4. PRÓLOGO
En el crepúsculo de mi vida, siento tres necesidades im-
periosas.
La primera es la de confiar lo que creo que ha sido lo
esencial de mi existencia, dejando que en el recuerdo se
mezclen hechos antiguos y recientes.
La segunda necesidad que siento es la de dar las gracias
por todo lo que me ha sido dado. Lo más preciado de lo
que he recibido procede de las tres fuentes que han regado
mi vida interior: el pueblo judío, que a través de su libro
santo, la Biblia, me enseñó a creer en el Dios Único, Justo
y Misericordioso; la Iglesia, que me dio la certeza de que
el Eterno es Amor y de que no cesa de manifestarse entre
nosotros, y Emaús, donde, viviendo entre los más macha-
cados por la vida, me he encontrado más íntimamente uni-
do a Jesucristo.
Y la tercera necesidad es que este viejo, después de tan-
tos enfados, luchas y polémicas, aspira cada vez más inten-
samente a la reconciliación y a la paz. ¿Cómo es posible
que, a lo largo de mis ya dilatados días, haya podido, a
pesar de mis esfuerzos sinceros por vivir en el amor y la
verdad, herir a las personas que más amaba y respetaba? ¡Y
qué profundamente me han afectado también a mí estos
golpes crueles de la vida!
Ojalá en nuestros últimos días podamos decir humil-
demente a Dios y a nuestros hermanos: Perdónanos como
también nosotros perdonamos.
Este libro es, ante todo, una exigencia que surgió en mí
tras la visita de un desesperado que vino a preguntarme
sobre mis razones para vivir.
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5. A través de su interpelación, me vi obligado a reme-
morar lo que ha constituido, a lo largo de toda mi vida, el
meollo de mi fe y de mi esperanza.
¡Ojalá este libro pueda aportar una respuesta a este des-
conocido y a todos los que, hoy más que nunca, se interro-
gan sobre el sentido de la vida!
Quiero expresar toda mi gratitud a Frédéric Lenoir que
ha hecho posible este libro con su apoyo amistoso y sus
preciosos consejos.
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PRIMERA PARTE
Águilas heridas
6. I
LA ALEGRÍA
DE LAS LÁGRIMAS
El pasado verano recibí una carta de un desconocido en
la que me decía: «Estoy obsesionado por la idea del suicidio.
No tengo conocimiento espiritual alguno. Le pido que me
reciba, antes de que ceda a mi obsesión, simplemente para
que usted me hable de las alegrías de su vida».
Me quedé desconcertado. Obviamente, he experimen-
tado en mi vida alegrías sencillas, como todo el mundo.
Durante los seis años de mi vida de capuchino, enclaustra-
do, cuando terminaba de escribir, pintar o dibujar, firmaba
mis obras sin dudarlo con el seudónimo «hermano Alegría».
Un día que estaba enfermo, uno de mis compañeros deslizó
sobre mi mesa una de las miniaturas que había pintado, en
la que había añadido a mi firma: «hermano Alegría de las
lágrimas».
¿Pero había sentido también en mi vida alegrías profun-
das, esas alegrías con las que sueña todo ser humano cuan-
do el absoluto le ronda? ¿Encontraría en mi vida alegrías
que merecieran ser contadas? Lo que experimenté, ante la
interpelación del desconocido fue un sentimiento de vacío.
¿Qué esperaba de mí el desconocido que me planteaba tal
experiencia? ¿Me había planteado alguna vez ese tipo de
cuestiones?
Estuve buceando durante varios días en mi interior
cuando, de pronto, me vino a la mente un hecho acaecido
I I
7. hacía cuarenta años. Un acontecimiento en el que no había
pensado de inmediato, porque me había sobrecogido tanto
que, desde entonces, formaba parte de mi ser.
Fue en una de las primeras acogidas de los que, aban-
donando la miseria o el desencanto de una vida sin objeti-
vos, iban a convertirse en los primeros compañeros de
Emaús. Estábamos instalados entonces en Neuilly-Plaisance,
en las afueras de París. Todos los domingos por la mañana,
teníamos una reunión en la que debatíamos las ayudas que
íbamos a darles a los que eran todavía más desgraciados
que nosotros.
Terminada la reunión, yo solía subir al primer piso, don-
de estaba mi cuarto. Siempre trabajaba de pie, porque estaba
tan cansado que, cada vez que me sentaba, me quedaba dor-
mido. Para que no me sorprendiera el sueño abría dos ca-
jones metálicos de unos archivadores, ponía una plancha de
madera entre ambos y ésa era mi mesa de trabajo.
Al estar de pie, divisaba continuamente el patio de de-
lante de la casa. Desde mi atalaya veía a uno, dos, cinco o
diez compañeros que salían de paseo. Al verles, una alegría
inmensa recorría todo mi ser, porque estos hombres se ha-
bían transformado en personas dignas y aseadas. Nadie po-
dría distinguirles, en la calle, de cualquier persona decente
de la ciudad. Entonces recordaba el sucio aspecto que tenía
éste o aquél quince días o un mes antes, ...cuando temblan-
do preguntaban: «¿Todavía hay sitio para mí?». Estaban
avergonzados porque se sentían malos, sucios, no podían
cambiarse de ropa y dormían a la intemperie. Recordaba a
aquellas personas abatidas y humilladas y los veía, ahora,
convertidos en «hombres en pie», como ellos mismos decían.
Esta fue la alegría más grande que vino a mi mente en pri-
mer lugar.
Apenas se despertó este viejo recuerdo en mi memoria,
me sentí invadido por otras alegrías, también muy intensas,
12
como si se hubiese roto un dique y bajasen en tromba todas
ellas.
Un ejemplo: la primera vez en la que, junto con una
docena de judíos perseguidos por la Gestapo, pasamos clan-
destinamente la frontera suiza.
Enclaustrado en un convento durante siete años, estuve
ajeno al crecimiento del nazismo y del antisemitismo hasta
que estalló la guerra. En mi ambiente se admiraba a Pétain,
el vencedor de Verdún, y nadie me había informado de las
primeras medidas de Vichy contra los judíos.
Tras la derrota, estuve de sacerdote en Grenoble y allí
descubrí que los judíos eran perseguidos. Una noche, dos
de ellos vinieron a llamar a mi puerta con lágrimas en los
ojos: «Escóndanos, por favor, padre. Somos judíos y nos
persiguen».
Ni por un instante me planteé qué debía hacer. A uno
de ellos lo acosté en mi colchón, al otro sobre el somier y
yo terminé la noche en un sillón.
Al día siguiente fui a ver a la superiora del convento
de Notre-Dame de Sion para saber qué amenaza pesaba so-
bre ellos y qué debía hacer. Me dijo que su convento estaba
repleto de judíos escondidos y que era absolutamente ne-
cesario pasarlos a Suiza. Yo conocía un sendero, para cruzar
la frontera, pero un sendero que discurría a 3.200 metros
de altitud. Con la ayuda de un amigo, guía de alta montaña,
organicé pasajes clandestinos a Suiza. Tras una larga marcha
y tras pasar una noche en el refugio Alberto I, alcanzába-
mos la colina y entrábamos en el glaciar del Trient.
Al llegar a la frontera les decía con el corazón henchido
de alegría: «Estáis salvados. ¿Veis aquella cabana a lo lejos?
Allí os espera un amigo que tiene todo preparado para in-
troduciros y estableceros en Suiza».
Más tarde volví a encontrarme con alguno de ellos. Re-
cuerdo que una vez, en Washington, al finalizar la confe-
13
8. rencia que yo daba, se me acercó un profesor de historia y
me dijo: «¿No me reconoce?». «No», le contesté, sorprendido.
Entonces él me dijo: «Marcus». Y mi rostro se iluminó: Mar-
cus formaba parte del primer grupo de clandestinos a los
que había ayudado a cruzar la frontera.
Tampoco olvidaré jamás la intervención de un rabino,
durante una conferencia pública en plena campaña electoral,
inmediatamente después de la guerra. En medio de una
asamblea tumultuosa, mientras los adversarios políticos lan-
zaban calumnias contra mí, alguien se levantó y dijo: «Dé-
jenme decirles algo». Nos sentamos todos y vi subir al es-
trado a un viejecillo en un estado lamentable. Cogió el mi-
crófono y dijo: «No votaré por el Abbé Pierre porque no
estoy en el mismo bando político que él, pero no puedo
soportar los insultos que le están dirigiendo. Quizá usted
no se acuerde de mí, pero yo soy el rabino Sam Job, el que
le confiaba a mis amigos que estaban en peligro durante la
Ocupación. Un noche, usted se quitó sus zapatos y se los
dio a uno de los que tenía que huir a través de las monta-
ñas, acompañado de un guía amigo suyo, y usted volvió
descalzo por la nieve».
Emocionados por la evocación de este recuerdo, nos
abrazamos y la sala comenzó a aclamarme. La política di-
vide, los gestos de solidaridad unen.
Otro recuerdo muy vivo y mucho más conocido: en la
batalla que sosteníamos para construir viviendas, habíamos
pedido un crédito de mil millones (de francos antiguos) para
la construcción de viviendas para los pobres. Nos respon-
dieron: «Más adelante». Ese mismo día, un bebé murió de
frío y una anciana fue expulsada de su buhardilla por retra-
sarse en el pago del alquiler. Entonces, decidimos desenca-
denar la tormenta mediática del invierno de 1954. Ante la
concienciación de la opinión pública —¿no consiste preci-
samente en eso la democracia, en que la opinión pública
imponga lo que quiere a los que ha elegido para represen-
14
tarla?—, los diputados se reunieron de urgencia, en sesión
extraordinaria. Un mes antes se habían negado a desblo-
quear un crédito de mil millones. Ese día, votaron la apro-
bación de diez mil millones, gracias a los cuales pudimos
construir doce mil viviendas por toda Francia.
Qué alegría tan grande cuando Robert Buron y el se-
nador Leo Hamon llegaron a mi despacho exultantes y gri-
tando alborozados: «¡Lo hemos conseguido! ¡Hemos conse-
guido diez mil millones!».
Recuerdo también a aquel hombre al que le construimos
una casa. Llegó un día, fuera de sí: «¡Padre, mi mujer y mis
hijas han desaparecido!». Los buscamos durante veinticuatro
horas. Toda la comunidad se movilizó. Finalmente, vino a
decirme: «Ya los hemos encontrado». La mujer estaba a ori-
llas del Marne, temblando de frío y con sus dos hijitas apre-
tadas contra ella. Había ido hasta allí para arrojarse al agua,
pero no se había decidido a hacerlo. Hacía veinticuatro ho-
ras que estaba allí, sin comer, sin dormir, con sus dos hijas
medio muertas de frío. Además, la pobre mujer estaba es-
perando otro bebé. Vivían en un sótano, sin ventanas, ni
agua, ni servicios. Hacían sus necesidades en periódicos y
en botellas, que echaban a la papelera del inmueble vecino.
Algo terrible. Por fin pudimos construirles una pequeña ca-
sita.
Evidentemente, no podíamos resolver el problema de
los sin techo de toda Francia. Pero valía la pena haber su-
dado la gota gorda recogiendo trapos, periódicos viejos y
chatarra, para conseguir algo de dinero y comprar los ma-
teriales.
Como ven, mis recuerdos están poblados de hechos
dramáticos. Mis alegrías surgían en el momento en que el
drama cesaba o se atenuaba, aunque otras muchas angustias
continuasen sin resolverse.
El encuentro con el desconocido que me había escrito
la carta duró dos días, en la paz del monasterio.
15
9. Durante esos días, sólo entrecortados por los oficios
cantados de los monjes, la verdad es que dedicamos poco
tiempo a la evocación de estos recuerdos. Pero cada vez
que le contaba alguno de ellos, mi interlocutor comprendía
que implicaba toda una opción de vida. Cuando llegó la
hora de despedirnos, escribió en el libro de oro del monas-
terio estas líneas: «28 de julio de 1996. Antes de venir aquí,
me resultaba difícil imaginar o soñar con que algo así fuese
posible. Ésta es la señal de que existe la fe en el amor del
hombre. Existe y se puede tocar, sentir, ver, respirar lo más
sencillamente, lo más naturalmente del mundo, cuando se
hace un hueco en la vida para ello. Praglia (es el nombre de
la abadía donde nos habíamos encontrado) es la evidencia
del amor, la evidencia de este tiempo, la evidencia de esta
eternidad. Gracias».
El encuentro con este desconocido tampoco había sido
vano para mí.
Más de un lector se habrá preguntado quizá cómo se
me ha ocurrido el título de este capítulo. Pues a través del
trabajo de la memoria. Los recuerdos de estas alegrías reales
y extrañas que jalonan mi larga vida, ¿no muestran acaso
claramente que el ser humano está, a la vez, ávido de ho-
rizontes y de espacios ilimitados, como un águila, y al mis-
mo tiempo obligado a luchar, incapaz de volar realmente,
como si una herida se lo impidiese?
16
II
EMAÚS
Emaús está formado en la actualidad por 350 grupos
implantados en 38 países. En Francia hay 110 comunidades,
integradas por unas 4.000 personas.
Tenemos tres reglas. En primer lugar, trabajamos para
ganarnos la vida (rechazamos toda subvención estatal, re-
gional o local excepto para los ancianos y los inválidos). En
segundo lugar, lo compartimos todo. El más fuerte o el que
más aporta a la comunidad no tiene más que el viejecillo
jubilado. Y por último, trabajamos más de lo que necesita-
ríamos para vivir, con el fin de poder nosotros, los humilla-
dos, los excluidos y los marginados, ofrecernos el lujo de
ser donantes.
Somos pobres que damos a pesar de nuestra indigencia.
Por eso podemos decir a los demás: «Nosotros, que somos
pobres, pequeños e insignificantes, con lo que otros dese-
chan conseguimos dar y salvar a otros, poniendo en ello
todo nuestro corazón. Ustedes que no carecen de nada, que
tienen más de lo que necesitan, cuántas cosas podrían hacer
si lo intentasen». En esto consiste el movimiento Emaús.
¿Cómo comenzó?
Era la época de la posguerra. Yo era diputado. Una ma-
ñana, alguien me llama: «Un hombre acaba de intentar sui-
cidarse a tres kilómetros de su casa y quiere volver a ha-
cerlo. Venga». Al llegar, me encontré con un hombre pro-
17
10. fundamente desgraciado, que me contó su vida. ¡Una autén-
tica novela!
Su madre era una modesta mujer de la limpieza. Un día
un notario la convoca y le dice: «Señora, un viejo señor al
que usted ha servido, al no tener herederos, le ha designado
a usted como heredera universal. Es toda una fortuna: viñas
en Champagne, propiedades, etc.» Apenas esta pobre mujer
se hizo rica, un gendarme sin escrúpulos —los hay buenos
y malos, como en todas las profesiones— se puso a hacerle
la corte. Se casaron y el gendarme comenzó de inmediato
a despilfarrar el dinero de su mujer. Después, nació Geor-
ges, el hombre que acababa de intentar suicidarse. Georges
nunca había tenido vida de familia, porque siempre había
estado en internados.
Cuando iba a su casa de vacaciones, su madre, deses-
perada y humillada al ver cómo se comportaba su marido,
le decía: «Mira, su revólver está en el cajón. Algún día ten-
drás que vengarme».
A los veinte años, Georges se enamoró de una chica y
se hicieron novios. Pero, al poco tiempo, su novia le mandó
una carta de ruptura, sin más explicaciones. Incluso ahora,
a sus cuarenta y cinco años, me decía que seguía amando a
esa mujer y lloraba amargamente.
La culpable de su desgracia había sido la amante de su
padre, quien, para «meter mano» en su fortuna, quería que
el joven Georges se casase con una chica pariente suya. Por
eso, le había enviado a la novia terribles cartas anónimas
para que le abandonase. Desesperado, Georges había ter-
minado por aceptar este otro matrimonio y pronto les na-
cería un bebé.
Hablando con su primera novia para tratar de entender
los motivos de la ruptura, unos amigos descubrieron la exis-
tencia de las cartas anónimas. Indignados, corrieron a en-
señárselas a Georges. Este reconoció la letra de la amante
de su padre y, presa de un rapto de locura, cogió el revólver
18
para matar a la mujer que le había separado de su novia. Se
trataba de un arma automática que Georges no sabía ma-
nipular e hirió a la mujer. Su padre, que estaba por allí, se
precipitó sobre él, recibió la última descarga y murió. Pa-
rricidio, el peor de los crímenes. El tribunal le condenó a
trabajos forzados perpetuos. Y Georges partió para Cayen-
ne antes del nacimiento de su bebé.
No conocía, pues, a su hija. Cuando ésta tuvo quince o
dieciséis años, le escribía a la cárcel cartas llenas de ternura.
La chiquilla se había hecho una imagen idealizada de su pa-
dre: una víctima que sufría allá lejos por culpa de un amor.
Y de pronto, un golpe de suerte. A Georges le con-
mutaron la pena por haber salvado a alguien en un incendio
con riesgo de su propia vida. Y volvió a Francia de impro-
viso. Cuando llegó a su casa, impaciente por conocer a su
hija, descubrió que su mujer vivía con uno de sus compa-
ñeros de presidio, liberado unos meses antes que él, y que
había venido a traer noticias suyas a su familia. Ya había un
bebé en camino. En cuanto a su hija, la que le escribía con
tanto amor, quedó decepcionada y casi sintió asco al des-
cubrirle tal y como era: con un poco de tuberculosis (de esa
enfermedad murió quince años después), palúdico y un
poco alcohólico. Y la niña se negó a hablar con él.
Entonces, Georges intentó suicidarse. Fue el momento
en el que le encontré.
Después de haberle escuchado, le dije: «Georges, tu his-
toria es terrible. Pero yo no puedo hacer nada por ti. Mi
familia es rica, pero cuando decidí hacerme monje renuncié
a toda mi herencia. No tengo un céntimo. Soy diputado,
recibo mi sueldo todos los meses pero hay muchas familias
que vienen llorando a contarme las terribles condiciones en
las que viven. Por eso decidí construirles pequeñas casas.
En eso invierto todo mi sueldo de diputado y tengo muchas
deudas. No puedo hacer nada por ti. Y tú, además, quieres
morir y, si lo quieres, nada ni nadie te lo podrá impedir.
19
11. Sólo te pido que pienses en las madres que están esperando
que termine sus viviendas. Antes de matarte, ¿no te gustaría
echarme una mano para que les podamos entregar más
pronto sus casas?»
Su rostro cambió. Georges dijo que sí. Y vino. Era como
un fantasma ambulante, pero era útil para ayudarme a trans-
portar las planchas, cuando mi cargo de diputado me dejaba
un poco de tiempo libre para avanzar en la construcción. Y
este trabajo volvió a dar sentido a su vida.
«Con cualquier otra cosa que me hubiera dado usted
(dinero, una casa, trabajo), me hubiera intentado suicidar de
nuevo. Lo que me hacía falta no era de qué vivir sino ra-
zones para vivir», me confesó más tarde.
A partir de entonces, vivió para ayudar a otros todavía
más pobres y más desgraciados que él. El desesperado se
convertía en salvador. Emaús había nacido.
¿Cuál fue la primera familia a la que le construí una casa?
Un día vi llegar a una mujer con tres niños, un abuelo ... y
dos papas. Me explicaron que acababan de ser expulsados
de un local vacío que ocupaban. Les alojé provisionalmente
en mi gran casa de Neuilly-Plaisance, que había convertido
en un albergue de jóvenes. Eran las vacaciones de Navidad.
Nevaba. El albergue estaba lleno de alemanes, franceses, in-
gleses, etc. No había sitio para la familia. Al no encontrar
otra solución, quité al Buen Dios de la capilla, le llevé a un
rincón limpio del granero, e instalé a esta curiosa familia en
su lugar.
A veces, me digo que si nuestra lucha por los sin techo
ha alcanzado tal amplitud es porque el mismo Jesús fue el
primero en dejar su casa a una familia sin hogar.
Unos días después de instalarse en la capilla con sus
colchones y sus maletas, el verdadero padre, el legítimo,
vino a verme un poco avergonzado y me dijo: «Padre, ten-
go que hablar con usted. Espero que no nos juzgue ni nos
condene. He estado preso durante toda la guerra en Ale-
20
mania. Cuando volví, encontré a mi mujer viviendo con ese
otro. Yo tenía un hijo y, durante mi cautiverio, ella tuvo
otros dos del otro. ¿Qué podía hacer? ¿Matarla a palos? Es-
tuve tentado de hacerlo. Pero los tres son hijos de mi mujer,
dos eran del otro y el primero era mío. Reflexioné y me
dije: ¿Qué hará sufrir lo menos posible a los pequeños? Al
final, llegamos a un acuerdo: él trabaja de día y yo de no-
che».
Me dieron ganas de reír y llorar al mismo tiempo. En
vez de matarse o de pensar exclusivamente en ellos, opta-
ron por lo que podía preservar mejor a los pequeños, a los
más débiles.
Les construimos una casa y les instalamos en ella. Lo
primero que hicieron fue clavar un cartel en la puerta con
la siguiente frase: «La alegría de vivir». Después, cuando los
hijos fueron creciendo, se instalaron en dos casas, lo cual
parecía una solución más conveniente.
En los inicios de Emaús, no sólo hubo compañeros y
familias, sino también voluntarios, la mayoría de las veces
chicos a los que no les faltaba de nada, hijos de ricos que
nos echaban una mano.
El primero de estos voluntarios era el hijo de un em-
presario. Había terminado sus estudios, era ingeniero y es-
taba destinado a suceder a su padre al frente de una gran
empresa. Un día vino a verme y me dijo: «Padre, por mis
estudios, creo que soy un profesional competente. Conozco
mi oficio, pero en cambio no sé nada de los hombres. ¿Po-
dría vivir con usted algún tiempo para aprender a conocer-
los?». «Claro que sí», le contesté. Al cabo de un año, me trajo
una carta del padre de su novia —lo que me hizo reír mu-
cho—, en la que le decía: «Querido chaval, ya está bien.
Tienes que elegir entre los trapos del Abbé Pierre y mi hija».
Se casaron y tuvieron rápidamente dos hijos.
Pero, presa de pánico ante la responsabilidad paterna,
este hombre generoso desapareció de repente sin dejar di-
21
12. rección alguna. Su mujer no sabía nada de él. Un buen día
recibió una carta. En ella, su marido le contaba que se había
alistado en la Legión extranjera. Le escribía desde Sidi-Bel-
Abbés, donde estaba su acuartelamiento. Sin dudarlo, cogió
a sus hijos y se fue a vivir a su lado, hasta que su marido
terminó los cinco años en la Legión. Desde entonces se con-
virtieron en una familia maravillosa.
Así nació Emaús: con un asesino suicida fracasado, con
una familia con dos padres para una sola esposa y con un
ingeniero, hijo de papá, que abandona a su mujer y a sus
hijos para alistarse en la Legión extranjera. En definitiva,
Emaús nace con todo tipo de águilas heridas.
Y así me parece que es el corazón humano: tejido de
sombras y de luz, susceptible de actos heroicos y de terri-
bles cobardías, aspirando a vastos horizontes y tropezando
sin cesar contra todo tipo de obstáculos, la mayoría de las
veces internos.
22
III
EL EVANGELIO
DE LOS POBRES
Esta aventura, que comenzaba convirtiendo hombres
abatidos en «hombres en pie», con estas familias desespe-
radas a las que veía recobrar la esperanza una vez que te-
nían su pequeña casita, me impulsaba a cuestionar toda
aquella educación que me había enseñado a respetar el si-
guiente principio: «Hay cosas que se hacen y otras que no
se hacen».
Gracias a acontecimientos como éstos, iba a verme im-
pulsado, y casi obligado, a buscar otros valores. Valores que
iba a encontrar en el Evangelio. Pero un Evangelio releído
con otra sensibilidad. Un Evangelio que iba a abrirme la
puerta de la esperanza, por encima de toda duda.
Leía y releía los evangelios. En ellos veía a un Jesús que
se atrevía a poner en solfa una multitud de prescripciones
que pretendían regular, en nombre de la religión, desde la
oración hasta los más mínimos detalles de las relaciones so-
ciales, de los noviazgos, de la vida doméstica, definiendo
las conveniencias, etc. Y descubrí también que Jesús no ce-
saba de encontrarse con «águilas heridas» y de ayudarles a
recobrar la esperanza.
Observemos, por ejemplo, el personaje de Zaqueo (Lu-
cas 19). Era un canalla que se dedicaba a recaudar los im-
puestos para los ocupantes romanos. Con tal de que le en-
tregase a la autoridad romana lo que ésta le exigía, él tenía
23
13. casi total libertad para imponer los impuestos que quisiese
al pueblo de Israel. ¡Era, pues, un colaboracionista y un la-
drón a la vez! Un día, Jesús atravesó la ciudad de Jericó. Y
Zaqueo quería conocer al tal Jesús. Como era bajo de es-
tatura, no conseguía verle entre la multitud. Entonces, co-
rrió un poco más adelante y se subió a un sicómoro para
poder verle mejor. Llegado a este lugar, Jesús le dijo: «Za-
queo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu
casa». Zaqueo bajó de su árbol y lo recibió con alegría. En-
tonces, la multitud murmuró y dijo: «Se ha alojado en casa
de un pecador». Pero Zaqueo le dijo a Jesús: «Señor, la mitad
de mis bienes se la doy a los pobres, y si engañé a alguno,
le devolveré cuatro veces más». Jesús les respondió: «Hoy
ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es
hijo de Abrahán. Pues el Hijo del hombre ha venido a bus-
car y salvar lo que estaba perdido».
Un día, un compañero había encontrado un Evangelio
y lo hojeaba. Nunca lo había leído. Y les decía a los demás:
«¿No conocéis este libro? ¡Pues tiene cantidad de historias!».
Hay, en efecto, muchas historias que se podrían contar
y que nos muestran a Jesús haciendo recobrar la esperanza
a hombres y mujeres sumidos en todo tipo de situaciones.
Muchos de estos seres rotos, magullados y deshechos con
los que convivo desde hace cerca de cincuenta años se pa-
recen mucho a los que Jesús encuentra en el Evangelio.
La historia de la primera familia a la que dimos cobijo,
con una madre y dos padres, ¿no se parece un poco a la de
la samaritana (Juan 4)? Jesús le pide de beber, pero ella se
escandaliza porque los judíos no pedían nunca nada a un
samaritano. Eran dos pueblos que se odiaban. (Acabo de
llegar de Belfast y las relaciones entre protestantes y cató-
licos son casi las mismas). Los judíos no hablaban con los
samaritanos, a los que despreciaban. Por eso, esta mujer le
dice a Jesús: «¿Cómo es que tú, siendo judío, te atreves a
pedirme agua a mí, que soy samaritana?». Y Jesús le con-
24
testa: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te
pide de beber, sin duda que tú misma me pedirías a mí y
yo te daría agua viva». Y ella, que estaba cansada de tener
que ir todos los días al pozo a buscar agua en su ánfora, le
replica: «Señor, si ni siquiera tienes con qué sacar el agua, y
el pozo es hondo, ¿cómo puedes darme agua viva? Nuestro
padre Jacob nos dejó este pozo del que bebió él mismo, sus
hijos y sus ganados, ¿acaso te consideras mayor que él?». Y
Jesús le contesta: «Todo el que bebe de este agua, volverá
a tener sed; en cambio, el que beba del agua que yo quiero
darle, nunca más volverá a tener sed. Porque el agua que
yo quiero darle se convertirá en su interior en un manantial
del que surge vida eterna». «Señor —exclamó la mujer—
dame ese agua; así ya no tendré más sed y no tendré que
venir hasta aquí para sacarla». Y Jesús le dice: «Vete a tu
casa, llama a tu marido y vuelve aquí». Ella le contestó: «No
tengo marido». Jesús prosiguió: «Cierto; no tienes marido.
Has tenido cinco, y ése, con el que ahora vives, no es tu
marido. En esto has dicho la verdad».
La mujer le dijo entonces: «Señor, veo que eres profeta.
Nuestros antepasados rindieron culto a Dios en este monte;
en cambio, vosotros, los judíos, decís que es en Jerusalén
donde hay que dar culto a Dios». Y Jesús respondió: «Crée-
me, mujer, está llegando la hora, mejor dicho, ha llegado
ya, en que para dar culto al Padre no tendréis que subir a
este monte ni ir a Jerusalén. Vosotros, los samaritanos, no
sabéis lo que adoráis; nosotros sabemos lo que adoramos,
porque la salvación viene de los judíos. Ha llegado la hora
en que los que rinden verdadero culto al Padre, lo adoren
en espíritu y en verdad. El Padre quiere ser adorado así.
Dios es espíritu, y los que le adoran deben hacerlo en es-
píritu y en verdad». La mujer le dijo: «Yo sé que el Mesías,
es decir, el Cristo está a punto de llegar; cuando él venga
nos lo explicará todo». Entonces Jesús le dijo: «Soy yo, el
que está hablando contigo».
25
14. ¿Cómo no sentir dolor ante las divisiones de la Tierra
Santa, al leer este intercambio de insultos que hacen saltar
por los aires los sectarismos en los que se encerró la reli-
gión? ¿Cómo no considerarlos un terrible desgarro? ¿No
conseguiremos nunca vivir juntos, diferentes y hermanos,
lejos de estas luchas sangrientas?
Todas estas historias de «águilas heridas» les dicen mu-
cho a nuestros compañeros y a las familias a las que auxi-
liamos. También ellos han sido explotados. También ellos
han estado desesperados. Y ver que Jesús transforma a los
canallas les aporta una enorme esperanza.
Quiero precisar algo importante: las comunidades del
movimento Emaús, impregnadas del Evangelio, siguen sien-
do absolutamente aconfesionales. Aquí no se le pregunta a
nadie: «¿Eres creyente, practicante, votante de la derecha o
de la izquierda? ¿Has sido de la resistencia o colaboracio-
nista?». Nada de eso. Cuando llega alguien por vez primera,
simplemente se le pregunta: «¿Tienes hambre o sueño?
¿Quieres darte una ducha?». Evidentemente, cada cual es
muy libre de ir a misa o a cualquier otro lugar de reunión.
Hay que señalar que muy pocos de los miembros de
Emaús son «practicantes». Pero les encanta que se les cuen-
ten estas «historias» extraídas del Evangelio. De esta forma,
perciben que Jesús no ha venido para los acomodados y los
bien pensantes, sino para los perdidos, los pecadores, los
derrotados, los que dudan...
Lo que cuenta el Evangelio, al igual que los recuerdos
sobre los comienzos de Emaús evocados anteriormente, re-
presenta la imagen de la condición humana. Aspiramos a la
libertad, a la dignidad, a unos horizontes amplios, a la feli-
cidad, a la salud, a la fraternidad, pero a menudo vivimos
en el miedo, en la humillación, en la frustración, en el frío,
en la guerra y en la enfermedad. En un sentido o en otro,
todos somos águilas heridas. ¿Acaso la historia de la hu-
manidad nos enseña otra cosa?
26
IV
LA DESILUSIÓN ENTUSIASTA
Después de la guerra, fui elegido diputado por Nancy.
Tenía que encontrar un sitio donde albergarme en París.
Tras diversas peripecias, descubrí una casa en Neuilly-Plai-
sance, con casi una hectárea de jardín.
La casa estaba a la venta a muy buen precio, porque
había sido desvalijada durante la guerra. Mi llegada intrigó
a toda la gente del barrio. Miraban, estupefactos, desem-
barcar a un cura con sotana en un coche con la divisa de la
Asamblea Nacional. Apenas instalado, me vieron salir por
las ventanas en mono y ponerme a reparar el tejado. Me
tomaron por loco.
Cuando terminé de arreglar la casa, la convertí en un
«albergue juvenil», porque era demasiado grande para mí.
En aquella época, era el presidente ejecutivo del Mo-
vimiento Universal para una Confederación Mundial. El
presidente del consejo era lord Boyd Orr, el fundador de la
FAO (Organización para la Alimentación y la Agricultura).
Einstein era uno de los miembros del movimiento, lo que
me proporcionó la ocasión de hablar en varias ocasiones
con él. Como presidente ejecutivo de tal Movimiento par-
ticipaba frecuentemente en congresos por toda Europa. Por
eso, muchos jóvenes europeos estaban encantados de venir
a pasar sus vacaciones en este albergue juvenil y de encon-
trarse de nuevo conmigo.
Entonces me di cuenta de algo realmente sorprendente
y que le cuesta mucho imaginar a la juventud actual. Cuan-
27
15. do lo lógico era que estuviesen dominados por la alegría
del fin de la guerra, constataba que los jóvenes más lúcidos,
ya fuesen del lado de los vencedores o de los vencidos,
estaban tristes y dudaban de la vida.
Era la época en la que se veían llegar los terribles con-
voyes de los supervivientes de los campos nazis. Recuerdo
a una de estas jóvenes que se había ofrecido para ir a cuidar
a estos esqueletos vivientes, como voluntaria de la Cruz
Roja, en un gran hotel de París en los que se les albergaba
a su llegada de los campos de la muerte. Quedó tan impre-
sionada que comenzó a sentir horror del cuerpo en general,
y del suyo en particular. Tenía tan sólo veinte años. Y tuvo
que pasar mucho tiempo para que superase el trauma.
En el campo de los vencedores, se comenzaba a saber
cuáles habían sido las consecuencias de las bombas atómicas
(aunque entonces no se dijese toda la verdad y ni siquiera
hoy la sepamos). No sólo fueron las 180.000 personas ase-
sinadas por las dos bombas en un instante, sino también los
bebés que estaban todavía en el vientre de sus madres y
nacían monstruosos.
Quizá por todo ello, estos jóvenes dudaban de la hu-
manidad, al ver lo que el hombre era capaz de hacer contra
sus semejantes. Dudaban incluso de que la vida mereciese
la pena vivirla. Una vez que leía el Evangelio pensando en
esta juventud desencantada, me tropecé con el pasaje de san
Lucas que habla de los discípulos de Emaús (Lucas 24). Me
quedé impresionado por la desesperación de aquellos dos
discípulos que escapaban de Jerusalén tras la muerte de
Cristo.
El domingo de Ramos (una especie de desfile por los
Campos Elíseos) llegaron a creer que Jesús, aclamado por
todo el mundo, iba a ser proclamado rey e iba a liberar al
pueblo de Israel del yugo de los romanos. Pero unos cuan-
tos días después, tiene lugar la agonía: Jesús ya no hace más
milagros y se deja maltratar y torturar. Finalmente, muere
28
en la cruz como un bandido. Todos los discípulos, presas
de pánico, se esconden o huyen de Jerusalén por miedo a
los romanos y a los sumos sacerdotes judíos. Es la derrota
más completa y total. Como otros muchos, estos dos dis-
cípulos también ponen pies en polvorosa.
Pero he aquí que, en el camino hacia el final del día, se
encuentran con otro viajero quien les pregunta por qué es-
tán tristes. Ellos le contestan: «¿Eres tú el único en Jerusalén
que no está triste hoy? ¿No sabes lo que ha pasado?». Y le
cuentan los trágicos acontecimientos de los últimos días. El
viajero, al que no han conocido pero que es Jesús resuci-
tado, retoma en los textos del Antiguo Testamento todo lo
que anunciaba la salvación a través de la Pasión. Que el
Mesías sería un salvador humilde, sufriente, y no un Mesías
triunfante como ellos lo imaginaban...
Caminando, llegan al albergue al anochecer. Los dos
discípulos se disponen a entrar, para descansar y cenar, pero
el viajero hace ademán de seguir adelante. Entonces ellos le
dicen estas palabras que tanto me gustan: «Quédate con no-
sotros, porque es tarde y está anocheciendo». Es la frase que
solemos grabar en las tumbas de nuestros compañeros.
Sentado a la mesa, el viajero toma el pan, lo bendice,
lo parte y se lo da. En ese momento, reconocen a Jesús.
Pero éste desaparece de repente. Entonces ellos se dicen el
uno al otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos ha-
blaba en el camino y nos explicaba la Escritura?». Su retorno
a la fe no está motivado por un argumento racional o ló-
gico, sino por un argumento afectivo: «nuestro corazón ar-
día». ¡Es magnífico!
He aquí, pues, que estos cobardes, estos fugitivos se
transforman. Y entonces asumen todos los riesgos. Regre-
san a Jerusalén corriendo para ir a gritar la buena nueva del
Cristo resucitado. Se dirigen al Cenáculo, donde se había
celebrado la Última Cena, institución de la Eucaristía, es-
perando encontrar allí a los apóstoles escondidos. Cuando
29
16. llegan, proclaman la buena noticia: «¡Jesús está vivo!». Los
apóstoles les responden: «Es verdad, el Señor ha resucitado
y se le ha aparecido también a Pedro». Desde ese instante,
Jesús se manifiesta tal y como es, tal y como nosotros se-
remos también en el momento de la resurrección de nues-
tros cuerpos con un cuerpo glorioso.
Al leer este pasaje de los evangelios, llamado de los
«peregrinos de Emaús», surgió en mí una especie de filosofía
de la vida, que suelo llamar la «desilusión entusiasta».
Cogí una plancha de madera, un bote de pintura y es-
cribí «EMAÚS» en grandes letras blancas. Y me fui a colgar la
tablilla en la puerta de entrada del jardín.
Evidentemente, todo el mundo me preguntó qué quería
decir aquello. Entonces les expliqué a los chavales que la
vida, desde el instante en que comienza, nos exige liberar-
nos de nuestras ilusiones. Ei niño tiende a tocar con las ma-
nos todo lo que sea bonito, incluso si es fuego. Cuando se
haya quemado, no volverá a tocarlo. El niño tenía una ilu-
sión, de la que se ha liberado. Pues lo mismo pasa con los
adultos. Progresivamente la vida nos conduce a perder
nuestras ilusiones para alcanzar la realidad. Sólo entonces
podemos descubrir el entusiasmo. En griego, «en» significa
«un» y «theos», significa «Dios». El entusiasta es el hombre
que se hace uno con Dios. Pero para conseguir esta unión,
hay que liberarse de la ilusión.
Explicaba todo esto a los jóvenes desencantados, di-
ciéndoles: «Estáis viviendo la des-ilusión. Tenéis que salir de
ella y entrar en la realidad de la vida, donde podréis en-
contraros con el Eterno que es Amor».
Cuando puse esta pancarta en la entrada del jardín, no
tenía ni la más remota idea de lo que iba a pasar poco tiem-
po después. Es decir que, en vez de jóvenes, todas las camas
iban a ser ocupadas, una tras otra, por gentes víctimas de
la peor des-ilusión. Porque era su propia vida la que se ha-
30
bía roto en mil pedazos: matrimonios separados, mujeres
abandonadas con niños, alcohólicos, presos recién salidos de
la cárcel...
¡Qué maravilla entrar en una casa que reposa por com-
pleto en el relato evangélico de Emaús! Fue algo que me
emocionó hasta lo más profundo de mi ser, como uno de
esos signos que, a veces, nos envía la Providencia. Porque
jamás había imaginado, al escribir el letrero de «EMAÚS», que
iban a llegar tantos desilusionados de la vida, tantos que
necesitaban urgentemente reencontrar una auténtica espe-
ranza.
31
17. V
ESPERANZA
Como siempre que se abordan cuestiones esenciales, co-
mencemos por ponernos de acuerdo sobre el sentido de las
palabras. ¡Cuántas disputas se terminarían si, antes de dis-
cutir, comenzásemos por ponernos de acuerdo sobre el sen-
tido de cada una de las palabras importantes que vamos a
emplear!
No confundamos, por ejemplo, expectativa con espe-
ranza. Se pueden tener mil expectativas de todo tipo, pero
una sola esperanza. Esperamos que fulanito llegue a la hora,
esperamos aprobar un examen o que la paz vuelva a Ruan-
da. Son expectativas particulares.
La esperanza es otra cosa, y está íntimamente relacio-
nada con el sentido de la vida. ¿Vale la pena vivir si la
existencia no conduce a ninguna parte, si únicamente nos
llevaba un agujero en la tierra donde se coloca un poco de
materia que se va a descompongr?
La esperanza es creer que la vida tiene un sentido.
La esperanza nace cuando nos damos cuenta de que ne-
cesitamos la salvación. ¿Pero qué significa la palabra «sal-
vación» para alguien que no se siente perdido? Sólo nos
sentimos salvados cuando tenemos conciencia de estar en
peligro. Creo que esta toma de conciencia puede hacerse en
dos planos.
En primer lugar, todos llevamos dentro una serie de as-
piraciones. La aspiración de conocer, de amar, de dar, de
M
18. recibir, de buscar emociones fuertes o de superar los pro-
pios límites. Si las hemos llevado dentro durante décadas
sin obtener resultado alguno, sin que hayan sido jamás sa-
tisfechas, es lógico que tengamos la sensación de haber fra-
casado en la vida. Es entonces cuando necesitamos ser sal-
vados de la des-ilusión negativa, pues hemos perdido nues-
tras ilusiones así como nuestro entusiasmo. Pero también
hemos podido instalarnos en la ilusión —algo por desgracia
bastante frecuente— para no tener que afrontar la realidad.
El hombre lleva dentro una aspiración al infinito, a la
eternidad, al absoluto, mientras vive en lo finito, en el tiem-
po, en lo relativo. Está, pues, fundamental y ontológica-
mente insatisfecho. Si no toma conciencia de ello, orientará
sus aspiraciones más profundas hacia el ámbito del tener y
se lanzará a una búsqueda continua de bienes materiales y
de placeres inmediatos que jamás podrán satisfacerle por
completo. Se verá, pues, eternamente insatisfecho, porque
se equivoca sobre la naturaleza del auténtico bien.
Si no es lúcido, también puede mentirse a sí mismo y
vivir en la ilusión de sentirse satisfecho o de poder estarlo
a través de medios erróneos. ¿Dejar de ser persona no con-
siste precisamente en sentirse satisfecho?
También necesitamos salvación cuando estamos enfer-
mos, cuando sufrimos o cuando nos encontramos sumidos
en la miseria. Cuando la vida es una larga cadena de pruebas
y de dificultades de todo tipo. Esta es la salvación que nos
propone la Escritura cuando nos dice: el amor es tan fuerte
como la muerte. En esto consiste la esperanza: en la muerte,
todos los límites que se me imponían, todas las dificultades
cesan para dejar su sitio a la plenitud de la alegría y del
amor.
Estoy absolutamente convencido de que en la vida eter-
na viviremos en la plenitud y en la contemplación. Santo
Tomás de Aquino dice que en el cielo cada uno de nosotros
se sentirá lleno a rebosar. Y ya se haya reducido al tamaño
34
de un dedal, o bien sea como un gran tonel de vino, en
cualquier caso se sentirá lleno a rebosar. Si tienes pocas as-
piraciones, si has amado a Dios y al prójimo sin entregarte
demasiado, tendrás una felicidad del tamaño de un dedal.
Si, por el contrario, has desarrollado una sed inmensa, un
vacío inmenso, si has amado intensamente, te llenarás a re-
bosar, con una plenitud a la medida de tu sed y de tu amor.
La esperanza cristiana es la esperanza de que nuestras
aspiraciones no quedarán incumplidas. Varias imágenes muy
sencillas expresan muy bien esta idea.
Imaginemos que una tuerca se cae al pasar un camión
por una aldea primitiva donde jamás se ha visto nada pa-
recido a un mecánico. Pues bien, si en esa aldea hay un
hombre muy inteligente, a fuerza de mirar cómo está hecha
la tuerca sabrá qué es un tornillo.
Imaginemos ahora la cera de la que se acaba de retirar
el sello. Cuando la cera esté seca, observándola, puedo co-
nocer hasta el más mínimo detalle del sello. La cera lo ha
retenido todo en hueco. De la misma forma, también no-
sotros podemos tener una cierta noción de Dios estando
atentos a nuestras aspiraciones, a nuestros deseos de amor,
dado que la Escritura nos dice que estamos hechos «a ima-
gen de Dios». Así, observando nuestros deseos y aspiracio-
nes, «en hueco» en nosotros, podemos adivinar algo de
Dios. La esperanza es esta certeza de que Dios puede col-
mar estas expectativas, esta sed y que responde plenamente
a estos deseos.
También podemos poner el ejemplo de una de las me-
jores canteras. Por ejemplo, si visitamos una cantera de már-
mol sólo veremos escombros, astillas y pequeños trozos de
mármol que no sirven para nada, ni siquiera para hacer ado-
quines. ¿Por qué? Porque, si bien es cavando la cantera
como se elabora el monumento maravilloso que se quiere
construir —una catedral, un castillo—, no es aquí donde se
35
19. edifica. Tan pronto como se extrae una bella losa, se coloca
en un camión que la transportará.
Todos nosotros somos los trabajadores de la bella can-
tera de piedra que es la vida, y quizás nunca hayamos visto
los planos del maravilloso edificio que se está construyendo
en otra parte.
Mientras caminamos por este mundo, sólo nos vemos
sudar y fatigarnos para extraer las grandes placas de már-
mol de la cantera de la vida. El edificio se construye fuera
del tiempo, en ese más allá que llamamos eternidad. Sólo lo
veremos perfectamente después de nuestra muerte, cuando
hayamos dejado las sombras del tiempo para entrar en la
Vida Eterna. No podemos tener la experiencia de su belleza
en esta vida. Podemos tener una idea más o menos apro-
ximada, quizás un arquitecto nos haya enseñado los planos,
hemos podido visumbrar algo, pero gozar del edificio a ple-
na luz es algo muy diferente.
La vida es una gigantesca cantera orientada hacia la ple-
nitud de la belleza.
La esperanza es saber que Dios llenará en plenitud todo
lo que estaba en germen y en hueco, en nosotros. Con una
sola condición: haber amado. Aunque sólo sea porque he-
mos hecho lo que hemos podido.
Afortunadamente, hace tiempo que la Iglesia ya no afir-
ma que sólo serán salvados los creyentes catalogados como
tales, los bautizados y los practicantes. Porque ¿cual es el
porcentaje de los que han conocido la Biblia, el Evangelio
y a Jesús entre los cientos de miles de millones de seres
humanos que han vivido en la tierra a lo largo de milenios?
¡Un porcentaje ínfimo! El Espíritu Santo ha soplado, ha ha-
blado al fondo del corazón del más agnóstico, del más ale-
jado de todo conocimiento de la revelación cristiana. El Es-
píritu Santo ha trabajado cada conciencia para suscitar la
tentación del bien al mismo tiempo que sentía la tentación
del mal.
36
Y la libertad naciente y vacilante de cada cual ha tenido
que optar a diario.
A propósito de este asunto, recuerdo un encuentro fra-
terno con personas cuyas opiniones eran diametralmente
opuestas a las mías.
Fue en 1942, justo antes de entrar en la resistencia.
Francia estaba gobernada por Vichy. Yo había sido nom-
brado padre espiritual en un seminario menor recientemente
confiscado por el Estado, como consecuencia de las leyes
anticlericales de comienzos de siglo. El seminario se había
convertido en un centro de formación agrícola ultramoder-
no, en manos de profesores laicos «comecuras».
Recuerdo a uno de estos profesores, encargado de
acompañar a la misa a los alumnos de familias practicantes
que pedían que sus hijos participasen en ella cada domingo.
Pues bien, el profesor se instalaba confortablemente en la
iglesia y se ponía a leer, con toda la ostentación del mundo,
el periódico.
A pesar de todo, yo mantenía excelentes relaciones con
algunos de estos profesores, sobre todo con el director de
la escuela, que me había pedido discretamente que prepa-
rase a su nieto para la primera comunión... A menudo man-
tenía profundas discusiones con estos profesores anticleri-
cales. Profesores que, de hecho, habían puesto toda su fe en
el progreso de la humanidad. A sus ojos, yo era un pesi-
mista por la teoría cristiana del pecado original, que consi-
dera que la humanidad está como herida o magullada. Ellos,
por el contrario, creían en el hombre y esperaban un ma-
ñana radiante bajo el signo del progreso técnico y científico.
Yo les decía: «Me dais lástima, porque si bien es cierto
que se constata en la humanidad un progreso material re-
lacionado con el desarrollo de las ciencias y de las técnicas,
no veo dónde está el progreso moral y la felicidad. Estamos
en plena guerra. Una guerra que no es ni limpia ni bella y
estoy seguro de que estamos sólo al comienzo de nuestras
37
20. desilusiones sobre el hombre del siglo xx». Desgraciada-
mente, no me podía imaginar en aquel momento que mis
argumentos iban a ser ratificados por el descubrimiento de
los campos de la muerte y por la explosión de la bomba
atómica.
Y solía añadir: «En cuanto a mí, que creo que el hombre
es capaz de cometer las peores atrocidades, me maravillo
de ver a personas como vosotros que se entregan a su pro-
fesión y a su ideal, que son buenos esposos y buenos padres
de familia. Me descubro ante la más mínima acción bella y
desinteresada. Veo florecer con estupefacción la más peque-
ña florecilla sobre el gran estercolero de la humanidad.
«Partiendo de una perspectiva que vosotros llamáis "pe-
simista", voy a terminar mi vida en el júbilo de ver que, a
pesar del mal, también existe el bien. Y vosotros, partiendo
a priori de la perspectiva optimista de que el hombre es
bueno, os arriesgáis a llegar a la meta un poco amargados
y diciendo: "La verdad es que el balance total del progreso,
no sólo del científico, no es para echar las campanas al vue-
lo"!»
38
VI
ENTRE EL ABSURDO
Y EL MISTERIO
Como acabo de indicar, hay personas muy interesantes
y dotadas, pero que se han dedicado a vivir aburguesada-
mente (en el sentido caricaturesco de la palabra), a rodearse
de todas las seguridades posibles, incluido el seguro de
vida. Piensan que así estarán tranquilos. Para no sufrir de-
masiado con la crueldad del mundo, para esconderse de tan-
ta desolación, intentan distraer su espíritu o adormecerlo.
Imagino a ese valiente burgués por la tarde, después del
trabajo, confortablemente instalado en su sofá escuchando
música o viendo la tele, con sus zapatillas de andar por casa.
De pronto, alguien rompe su ventana y le grita: «¡Rápido,
rápido, salga rápido si quiere salvarse!». «¿Pero quién es us-
ted y qué quiere? Déjeme en paz». «¿Pero es que no se ha
dado cuenta? ¡Su casa está ardiendo!»
Hay gente que no sabe o no quiere reconocer que ne-
cesita ser salvada. Hay quienes no quieren reconocer que la
felicidad no está en las seguridades en las que se refugian,
porque esas seguridades son superficiales, externas a su ser
profundo y a su auténtica necesidad de amor. Por eso, cuan-
do llegan los bomberos tienen que decirle: «Rápido, rápido,
queda más gente que salvar, la escalera está allí, deje sus
títulos y sus valores bursátiles y salga por la ventana». Estos
bomberos son los maestros de la esperanza, los que des-
piertan el auténtico sentido de la vida.
39
21. Sócrates, Buda, Epicteto, Jesús y otros muchos a lo lar-
go de la historia, han intentado también despertar al hom-
bre de su letargo, hacerle abandonar el mundo de la ilusión
y despertarle a la necesidad de salvación.
Pero también hay quienes despiertan a la gente al ab-
surdo, maestros de la desesperanza. Pienso, por ejemplo, en
el caso de Sartre. En su libro autobiográfico Las Palabras,
reconoce que pasó su vida casando palabras que no dejaron
huella en su alma. Y su amiga, Simone de Beauvoir, escribe
poco antes de morir: «Hemos sido estafados». ¿Estafados?
¿Pero por quién sino por ellos mismos? Ambos fueron va-
lientes. Adoptaron posturas que no se correspondían con
las de su medio burgués de origen. Seguramente, a los ojos
de Dios tienen muchos méritos. No los juzgo. Pero también
fueron maestros de la desesperanza. Muchos de sus discí-
pulos se suicidaron por llevar hasta el final sus enseñanzas.
Pienso también en Camus. Trabajamos juntos durante
algún tiempo, después de la Liberación, en el periódico
Combat. Me parecía una persona profundamente sincera en
todo. La sinceridad era el rasgo de su carácter que más so-
bresalía cuando se le trataba de cerca. Pero también fue él
quien escribió aquella célebre frase: «No puedo tener fe en
un todopoderoso que deja sufrir tanto a los niños peque-
ños». En el fondo, Camus era un desilusionado negativo, lo
cual es un signo de lucidez y de generosidad. Nunca con-
siguió descubrir la esperanza, la única que pudo haberle
conducido a la desilusión entusiasta. Y fue, como Sartre,
aunque de distinta forma, un maestro del absurdo. Supo ver
el mal que reina por doquier en el mundo y en el corazón
del hombre. Pero no supo ver el amor que Dios imprimió
en hueco en la humanidad. Este amor misterioso, todavía
oculto, sobre el cual se basa la esperanza.
Durante el servicio militar llegó a mis manos una re-
vista que hablaba de un libro de Ernest Psichari. Se trataba
de un hombre que había vivido en los ambientes más mun-
40
danos de París. Era el nieto de Renán. Pero cuando iba a
cumplir veintidós años intentó suicidarse. Lo salvó provi-
dencialmente la llegada de Jacques Riviére, el amigo de Clu-
del. Tras este suicidio frustrado, Pcichari se alistó en el ejér-
cito, del que era oficial en la reserva, y pidió que le enviasen
al Sahara. Allí escribió tres pequeños libros maravillosos: La
llamada de las armas, Las voces que gritan en el desierto y, el
más bello, El viaje del centurión. La lectura de este último
libro me impresionó profundamente.
En él, Psichari describe sus estados de ánimo. Una no-
che, bajo un cielo iluminado por miríadas de estrellas, se
pone de rodillas y grita: «No, no es verdad que la auténtica
ruta sea la que no conduce a ninguna parte». Y prosternado
dice: «A pesar de todas las alegaciones de mi abuelo, en el
fondo de mi corazón brota el "Padre nuestro, que estás en
los cielos"».
También los apóstoles tuvieron que optar entre el absurdo
y el misterio en el momento del final trágico de Cristo.
El pueblo de Israel esperaba un Mesías que le liberara
del yugo del invasor romano. Para los discípulos, estaba
clarísimo que Jesús era ese Mesías. ¿No confirmaba esa idea
la entrada triunfal en Jerusalén del domingo de Ramos? Por
eso, cuando es detenido en el monte de los Olivos, Pedro
saca su espada y le corta la oreja al criado del sumo sacer-
dote. Pero el mismo Jesús le disuade de actuar así. «Mi Rei-
no no es de este mundo», le dirá a Pilatos al día siguiente.
Tenemos también el extraordinario pasaje en el que Je-
sús explica a sus apóstoles que tiene que subir a Jerusalén
para ser condenado y morir. «No te ocurrirá eso», replica
Pedro, incapaz de admitir tal cosa. Pero Jesús le contesta:
«¡Ponte detrás de mí, Satanás! Tus pensamientos no son los
de Dios, sino los de los hombres». ¡Qué comienzo de de-
silusión para los apóstoles ver al salvador detenido por los
enviados de las autoridades que querían su ruina y, después,
verle morir en la cruz sin utilizar su poder milagroso! Es tal
la desilusión de los apóstoles que huyen.
41
22. ¿Cómo no intentar comprender el estado de ánimo en
el que se encontraron sumidos Pedro y Judas, por muy di-
ferentes que fueran?
Ambos están desilusionados. Pero mientras Pedro ha
conservado la suficiente esperanza como para llorar amar-
gamente por haber renegado de Cristo, Judas, avasallado
por tanto horror y por una situación tan absurda, termina
haciéndose cómplice de los aparentes triunfadores. Se que-
dó anclado en la desilusión negativa que le llevó a la de-
sesperación. Una desesperación que, después de conducirle
a traicionar a su amigo, le llevará a suicidarse.
A veces, en la vida de un hombre alternan la esperanza
y la desesperación, la luz y las tinieblas. Me viene a la me-
moria el dramático grito de una carta de Charles Baudelaire
a uno de sus íntimos: «Soy como un viajero perdido en el
bosque, rodeado de peligros en la noche, desorientado y
sin saber qué camino coger. Y he aquí que, a lo lejos, se
divisa una luz. Sin duda es la casa del guarda forestal, que
vuelve a su hogar para acostarse y que ha encendido su
candela. Estoy salvado, sé adonde ir. Todo parece sencillo.
Pero al instante, el guarda apaga su luz y, de nuevo, me
encuentro perdido y sin esperanza». Y la carta termina con
esta frase conmovedora que recuerdo a menudo: «El diablo
apagó todas las luces en torno al albergue».
Jamás olvidaré tampoco las palabras de un ministro pe-
ruano, amigo queridísimo y matemático eminente. Era ag-
nóstico y buscaba. Una tarde, concluyó una de nuestras
conversaciones con estas palabras: «Si se tiene una mirada
lúcida sobre la vida, no queda más alternativa que la si-
guiente: el misterio o el absurdo». Era consciente de que el
absurdo conduce a la desesperanza y de que el misterio, que
reposa en la fe del Eterno oculto que es Amor, puede ser
fuente de esperanza.
Sabía que en mi elección había paz y alegría. ¡Y quizá
estuviese también él a punto de experimentarlas!
42
SEGUNDA PARTE
Certezas del incognoscible
23. I
DE LA FE RECIBIDA A LA FE
PERSONAL
Un día me encontré, de una forma absolutamente im-
prevista, con André Frossard en un plato de televisión. An-
dré Frossard se había hecho célebre por un libro titulado
Dios existe, yo lo he encontrado, el testimonio de su conver-
sión. También era conocido por los zarpazos que solía dar
en sus pequeños artículos de Le Figuro.
Durante el programa declaró: «Recientemente me ha
ocurrido algo gracioso. Al entrar en una iglesia, el predi-
cador estaba hablando de Dios y decía: "Dios el Incognos-
cible". Salí inmediatamente del templo, pensando que me
había equivocado de Iglesia». Entonces, sorprendido, le in-
terrumpí: «Mi querido amigo, ¿es que han cambiado en el
credo el «yo creo» por el «yo sé»? Sonrió y no entró en
polémica, porque, en el fondo, ambos teníamos razón.
Él tenía razón al decir que existe una cierta manera de
conocer a Dios y yo tenía razón al recordar que ese co-
nocimiento no es un conocimiento que autorice a decir «yo
sé». La fe no es ni el fruto de razonamientos lógicos ni el
término de un cálculo matemático.
En realidad, como iremos viendo, la fe pertenece al ám-
bito del amor. Evidentemente, el amor no excluye la refle-
xión. La razón sopesa los defectos, las cualidades, las ven-
tajas y los inconvenientes de unirse de por vida a tal o cual
persona. Pero la conclusión no es rigurosa, automática o
45
24. absoluta, como un cálculo matemático. Llega un momento
en el que, independientemente de los razonamientos, hay
que dar un salto en el vacío. Y en eso consiste el amor. Si
se le pregunta a cualquier enamorado: «¿Por qué amas a tu
pareja?», contestará: «Déjame en paz, no tengo ninguna ex-
plicación que darte; la quiero porque la quiero».
De todas formas, el diálogo con Frossard me llevó a
interrogarme sobre mi propia experiencia de la vida. En
cierto sentido, «nací creyente» por el medio en el que me
crié, por la educación que recibí y por los colegios en los
que estudié. ¿Pero cómo se operó la sucesión de etapas por
las que fui pasando, desde el ferviente amor a Jesús en mi
pequeño corazón de niño hasta la fe personal y adulta, que
me llevó a asumir responsabilidades graves que implicaban
realmente a todo mi ser?
Voy a intentar recorrer rápidamente estas etapas. Sien-
do niño me sentía privilegiado por la seguridad que la fe
recibida proporciona. En esas circunstancias no se buscan
pruebas. Cuando era pequeño hacía esfuerzos por «tener
contento al Niño Jesús». Me gustaba especialmente la época
de Navidad, sobre todo por el belén. Eramos ocho herma-
nos. Cada uno de nosotros tenía su corderito, con una cinta
de un color diferente para cada uno, en el belén. Según se
hubiese sido bueno o no, el corderito se acercaba o se ale-
jaba más o menos de Jesús en el momento de la oración de
la tarde, con toda la familia reunida de rodillas ante el por-
tal. Recuerdo una vez que, por no sé qué tontería, mi cor-
derito del belén acabó debajo de la mesa, en la otra punta
de la sala.
Así fue discurriendo más o menos mi vida hasta la crisis
profunda que atravesé a los catorce años. Hubo, sin embar-
go, dos etapas intermedias que ciertamente jugaron un pa-
pel considerable.
Esos dos momentos de mi juventud ya los he contado
otras veces. Pero no recordarlos aquí sería absurdo.
46
Debía tener unos siete u ocho años y había comido
mermelada a escondidas. Cuando en mi casa se dieron cuen-
ta, sospecharon de uno de mis hermanos y yo me callé, no
salí en su defensa. Después, se dieron cuenta de que había
sido yo y me dijeron: «Como castigo, no irás a la fiesta
familiar», que celebraban unos primos ricos que tenían siem-
pre los juguetes más formidables. Por la tarde, cuando vol-
vió mi familia, uno de mis hermanos corrió hacia mí, exul-
tante, y me dijo: «Fue maravilloso, había tal juguete y tal
otro... etc.» Todavía me estoy oyendo, como si hubiera ocu-
rrido esta mañana, replicarle desdeñosamente a mi hermano:
«¿Y qué me importa todo eso, si yo no estuve?». Y dicho
esto, le di la espalda y me fui. Al poco rato vino mi padre,
me cogió de la mano y no me riñó ni me castigó, sólo me
condujo a su habitación y muy apenado me dijo simple-
mente: «He oído lo que le has dicho a tu hermano hace un
rato. Es horrible. ¿Es que sólo cuentas tú? ¿No eres capaz de
sentir alegría y de ser feliz sabiendo que los demás lo son?».
Fue como si, de golpe, todo un universo se viniese aba-
jo para dejar su sitio a otro. Como si me hubiese encontra-
do de pronto en una habitación oscura y, de repente, una
tempestad hubiese abierto la ventana y yo descubriera otro
horizonte. A través de la pena y del dolor de mi padre
percibía otro ámbito de la realidad, el ámbito del amor, de
la bondad, del compartir: si tú eres feliz, yo también; si su-
fres, yo sufro.
Esta historia me marcó profundamente. Y lo mismo
pasó cuando, unos años después, mi padre nos dijo a uno
de mis hermanos y a mí que quería llevarnos con él un
domingo por la mañana. Habíamos notado que todos los
domingos por la mañana mi padre desaparecía, pero no sa
bíamos adonde iba.
Llegamos con él a un suburbio sórdido de Lyon, a un
local en el que estaban reunidos unos cuarenta mendigos,
vagabundos y pordioseros. Allí estaban también cinco sois
47
25. señores, amigos de mi padre y burgueses como él: un ge-
neral retirado y varios empresarios. Nadie de su entorno
sabía qué hacían estos señores todos los domingos por la
mañana. Y lo que hacían era venir a peinar, cuidar o afeitar
a todos estos mendigos, en el marco de una asociación. Les
recogían también su ropa sucia, la llevaban a lavar y volvían
al domingo siguiente a traérsela, añadiendo a su colada un
pantalón nuevo o alguna otra prenda. Al mismo tiempo,
ayudaban a salir de la situación en la que se encontraban a
aquellos para los que todavía era posible. Pero la mayoría
era incapaz de romper con su vida de mendicidad y no que-
ría dejar sus costumbres. Todavía recuerdo, cuando volvi-
mos, la reflexión de mi padre, al que uno al que le cortaba
el pelo le chilló de mala manera (probablemente porque la
maquinilla le había arrancado un mechón): «¿Veis niños, lo
difícil que es ser digno de servir a los que son tan desgra-
ciados?». Eso también me marcó profundamente.
Es evidente que estas dos anécdotas han debido influir
decisivamente en mi destino, consagrado a servir a los más
pobres.
Fueron pasando los años. En la adolescencia, un simple
razonamiento se me impuso como un relámpago: «Vas a
comprometerte en la vida de una cierta manera porque has
nacido en una familia así; pero si hubieses nacido en una
familia no religiosa, atea, islámica, judía o de religión hin-
duista, harías otra elección. Por lo tanto, si no has realizado
una búsqueda personal sobre tus creencias, ¿cómo puedes
estar seguro de ellas?».
A partir de ese momento, leí todo lo que caía en mis
manos. Buscaba. Hablaba con unos y con otros, pero dis-
cretamente, sin compartir el tormento que me invadía. Du-
rante toda una época me sentí seducido por las corrientes
más o menos panteístas de poetas y filósofos alemanes.
De una forma imprevisible, se produjo el primer chas-
quido de mi fe personal. Leí —no en la Biblia, sino en un
48
libro del que ya no me acuerdo— el relato de Moisés en
el desierto, cuando ve la zarza ardiendo sin consumirse
(Éxodo 3). Moisés se acerca y oye una voz que le dice: «No
te acerques; quítate las sandalias, porque el lugar que pisas
es sagrado». Y la voz misteriosa prosigue: «Yo te envío al
faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israe-
litas». Y Moisés, un simple pastor que había huido de Egip-
to, le contesta a la voz misteriosa: «Pero si me preguntan
cuál es el nombre del que me envía, ¿qué les responderé?».
La voz le dice —y ésta fue la primera turbación profunda
de mi ser—: «Explícaselo así a los israelitas: "Yo soy" me
envía a vosotros».
Este «Yo soy» escuchado en plena confusión fue todo un
descubrimiento. Era un concepto de tal sencillez que me des-
lumhró. A partir de ese instante, la noción de lo divino adqui-
rió para mí precisión, claridad y consistencia. Todas mis du-
das se disiparon e hice mía esta certeza: que la vida a la que
me habían arrojado no era un camino que no conduce a nin-
guna parte, sino una ruta que conduce hacia un encuentro.
Pero mi búsqueda prosiguió. Atravesé entonces varios
periodos marcados por la enfermedad, durante los cuales
tuve que interrumpir mis estudios.
Justo antes de acceder a lo que entonces se llamaban
las Humanidades, caí enfermo con anemia. Para reponerme
me enviaron durante seis meses al borde del mar y, después,
tres meses a la alta montaña.
La enfermedad había retrasado un año mis estudios,
pero fue también una época que me enseñó mucho.
Los scouts me regalaron un tótem con el siguiente nom-
bre: «Castor meditabundo». Es curioso que unos chavales de
catorce años, reunidos alrededor de un fuego de campa-
mento una noche, por medio de gritos que aprobaban o
reprobaban tal o cual nombre de animal, hayan elegido para
mí estas dos palabras: «castor» —desde luego que iba a pa-
sar mi vida luchando para construir viviendas y el castor es
W
26. el animal que construye su casa— y «meditabundo» —y la
meditación es, ciertamente, uno de los rasgos de mi carác-
ter—. La meditación y, más tarde, la adoración acompañaron
siempre en mi vida la actividad más manual y más práctica.
Después se produjo otro acontecimiento inolvidable,
que iba a sacudir mi vida. A la vuelta de una peregrinación
de colegio a Roma, nos detuvimos en Asís. Una vez allí,
subimos a la montaña, a una decena de kilómetros de la
ciudad, al convento de Carceri. San Francisco y sus primeros
compañeros venían a pasar días y semanas de soledad y de
adoración en estas grutas. Tras la muerte de san Francisco
se construyó aquí un maravilloso convento, colgado de la
montaña.
Después de que un monje nos explicase la vida de san
Francisco, abandoné el grupo y me fui solo a pasearme por
una ruta que bordeaba la montaña. Tuve entonces la doble
intuición de que en la adoración se encontraba la más ab-
soluta y plena comunión universal con toda la humanidad
y con toda la naturaleza.
Al mismo tiempo, alimentado por el ejemplo de la vida
de san Francisco, descubrí que la adoración es la fuente más
extraordinaria de la acción. Y de una acción realista, abso-
lutamente cercana a los dramas de la época feudal, cuando
se luchaba entre un castillo y otro movilizando a los cam-
pesinos, que se mataban entre ellos por las bagatelas y los
caprichos de sus señores. En este contexto, la orden tercera
fundada por san Francisco se constituyó en la primera forma
de objeción de conciencia. En efecto, Francisco consiguió
que los laicos que hacían sus promesas en la orden tercera
quedasen asimilados a las gentes de Iglesia, pudiendo re-
chazar a los señores que les obligaban a luchar. Esta fue una
de las razones por las que la tercera orden se extendió tan
rápidamente entre la gente sencilla del pueblo: era el único
modo de librarse del servicio militar obligatorio, que estaba
regido por el capricho de los señores.
50
A la vuelta de este peregrinaje a Asís, víctima de nuevo
de la enfermedad, tuve la suerte de que cayese entre mis
manos el mejor libro escrito sobre san Francisco, el más
documentado y el más riguroso desde el punto de vista
histórico. La lectura de esta obra, adornada con las impre-
siones de mi paso por Asís, fue decisiva. Poco después vi-
sité las dos principales órdenes de san Francisco en Francia:
los capuchinos y los franciscanos. Estos últimos vivían en
pisos, formando pequeñas comunidades. En cambio, entre
los capuchinos descubrí una atmósfera muy tradicional, mo-
nástica, mucho más austera y mucho más dura. Dormían
vestidos sobre una plancha de madera, permanecían des-
piertos todas las noches desde las doce a las dos de la ma-
ñana y consagraban mucho tiempo a la oración.
Anuncié a mis padres que al año siguiente, cuando hu-
biese terminado mi bachillerato, entraría en el noviciado de
los capuchinos. Fue duro para ellos, pero eran profunda-
mente cristianos y estaban orgullosos, tal y como me dije-
ron, de tener un hijo sacerdote, aunque hubieran preferido
que su hijo se hiciese dominico o jesuíta. Es decir, hubieran
preferido que ingresase en una orden en la que los religio-
sos, según sus aptitudes, reciben formación y se convierten
en sabios o en consumados especialistas. La orden de los
capuchinos, en efecto, es una orden popular, en la que se
consagra más tiempo a la adoración que al estudio.
Ingresé, pues, en el noviciado a los diecinueve años.
En aquella época era íntimo amigo de un camarada de
colegio que, después, se convirtió en uno de los héroes de
la resistencia: Tho Morel, al que más tarde se le conoció
simplemente por el nombre de Tom. El padre Ravier acaba
de consagrarle una admirable biografía: Tom Morel •
Este amigo, al enterarse de que me iba a hacer capu-
1
Le Sarment-Fayard.
51
27. chino, decidió venir a mi profesión. Pero llegó tarde y cuan-
do entró en la capilla del convento ya no quedaba nadie,
sólo un fraile que estaba apagando los cirios. Despistado,
pidió ver al maestro de novicios, al que le habló de nuestra
amistad. El maestro de novicios aceptó que nos viéramos.
Cuando entró en el pequeño locutorio en el que me espe-
raba Tho Morel, presenció una escena extraordinaria. Aquel
que más tarde iba a convertirse en el creador del heroico
maquis de Gliéres, aquel que iba a morir en una emboscada
despreciable, entregando su vida por el honor de Francia,
explotó de cólera, diciéndome: «Pero Henri —éste es mi
nombre de pila—, no eres tú. Te han tonsurado y te han
rapado, como si acabases de salir de la cárcel. Estás descalzo,
vas a enfermar. ¿No ves que tienes mala salud? ¿Y qué es
ese hábito con el que te han disfrazado? Ve a vestirte, por-
que te vuelves conmigo inmediatamente».
Dejé que pasase su acceso de ira y que se tranquilizase.
Durante un hora le fui explicando, poco a poco, mis moti-
vaciones y el camino que había ido recorriendo hasta dar
este paso. No lo entendía, pero lo aceptó. Y se volvió tran-
quilo, llevando consigo el recuerdo de un misterio que le
superaba.
Pasaron los años de noviciado, los de Filosofía y los de
Teología (seis años y medio en total) en las mismas con-
diciones: descalzo, durmiendo en una plancha de madera y
levantándome a medianoche para recitar los salmos durante
una hora y rezar durante otra hora en la oscuridad.
Hoy puedo asegurar que todo lo que mi vida tuvo des-
pués de positivo fue el fruto de estos años pasados en el
convento. Estoy absolutamente convencido de que si la
Providencia no me hubiese conducido a consagrar estos
años a la adoración, mi vida habría discurrido por otros de-
rroteros.
Tras ser ordenado sacerdote, me desligué durante unos
meses del convento, para poder seguir los cursos del Ins-
52
tituto Católico de Lyon. Uno de mis profesores fue el ad-
mirable padre de Lubac. El fue el sacerdote que pronunció
la homilía de mi primera misa y, hasta la hora de su muerte,
poco tiempo después de haber sido nombrado cardenal, fue
mi padre espiritual. Un año después de mi ordenación volví
a caer enfermo y los médicos insistieron en que tenía que
ir a la montaña. El padre de Lubac y otros compañeros me
dijeron: «Pida a Roma que le desvincule de la orden de los
capuchinos y solicite a un obispo de una diócesis de mon-
taña que le acoja entre su clero». Obtuve el permiso de
Roma y el obispo de Grenoble me aceptó en su presbiterio.
Así fue como me convertí en cura diocesano. Mi superior
desde entonces —y hace ya sesenta años de esto— es el
obispo de Grenoble. Aunque la verdad es que siempre fui
un pato salvaje que paró poco en su diócesis.
Cuando se desencadenó la guerra, estaba hospitalizado
por una pleuresía y, por eso, no participé en la desbandada,
a veces heroica, de 1939-40.
Cuando aún estaba convaleciente, el obispo me nombró
vicario de la catedral de Grenoble. Otra página de mi vida
y de mi fe iba a abrirse con la entrada en la resistencia;
donde, para ser sincero, tengo que decir que entré no tanto
por motivaciones políticas cuanto para oponerme a las per-
secuciones raciales, como ya conté al principio de este libro.
Con la Liberación fui elegido diputado y entonces nació,
como también he explicado ya, el movimiento Emaús.
De esta forma, pasando por distintas etapas, mi fe in-
genua de niño se fue transformando en una fe personal, raíz
y fundamento de las opciones más importantes de mi vkl.i
Cuando echo la vista atrás y contemplo este largo re
corrido, puedo decir que mi vida ha sido sobre todo un.i
vida de fe. Una fe siempre unida al amor, como me gustaría
poder explicar a continuación.
',
28. II
¿QUÉ ES LA FE?
Quizá sorprenda el título de esta segunda parte del li-
bro, «Certezas del incognoscible». De todas formas, cuando
observamos más de cerca las realidades vividas de la fe, ésta
se ilumina con una luz extraordinaria.
Miremos, por ejemplo, hacia santa Teresita del Niño Je-
sús. Sufriente y casi agonizante en la enfermería, le encan-
taba, durante sus insomnios, garabatear cánticos en cual-
quier pedazo de papel. Un día, la hermana enfermera, al leer
algunos de estos papeles, le dijo: «¡Qué suerte tenéis, her-
mana, de tener una fe y un amor de Dios tan grandes que
os hacen escribir cosas tan bellas!». Y Teresa le replicó:
«Pero hermana, si lo único que canto es lo que quiero creer».
La fe es una certeza que descansa sobre una realidad no
evidente. Para intentar comprenderla, retomemos la analo-
gía del amor. Dos personas que viven juntas pueden tener
la certeza de amar y de ser amadas, a pesar de los momen-
tos de cansancio, de enfado o de dificultades. Esta certeza
indemostrable se siente en el interior. Es precisamente el
caso de la pequeña santa Teresita, que canta en sus peque-
ños cánticos sus certezas de fe y su amor a Dios, a pesar
de que Éste sigue siendo un misterio incognoscible para
ella.
Un día, uno de mis innumerables sobrinos me dijo:
«Pero, vamos a ver, tío, ¿cómo es posible pensar que Dios
se ocupa de cada uno de nosotros? ¿Cómo es posible algo
así, si hay en estos momentos unos seis mil millones de
55
29. seres humanos?». Yo le contesté: «Dios es. Dios nos rodea.
Sólo existimos porque El está con nosotros, porque su vo-
luntad es que existamos y que seamos. Si su voluntad cesa,
nosotros cesamos de ser. La atmósfera, ese aire que se re-
nueva y envuelve a todo ser vivo, mantiene, a mi juicio,
una relación de analogía con el misterio de Dios. Dios está
en todas partes. Dios es todo. Todo es para El y todo está
en El. Y, al mismo tiempo, Dios sigue siendo el incognos-
cible».
Otro ejemplo. Todo el mundo se ha planteado muchos
interrogantes sobre Francois Mitterrand, tanto en la época
en que desempeñaba las más altas responsabilidades políti-
cas como cuando Dios le llamó a su seno. ¿Era o no era
creyente? Al menos externamente, no lo parecía. No iba a
misa, como De Gaulle. Se sabía que había tenido una edu-
cación cristiana y que había frecuentado colegios católicos.
A medida que se iba haciendo mayor, iba haciendo peque-
ñas confesiones que demostraban que pensaba en un más
allá.
Varias veces abordó conmigo la cuestión de la muerte.
Esta cuestión ha sido, como saben bien todos sus amigos,
el gran interrogante de su vida. Un interrogante que no
tenía nada que ver con el miedo. Era, más bien, la curiosidad
de un hombre que tenía una gran cultura científica y filo-
sófica y, sobre todo, una constante curiosidad por todo. Y
que quería morir lúcidamente. Me han contado que, al final,
se negó a tomar algunas medicinas y ciertas drogas porque
no quería prolongar artificialmente su vida. A un amigo que
le preguntó: «¿Qué le dirás a san Pedro cuando llegues?», él
le contestó: «Es san Pedro el que me dirá: "Ahora ya sabes
lo que hay"». ¿No son estas afirmaciones propias de un cre-
yente? Sabré lo que no sé. Pero el «yo sabré» significa tam-
bién «yo seré», existiré y podré conocer la realidad última.
Por otra parte, mientras estoy en las sombras del tiempo
56
puedo ciertamente tener certezas, pero certezas que versan
siempre sobre lo incognoscible.
Durante la última entrevista que mantuvimos y que duró
tres horas, Mitterrand me preguntó: «¿Pero de verdad nunca
experimentó la duda en toda su larga vida, una vida llena de
peripecias y repleta de penas y alegrías?». Y yo le contesté:
«Sí. A los dieciséis o diecisiete años experimenté la duda más
absoluta en relación con todo lo que me habían enseñado.
Después, la fe expulsó a la duda. Y una vez vencida la duda,
mi vida siempre ha estado tejida de interrogantes».
Al interrogarse sobre la fe es frecuente que los com-
pañeros me pregunten: «Pero ¿quién es Dios?». Habitual-
mente les contesto: «¿Recuerdas aquel día que volvimos por
la noche cansados, muertos de frío, sin haber comido y sin
traer nada para la comunidad? Habíamos trabajado todo el
día reparando una vieja casa para hacerla habitable para
unos viejecillos y, cuando volvíamos, tú me dijiste: "Padre,
me siento tremendamente contento de esta jornada". ¿Y
ahora me preguntas que quién es Dios? Pues bien, no ol-
vides jamás esa alegría, tan distinta de las demás, que sen-
tías en aquel momento. Porque estabas recibiendo el don
más maravilloso que pueda existir, eso que los teólogos lla-
man el don de la sabiduría. La sabiduría no quiere decir ser
sabio y no hacer tonterías. Sabiduría viene de supere, la pa-
labra latina que significa "saborear", "degustar". En ese mo-
mento degustabas lo bueno que es amar a Dios. Era Dios
al que estabas encontrando y quien cantaba en tu corazón.
Y por muchas bibliotecas teológicas que conocieses, ten-
drías ideas sobre Dios, pero no le conocerías. Mientras que
en ese sentimiento de alegría, en esa alegría inexpresable,
ahí saboreaste a Dios».
En el mensaje cristiano, la fe es absolutamente indiso-
ciable del amor, porque Dios es Amor.
Yo no creo en Dios. Yo creo en el Dios Amor, , pesar
de todo lo que parece negarlo. Su esencia es su propio Ser
57
30. de ser Amor. Por eso, estoy convencido de que la división
fundamental de la humanidad no es entre los que se dicen
creyentes y los que se llaman o llamamos no creyentes. La
división fundamental es entre los «idólatras de sí mismos»
y los «comulgantes», entre los que ante el sufrimiento de los
demás se vuelven y los que luchan por liberarles. Es la di-
visión entre los que aman y los que se niegan a amar. Jamás
olvidaré a Coluche. Nos encontramos unos meses antes de
su muerte en el campo de batalla de la lucha contra el ham-
bre. A petición de su madre celebré sus funerales. Si la ju-
ventud le llora es para agradecerle el que haya desenmas-
carado la hipocresía de nuestra sociedad bien educada. Por-
que Coluche era un testigo que denuncia y actúa. Era un
auténtico «comulgante».
¿No está compuesta acaso la mayoría de los aparente-
mente no creyentes por los que han visto en la imagen de
Dios sugerida a sus ojos por la comunidad de los creyentes
una imagen desfigurada? Las blasfemias que suben en tropel
de la tierra no son lanzadas contra el Dios auténtico, contra
el Dios Amor. Son las proferidas a la cara de esos falsos
dioses, hechos de egoísmos, de hipocresías y de intereses
políticos.
La única blasfemia es la blasfemia contra el Amor.
Por eso, no está mal que volvamos a recordar aquí las
Bienaventuranzas, unas de las palabras más compromete-
doras de Jesús. ¡Nunca las releeremos lo suficiente!
«Al ver a la gente, Jesús subió al monte, se sentó y se
le acercaron sus discípulos. Entonces comenzó a enseñarles
con estas palabras:
Dichosos los pobres en el espíritu,
porque suyo es el reino de los cielos.
Dichosos los que están tristes,
porque Dios los consolará.
58
Dichosos los humildes,
porque heredarán la tierra.
Dichosos los que tienen hambre y sed
de hacer la voluntad de Dios,
porque Dios los saciará.
Dichosos los misericordiosos,
porque Dios tendrá misericordia de ellos.
Dichosos los que tienen
un corazón limpio,
porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que construyen la paz,
porque serán llamados hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos
por hacer la voluntad de Dios,
porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos seréis cuando os injurien y os persigan, y di-
gan contra vosotros toda clase de calumnias, por causa mía.
Alegraos y regocijaos, porque será grande vuestra recom-
pensa en los cielos, pues así persiguieron a los profetas an-
teriores a vosotros.»
(Mateo 5)
Hace tiempo que vengo meditando este mensaje de Je-
sús. Y sin embargo, hace unos quince años, tenía que diri-
girme a una gran multitud de jóvenes en el anfiteatro de
Verona, en Italia. Ellos habían escrito el texto de las Bie-
naventuranzas en grandes carteles. Mientras esperaba mi
turno, tenía todo el tiempo del mundo para leerlas una y
otra vez. Fue entonces cuando descubrí algo en lo que, Ins-
ta entonces, nunca había reparado: que todas las Bieruivcn-
59
31. turanzas están en futuro, salvo dos que están en presente
(la primera y la última). La primera: «Dichosos los pobres
de espíritu porque suyo es el reino de los cielos». Y la úl-
tima: «Dichosos los perseguidos por hacer la voluntad de
Dios, porque de ellos es el reino de los cielos». No hay
futuro en ellas. El reino de los cielos ya está aquí.
¿Qué significa pobre de espíritu? No quiere decir que
haya que repartir todos los bienes, como san Francisco.
Quiere decir que, ya seas jefe de Estado o empresario o
responsable sindical o profesor, te preguntes cada tarde:
¿Qué he hecho con mis poderes, con mis privilegios, con
mis dones, con mi saber, por el servicio de los más débiles,
de los más desfavorecidos? El que se pregunta esto, ése es
el pobre de espíritu.
Y la última bienaventuranza no quiere decir que haya
que morir necesariamente mártir. Sino que el día en el que
se encuentren tres hombres y el más fuerte de los tres quie-
ra explotar al más débil, el tercero en discordia se coloque
entre ambos y declare: «No consentiré que le hagas daño a
este débil, a no ser que pases por encima de mi cadáver».
Entonces el reino de los cielos estará ya en la tierra. Gracias
a Dios, muchos de esos mismos que dicen no saber nada
de la fe son en realidad hijos de Dios a través de la entrega
de sí mismos para proteger al más débil. Aunque no quieran
saber nada de curas, ni de Iglesia, ni de credo, comprome-
tiendo su vida en la defensa de los derechos y de la dig-
nidad de los más débiles, forman parte de los que hacen
surgir y crecer el reino de los cielos.
Eso es lo que dice el Evangelio. Y en eso consiste la
ética cristiana.
El fracaso de la Iglesia y de la comunidad de los lla-
mados creyentes consiste precisamente en no lograr hacer
creíble que Dios es Amor. ¿No será que por muy vigilantes
que estamos en favor de la exactitud de la doctrina y sobre
60
la exactitud de la fe no vivimos lo esencial del mensaje:
«Amaos los unos a los otros como yo os he amado»?
Si no se vive desde el amor, la fe se convierte en un
faro apagado. Éste es el corazón del mensaje de Cristo. San
Pablo lo expresa a las mil maravillas en el siguiente himno:
«Aunque hablara todas las lenguas de los hombres y de
los ángeles, si no tengo amor, soy como campana que suena
o címbalo que retiñe.
Aunque tuviera el don de hablar en nombre de Dios y
conociera todos los misterios y toda la ciencia; y aunque
mi fe fuese tan grande como para trasladar montañas, si no
tengo amor, nada soy.
Y aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y
entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada
me sirve.
El amor es paciente y bondadoso;
no tiene envidia,
ni orgullo, ni jactancia.
No es grosero, ni egoísta;
no se irrita ni lleva cuentas del mal;
no se alegra de la injusticia,
sino que encuentra
su alegría en la verdad.
Todo lo excusa, todo lo cree,
todo lo espera, todo lo aguanta.
El amor no pasa jamás.»
(1 Corintios I )
32. III
TRES CERTEZAS
A pesar de las atrocidades que a todos nos hieren, lo
esencial de mi vida de fe descansa sobre tres certezas. El
primer fundamento de mi fe es la certeza de que el Eterno
es Amor. El segundo fundamento es la certeza de ser ama-
do. Y el tercero es la certeza de que la libertad humana no
tiene otra razón de ser que la de hacernos capaces de res-
ponder con nuestro amor al Amor.
Recuerdo una anécdota. Hace muchos años, unos ami-
gos habían decidido rodar una película sobre el invierno de
1954. El productor, un joven que había cargado sobre sus
espaldas la empresa heredada de su padre muerto, vino a
decirme: «Va a comenzar el Festival de Cannes. Queremos
hacer una película, pero no tenemos dinero suficiente. Te-
nemos que encontrar coproductores. Nos haría un gran fa-
vor si aceptase venir con nosotros al festival. Allí se reúnen
los productores de todo el mundo, al acecho de nuevas
ideas. Si Yves Mourousi le hiciese un par de preguntas en
el telediario, todos los productores lo sabrían. Entonces nos
lloverían las ofertas y sólo tendríamos que preocuparnos de
elegir la mejor».
Me fui con ellos a Cannes. A mi llegada al barco que
iba a servir de escenario, las cámaras del programa «Veinte
horas» ya habían subido a bordo. Mientras me disponía a
hacer yo otro tanto, un amigo me dijo: «No tienes suerte,
acaban de subir tres grandes actores, que seguramente com-
¿?3
33. partirán la entrevista contigo y uno de ellos suele ser un
poco "comecuras". No te va a ser nada fácil». «Ya veremos»,
le contesté. Subí a bordo. Mourousi hizo las presentaciones.
Los tres en cuestión venían a hablar de la película Bajo el
sol de Satanás. Eran Sandrine Bonnaire, Gérard Depardieu y
Maurice Pialat. Este último era el «bocazas», el «comecuras».
Yves Mourousi comenzó su entrevista. Cuando mis tres
compañeros de navegación terminaron de contestar, Mou-
rousi se volvió hacia mí: «¿Usted también metido en el mun-
do del cine, Abbé Pierre?». Le contesté, con voz fuerte y
serena, lo que todavía pienso hoy: «Sí, porque cuando uno
se hace viejo, tiene la sensación de oír una voz en el interior
que le dice: "antes de irte, dinos lo que sabes". Y lo que yo
sé es que la vida es un tiempo dado a la libertad para apren-
der a amar, si se quiere, a través del encuentro con el Eterno
Amor en el siempre del más allá del tiempo...». Silencio. Y,
de pronto, el terrible Pialat gritó: «¿Por qué no se me enseñó
esto cuando era niño?». Fue un instante extraordinario.
Se nos enseñan creencias y doctrinas. Posiblemente nos
ayude a vivir. Pero obligados a retenerlas, las rechazamos
muy pronto. Sobre todo porque no comprendemos el sig-
nificado de las cosas que nos obligan a creer. Al día siguien-
te a la emisión en la que Pialat había lanzado ese grito,
habló a los periodistas de su educación católica, en la que
le hablaban del diablo y del infierno y le decían: «Pórtate
bien o el buen Dios te castigará». Y añadió que nunca había
oído relacionar a Dios con el Amor y con la libertad. Ese
era su grito de angustia: «¿Por qué nunca me enseñaron
eso?»
Y sin embargo, eso es el fundamento mismo de la fe
cristiana, al menos tal y como yo la he entendido al leer el
Evangelio. Este es el tema central del Nuevo Testamento:
«Dios es Amor». Dios es incognoscible. De El sólo se puede
decir que es Amor y que se entrega. Y cuando digo esto,
siempre siento la necesidad de precisar: Dios es Amor. A
64
pesar de todo. A pesar de todas las atrocidades, a pesar del
sufrimiento de tantos hombres y mujeres, a pesar de las
guerras y las epidemias. Sí, creo que Dios es Amor a pesar
de todo.
Mi segunda certeza es que somos amados a pesar de
todo. El Evangelio nos lo recuerda constantemente: «Tanto
amó Dios al mundo que le envió a su Hijo, para que el
mundo sea salvado por El» (Juan 3). A lo largo de su vida
pública, Jesús siempre miró con amor a todas las personas
con las que se iba encontrando. Amó a Pedro, a Juan, a
Natanael y a todos los apóstoles. Amó a la mujer pecadora,
a María Magdalena, a Zaqueo y a la samaritana. Amó al
paralítico de la piscina de Betsaida, a la viuda de Naín, al
centurión romano y a Nicodemo. Amó incluso a Judas.
Cristo nos reveló a través de su persona y de su vida
que Dios es como un padre que ama infinitamente a cada
uno de sus hijos, por muy malos y desobedientes que sean.
Por muy pecador y rebelde que sea, o por muy hundido
que esté un hombre en el mal, Dios le sigue amando, por-
que el Amor no se rinde jamás y crece sin cesar. Sólo el
hombre puede rechazar libremente este Amor y poner una
pantalla refractaria a este rayo de luz que se ofrece siempre.
Por eso Pascal decía justamente: «La luz de Dios es lo
bastante fuerte como para que el que quiera pueda creer, y
la oscuridad de Dios es suficiente para que el que se niega
a creer no se vea obligado a hacerlo».
El amor, en efecto, implica el respeto absoluto de la li-
bertad del otro. Si me siento obligado a amar, eso deja de
ser amor. Y ésta es precisamente la tercera certeza de mi fe:
el hombre es libre de amar o de no amar. En este inmenso
cosmos compuesto por miles de millones de galaxias, el
hombre es, por lo que conocemos, la única criatura dolada
de libertad. Por muy ínfimo que sea a los ojos de la ¡ninen-
65
34. sidad cósmica, el hombre tiene un valor infinito, porque es
un ser capacitado para la libertad y esta libertad le hace
capaz de amar. Ésta es la dignidad del hombre.
Cuando me preguntan: «¿Por qué venimos a la tierra?».
Respondo simplemente: «Para aprender a amar». El universo
entero sólo tiene sentido porque, en alguna parte, existen
seres dotados de libertad. El hombre, este ser ínfimo colo-
cado en un planeta minúsculo, puede ser aplastado por el
universo, pero es más grande que el universo, como dice
Pascal, porque sabe que muere y que puede morir amando.
Para que el amor sea posible no basta con que haya océa-
nos, glaciares y estrellas. Es necesario que haya seres libres.
Por muy horrible que sea a veces, la libertad humana no se
puede borrar. Afortunadamente, existe la ayuda de Dios, a
la que solemos llamar gracia.
Para explicar esto suelo recurrir a menudo a la imagen
del barco. Nuestra libertad consiste en desplegar la vela.
Pero la vela por sí sola no basta para hacer avanzar el barco.
Tiene que soplar el viento. Y por otra parte, si el viento, el
Espíritu Santo, sopla, pero la vela no está desplegada, el
barco tampoco avanzará... Dios necesita nuestra colabora-
ción para hacernos avanzar. Y añadiría que toma parte de
la responsabilidad humana elegir el rumbo y la dirección
que le queremos dar a la vida. El hombre tiene el timón y
despliega la vela. Entonces, el soplo divino le puede con-
ducir a buen puerto.
Evidentemente, la libertad puede conducir a las peores
atrocidades. Soy libre para amar o no amar. Si quiero ser
libre sin freno ni meta, si quiero utilizar mi libertad según
mis caprichos, muy pronto mi libertad quedará reducida a
cenizas. No hemos sabido enseñar que la libertad no con-
siste en hacer esto o aquello, sino que la libertad es «para».
Para amar.
Los animales aman, pero aman sin libertad. Aman por
un instinto que les determina. Son capaces de ponerse en
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peligro o de morir para proteger a sus pequeños. Pero cuan-
do los pequeños sean grandes se pelearán con sus proge-
nitores y sólo actuarán en función de su instinto. El hombre
es el único que tiene libertad. Pero esta libertad debe ser
educada. Sin educarla, la libertad corre el riesgo de verse
reducida a servir al egocentrismo del individuo. Entonces
engendrará miedo en los demás y pronto entraremos en
la famosa espiral de la violencia, de la guerra y del odio
sin fin.
Sí, la libertad puede tener consecuencias temibles —¿no
es ésta la razón por la cual tantos seres humanos prefieren
los animales a las personas?— pero éste es el precio que
hay que pagar para que exista el amor.
Si no hubiese libertad, no habría amor. Y la vida no
tendría interés ni sentido.
Una amiga me hablaba un día de su hijita, a la que in-
tentaba explicarle la fe. La pequeña le había dicho: «Pero
mamá, ¡qué equivocación tan tremenda cometió el buen
Dios al darle la libertad al hombre! ¡Si no hubiese libertad,
todo sería maravilloso! Todos los seres humanos de la tierra
serían como las estrellas que dan vueltas sin parar y que
jamás se pelean». Su mamá le contestó: «Tienes razón, pero
si Dios no hubiese cometido esta equivocación, como dices,
tú no tendrías una mamá para quererte y yo no tendría una
hijita que me quisiera. Seríamos autómatas». ¿Valdría la
pena?
35. IV
LOS TRES ROSTROS
DEL AMOR
A pesar de todo, Dios es Amor. A pesar de todo, so-
mos amados. El hombre es libre para amar o no amar. Estos
son los fundamentos esenciales de mi fe.
Estoy convencido de que muchos hombres religiosos
no cristianos pueden compartir estas convicciones. La re-
velación, esta secreta palabra dirigida por Dios a los hom-
bres, invita a explorar todavía más el misterio de Dios.
De ahí que los teólogos hayan intentado, a lo largo de
los primeros siglos después de la muerte de Cristo, apro-
ximarnos más a los misterios fundamentales de los que Dios
nos habla: el misterio de la Trinidad, el de la Encarnación y
el de la Redención.
Por decirlo de alguna manera, en el claroscuro de estos
misterios se ha desarrollado toda mi vida de hombre de fe.
En efecto, más allá del descubrimiento de este simple «Yo
soy» que había renovado mi fe, llegué al conocimiento de que
a este «Yo soy» sólo se le puede añadir la palabra «Amor». «Yo
soy Amor» es lo único que podemos decir de Dios.
Desde entonces he ido descubriendo progresivamente
el misterio que, habitualmente, parece el más opuesto a la
razón humana y el más difícil de concebir: el misterio dr la
Trinidad. Es en este misterio donde mi espíritu cnau-nln
más luz y más energía.
Si Dios es Amor, como todo amor tiende a |M<>|>.i)',.ii'.<
o9
36. ¿Qué es, en el fondo, el amor? Es lo que nos hace «ser más»,
saliendo de nosotros mismos. No para hundirnos. El amor
no es una negación de uno mismo. Nos hacer «ser más»,
saliendo de nosotros mismos.
El amor se dice, se da. Este don de sí mismo del Eterno
es lo que vamos a llamar, por analogía, el Verbo, el Hijo.
Este Dios, entregado y que no cesa de entregarse, no puede
menos de exultar y adorar —para emplear nuestras palabras
humanas, siempre aproximativas— ante la imagen de sí
mismo que es el Verbo, el Hijo. Y el Verbo no puede menos
de estar en parecida adoración y exultación ante el Padre,
de quien es la imagen perfecta. Por eso, con toda naturali-
dad se convierte en el viento del Espíritu. ¡Qué bien elegida
esta palabra... Espíritu, «soplo», «viento»! Los místicos no du-
dan en decir: «El Espíritu Santo es el soplo de un beso mu-
tuo del Padre y del Verbo amándose».
Para expresar este fuego de amor y de alegría que es la
vida misma del Eterno, a los teólogos les ha costado mucho
encontrar las palabras adecuadas. Sólo supieron proponer-
nos esa palabra, un tanto fría, de Trinidad. Y es que se tra-
taba de nombrar algo que está mucho más allá de todo lo
que puede concebir el pensamiento humano. Se trata de dis-
tinguir en el seno de la unidad divina y a través del pro-
digio del amor tres personas: el Padre, como una fuente que
se da al Hijo y, de este intercambio de amor, el beso divino,
el Espíritu Santo.
Es como si este misterio nos permitiese desvelar un rin-
concito de la vida íntima del amor de Dios, ese torbellino
de corazón inmutable.
Curiosamente, mientras este misterio de la Trinidad les
parece tan complicado a tantos cristianos, ha sido para mí,
durante toda mi vida, uno de los puntos de referencia más
evidentes y más constantes de mi fe.
La revelación cristiana nos habla de un segundo gran
misterio: el misterio de la Encarnación. El Verbo de Dios, la
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segunda persona de la Trinidad, se hizo carne en el hombre
Jesús. San Juan es el que mejor expresa esta unión en una
sola persona del Amor infinito que se entrega y de la li-
bertad humana.
«Al principio ya existía la Palabra.
La Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
Ya al principio ella estaba junto a Dios.
Todo fue hecho por ella
y sin ella no se hizo nada
de cuanto llegó a existir.
En ella estaba la vida
y la vida era la luz de los hombres;
la luz resplandece en las tinieblas,
y las tinieblas no la sofocaron.»
Vino un hombre, enviado por Dios, que se llamaba
Juan. Este vino como testigo, para dar testimonio de la luz,
con el fin de que todos creyeran por él. No era él la luz,
sino testigo de la luz.
«La Palabra era la luz verdadera,
que con su venida al mundo,
ilumina a todo hombre.
Estaba en el mundo,
pero el mundo,
aunque fue hecho por ella,
no la reconoció.
Vino a los suyos,
pero los suyos no la recibieron. (...)
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros;
y hemos visto su gloria,
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37. la gloria propia del Hijo único del Padre,
lleno de gracia y de verdad. (...)
A Dios nadie lo vio jamás; el Hijo único, que es Dios
y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer.»
(Juan 1,1-18)
Todos los días de mi ya larga vida de creyente se vie-
ron iluminados por estas palabras extraordinarias. Incluso en
los momentos de oscuridad, siempre me dije: «El Verbo se
hizo carne».
En la Encarnación del Verbo, Dios Amor se entrega
realmente a los hombres y se hace realmente nuestro. ¿Hay
otra forma mejor de hacerles saber a los hombres el amor
que les tiene el Eterno? Dios se adhiere a la condición hu-
mana para que el hombre pueda entrar en el fuego y en la
alegría del Amor Trinitario.
«Dios se ha hecho hombre para que el hombre se con-
vierta en Dios», escribía san Ireneo. Este misterio de la En-
carnación, que es el fundamento mismo de la fe cristiana,
ha irrigado mi oración y ha alimentado mi contemplación
de Dios Amor.
Dicho esto, también tengo que añadir que la Encarna-
ción deja a mi pobre inteligencia mucho más insatisfecha
que el misterio de la Trinidad.
Una de las cuestiones que no ceso de plantearme, in-
terpelando a Jesús, es la de saber cómo han podido existir
en esta persona única que es Jesús, el Verbo encarnado, dos
tipos de conocimiento. Dado que era el Verbo, el Cristo,
no perdió un sólo instante la visión beatífica, la contempla-
ción, la adoración del Padre, de donde procedía el Espíritu.
Y sin embargo, en su humanidad era totalmente hombre. ¡Y
no como si fuese hombre! De pequeño tuvo que aprender a
caminar, a asearse, a ir a la escuela. Tuvo que aprender a
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leer, a ir a la sinagoga y aprender la ley, la Tora. Tuvo el
conocimiento progresivo propio del conocimiento humano,
al mismo tiempo que vivía el Infinito de la perfección del
Verbo.
Más tarde, al final de su vida, el mismo Cristo le dice
al buen ladrón en la cruz: «Hoy estarás conmigo en el Pa-
raíso». Y al instante, esa misma persona grita: «Padre, Padre,
¿por qué me has abandonado?». Este es el misterio más im-
penetrable, pero también el más dramático, el más llamati-
vo, el más susceptible de atarnos, misteriosamente, a la per-
sona de Cristo.
Sí, sufrió como sufre toda persona que es torturada.
Sí, nunca dejó de decir: «Gloria al Padre».
Hay otro punto en el que el misterio de la Encarnación
me conduce a gritarle a Jesús y a interpelarle constante-
mente. Si tenemos en cuenta los milenios que han pasado
desde la aparición del primer hombre libre y responsable y
si consideramos el espacio del planeta Tierra, no podemos
menos de preguntarnos: «¿Pero, Señor, por qué has tardado
tanto? ¿Y por qué lo has hecho con medios tan minúsculos?
¿Por qué no aparecer hoy, cuando la Palabra divina sería
acogida por las antenas parabólicas a través de toda la tierra
y pondría la revelación al alcance de todos?»
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