obrero. Pero es un hecho, en esto consiste uno de los núcleos de la problemática 
contemporánea, que las organizaciones políticas que podrían orientar el protagonismo proletario, de los 
trabajadores y de otros segmentos anticapitalistas experimentan una grave crisis. 
De cualquier forma, la humanidad está delante de dos alternativas concretas, expresadas en una fórmula 
clásica: socialismo o barbarie. Se trata de elegir entre ellas –y nosotros sabemos (Cap. 1, item1.2.) que la 
libertad consiste en la posibilidad de elegir entre alternativas concretas.

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  • 1. Economia Política. Uma introdução crítica. Netto, José Paulo y Braz, Marcelo. San Pablo, Cortez Editora, 2006. Traducción: Silvina Pantanali y María de las Mercedes Utrera Capítulo 9 El capitalismo contemporáneo La configuración del capitalismo que designamos como contemporáneo se inicia en los años setenta del siglo XX y continúa teniendo en el centro de su dinámica el protagonismo de los monopolios - vale decir que el capitalismo contemporáneo constituye el tercer período de la fase imperialista. Sin embargo, las alteraciones experimentadas por la economía que el capital monopolista comanda son de tal orden que, para caracterizarla, incluso ya se propuso la expresión nuevo imperialismo (Harvey). En efecto, la profundización de la crisis que, en la transición de la década de los 60 a 70, puso fin a los “años dorados” llevó al capital monopolista a un conjunto articulado de respuestas que transformó ampliamente la escena mundial: cambios económicos, sociales, políticos y culturales ocurrieron y están ocurriendo a un ritmo extremadamente veloz y sus impactos sobre Estados y naciones se muestran sorprendentes para muchos cientistas sociales. Se consumó, en ese período de casi 30 años, la mundialización del capital, entendida ahora estrictamente como “el cuadro político e institucional que permitió el ascenso, bajo la égida de los EEUU, de un modo de funcionamiento específico del capitalismo, predominantemente financiero y rentista, situado en el […] prolongamiento directo de la fase imperialista” (Chesnais, 1997:46). El dominio del capital parece incontestado y a finales de los años 80, indujo a algunos de sus representantes a anunciar el “fin de la historia”: puestos como única alternativa el reino del mercado y la democracia política representativa,1 la evolución de la sociedad humana habría alcanzado un nivel a partir del cual ninguna transformación estructural sería pensable y deseable. Como el lector ha de ver, nada está más lejos de la realidad que una proyección como esa. 9.1. Los “años dorados”: la ilusión llega a su fin. Enfrentando críticas y cuestionamientos, el capitalismo monopolista ingresó en los años 60 mostrando crecimiento económico y tasas de lucro compensadoras (Capitulo 8, Item 8.8). Tales cuestionamientos y críticas, parecían fuera de lugar: en los países capitalistas centrales, a pesar de las enormes desigualdades sociales, se prometía a los trabajadores una “sociedad rica” – además de la protección social asegurada por el Welfare State, se apuntaba a la posibilidad de un consumo de masas, cuyo símbolo mayor era el automóvil; en los países periféricos, los proyectos industrializadores aparecieron como la vía para superar el subdesarrollo. En los centros, se llegó a proclamar la “integración de la clase obrera”; en las periferias, el “desarrollismo” era la receta para curar los males del atraso económico-social. Aparentemente, el taylorismo-fordismo y el keynesianismo, hechos el uno para el otro, consolidarían el “capitalismo democrático”: la producción en gran escala encontraría un mercado en expansión infinita y la 1 No se olvida que, simultáneamente a la implementación del conjunto de respuestas a que hicimos referencia, y que estudiaremos a continuación, ocurrió el colapso de las experiencias de transición socialista.
  • 2. intervención reguladora del Estado habría de controlar las crisis. Se anunciaba un capitalismo sin contradicciones, apenas conflictivo – pero en el cuadro de conflictos que serían resueltos sobre la base del consenso, capaz de ser construido mediante los mecanismos de la democracia representativa. Esa idealización de la dinámica capitalista procuraba justificarse a partir de la acumulación que provino del período posterior a la derrota del fascismo, de la reconstrucción que se dio luego de la Segunda Guerra Mundial, cuando se trazaron nuevas líneas de convivencia política y económica para el mundo que surgía de las ruinas de la mayor tragedia del siglo XX y que incluía nuevas instituciones - en la política, la Organización de las Naciones Unidas/ONU; en el plano económico, con los acuerdos de Bretton Woods, el Banco Mundial/BM y el Fondo Monetario Internacional/FMI. Pero su verdadero sostén, en el dominio de la economía, era una onda larga expansiva, en la cual “los períodos cíclicos de prosperidad [son] más largos e intensos, y más cortas y más superficiales las crisis cíclicas” (Mandel, 1982:85): las crisis no fueron suprimidas, pero sus impactos se vieron reducidos (en lugar de depresiones, recesiones) y las recuperaciones fueron rápidas e intensas; se puede decir que las crisis constituirían una serie de pequeños episodios en un arco en el que el crecimiento económico se mostraba dominante. Los “años dorados” expresan exactamente esta onda larga de expansión económica (que no fue la primera en registrarse en la historia del capitalismo), durante los cuales el crecimiento económico y las tasas de lucro se mantuvieron ascendentes entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y la segunda mitad de los años 60. A partir de esos años, sin embargo, la onda larga expansiva se agotó. La tasa de lucro, rápidamente, comenzó a declinar: entre 1968 y 1973 cayó en Alemania Occidental, de 16,3 a 14,2%, en Gran Bretaña, del 11,9 al 11,2 %, en Italia del 14, 2 al 12,1, en los Estados Unidos del 18,2 al 17,1 % y en Japón del 26,2 al 20,3%. También el crecimiento económico se redujo: ningún país capitalista central consiguió mantener las tasas del período anterior. Entre 1971 y 1973, dos detonadores (cf. en nota 3 del Capítulo 7) anunciaron que la ilusión del “capitalismo democrático” llegaba a su fin: el colapso del orden financiero mundial, con la decisión norteamericana de desvincular el dólar del oro (rompiendo así con los acuerdos de Bretton Woods en el que, luego de la Segunda Guerra Mundial, acordaron el patrón-oro para el comercio internacional y la convertibilidad del dólar en oro) y la crisis del petróleo, con la suba de los precios determinada por la Organizaciónde los Países Exportadores del Petroleo/OPEP. Sin embargo, subyacentes a esos detonadores, no figuraba sólo la fuerte reducción del ritmo de crecimiento y la caída de las tasas de lucro. Se contaba todavía con vectores sociopolíticos de importancia, de los cuales la presión organizada de los trabajadores era el más decisivo: a lo largo de los años 60 y a principio de los 70, el peso del movimiento sindical aumentó significativamente en los países centrales, demandando no solamente mejoras salariales, más aún cuestionando la organización de la producción en los moldes taylorista-fordista (la movilización francesa de 1968 y la italiana de 1969 fueron extremadamente significativas al respecto). Más allá de eso, modificaciones culturales que tenían sus raíces en los años inmediatamente anteriores – marcadas por la contracultura, por la revolución de las costumbres etc. –lanzaron nuevos sujetos a la escena política, con movimientos de categorías sociales específicas, mal llamadas “minorías”, en los cuales existían componentes anticapitalistas (en los años 60, la revuelta estudiantil fue notable, así como la movilización de los negros en norteamericanos en defensa de los derechos civiles, se hizo más visible también el movimiento feminista). La ilusión de los “años dorados” es enterrada en 1974-1975: en un proceso inédito en la posguerra, se registra entonces una recesión generalizada, que incluye simultáneamente a todas las grandes potencias imperialistas
  • 3. y siguió otra en 1980-1982, en la cual se constató que “las tasas de lucro volvieron a caer aun más” y el “retroceso del crecimiento fue todavía más nítido que en 1974-1975” (Husson, 1999:32). La onda larga expansiva es sustituida por una onda larga recesiva: a partir de allí y hasta la actualidad, se invierte el diagrama de la dinámica capitalista: ahora, las crisis vuelven a ser dominantes, y las recuperaciones son episódicas. De cara a esa inversión, el capital monopolista formuló e implementó un conjunto de respuestas al que aludimos al comienzo de este capítulo. Y 30 años después, en el inicio del siglo XXI, tales respuestas no alteraron el perfil de la onda larga recesiva: el crecimiento permanece reducido y las crisis se estrecharon; sin embargo, las tasas de lucro fueron restauradas –por lo tanto, únicamente bajo ese aspecto crucial, no hay dudas de que las respuestas del capital fueron exitosas. Tales respuestas configuraban la restauración del capital, de acuerdo a la feliz expresión de Braga (1996). Es posible, en nuestra evaluación, sintetizar tales respuestas como una estrategia articulada sobre un trípode: la reestructuración productiva, la financierización y la ideología neoliberal. 9.2 El capital: de la defensiva a la ofensiva. La coyuntura de los años 1967-1973 fue desfavorable para el imperialismo. Las movilizaciones anticapitalistas registraron en ese entonces su auge, tanto en el centro (como vimos hace poco) como en la periferia, donde concluía la liquidación de los imperios coloniales – mas allá de eso, las experiencias socialistas todavía no explicitaban su crisis y la derrota de la principal potencia imperialista en Vietnam ya era irreversible. En resumen, en el plano político el capital monopolista se encontraba a la defensiva. En el dominio de la economía, el cuadro tampoco le era favorable. Se constataba, como vimos, una desaceleración del crecimiento, así como una rápida caída de las tasas de lucro, y aumentaron los costos de las garantías conquistadas por el trabajo, mediante el reconocimiento de los derechos sociales (como resultado de las luchas realizadas por los trabajadores), implicando una carga tributaria que el capital había aceptado cuando las tasas de lucro eran más altas. La recesión generalizada de 1974-1975 enciende un alerta rojo para el capital monopolista que, a partir de entonces, implementa una estrategia política global para revertir la coyuntura que le es francamente negativa. El primer paso es un ataque al movimiento sindical, uno de los soportes del sistema de regulación social encarnados en los varios tipos de Welfare State – con el capital atribuyendo a las conquistas del movimiento sindical la responsabilidad del gasto público con las garantías sociales y la caída de las tasas de lucro a sus demandas salariales. A finales de los años 70, ese ataque se da por medio de medidas legales restrictivas, que reducen el poder de intervención del movimiento sindical; en los años 80, el asalto de la patronal adquiere formas claramente represivas – como ejemplo son las acciones de los gobiernos de Thatcher (Inglaterra) y Reagan (EEUU). Simultáneamente, comienzan a introducirse cambios en el circuito productivo que mueven cada vez más el patrón que se consolidó en los “años dorados”: se agota el modelo de acumulación denominado rígido, propio del taylorismo-fordismo, y comenzó a instaurarse aquel modelo que va a caracteriza al tercer período de la fase imperialista, la acumulación flexible. Aclara un norteamericano que se dedicó a estudiarla:
  • 4. La acumulación flexible […] se apoya en la flexibilidad de los procesos de trabajo, de los mercados de trabajo, de los productos y de los patrones de consumo. Se caracteriza por el surgimiento de sectores de producción enteramente nuevos, nuevas maneras de suministro de servicios financieros, nuevos mercados y sobre todo, tasas altamente intensificadas de innovación comercial, tecnológica y organizacional (Harvey, 1993:140). Sobre la base de esa flexibilidad - que para muchos, señalaría la fase del “pos-fordismo” se opera la reestructuración productiva. Por un lado, la producción “rígida” (taylorista-fordista) es sustituida por un tipo diferenciado de producción, que al igual que la anterior, mantiene la característica de producción a gran escala; se destina a mercados específicos e intenta romper con la estandarización, buscando atender variabilidades culturales y regionales y haciendo hincapié en las peculiaridades de “nichos” particulares de consumo. Por otro lado, el capital se lanza a un movimiento de desconcentración industrial: se promueve la desterritorialización de la producción – unidades productivas (completas o desmembradas) son movidas a nuevos espacios territoriales (especialmente áreas subdesarrolladas o periféricas), donde la explotación de la fuerza de trabajo puede ser más intensa (ya sea por su bajo precio, o por la ausencia de legislación protectora del trabajo o de tradiciones de lucha sindical)2. Dicha desterritorialización acentúa todavía más el carácter desigual y combinado de la dinámica capitalista (cf. Capitulo 8, ítem 8.5). Fue esencial para la reestructuración productiva una intensiva incorporación de la producción de tecnologías resultantes de avances técnico científicos, determinando un desarrollo de las fuerzas productivas que reduce enormemente la demanda de la fuerza de trabajo vivo. Muy especialmente, la introducción de la microelectrónica y de los recursos informáticos y robóticos en los circuitos productivos vienen cambiando los procesos de trabajo y afectando fuertemente al contingente de trabajadores dedicados a la producción. El impacto de ese desarrollo de las fuerzas productivas es de tal orden, que algunos investigadores llegan al punto de nombrar una “tercera revolución industrial” o incluso una “revolución informática” – de hecho, la base productiva viene cambiando rápidamente de los soportes electromecánicos a los electro-electrónicos. Tres han sido las implicaciones inmediatas de este cambio. La primera respecto del trabajador colectivo (cf. Capitulo 4, ítem 4.6.) –efectivamente, las nuevas condiciones impuestas por este cambio en el proceso productivo han implicado una expansión de las fronteras del trabajador colectivo, dado que se hacen cada vez más amplias y complejas las operaciones y las actividades intelectuales requeridas para la producción material. Esa ampliación del trabajador colectivo, sin embargo, no está directamente vinculada a los que algunos autores llaman “trabajo inmaterial”. La segunda implicación se refiere a las exigencias impuestas por la fuerza de trabajo directamente ligada a la producción – los trabajadores allí insertos requieren de una calificación más alta y al mismo tiempo la capacidad de participar en múltiples actividades. O sea, esa fuerza de trabajo debe ser calificada y polivalente. De hecho, en los sectores de producción de punta, “el trabajador calificado ya no es más un obrero que maneja máquinas complejas […], sino un ´controlador´, ´aplicador´ y manipulador de comandos cibernéticos” (Dreifuss, 1996:35). Cabe resaltar, sin embargo, que paralelamente a aquellas exigencias, ocurre un movimiento inverso: muchas actividades laborales son descalificadas, de forma tal de emplear una fuerza de trabajo que pueda ser sustituida en cualquier momento. Así, en el conjunto de los trabajadores, se encuentra una parte extremadamente calificada, que en general consigue un mínimo de seguridad en el empleo y una gran parcela de trabajadores precarizados. 2 Un ejemplo elocuente de desterritorialización es dado por los monopolios japoneses, que “exportaron” industrias (incluso a China) en gran escala: si, en 1990, había cerca de 3.500 unidades productivas en Japón, en 2002 ese número había caído a cerca de 1.000 (Valor Económico, Sao Paulo, edición 13-15 de mayo de 2005). Es más, ya “en 1982, todas las empresas fabricantes de automóviles de Estados Unidos tenían sus principales matrices productoras en México” (Navarro in Laurell, org., 1995: 98)
  • 5. La tercera se relaciona con la gestión de esa fuerza de trabajo: en los procesos de trabajo diferentes de aquellos propios de la acumulación rígida, la organización taylorista-fordista es reciclada – el control de la fuerza de trabajo por el capital recorre las formas diversas de aquellas del despotismo de la fábrica, apelando a la “participación” y a la “implicación” de los trabajadores, valorando la “comunicación” y la reducción de las jerarquías mediante el uso de “equipos de trabajo”; es en ese cuadro que el toyotismo gana importancia en las relaciones de trabajo, inclusive con un fuerte estímulo del “sindicalismo de la empresa” (o “de resultados”). El capital se empeña en quebrar la conciencia de clase de los trabajadores: utilizando el discurso de que la empresa es su “casa” y que ellos deben vincular su éxito personal al éxito de la empresa; no por casualidad, los capitalistas ya no se refieren a ellos como “obreros” o “empleados” - ahora, son “colaboradores”, “cooperadores”, “asociados” etc. El perfil industrial, en el marco de esas y de otras transformaciones, cambió profundamente. Por una parte, los grupos monopolistas tratan de exteriorizar costos, manteniendo el control del conjunto de la producción, pero pasando a otras empresas (tercerización etc.) la efectivización de ella, de modo de constituir una especie de constelación, en la cual gravitan en torno al monopolio, como si fueran satélites dependientes, un sinnúmero de negocios de menor porte. Por otra parte, la desterritorialización ya mencionada permite el control del conjunto de la producción por un monopolio que, no produce nada en sí mismo – del que es ejemplo mundial Nike.3 Mientras tanto, y esto es lo más importante, los monopolios incluidos en una estrategia política global a la que hacemos referencia al comienzo de este ítem, también se configuran como corporaciones estratégicas: ellas pasan a asumir “funciones de dirección general (sociopolíticas, tecnoculturales) que se extienden más allá del horizonte económico de la producción y del ámbito financiero. Asumen el papel de sistemas de acción tecnopolítica, desarrollando la gestión concentrada – ahora descentralizada espacialmente – y articulada por medios de comunicación sofisticados, que permiten una fase superior de comando, control y coordinación” (Dreifuss 1996:84). Teniendo corporaciones de ese tipo, los monopolios disponen de un poder potencial que es superior a buena parte de los Estados nacionales- basta recordar “que de apenas 200 megacorporaciones transnacionales, el 96% de ellas con sus casas matrices en apenas 8 países, tienen un volumen combinado de ventas que supera el PBI de todos los países del planeta (excepto los nueves mayores!)” (Borón, 2002:150-151). Todas las transformaciones implementadas por el capital tienen como objeto revertir la caída de la tasa de lucro y crear condiciones renovadas para la explotación de la fuerza de trabajo. Se comprende entonces que las cargas de todas ellas recaigan fuertemente sobre los trabajadores – de la reducción salarial (un ejemplo: en los EEUU, entre 1973 y 1992, el precio de la hora de trabajo de aquellos incluidos directamente en la producción cayó de US$ 10,37 a US$ 8,80) a la precarización del empleo. Aquí, por otra parte, residen uno de los aspectos más expresivos de la ofensiva del capital contra el trabajo: la retórica del “pleno empleo” en los “años dorados” fue sustituida, en el discurso de los defensores del capital, por la defensa de formas precarias de empleo (sin ninguna garantía social) y del empleo de tiempo parcial (también frecuentemente sin garantías), que obliga al trabajador a buscar su sustento, simultáneamente en varias ocupaciones.4 En esa ofensiva del capital, sus portavoces afirman que la “flexibilización” y la “desregulación” de las relaciones de trabajo (esto es, la reducción o la supresión de las garantías del trabajo) 3 “La Nike, una de las ¨grandes¨ en el mercado mundial de tenis, no produce siquiera un cordón, y sus 9 mil funcionarios direct os se constituyen en una organización de estrategia mercadológica, desarrollo del producto y contratación de servicios y producción que, a través de la tercerización de sus actividades, genera 75.000 empleos en otras empresas ” (Dreifuss, 1996: 54) 4 En la segunda mitad de los noventa, en Francia, “la suma de los que se encuentran en situación precaria (3 millones) y de los que son obligados a aceptar tiempo parcial (3,2 millones) llega al doble de la cifra estimada para los oficialmente desempleados (3 millones) Desempleados, ´´precarizados¨ y trabajadores de tiempo parcial representan cerca de 37,5 de la población económicamente activa de Francia” (Belluzzo in Oliveira y Mattoso (org.), 1997: 13-14). Principalmente en los países periféricos, pero incidiendo también en los países centrales, se expandió la llamada informalidad del trabajo –que no es más que un enorme contingente de trabajadores sin ninguna relación contractual y entonces sin ningún derecho.
  • 6. ampliaría las oportunidades de empleo (o sea, expandiría el mercado de trabajo) – argumentación ampliamente desmentida por los hechos: también en todos los países donde el trabajo fue “flexibilizado”, eso ocurrió juntamente con el crecimiento del desempleo. En verdad, bajo el capitalismo contemporáneo, el mercado de trabajo fue sustantivamente alterado: con la reestructuración productiva, en las grandes empresas el conjunto de trabajadores calificados y polivalentes que mencionamos hace poco y que disponen de garantías y derechos constituyen un pequeño núcleo; el grueso de los otros trabajadores, que conforman una especia de anillo en torno a ese pequeño núcleo, muchas veces está vinculado a otras empresas (mediante la tercerización de actividades y servicios) y sometido a condiciones de trabajo muy diferentes a las ofrecidas a aquel núcleo – alta rotación, salarios bajos, garantías disminuidas o inexistentes, etc. En el período contemporáneo de la fase imperialista, la estrategia del capital impactó fuertemente en los trabajadores – y se tornó en lugar común destacar las transformaciones del “mundo del trabajo”, entre las cuales sobresalen la crisis del movimiento sindical y la reducción del contingente de obreros industriales. En el primer caso, cuenta la disminución de los sindicalizados y la pérdida de fuerza del sindicalismo; ese proceso es innegable y sus consecuencias son expresivas, en la medida en que afectan la capacidad de resistencia de los trabajadores; sin embargo, no hay elementos consistentes para diseñar proyecciones que descarten la importancia del movimiento sindical en el futuro próximo. Con respecto a la reducción numérica de la clase obrera, resultante del desarrollo de las fuerzas productivas bajo el comando del capital, ha sido frecuentemente utilizada para sostener el “fin del trabajo” y en la misma línea argumentativa, afirmar la “muerte del sujeto revolucionario”, puesto que, históricamente, las propuestas más consecuentes de transformación socialista de la sociedad han visto en el proletariado la clase capaz de promover la supresión del capitalismo. Si esa tesis del “fin del trabajo” es enteramente falsa, como ya señalamos (cf. en el Capítulo 1, los tres últimos párrafos del ítem 1.4), es necesario reconocer que la reducción cuantitativa del contingente proletario exige repensar las condiciones de su protagonismo político5 – así se mantenga, como es el caso de los autores de este libro, la convicción teórica de que solamente el proletariado está abierto a la posibilidad de conducir consecuentemente la lucha contra el capitalismo contemporáneo, capitalismo que representa, en las elocuentes palabras de una periodista francesa, el horror económico. En ese plano, entonces, lo más significativo es el hecho de que el capitalismo contemporáneo ha transformado el desempleo masivo en fenómeno permanente – si en los períodos anteriores, el desempleo oscilaba entre “tasas aceptables” y tasas muy altas, ahora todos los indicadores aseguran que la creciente enormidad del ejército industrial de reserva se torna irreversible. Incluso los ideólogos de la burguesía dejan de lado ese fenómeno – se trata de naturalizarlo, como si no hubiese otra alternativa que convivir con él. Es necesario resaltar, luego de esas consideraciones acerca de la ofensiva del capital sobre el trabajo, que una de las características más marcadas del capitalismo contemporáneo es la exponenciación del la “cuestión social”6 (también esta continúa siendo naturalizada, pero acompañada de la criminalización de la pobreza y de los pobres – por lo tanto la represión se expande, de las exigencias de la “tolerancia cero” al crecimiento 5 Es este, en fin, el lugar para esclarecer una cuestión que viene atravesando las páginas de este libo –la relación entre proletarios y trabajadores. La clase proletaria (o proletariado) es constituida por los obreros urbanos y rurales que se incluyen en el conjunto más amplio de trabajadores asalariados (que no constituye, estrictamente, una clase; en ese sentido, rigurosamente, obrero no es lo mismo que trabajador – todo proletario es trabajador, no todo trabajador es proletario. Es por eso, además, que evitamos la expresión clase trabajadora, aunque autores clásicos la utilicen. 6 Véase la situación de los inmigrantes –a lo largo de toda la historia del capitalismo, la superexplotación de los inmigrantes siempre fue acentuada; en el capitalismo contemporáneo la situación de esos trabajadores viene sufriendo un brutal deterior, y al mismo tiempo, el ejército de inmigrantes, en Europa occidental y América del Norte, aumentó considerablemente.
  • 7. de las soluciones carcelarias). Aquello que parecía estar bajo control en los “años dorados”, adquiere en el tercer período de la fase imperialista una magnitud extraordinaria y explicita dimensiones que antes, eran más discretas. La precarización y la “informalización” de las relaciones de trabajo trajeron de vuelta formas de explotación que parecían propias del pasado (aumento de las jornadas, trabajo infantil, salario diferenciado para hombres y mujeres, trabajo semi-esclavo o esclavo) y al final del siglo XX, al cabo de 20 años de ofensiva del capital, la masa trabajadores padece no sólo en las periferias – también en los países centrales la ley general de acumulación capitalista muestra su efecto implacable: […] En 1997, la proporción de la población que vivía en la pobreza llegaba a 16,5 % en los EEUU y al 15,1 % en el Reino Unido. […] Los dos países símbolo del neoliberalismo son […] los campeones de la pobreza entre los países industrializados […]. En Gran Bretaña, la desigualdad de ingresos […] en 1990 era más flagrante que nunca desde la Segunda Guerra Mundial y se agravó más rápidamente que en la mayoría de los demás países […]7: en 20 años, el 10% de ingresos más bajos perdieron 20% de su poder adquisitivo, mientras que los de los 10% más altos aumentaban 65% […]. En los EEUU, la parcela del PBI destinada al 5% más favorecido de la población pasó de 16,5 % en 1974 a 21% en 1994, en tanto que la de los más pobres caía de 4,3 % al 3,6% (Passet, 2002: 184-186). Si se recuerda que esos efectos se dieron en el cuadro de un crecimiento económico mediocre, residual y también negativo8, el escenario de pauperización contemporánea se completa – tornándose también más evidente en las periferias, del cual son ejemplo los países latinoamericanos que, entre 1980 y el fin de siglo, registraron la siguiente caída del PBI per cápita, en dólares americanos: Argentina, de 3359 a 2862; México de 2872 a 2588; Uruguay de 3221 a 2989; Bolivia de 983 a 724; Nicaragua de 1147 a 819; Brasil de 2481 a 2449; Perú de 1716 a 1503 y Costa Rica de 2394 a 2235 (Dreifuss, 1996:12). 9.3. Los nuevos dominios del capital y la concentración del poder. Tuvimos la ocasión de mencionar (Capitulo 8, ítem 8.8) la hipertrofia del sector de servicios en la fase imperialista – pero, en los años dorados, pocos se atrevieron a pensar que aquella gigantesca invasión del capital en dominios anteriormente a salvo de su control pudiese avanzar todavía más. Y es tal invasión la que se viene verificando espectacularmente en el capitalismo contemporáneo. En áreas donde el comando del capital ya existía, se registraron expansiones, que dada su grandeza, reconfiguraron el escenario precedente. Es el caso, por ejemplo, de la “industria cultural”, extendida a los campos de la telecomunicación, del entretenimiento, del turismo, del ocio y del deporte, en una conjugación que incluye actividades estrictamente industriales (la producción de equipamientos) y de servicios y permite la conexión entre varias ramas productivas, posibilitando –gracias a los procesos de la microelectrónica y de la informática – un nuevo entrelazamiento de actividades productivas e improductivas. También en la publicidad y en la prestación de servicios educacionales y médico-hospitalarios hay un lugar importante para el capital. En todos esos casos, el control le cabe al gran capital, comandando monopolísticamente la dinámica de esas áreas – por eso, en ellas igualmente se constata la tendencia a la concentración y a la centralización. Mientras tanto, la hipertrofia más impactante que ocurrió fue en el ámbito de las actividades financieras, en razón de lo que en adelante trataremos – el movimiento de financierización. 7 La frase en itálico es citada de otra fuente. 8 La única excepción mundial expresiva de ese cuadro de crecimiento mediocre es la República Popular de China – el gran país de Oriente viene presentando tasas de crecimiento mucho más altas, despuntando como un probable gigante económico de las primeras décadas del siglo XXI. Para un abordaje inicial del panorama chino, cf. El ensayo de Carlos A. Medeiros in FIori, org. (1999).
  • 8. El peso enorme de los servicios en la economía del capitalismo contemporáneo es de tal orden que algunos analistas pretendieron ver el surgimiento de una “sociedad pos-industrial”, con las actividades “terciarias” convirtiéndose en el eje de la dinámica económica. Esto es un error y lo contrario es lo cierto: controlados por el gran capital, los servicios pasan a obedecer a una lógica industrial – primero, porque “no hay crecimiento de actividades de servicio […] sin crecimiento de actividades industriales” (Lojkine, 1995:242); segundo, porque los servicios ahora se desarrollan bajo una industrialización generalizada: “la mecanización, la estandarización, la super-especialización y la fragmentación del trabajo, que en el pasado determinaran solamente el reino de la producción de mercaderías en la industria propiamente dicha, penetran ahora todos los sectores de la vida social” (Mandel 1982:269; la cursiva no es original).9 Sin embargo, tomando los servicios en los nuevos dominios en que ingresa es donde la expansión del capital tiene su alcance más extraordinario.10 Se multiplican las industrias que operan nuevos materiales, procesando componentes vitrocerámicos y termoplásticos y otros generados por la ingeniería molecular, en la secuencia, todavía, de desarrollos de la biotecnología (que comprende la ingeniería genética, que abre la vía para la producción de drogas inteligentes y para la terapia genética, y las energías alternativas, que ponen, entre otras cosas, la posibilidad de convertir, a través de placas de plástico piezoeléctrico ancladas en el fondo del mar, el movimiento de las olas en electricidad) y de la nanotecnología (gracias a la cual pueden producirse dispositivos inteligentes hiperminiaturizados). Es en esos dominios que el mando del capital se afirma impetuosamente, siempre con la dirección monopolista asegurándole no sólo ganancias extraordinarias (especialmente las derivadas de las rentas tecnológicas que, según Mandel, se basan en la reducción de costos por la introducción de nuevas tecnologías), pero sobretodo el control estratégico de nuevos recursos necesarios a la producción de punta. Ese control estratégico es garantizado, en primer lugar, por el asombroso grado de concentración y centralización a la que llegó la economía mundial11 – sin perjuicio, simultáneamente, de la continuidad de la competencia intercapitalista y de la aparición de nuevas formas de asociación. En segundo lugar, y a consecuencia de esa concentración y centralización, los grupos monopolistas (anclados en organizaciones que se tornaron corporaciones megaempresariales) desarrollaron interacciones nuevas (bien descriptas por Dreifuss, 1996: 94-126), en el que la competencia y la cooperación encuentran mecanismos de articulación que les aseguran un poder de decisión especial. En la cima de esas articulaciones, figura un restringido círculo de hombres (y unas pocas mujeres) que constituyen una nueva oligarquía, concentradora de una 9 Esa industrialización generalizada incluye también las actividades agrícolas: “Todos los trazos de ese complejo proceso de transformación en la agricultura contemporánea – la creciente productividad del trabajo, la penetración del gran capital; los emprendimientos a gran escala; la división acelerada del trabajo- pueden ser sintetizados bajo la rúbrica industrialización creciente de la agricultura” (Mandel, 1982: 266). 10 Es en ese contexto donde se comprende la avidez con que los grupos monopolistas pretenden el control de la biodiversidad mundial. En él también se torna inteligible el avance de grupos monopolistas sobre recursos naturales hasta entonces poco alcanzados por la lógica del capital, como el agua –cf. la contribución de Francois Polet a Amin y Houtart, orgs. (2003) - objeto de creciente control por empresas como Nestlé y Coca-Cola. 11 Datos reunidos en materia de Brasil de Fato (Sao Paulo, año 4, n. 160, marzo 2006) muestran que grupos de monopolios comandan, en escala mundial, los siguientes sectores: biotecnología(Amgen, Monsanto, Genentech, Serono, Biogen Idec, Genzyme, Applied Byosistems, Chiron, Gilead Sciencies, Medimmune); productos veterinarios (Pfizer, Merial, Intervet, DSM, Bayer, BASF, Fort Dodge, Elanco, Schering-Plough, Novartis); semillas (Monsanto, Du Pont, Syngenta, KWS Ag, Land O¨Lakes, Sakata, Bayer, Taikki, DLF Trifolium); agrotóxicos (Bayer, Syngenta, BASF, Dow, Monsanto, Du Pont, Koor, Sumitomo, Nufarm, Arysta); productos farmaceúticos (Pfizer, Glaxo Smith Kline, Johnson & Johnson, Merck, Astra Seneca, Hoffman-La Roche, Novartis, Bristol Meyers Squibb, Wyeth); alimentos y bebidas (Nestlé, Archer Daniel Midlands, Altria, Pepsico, Unilever, Tyson Foods, Cargill, Coca-Cola, Mars, Danone). La misma concentración se verifica en el circuito de distribución, con redes comerciales de amplitud mundial, donde los grupos dominantes son: Wal-Mart, Carrefour, Metro AG, Ahold, Tesco, Kroger, Costco, ITM Enterprises, Albetson¨s y Edeka Zentrale. Los movimientos de concentración y centralización de capital se revelaron intensísimos en los últimos trinta años en todas las ramas y sectores económicos, abarcando la producción, la circulación y actividades relativas a la reproducción social; para datos generales, consultar Chesnais (1996) y para específicos Moraes (1998) y Reis in Ramos, M.G.R., org. (2002) sobre medios, entretenimiento y publicidad y Dreifuss (1996) sobre fin anzas, industria de informática, telecomunicaciones y equipamientos aeronaút icos. Un ejemplo de esos movimientos es el que abarca la industria automovilística, emblemática de los “años dorados”: las 50 empresas que existían en el mundo en 1964, a mediados de los años noventa no eran más que 20 (de las europeas que eran cerca de 40 sólo quedan 7).
  • 9. enorme poder económico y político; véase la síntesis ofrecida por un cientista político: representantes del gran capital y formadores de “nueva elites”, Esos hombres, los más influyentes del planeta, poseedores de poderes jamás vistos en la historia de la humanidad, se encuentran regularmente en centros de conferencias virtuales y en “espacios” privilegiados de articulación, seguros y alejados del “ojo público”. […] Con una visión global y referencias mentales supranacionales, las nuevas elites orgánicas actúan trasnacionalmente […], evitan Estados nacionales y gobiernos, reafirmando la autonomía política de las corporaciones estratégicas y contribuyendo para la formación de […] un “pensamiento único”. [… Ese tipo de articulación] viabiliza y perpetúa el secreto político estratégico, sustrayendo las cuestiones vitales de la mirada publica […]. Por otro lado, muchos de los tradicionales lugares de representación y agregación de demandas sociales (congresos, parlamentos, gobiernos provinciales, autarquías estatales, asociaciones e instancias políticas diversas) se muestran ineficaces, en tanto los mecanismos y las prácticas convencionales de la política pasan a ser vistos como inadecuados (Dreifuss, 1996: 175-176). La concentración del poder económico condujo y está conduciendo a una enorme concentración de poder político. Aquí, claramente, se revela el carácter antidemocrático del capitalismo y en especial, del capitalismo monopolista ( cf. la nota 7 del Capítulo 8): al mismo tiempo en que se descalifica la política, sitiando las instancias representativas (parlamentos, asambleas legislativas) o en ellas haciendo sentir el peso de sus lobbies, esas “elites orgánicas” del gran capital – empresarios, ejecutivos, analistas, cientistas, ingenieros – realizan su política, tomando decisiones estratégicas que afectan la vida de billones de seres humanos, sin ningún conocimiento o participación de estos. Y no es preciso aclarar la característica corrupta de esa política.12 La política conducida por esas “elites orgánicas”, notoriamente a partir de los años setenta del siglo pasado, pasó a operar también a través de instituciones, agencias y entidades de carácter supranacional – como el Fondo Monetario Internacional, o el Banco Mundial y organismos vinculados a la Organización de las Naciones Unidas. Así, además de sus propios dispositivos, el gran capital va instrumentalizando directamente la acción de esos órganos para implementar las estrategias que le son adecuadas. El poder de presión de esas instituciones sobre los Estados capitalistas más débiles es enorme y les permite imponer desde la orientación macroeconómica, frecuentemente direccionada a los llamados “ajustes estructurales”, hasta disposiciones y medidas de menor envergadura. 9.4. Neoliberalismo: el capital sin controles sociales mínimos Toda nuestra argumentación, a lo largo de este libro, se esforzó por mostrar que cualquier tipo de control o regulación repugna a la naturaleza del capital – él no avanza según su lógica si encuentra otras barreras y límites que aquellos que derivan de la estructura de su propio movimiento. De sus límites y trabas inmanentes (que se expresan en las crisis), él no puede librarse; de regulaciones y frenos socio-políticos, él puede liberarse, como lo prueba la historia de los últimos treinta años. Realmente, el capitalismo contemporáneo se particulariza por el hecho de, en él, el capital estar destruyendo las regulaciones que le fueran impuestas como resultado de las luchas del movimiento 12 La corrupción que particulariza la acción política de grupos monopolistas es “democrática”: incluye peces gordos en todos los cuadrantes. La lista de escándalos con pocos protagonistas castigados, es infinita: Anthony Gebauer (lobbista norte-americano), Bernard Tapie (empresario y exministro francés), Roh Tae Woo (expresidente de Corea del Sur), Pierre Suard (expresidente ejecutivo de la corporación Alcatel Alsthom), Paolo Berlusconi (hermano del exprimer ministro italiano), Willy Clae s (exsecretario general de la OTAN), Toshio Yamaguchi (exministro japonés), Thorstein Molard (expresidente del Banco Central de Noruega)…
  • 10. obrero y de las capas trabajadoras. El desmontaje (total o parcial) de los varios tipos de Welfare State es el ejemplo emblemático de la estrategia del capital en los días corrientes, que prioriza la supresión de derechos sociales arduamente conquistados (presentados como “privilegios” de trabajadores) y la liquidación de las garantías del trabajo en nombre de la “flexibilización” ya referida. Sin embargo, a escala mundial, la estrategia del gran capital apunta a romper con todas las barreras socio-políticas, y no solamente con aquellas relacionadas con el trabajo, donde el empeño de las corporaciones monopolistas está en la completa desregulación de las actividades económicas. Incluso las defensas aduaneras que los países centrales mantuvieron en períodos anteriores de la fase imperialista (y que hasta hoy mantienen respecto a los países periféricos, especialmente de sus productos agrícolas) son ahora consideradas “anacrónicas”: el gran capital quiere romper con ellas, con su “rigidez”, para obtener la mayor libertad posible. La pretensión del gran capital es clara: destruir cualquier traba extra-económica a sus movimientos. Para legitimar esa estrategia, el gran capital fomentó y patrocinó la divulgación masiva del conjunto ideológico que se difundió con la designación de neoliberalismo – la diseminación de las tesis, profundamente conservadoras, originalmente defendidas desde los años cuarenta por el economista austríaco F. Hayek (1899-1992), que dividió en 1974 el Premio Nobel de Economía con Gunnar Myrdal. Lo que se puede denominar ideología neoliberal comprende una concepción de hombre (considerado atomistícamente como posesivo, competitivo y calculador), una concepción de sociedad (tomada como un agregado fortuito, medio para el individuo realizar sus propósitos privados) fundada en la idea de la natural y necesaria desigualdad entre los hombres y una visión rastrera de libertad (vista como función de la libertad de mercado). Vulgarizando las formulaciones de Hayek, la ideología neoliberal, masivamente generalizada por los medios de comunicación social a partir de los años ochenta del siglo pasado, conformó una especie de sentido común entre los sirvientes del capital (entre los cuales se cuentan ingenieros, economistas, administradores, gerentes, periodistas, etc.) e incluso entre significativos sectores de la población de los países centrales y periféricos. Esa ideología legitima precisamente el proyecto del capital monopolista de romper con las restricciones sociopolíticas que limitan su libertad de movimiento. Su primer blanco lo constituyó la intervención del Estado en la economía: el Estado fue demonizado por los neoliberales y presentado como un gravamen anacrónico que debía ser reformado – y por primera vez en la historia del capitalismo, la palabra reforma perdió su sentido tradicional de conjunto de cambios para ampliar derechos; a partir de los años ochenta del siglo XX, bajo el rótulo de reforma(s) lo que viene siendo conducido por el gran capital es un gigantesco proceso de contra-reforma(s), destinado a la supresión o reducción de derechos y garantías sociales. La ideología neoliberal, sustentando la necesidad de “disminuir” el Estado y cortar sus “gorduras”, justifica el ataque que el gran capital viene moviendo contra las dimensiones democráticas de la intervención del Estado en la economía. Con todo, mejor que nadie, los representantes de los monopolios saben que la economía capitalista no puede funcionar sin la intervención estatal; por eso mismo, el gran capital continua demandando esa intervención. En la protección de sus mercados consumidores […]; en la garantía de acceso privilegiado (vía contratos públicos en sectores estratégicos de alta tecnología […]); en la obtención de incentivos fiscales […]; en el apoyo y asistencia regulatoria (comercial, diplomática, política y cobertura militar); y en el apoyo para condicionar a los países huéspedes y consumidores (Dreifuss, 1996: 226-227).
  • 11. Desmintiendo la retórica neoliberal, las demandas del capital al Estado continúan incidiendo en el campo (ligado a la industria bélica) de la investigación; por ejemplo en los años noventa del siglo XX, en “Estados Unidos más del 80% de la investigación en ingeniería eléctrica, 70% en materiales y metalúrgica y 55% en ciencias de la computación son sustentados por programas de investigación militar aplicada del gobierno (id., ibid.: 227). Es claro, por lo tanto, que el objetivo real del capital monopolista no es la “disminución” del Estado, sino la disminución de las funciones estatales cohesivas, precisamente aquellas que responden a la satisfacción de derechos sociales. En verdad, al proclamar la necesidad de un “Estado mínimo”, lo que pretenden los monopolios y sus representantes es nada más que un Estado mínimo para el trabajo y máximo para el capital. El ataque del gran capital a las dimensiones democráticas de intervención del Estado comenzó teniendo como blanco las regulaciones de las relaciones de trabajo (la “flexibilización” comentada en el ítem precedente) y avanzó en el sentido de reducir, mutilar y privatizar los sistemas de seguridad social. Prosiguió extendiéndose la intervención del Estado en la economía: el gran capital impuso “reformas” que retiraron del control estatal empresas y servicios –se trata del proceso de privatización, mediante el cual el Estado entregó al gran capital, para explotación privada y lucrativa, complejos industriales enteros (siderurgia, industria naval y automotriz, petroquímica) y servicios de primera importancia (distribución de energía, transportes, telecomunicaciones, saneamiento básico, bancos y seguros). Esa monumental transferencia de riqueza social, construida con recursos generados por la masa de población, para el control de grupos monopolistas se operó en países centrales, pero especialmente en países periféricos –donde, en general, significó una profunda desnacionalización de la economía y se realizó por medio de procedimientos profundamente corruptos (del que es ejemplo paradigmático la Argentina de Menem). Un competente analista muestra la importancia, para los sectores monopolistas, de la privatización, mediante la cual retornaron a la esfera mercantil servicios controlados por el Estado: “Actualmente, es en el movimiento de transferencia, para la esfera mercantil, de actividades que hasta entonces eran estrictamente reguladas o administradas por el Estado, que el movimiento de mundialización del capital encuentra sus mayores oportunidades de invertir” (Chesnais, 1996:186). Entretanto, caracterizando su movimiento contemporáneo como globalización, el gran capital quiere imponer una desregulación universal –que va mucho más allá de la “desregulación” de las relaciones de trabajo. El objetivo declarado de los monopolios es garantizar una plena libertad en escala mundial, para que los flujos de mercancías y capitales no sean limitados por ningún dispositivo. No empleamos la expresión objetivo declarado por casualidad: es que, si los grupos monopolistas y los Estados que los representan declaran que pretenden el fin de todas las barreras a las mercancías y capitales, en la práctica de las relaciones internacionales ellos continúan manteniendo barreras y límites que protegen a sus mercados nacionales- los interminables debates que se realizan en los marcos de la Organización Internacional del Comercio/OMC, contraponiendo países centrales y países periféricos, muestran claramente que los países imperialistas difícilmente “desregulan” sus mercados internos; la receta que recomiendan es para “uso externo”, o sea, para los países dependientes y periféricos. Por otra parto, en cuanto desenvuelven la demagogia de la globalización (tal cual viene siendo conducida por ellos) como un “progreso” para la integración del conjunto de la humanidad en el capitalismo e insisten en la necesidad de poner fin a cualquier restricción en los flujos internacionales, los países imperialistas crean progresivamente nuevas barreras a los flujos de fuerza de trabajo, instaurando verdaderos “cordones sanitarios” en sus fronteras. Para el gran capital, lo que interesa es su libre movilidad.
  • 12. 9.5. La financierización del capital Flujos económicos mundiales siempre marcaron el capitalismo y, si la fase imperialista los acentuó, el período contemporáneo los amplió aún más. Entretanto, ahora ellos se presentan con particularidades que no resultan apenas de su gran expansión. Las interacciones comerciales, por ejemplo, se intensificaron especialmente entre los propios países centrales – ellas hoy son mucho más significativas que entre los centros y las periferias. Los tres grupos de países que lideran el campo imperialista, constituyentes de la llamada Tríada (Estados Unidos, Unión Europea y Japón), realizan entre si el grueso de las transacciones comerciales, fundamentalmente operadas por los grandes monopolios y procesadas entre sus matrices y filiales/subsidiarias (se trata del comercio llamado intracorporativo). Otro elemento diferencial de las relaciones económicas internacionales, propio del capitalismo contemporáneo, es la estructuración de bloques supranacionales que pasan a constituir espacios geoeconómicos regionales, contando con normas específicas para sus transacciones y promoviendo la integración, bajo el comando monopolista, de inversiones y mercados. En esos bloques, hay articulaciones de distinta naturaleza, desde las más abarcativas (es el caso de la Unión Europea) a las más limitadas (casos de Nafta, envolviendo Estados Unidos, Canadá y México y de APEC, que incluye países del área del Pacífico – Asia y Oceanía- e incluso Estados Unidos y Chile). Sin embargo, la más importante de las transformaciones por la que viene pasando la economía del imperialismo, en este tercer período todavía en desarrollo, consiste en el proceso que algunos analistas designan como financierización del capital – tomándola como la cara contemporánea del capitalismo y dando como su punto de partida el año 1973, el profesor norteamericano David Harvey constata que ella es en todo espectacular por su estilo especulativo y predatorio. Valorizaciones fraudulentas de acciones, falsos esquemas de enriquecimiento inmediato, la destrucción estructurada de activos por medio de la inflación, la dilapidación de activos mediante fusiones y adquisiciones y la promoción de niveles de obligaciones de deudas que reducen poblaciones enteras, incluso en países capitalistas avanzados, a prisioneros de deuda, por no decir nada del fraude corporativo y del desvío de fondos […] resultado de manipulaciones de crédito y de acciones- todo eso son características centrales de la cara del capitalismo contemporáneo (Harvey, 2004: 123). Propiciado por los recursos internacionales, que garantizan comunicaciones instantáneas entre agentes económicos situados en los más distantes rincones del planeta, ese proceso tiene soportes en la gigantesca concentración del sistema bancario y financiero. Esta, a lo largo de los últimos treinta años, acompañó la concentración general operada en la economía capitalista; con todo, tiene efectos específicos, dado la amplitud que las actividades especulativas adquirieron en ese mismo lapso de tiempo: menos de 300 bancos (y corredores de acciones y títulos) globales controlan, a fines del siglo XX, las finanzas internacionales. Pero la razón esencial de la financierización es otra: ella resulta de la superacumulación e, incluso, de la caída de las tasas de lucros de las inversiones industriales registrada entre los años setenta y mediados de los ochenta. En la medida en que “el capitalismo es un sistema que prefiere no producir en vez de producir sin lucro, se comprende que un monto fabuloso de capital se disponibilizó entonces bajo la forma de capital-dinero (o capital monetario-cf. Cap.5, ítem 5.2). Parte de ese capital fue invertido en la producción, y especialmente, en el sector de servicios en otros países por las corporaciones imperialistas (representando la
  • 13. llamada inversión externa directa/IED), por cierto uno de los dínamos de la mundialización. Parte substantiva, sin embargo, permaneció en el circuito de la circulación buscando valorizarse en esta esfera. Insistimos repetidamente, en pasajes anteriores de este libro, que sólo en la producción se crea valor –en la circulación no hay generación de valor, pero también vimos que la realización de los valores se expresa en la circulación, como verificamos al estudiar el movimiento del capital.(Cap. 4, ítem 4.7 y Cap. 5, ítem 5.2): él sale de la circulación (D) y a ella regresa(D´). Eso significa que: 1) valorizándose realmente en la producción, el capital aparece realizado en la circulación y 2) que cualquier ganancia efectiva en la esfera de la circulación sólo puede resultar de valores creados en la esfera de la producción. En suma: D sólo puede transformarse en D´ por la mediación de la producción – por eso, al mencionar el reparto de plusvalía (Cap.4, ítem 4.7), indicamos, por ejemplo, que los intereses constituyen una deducción de plusvalía creada en la producción. La existencia de una cierta masa de capital bajo la forma de capital dinero es indispensable a la dinámica del capitalismo y esa masa es remunerada a través de los intereses. A medida que el capitalismo se desarrolló, un segmento de capitalistas pasó a vivir exclusivamente de ese capital que conservaron bajo la forma monetaria –se trata de la capa de capitalistas rentistas, que no se responsabilizan por inversiones productivas. Lo que se ve en el capitalismo contemporáneo es el fabuloso crecimiento (en función de la superacumulación y de la caída de las tasas de lucros) de esa masa de capital dinero que no es invertida productivamente, pero que succiona sus ganancias (intereses) de la plusvalía global –se trata, como se ve, de una succión parasitaria. A ese fenómeno se agrega en el capitalismo contemporáneo, el brutal crecimiento del capital ficticio. Se entiende por capital ficticio “las acciones, las obligaciones y otros títulos de valor que no poseen valor en sí mismo. Representan apenas un título de propiedad, que da derecho a un rendimiento […]” (Koslov, dir., 1, 1981: 217). Así como el capitalismo no puede funcionar sin una cierta masa de capital conservada en cuanto capital dinero, tampoco puede funcionar sin capitales ficticios –incluso, del mismo modo que contemporáneamente aquella masa creció de forma espectacular, igualmente creció de modo asombroso, el monto de capital ficticio. Ese crecimiento ha sido de carácter nítidamente especulativo: o sea: no guarda la menor correspondencia con la masa de valores reales. La financierización del capitalismo contemporáneo se debe a que las transacciones financieras (esto es: las operaciones situadas en la esfera de la circulación) se tornaron en todos los sentidos hipertrofiadas y desproporcionales en relación a la producción real de valores – se tornaron dominantemente especulativas. Los rentistas y los poseedores de capital ficticio (acciones, cuotas de fondos de inversiones, títulos de deudas públicas) extraen ganancias sobre valores frecuentemente imaginarios –y sólo descubren eso cuando en las crisis de “mercado financiero”, papeles que, a la noche, “valían” X, en la bella mañana siguiente pasan a “valer” –X o, literalmente, a no “valer” nada, como fue el caso de los compradores de títulos de la norteamericana Enron, en un escándalo que explotó en 2001 y que no fue el único, pero se inscribió en el cuadro de la apertura de este siglo en los Estados Unidos, así descripto por un analista: Los escándalos corporativos se sucedían en cascada e imperios empresariales aparentemente sólidos se disolvían literalmente de la noche a la mañana. Errores contables (bien como la corrupción pura y simple) […] estaban desmoralizando Wall Street y las acciones y otros activos estaban derrumbándose. Los fondos de pensión perdieron entre un cuarto y un tercio de su valor – cuando no se evaporaban de una vez, como ocurrió con los fondos de los empleados de la Enron […]. (Harvey, 2004: 20) Sin Embargo, entre una crisis y otra – y “burbujas financieras” estallan inesperadamente, a gusto de los intereses de los grandes especuladores y derivan en crisis reales: 1995 (México), 1997 (Asia), 1999 (Rusia),
  • 14. 2001 (Argentina)-, esas ganancias financieras, más allá obviamente de hacer a la riqueza rápida de los especuladores, refuerzan la percepción falsa y socialmente dañina de que la esfera de la circulación genera valores y es autónoma en relación a la esfera productiva. Tales ganancias generalizan la idea de que la conversión de D en D´ se opera sin la mediación de la producción; en verdad, conduce al límite la fetichización del dinero (cf. Cap. 3, ítem 3.6), como si él tuviera la facultad de reproducirse ampliadamente a sí mismo. Las finanzas pasaron a constituir, en los últimos treinta años, el sistema nervioso del capitalismo – en ellas se espejan, particularmente, la inestabilidad y los desequilibrios de etse período de la fase imperialista. Envolviendo intereses monumentales e instituciones tentaculares, la oligarquía que las controla (no más de 500 “inversores”) dispone de un poder que desafía la soberanía de los Estados nacionales y la autoridad de sus bancos centrales; se debe a ese poder la libre movilidad de que los capitales puramente especulativos (“capitales volátiles”) pasaran a disfrutar y, con ella, a su capacidad de arruinar economías nacionales enteras –especialmente a través de su acción sobre el mercado de divisas. Las dimensiones de esos “capitales volátiles” fueron realzadas por un respetado economista egipcio: Se puede tener una idea de la enormidad de sus dimensiones […] comparando dos cifras: la del comercio mundial, del orden de 3 billones de dólares al año, y la de los movimientos internacionales de capitales volátiles, del orden de 80 a 100 billones, vale decir, treinta veces más importante (Amin 2003: 32) Es también en el marco de la financierización del capitalismo que se tornan inteligibles la cuestión de la deuda externa de muchos países periféricos y también las propuestas de “ajuste” de sus economías, a través de las reformas recomendadas y monitoreadas por agencias internacionales, centralmente el Fondo Monetario Internacional, que representan justamente los intereses de la oligarquía de las finanzas. Aunque tenga orígenes bien anteriores, la deuda externa de los países periféricos y dependientes ganó la dimensión que hoy posee a partir de mediados de los años setenta del siglo XX: voluminosos capitales de los países centrales, tornados excesivos por la superacumulación y por la caída de las tasa de lucro, fueron puestas al alcance de los tomadores (deudores) a intereses variables, determinados por los acreedores. Sólo esta prescripción ya aprisionaba a los deudores; pero ella no bastó a los acreedores: estos condicionaron largamente los préstamos, de forma de compelir a los tomadores a compras o inversiones siguiendo sus intereses. El resultado fue el siguiente: por una parte, la tasa de intereses osciló en general a favor de los acreedores; por otra, el quantum que efectivamente sirvió a los intereses de los acreedores fue siempre muy inferior al monto de los préstamos (Kucinski y Brandford, 1987; Mandel, 1990, cap. XXIX). En esas condiciones la deuda creció astronómicamente y a los acreedores no les interesa sino el pago de los intereses – su total acumulado atraviesa de lejos lo principal de la deuda, que, de tan significativos, muchas veces implicaron nuevos préstamos para saldarlos. El caso latinoamericano es emblemático: si, en 1975, la deuda externa de nuestros países era estimada en 300 billones de dólares, en 2005 ella llegaba a 730 billones de dólares – a pesar de, en esos mismos treinta años, nuestros países haber pagado un total de 1 trillón de dólares. Los gastos estatales, cuando no cubiertos por las recetas, resultan en el llamado déficit público –en vista del cual el Estado puede emitir sin límite (cf. Cap.8, ítem 8.8), desencadenando directamente procesos inflacionarios, o puede lanzar papeles (títulos de deuda pública) en el mercado, ofreciendo intereses atrayentes a los inversores. La oligarquía financiera es la principal detentora de esos títulos y, naturalmente utiliza todo su poder para, primero mantener elevados aquellos intereses y segundo, recibirlos puntualmente. Cuando los Estados periféricos y dependientes, por una razón u otra, encuentran dificultades para mantener el
  • 15. flujo de recursos para los detentadores de los títulos, estos presionan en el sentido de reducir los gastos estatales, de modo de constituir un superávit que les permita continuar succionando valores bajo forma monetaria. No es preciso observar que ese superávit se obtiene mediante la disminución de inversiones (en infraestructura, salud, educación, etc.), lo que reduce las posibilidades de crecimiento económico. Las propuestas de “reformas” y “ajustes estructurales” presentadas a los estados periféricos y dependientes combinan la recomendación de “recortar gastos” con la de privatización –y por eso, tales “reformas” y “ajustes” resultan siempre en ganancias para la oligarquía financiera y los grupos monopolistas, penalizando fuertemente a las masas trabajadoras (Chossudovsky, 1999). Teniendo en cuenta todo lo que anotamos hasta aquí, no hay razón para que el lector se espante con el siguiente hecho: en los últimos treinta años, los países dependientes y periféricos se tornaron exportadores de capital para los países centrales –según cálculos del sociólogo mexicano Pablo Gonzalez Casanova, entre 1972 y 1995, el volumen de excedentes transferidos de la periferia capitalista para el capitalismo central “llegó a la fabulosa cifra de 4,5 trillones de dólares” (Borón, 2002: 148). 9.6. El “mundo nuevo” del capitalismo contemporáneo El mundo en que vivimos, en la entrada del siglo XXI, es muy diferente de aquel que despuntaba en la segunda mitad del siglo XX –si, cronológicamente, de él nos separan poco más de tres décadas, desde el punto de vista societario la impresión que se tiene es la de que experimentamos un “mundo nuevo”. Más allá de haber surgido un “mercado mundial de bienes simbólicos”, mercancías nuevas se generalizaron (piénsese en productos y subproductos de la electrónica, de las computadoras de uso personal a los teléfonos celulares), cambiaron mucho las formas de su circulación (del comercio disperso a los shopping centers y, ahora, vía internet) y hábitos y patrones de consumo se alteraron radicalmente –el fetiche del automóvil fue dislocado por los gadgets electrónicos en una cultura de consumo (Featherstone, 1995). Sobre todo, se constata que el universo de la mercantilización, ya amplificado en el período anterior de la fase imperialista, creció hasta el límite de lo insondable: está lejos de la exageración afirmar que actualmente todo es efectivamente pasible de transacción mercantil, de los cuidados de los enfermos de SIDA al paseo matinal de animales domésticos- en “servicios” (inclusive los sexuales) que se insertan en la industrialización generalizada antes mencionada. La velocidad no envuelve sólo la circulación de cosas y materialidades, mercancías y personas: las infovías permiten que informaciones, imágenes, sonidos y toda una simbología giren rápidamente por la Tierra, ahora si transformada en la aldea global mencionada por el canadiense Marshall MacLuhan (1911-1980). Los recursos informacionales estimulan la constitución de referencias culturales comunes, desterritorializadas, y nuevas modalidades de interacción social, que se operan en el plano de la virtualidad, alteran relaciones y valores (ecualizando, en el límite, la guerra a los games). Los mismos recursos informacionales inciden en dominios directamente relacionados a la vida económica – los ejemplos más obvios son aquellos que afectan las actividades bancarias y financieras (la “volatilidad” de los capitales referida más arriba y su acción especulativa se explica también por aquellos recursos). Esa velocidad es responsable de la emergencia de una nueva percepción del espacio y del tiempo –fenómeno que Harvey (1993:219) caracterizó como compresión del tiempo-espacio: “el espacio parece encoger en una “aldea global” de telecomunicaciones […] y los horizontes temporales se reducen a un punto en que sólo existe el presente […]”.
  • 16. Si, en los “años dorados”, las ciudades se metropolizaron –en la resultante de un proceso de urbanización general que reveló cómo las fuerzas productivas comandadas por el capital “producen el espacio” (Lefebvre, 1999: 177)-, en el capitalismo contemporáneo ellas pasan por “reestructuraciones” piloteadas por la “reestructuración productiva”. Urbanización y suburbanización se mezclan, se confunden y se invierten y son refuncionalizadas según lógicas que concretizan procesos de segregación socioespacial. La experiencia de un “mundo nuevo” es sobre todo impactante en la esfera de la producción. Si la fábrica fordista ni de lejos desapareció, es un hecho que en sectores de punta los procesos de trabajo sufrieron una profunda metamorfosis: más allá de nuevos materiales, “la robótica, máquinas de comando numérico computarizado, controladores lógico-programables (CLP´s), sistemas digitales de control distribuido (SDCD´s) y demás aplicaciones de microelectrónica, de informática y de teleinformática” (Ferrari, 2005: 41), así como las nuevas formas de control y encuadramiento de la fuerza de trabajo, configuran modalidades y espacios productivos hasta entonces desconocidos. Justamente esa metamorfosis está en la base del conjunto de extraordinarios cambios que sustentan el “mundo nuevo” –alteraciones en el proletariado, en el conjunto de los asalariados, en la reconfiguración de la estructura de clases, en los sistemas de poder, en fin en la totalidad social que es constituida por la sociedad burguesa. Es imposible, aquí, siquiera esbozar un resumen de los trazos pertinentes al “nuevo mundo”. Importante y decisivo es señalar que ese mundo resulta de la ofensiva del capital sobre el trabajo y, por eso mismo, significa una regresión social casi inimaginable hace treinta años. La ofensiva del capital, en el proceso de su mundialización, no resultó sólo en la creación del mayor contingente histórico de desempleados, subempleados y empleados precarizados y en la exponenciación de la “cuestión social”; ni en el anverso del “pos-fordismo” y solamente la restauración de explotación de hombres y mujeres que el propio capitalismo parecía tener superado. Igualmente, no resultó sólo en la creación del mito de la “sociedad de consumo” ni en una retórica según la cual el ciudadano consumidor debe ser el centro de atención de las empresas –resultó incluso en la realidad de las empresas que se valen, a través de la publicidad, de todos los recursos posibles para engañar y manipular a los consumidores, ocultando el hecho de planear la obsolescencia de sus mercancías (Haug, 1997). El capital parece victorioso: en todas partes, la competitividad y el mercado se imponen y, al cabo de cerca de veinticinco años de su ofensiva, las tasas de lucro volvieron al nivel de los “años dorados”, sin embargo, no sólo las tasas de crecimiento permanecen mediocres, pero las crisis se multiplican, pulverizadas y frecuentemente bajo la forma de crisis financieras localizadas: son las crisis típicas de la financierización. Y si las megacorporaciones adquirieron poder planetario, la contrapartida de eso es que varias decenas de Estados nacionales fueron obligados a renunciar a cualquier pretensión de soberanía, tornándose verdaderos “Estados-enanos”. El saldo de la ofensiva del capital, apreciado brevemente, explicita las tres cuestiones que aparecen como propias del “mundo nuevo”: “el creciente alargamiento de la distancia entre el mundo rico y el pobre (y […] dentro del mundo rico, entre sus ricos y sus pobres); el ascenso del racismo y la xenofobia; y la crisis ecológica del globo, que nos afectará a todos” (Hobsbawm, in Blackburn, org., 1992: 104). Ninguna de esas cuestiones puede ser resuelta en los marcos del capitalismo contemporáneo. Pero el capitalismo contemporáneo, al exacerbar todas las contradicciones del modo de producción capitalista, creó también la condición necesaria para su superación por otra organización societaria, capaz de efectivamente instaurar un –sin comillas- mundo nuevo. El florecimiento de las fuerzas productivas, con el soporte de un fantástico crecimiento del acervo científico y técnico, elevó a niveles altísimos la productividad
  • 17. del trabajo, y socializó al límite la producción de riquezas; las relaciones sociales capitalistas, conservando la apropiación privada de esa riqueza, funcionan como un poderoso freno al desarrollo social. Se constata, por lo tanto, que está puesto el primer requisito para una época de revolución social. (cf. Cap. 2, ítem 2.2.). De hecho, en el capitalismo contemporáneo, el monopolio del capital se torna un obstáculo para el modo de producción capitalista que floreció con él y bajo él. La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo alcanzan un punto en que se vuelven incompatibles con su envoltorio capitalista. […] Suena la hora final de la propiedad privada capitalista (Marx, 1984, I, 2: 294). Conclusión En la entrada del siglo XXI, el análisis de la historia y de las perspectivas del modo de producción capitalista pone a hombres y mujeres tal vez aquel que sea el mayor de los desafíos ya enfrentados por la humanidad: la elección entre una nueva barbarie, representada por la continuidad del capitalismo, o la construcción de un orden social que, “en lugar de la vieja sociedad burguesa con sus clases y sus antagonismos de clases”, instaure “una asociación en que el libre desarrollo de cada uno es la condición para el libre desarrollo de todos” (Marx y Engels, 1998: 31). En efecto, la organización fundada en el modo producción capitalista –la sociedad burguesa- ya explicitó, al cabo de su existencia más que secular, el pleno agotamiento de sus potencialidades progresistas. La liquidación de las instituciones opresivas de la feudalidad, la emancipación política de los hombres, la liberación y el fomento de las fuerzas productivas, el estímulo a la investigación científica y la incorporación de sus resultados a la producción, la unificación de la humanidad mediante la constitución de una economía-mundo –todos esos procesos de avance fueron promovidos por el desarrollo capitalista. En las páginas de este libro, vimos cuan onerosas fueron esas conquistas y los sujetos sociales sobre los cuales recaerían las mayores penalizaciones –los proletarios y el conjunto de los trabajadores. Con todo, la enormidad de ese costo no puede obscurecer el papel objetivamente progresista que el capitalismo desempeñó. Mientras las relaciones sociales de producción burguesas estimularon el desarrollo de las fuerzas productivas (recuerde el lector lo que escribimos en el Capítulo 2, ítem 2.2), ese papel objetivamente progresista fue de extraordinaria importancia para la humanidad. Pero este es un capítulo de la historia que parece definitivamente cerrado: en la entrada del siglo XXI, las relaciones sociales de producción burguesa o traban el desarrollo de las fuerzas productivas, o cuando lo estimulan, restringen fuertemente sus potencialidades emancipatorias. Todas las contradicciones propias del modo de producción capitalista llegan al auge en la fase imperialista, y en su período contemporáneo, exhiben el carácter destructivo de la producción capitalista (Mészáros, 2002, caps. 15 y 16), sea en vista de la propia sociedad, sea en vista de la naturaleza. La ley general de la acumulación capitalista (que estudiamos en el Capítulo 5, ítem 5.5) revela su vigencia de modo incontestable: mientras se exponencia la posibilidad de producción de riquezas, un tercio de la humanidad vive en condiciones animalescas. Mientras, para las clases dominantes de los países centrales y de las periferias, el “consumo conspicuo” y el derroche en trastos de lujo se tornan un modo de vida, los trabajadores engrosan el contingente de subempleados, empleados temporarios y desempleados e inmensas masas poblacionales (medidas en cifras de centenas y centenas de millones) subsisten en el pauperismo. La
  • 18. pobreza se ve naturalizada y ya no se pone la cuestión de suprimirla: lo que el orden burgués tiene para ofrecerle, para reducirla, es una asistencia social refilantropizada. Las barreras y obstáculos que el dinamismo capitalista genera necesariamente, ahora acentuados con la acumulación y la concentración del capital (que tematizamos en el Capítulo 5, ítem 5.3) elevadas a la enésima potencia, se expresan en crisis cuyos efectos acumulativos introducen en la vida económica elementos de inseguridad y de inestabilidad anteriormente desconocidos. La superacumulación (observada en el Capítulo 5, ítem 5.1) deriva hoy en un torbellino especulativo que transforma el mundo en un verdadero casino global. La naturaleza parasitaria de la burguesía contemporánea se torna cada vez más acentuada. Las garantías al trabajo son reducidos e incluso eliminadas. Formas de explotación del trabajo (infantil, femenino, de inmigrantes) que parecían reliquias de la historia son reactualizadas –inclusive el trabajo semiesclavo. En los “sótanos de la globalización” (Dreifuss), florecen las diversas mafias (la Yakusa japonesa, las italianas Cosa Nostra, Camorra, N´drangheta y Sacra Corona Unita, las asociaciones criminales surgidas de la desintegración de la Unión Soviética, los “señores de la guerra” en el Extremo Oriente, los barones del narcotráfico norte-americanos y latino-americanos), moviendo una economía gris que anualmente “lava”, en los paraísos fiscales (Islas Caimán y Vírgenes), cerca de un trillón de dólares. Ideas que ya se comprobaron profundamente lesivas a la humanidad (como el racismo, el chovinismo, la xenofobia) retornan a la escena política. El vaciamiento de las instancias democráticas acompaña la reconversión del Estado en servicial de un mercado que, de hecho, es manipulado por una oligarquía financiera mundial. El “mundo nuevo” del capitalismo contemporáneo puede ser así señalado: Los países ricos, que representan apenas el 15% de la población mundial, controlan más del 80% de la renta global, siendo que aquellos del hemisferio sur, con el 58% de los habitantes de la Tierra, no llegan al 5% de la renta total. Considerada, sin embargo, la población mundial en su conjunto, los números del apartheid global se estampan con mayor claridad: los 20% más pobres disponen del 0,5 % de la renta mundial, mientras que los más ricos de 79%. Basta para eso pensar que un único banco de inversión, el Goldman Sachs, divide anualmente el lucro de US$ 2,5 billones entre 161 personas, mientras un país africano, como Tanzania, con un PBI de apenas US$ 2,2 billones, tiene que sustentar 25 millones de habitantes. La concentración (de la riqueza) llegó al punto que el patrimonio conjunto de los raros 447 billonarios que hay en el mundo es equivalente a la renta sumada de la mitad más pobre de la población mundial –cerca de 2,8 billones de personas. (Mello, 1999: 260. Itálicos no constan del original; suprimimos las referencias hechas por el autor). Ese cuadro del capitalismo contemporáneo es determinado, en última instancia, por las relaciones sociales de la producción burguesa y, en la medida que tales relaciones fueron mantenidas, él será agravado y cronificado. Ninguna reforma del capitalismo tiene condiciones de revertirlo: él es la resultante, en las condiciones contemporáneas, del movimiento del capital y de su comando sobre la sociedad. Y constituye, precisamente, la nueva barbarie a que nos referimos. La humanidad, sin embargo, no está condenada inexorablemente a esa barbarie. Albert Einstein (1879-1955), Premio Nobel de Física/1921 y uno de los mayores genios de toda la historia, partió de un correcto análisis de la barbarie y concluyó por la alternativa a ella: La anarquía económica de la sociedad capitalista, como existe actualmente, es, en mi opinión, el verdadero origen del mal. […] El capital privado tiende a concentrarse en pocas manos. El resultado […] es una oligarquía del capital privado cuyo enorme poder no puede ser eficazmente controlado realmente por una sociedad política democráticamente organizada […] Estoy convencido que sólo hay una forma de eliminar estos serios males, a saber a través de la constitución de una economía socialista {…]. En esta economía, los medios de producción son tenidos por la propia sociedad y son utilizados de forma planificada. Una
  • 19. economía planificada, que adaptase la producción a las necesidades de la comunidad, distribuiría el trabajo a ser hecho entre aquellos que pueden trabajar y garantizaría el sustento de todos los hombres, mujeres y niños […]. La alternativa apuntada por Einstein, el socialismo –transición hacia una sociedad que sea capaz de garantizar el libre desarrollo de cada individuo como condición para el libre desarrollo de todos los individuos- no es una utopía ni un sueño de teóricos. Sus bases objetivas fueron preparadas por el propio desarrollo capitalista, y en esto reside una contradicción más del modo de producción: al llegar a la organización monopolista contemporánea, el capitalismo no sólo pone a la humanidad en el umbral de una nueva barbarie – también coloca las condiciones materiales para ser sustituido por una organización societaria superior y más avanzada. En efecto, el desarrollo de las fuerzas productivas, la elevación del carácter social de la producción a su clímax y la acumulación científica y técnica propiciada por el capitalismo crearon objetivamente la base material que permite la supresión de un orden social engendrado por él. En la actualidad, el socialismo –para el cual no se dispone de cualquier receta ya lista- es una posibilidad, una alternativa concreta abierta a la humanidad. Sin embargo, la conversión de una posibilidad en realidad no obedece a ningún determinismo histórico –ella es función de elecciones conscientes operadas por masa de millones y millones de hombres y mujeres, elecciones que direccionan su acción política en el marco complejo de las luchas de clases. Históricamente, la conducción de la lucha contra el capitalismo fue realizada por el proletariado, liderando al conjunto de los trabajadores –y no hay ningún indicio de que el éxito de la lucha anticapitalista pueda prescindir del protagonismo obrero. Pero es un hecho, en esto consiste uno de los núcleos de la problemática contemporánea, que las organizaciones políticas que podrían orientar el protagonismo proletario, de los trabajadores y de otros segmentos anticapitalistas experimentan una grave crisis. De cualquier forma, la humanidad está delante de dos alternativas concretas, expresadas en una fórmula clásica: socialismo o barbarie. Se trata de elegir entre ellas –y nosotros sabemos (Cap. 1, item1.2.) que la libertad consiste en la posibilidad de elegir entre alternativas concretas.